Volver a la primera parte de El alquiler fantasmas, de Henry James.
Una semana más tarde, a medianoche, se le apareció el fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El fantasma reapareció varias veces y llegó a presentarse regularmente. El viejo se sentía incómodo, porque con el tiempo su ira se había calmado y se había transformado en pena. Determinó dejar la casa y trató de venderla o de alquilarla; pero se había divulgado el rumor de las apariciones del fantasma, que ya otras personas habían visto; la casa tenía mala fama y era difícil deshacerse de ella, que era, con la tierra, la única propiedad del hombre. No tenía otros medios de subsistencia. Si no podía vivir en ella ni podía alquilarla, estaba condenado a vivir de la mendicidad. Pero el fantasma se mostraba implacable, como en su día se mostró él. Se resistió durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la capa, recogió sus cosas y se dispuso a marchar y mendigar su pan. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un trato. «Déjame la casa -le dijo-.La quiero para mí. Vete a vivir en otro lugar. Pero como no tienes medios de vida, seré su inquilino. Te pagaré una renta.» Y el fantasma señaló una cantidad. El capitán aceptó y cada trimestre va a cobrar la renta.»
Me reí de esta historia, pero confieso que me había impresionado porque venía a confirmar lo que yo había observado. ¿No había presenciado una de las visitas trimestrales del capitán, no le había visto mirando cómo su casero contaba el dinero de la renta y cuando él se retiraba en la oscuridad con una pequeña bolsa de monedas escondida en los pliegues de su capa? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de mis reflexiones, porque estaba resuelto a que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de recrearla con mi historia en su plena madurez.
-¿No tiene el capitán Diamond ningún otro medio de vida conocido?
-Ninguno. No trabaja y el fantasma le mantiene. Una casa en que se aparecen los muertos es una propiedad muy valiosa.
-¿Con qué moneda paga el fantasma?
-En buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la chica. Resulta una curiosa mezcla de materia y espíritu.
-¿Se porta de una manera decente, el fantasma? ¿Paga una buena renta?
-Tengo entendido que el viejo vive dignamente y que tiene su pipa y sus tragos. Alquiló una pequeña casa junto al río; la puerta da a la calle y hay un pequeñno jardín ante ella. Allí pasa los días, al cuidado de una mujer de color. Hace algunos años, solía pasearse bastante; era una figura conocida en la villa y mucha te conocía su leyenda. Pero últimamente se ha retirado en su concha y la curiosidad lo ha olvidado. Supongo que el hombre chochea ya. Pero estoy segura -dijo Miss Deborah como conclusión- que no sobrevivirá a sus facultades o a su capacidad de andar, porque si no recuerdo mal, una parte del trato era que tiene que ir personalmente a cobrar la renta.
No pareció que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss Deborah. Continué viéndola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, ni más ni menos activa que de costumbre. Fui más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas quedaron defraudadas, porque no encontré al capitán Diamond allí. Pero tenía una perspectiva de ver compensada mi decepción. Deduje que las visitas del viejo a la casa eran hechas en el último día de cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de diciembre y me parecía probable, por consiguiente, que volvería allí el treinta y uno de marzo. Se aproximaba la fecha... Al fin llegó. Acudí tarde a la casa dando por supuesto que la hora de la cita era la del crepúsculo. No me equivoqué. Hacía un rato que me paseaba por los alrededores, como si yo mismo fuera un fantasma, cuando el hombre apareció de la misma manera que en la ocasión anterior, con la misma indumentaria. De nuevo me escondí y observé cómo procedía al mismo ceremonial. Aparecieron las luces, una tras otra, en la rendija de cada ventana entre los postigos y yo abrí la ventana que había cedido a mi curiosidad tres meses antes. De nuevo vi la gran sombra en la pared, quieta y solemne. Pero no vi nada más. El viejo salió por fin, hizo sus fantásticos saludos ante la casa y desapareció en la oscuridad.
Un día, transcurrido más de un mes, volví a encontrarlo en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba lleno de las voces de la primavera. Los pájaros habían regresado y cantaban sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba entre las plantas. El viejo estaba sentado al sol, todavía envuelto en su capa enorme y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran señor oriental que diera la señal para mi decapitación, pero era evidente que estaba contento de verme.
-Le he buscado a usted aquí, más de una vez -le dije-. No viene usted a menudo.
-¿Qué quiere usted de mí? -preguntó.
-Gozar de su conversación. Me gustó tanto, el día en que charlamos...
-¿Me encuentra usted divertido?
-Interesante.
-¿Le parezco a usted un chiflado?
-¿Chiflado? ¡Señor! -protesté.
-Soy el hombre más en sus cabales de este lugar. Ya sé que es lo que dicen todos los locos, pero en general no pueden probarlo y yo sí puedo.
Calló por unos momentos.
-Le explicaré. Una vez, sin quererlo, cometí un crimen. Y ahora pago el castigo, con mi vida entera. Afronto los hechos como son. Nunca he tratado de esquivar mi pena, que es terrible; pero la he aceptado. He sido un filósofo. Si fuera católico, me habría hecho monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración.
Pero esto no es una pena: es una evasión. Pude haberme suicidado, pude haberme vuelto loco... No. No hice nada de esto. Sencillamente, afronté las consecuencias. Como le dije, son terribles. Las afronto cuatro veces al año, en días determinados, y así lo haré mientras viva. No tengo otra cosa que hacer; este es mi pasatiempo, porque así es como he tomado la cosa. Hay que ser razonable.
-¡Admirable! -exclamé-. Pero me deja usted con mucha curiosidad y mucha simpatía.
-Especialmente con curiosidad -me replicó.
-Bueno, si yo supiera exactamente lo que sufre usted, mi compasión sería mayor.
-Muchas gracias. No necesito su compasión, que no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el de usted.
El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, para asegurarse de que ningún curioso le oía.
-¿Estudia usted aún teología? -me preguntó.
-Sí -respondí yo, quizá con una sombra de irritación-. Es una cosa que no puede aprenderse en seis meses.
-Así lo creo, sobre todo porque no tienen ustedes para estudiar más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Yo soy un grán teólogo.
-¡Ah, usted ha tenido la experiencia! -murmuré con simpatía.
-Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma, usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkin machacando lógica sobre ello y citando autoridades a troche y moche para determinar que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Y lo he tocado con estas manos!
El anciano levantó las manos, agitándolas furiosamente.
-¡Esto vale mucho más, pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros. Evidentemente, es lo que hará. Es usted un joven buena persona; no tendrá usted nunca un crimen sobre su conciencia.
Le contesté, con fatuidad juvenil, que esperaba con toda seguridad tener mi parte de pasiones humanas, joven buena persona y futuro doctor en teología como era.
-¡Ah, pero usted tiene muy buen carácter! Como lo tengo yo ahora, pero en otro tiempo fui brutal, demasiado brutal. Debería usted saber lo que son las cosas. Maté a mi propia hija.
-¡A su hija!
-La dejé sin sentido y murió. Pudieron ahorcarme por ello, pero no la había derribado con mis manos, sino con mis palabras, falsas y reprobables. Y esto hace una gran diferencia: vivimos regidos por una gran ley. Puedo asegurarle que su alma es inmortal. Tengo una cita con ella cuatro veces al año y entonces recibo mi lección.
-¿Nunca le ha perdonado?
-Me ha perdonado como perdonan los ángeles. Y esto es lo que no puedo sufrir. No puedo soportar su mirada dulce y tranquila. Casi preferiría clavarme un cuchillo en el corazón... ¡Oh, Señor, Señor, Señor!
El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre el puño de su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas. Me sentí impresionado y conmovido y por un momento me pareció que su actitud invitaba a nuevas preguntas. Antes de que me aventurara a preguntar nada más, se levantó lentamente y se embozó con su capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.
-Tengo que marcharme -me dijo-, he de caminar un largo trecho.
-Es posible que nos veamos otra vez.
-¡Oh!, estoy muy viejo -contestó- y es probable que tarde en volver. Tengo que reservarme. A veces estoy un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle a usted de nuevo.
Se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa a la vez.
-Es posible que algún día encuentre un alma joven y pura. Si consigo hacerme un amigo, algo habré ganado.
¿Cómo se llama usted?
Llevaba en mi bolsillo un volumen de los Pensamientos, de Pascal, en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Se lo di a mi viejo amigo.
-Me gustaría que guardara usted este pequeño libro -le dije-. Me gusta mucho y le dirá algo acerca de mí.
Lo tomó y le dio un par de vueltas en sus manos. Luego me dirigió una mirada de gratitud.
-No soy un gran lector, pero no voy a rechazar el primer regalo que me hacen desde mi desgracia... Y el último. Muchas gracias, señor.
Con el pequeño libro en sus manos echó a andar. Yo quedé imaginando al hombre sentado durante semanas fumando su pipa.
Pasó tiempo sin que volviera a verle, pero esperaba mi oportunidad para el día último de junio, al final de otro trimestre. Al fin, al anochecer de un agradable día de verano, volví a la casa del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto la huerta en la parte trasera, pero su perpetua tristeza era tan impresionante como cuando la había visto bajo el cielo de diciembre. Al aproximarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme al capitán y pedirle descaradamente que me permitiera entrar con él. Había llegado antes de lo que yo había previsto y vi ya las luces prendidas a través de las rendijas de las ventanas. No quise, naturalmente, entrometerme en su entrevista con el fantasma y esperé a que saliera. Las luces se apagaron a su debido tiempo y salió el capitán Diamond. Aquella noche no hizo sus reverencias porque lo primero que vio al salir fue a su noble amigo plantado, modesta pero firmemente, cerca de la puerta de entrada.
Se detuvo de manera brusca, me miró y esta vez su terrible mirada era adecuada a la situación.
-Sabía que estaba usted aquí y he venido intencionalmente.
Parecía contrariado y miró hacia la casa, molesto.
-Me perdonará usted que me haya tomado esta libertad -dije-, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.
-¿Cómo sabía usted que yo estaba aquí?
-Razoné. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me fijé en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba un gran misterio. Cuando usted tuvo la confianza de decirme que veía espíritus, tuve la seguridad de que sólo podía ser aquí.
-Es usted muy listo -dijo el anciano-. ¿Y qué le ha traído a usted aquí precisamente esta noche?
Me vi obligado a esquivar la pregunta.
-Oh, vengo a menudo. Me gusta contemplar esta casa. Me encanta.
Se volvió y la miró.
-No tiene nada de particular, en la parte de afuera.
Era evidente que el exterior de la casa le era indiferente, a pesar de su aspecto peculiar, y esto, dicho así a la luz del crepúsculo, ante la misma siniestra construcción, parecía hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.
-He estado esperando una oportunidad para entrar en la casa. Pensé que podría encontrarle a usted y que me lo permitiría. Me complacería mucho ver lo que ve usted.
El capitán parecía confundido por mi osadía, pero no precisamente disgustado. Me puso una mano sobre el brazo.
-¿Sabe usted lo que he visto? -me preguntó.
-¿Cómo voy a saberlo si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y permítame entrar.
Los ojos brillantes del capitán Diamond se abrieron desmesuradamente bajo sus cejas oscuras y, después de contener el aliento unos momentos, soltó la risa y vi los rasgos de su cara contraídos; una risa profundamente grotesca, pero silenciosa.
-¿Entrar con usted? -gruñó suavemente-. No entraría otra vez, hasta que llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.
Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró un montón de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.
-Cumplo mi trato, no menos, pero tampoco más.
-Pero usted me dijo, la primera vez que tuve el gusto de hablar con usted, que la cosa no era tan terrible.
-Tampoco ahora digo que sea tan terrible. Pero es muy desagradable.
Este adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, me pareció que oía un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero todo estaba quieto. El capitán Diamond había estado pensando también; de pronto se volvió hacia la casa.
-Si quiere usted entrar solo -me dijo-, bienvenido sea usted.
-¿Me esperará usted aquí?
-Sí, no estará usted mucho ahí dentro.
-Pero la casa está completamente a oscuras. Cuando entra usted, tiene alguna luz.
Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.
-Tome esto -dijo-. Encontrará usted dos candeleros con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalos usted, tome uno de cada mano y métase adelante.
-¿Adónde debo ir?
-A cualquier lugar... A todas partes. Confíe usted en que el fantasma le encontrará.
No voy a pretender que en aquel momento mi corazón no latía aceleradamente. Y no obstante imagino que hice un gesto con suficiente dignidad al anciano indicándole que me abriera la puerta. Había decidido en mi fuero interno que se trataba de un fantasma auténtico. Había aceptado la premisa y me había dado a mí mismo la seguridad de que una vez la mente estaba preparada y la cosa no era una sorpresa, era posible mantener la serenidad. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave, abrió la puerta y me hizo una profunda reverencia al cederme el paso. Me encontré en la oscuridad y oí el ruido de la puerta que se cerraba tras de mí. Durante unos momentos no moví ni un dedo de mi cuerpo; miraba valientemente frente a mí, en la oscuridad. Pero ni veía ni oía nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa vi dos candeleros de latón, viejos y mohosos por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.
Vi ante mí una ancha escalera, que tenía una balaustrada antigua de aquella talla rígidamente delicada que se encuentra en algunas viejas casas de la Nueva Inglaterra. Dejé para más tarde la escalera y me metí en la habitación a mi derecha. Era una salita con mobiliario anticuado y reducido, mustio debido a la ausencia de vida humana. Levanté mis luces y no vi nada más que las sillas vacías y los muros desnudos. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera que se comunicaba, como había deducido, por unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y recorrí las habitaciones del otro extremo: un comedor en el frente, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; y más allá, la cocina con sus cacerolas y otros cacharros, eternamente fríos. Todo esto resultaba triste y arduo, pero no formidable. Regresé al vestíbulo y me situé ante el pie de la escalera, sosteniendo mis candeleros. Subir era algo que requería un nuevo esfuerzo y miré hacia la oscuridad de lo alto. De pronto me di cuenta de que la oscuridad estaba animada; parecía moverse y contraerse.
Lentamente -y digo lentamente porque en mi tensa expectación los momentos me parecieron muy largos- tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo confesar que para entonces yo tenía conciencia de un sentimiento al cual me creo honestamente en el deber de dar el nombre de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, así, con mayúscula. Era, en todo caso, el sentimiento que hace retroceder a un hombre. Notaba cómo crecía y me pareció perfectamente irresistible, porque tenía la impresión que no nacía de mi interior sino que me venía de afuera y que se encarnaba en la figura oscura de lo alto de la escalera. Pasados unos momentos, razoné. Recuerdo que razoné. Y me dije:
«Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes; y éste es una cosa de sombras espesas, densamente opacas.» Recuerdo muy bien que esto fue momentáneo, y que si el miedo había de dominarme tenía que poner atención en mis impresiones mientras conservara mis sentidos. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la figura y dejé mis candeleros encima de la mesa. Tenía perfectamente conciencia de que lo más adecuado era que subiera resueltamente la escalera y me enfrentara con la figura, pero parecía que las suelas de mis zapatos se hubieran transformado de pronto en unas pesas de plomo. Me habían servido lo que deseaba: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura distintamente a fin de poder recordarla bien y sostener después, honradamente, que no había perdido el dominio de mí mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que había de estar mirando y cuándo podía retirarme honorablemente. Todo esto, claro, pasó por mi mente rápidamente y me distraje de ello por un nuevo movimiento de la figura oscura. Aparecieron dos blancas manos de aquella masa vertical y se elevaron lentamente hasta lo que parecía ser el nivel de la cabeza. Allí se juntaron en la región de la cara, luego se separaron y dejaron al descubierto un rostro. Era confuso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Me miró durante unos instantes, después de los cuales una de las manos se levantó otra vez, lentamente, y se movió, hacia adelante y atrás. Había algo singular en aquel gesto, que me parecía denotar resentimiento y al mismo tiempo me despedía; y no obstante era una especie de movimiento trivial y familiar. En mis cálculos no había entrado la idea de familiaridad por parte de la Presencia fantasmal y no me impresionó agradablemente. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «muy desagradable». Me sentía imbuido del deseo de hacer una retirada ordenada y si era posible graciosa. Deseé hacerla gallardamente y me pareció que lo más gallardo sería apagar las luces. Me volví y así lo hice, puntillosamente, y luego me dirigí a tientas hacia la puerta y la abrí. La luz del exterior, aunque casi extinta, penetró en la casa por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró la sombra sólida.
De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las estrellas vacilantes, encontré al capitán Diamond, que me miró fijamente por unos momentos, pero no me hizo pregunta alguna. Luego se aproximó a la puerta y la cerró. Cumplida esta ceremonia, procedió a la otra -hizo su reverencia como un sacerdote ante un altar- y sin prestarme más atención, se fue.
Unos días más tarde, suspendí mis estudios y me fui debido a mis vacaciones de verano. Estuve ausente unas semanas, durante las cuales tuve bastante tiempo libre para analizar mis impresiones de lo supernatural. Me satisfizo reflexionar que no me había sentido innoblemente aterrorizado: ni había huido asustado ni me había desmayado, sino que había procedido con dignidad. No obstante, me sentí ciertamente más cómodo cuando puse treinta millas entre mí y la escena de mi proeza, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios se habían sentido fuertemente excitados y tuve especialmente conciencia de que bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezaba lentamente a desvanecerse. A medida que esto se producía, intenté adoptar una actitud seriamente racional sobre mi experiencia. Cieramente, yo había visto algo, que no era una fantasía; pero, ¿qué era lo que yo había visto? Lamentaba mucho entonces no haber sido más osado y no haberme aproximado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Yo había hecho tanto como cualquier hombre en mis circunstancias se habría atrevido a hacer. Fue realmente una imposibilidad lo que me impidió avanzar. ¿No era esta paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, tal vez, porque un fantasma falso que uno acepte puede impresionar tanto como uno verdadero. Pero, ¿por qué había yo aceptado tan fácilmente el fantasma negro que movía su mano? ¿Por qué se había impresionado tanto, el mismo fantasma? Indiscutiblemente, verdadero o falso, era un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido -y lo habría preferido mucho- que hubiera sido un fantasma autentico, en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y haber temblado por ello y en segundo lugar porque haber visto un aparecido verdadero es una rareza de la cual pocos pueden jactarse.
Traté, por consiguiente, de dejar mi visión inalterada y dejar de buscarle explicaciones. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad me inducía de vez en cuando a plantearme una pregunta burlona. Dando por supuesto que la aparición era la de la hija del capitán Diamond, era su espíritu, pero, ¿no era su espíritu y algo más? A mediados de setiembre me encontré nuevamente instalado entre las sombras teológicas y no tuve ninguna prisa por visitar otra vez la casa del capitán.
Se aproximaba el final de mes -que era el final de otro trimestre para el pobre capitán Diamond- y me sentía poco dispuesto a estorbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque confieso que pensaba con una gran dosis de compasión en el agotado anciano yendo, solo, en el crepúsculo de otoño a su diligencia extraordinaria. El día treinta de setiembre me encontraba, soñoliento, inclinado sobre un pesado libro, cuando oí que llamaban débilmente a mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como esto no produjera efecto, me levanté, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, ya entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante rojo y un pañuelo blanco doblado a través del pecho. Me miró en silencio. La mujer tenía un aire de gravedad y de recato que a menudo se observa en las personas de edad de su raza. Quedé mirándola en actitud interrogativa y por fin, sacando una mano de un gran bolsillo, me enseñó un pequeño libro. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.
-Por favor, señor -dijo la mujer, quedamente-, ¿conoce usted este libro?
-Perfectamente -contesté-. En la guarda de ese libro está escrito mi nombre.
-¿Es su nombre y no el de otra persona?
-Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlo con el que está escrito en el libro -contesté.
Quedó callada unos momentos y luego, con dignidad, dijo:
-Sería innecesario. No sé leer. Si me da usted su palabra, me basta. Vengo -continuó diciendo- de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda... Prenda es la palabra que dijo él. Está enfenmo en cama y necesita verle a usted.
-¿El capitán Diamond, enfermo? -exclamé-. ¿Está grave?
-Muy mal, señor, muy mal... Está acabado.
Manifesté mi pesar y mi simpatía y me mostré dispuesto a ir a verle en seguida si su mensajera negra me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas, sintiéndome como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. La mujer dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una pequeña casa amarilla, de aspecto decente, en una de las calles descendentes; me abrió rápidamente la puerta y me condujo ante la presencia de mi viejo amigo, que estaba en cama, en una habitación oscura, evidentemente en estado de postración. Estaba con la espalda recostada contra la almohada, mirando ante sí; con su cabello erizado más erecto que nunca y con sus ojos intensamente brillantes y oscuros delatando su fiebre. El apartamento era modesto y escrupulosamente limpio, y pensé que mi morena guía era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido rígido y pálido entre sus blancas sábanas, parecía una figura rústicamente tallada en la cubierta de una tumba gótica. Me miró silenciosamente y mi acompañante se retiró y nos dejó a los dos solos.
-Sí, es usted -dijo por fin el capitán-, es usted, aquel joven bondadoso. No me equivoco, ¿verdad?
-Espero que no. Creo que soy un joven bueno, y siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?
-Me encuentro mal, muy mal. Me duelen todos mis viejos huesos -dijo el hombre, que gruñendo continuamente trató de volverse hacia mí.
Le pregunté sobre el carácter de su enfermedad y sobre el tiempo que llevaba en la cama, pero apenas me hizo caso. Parecía estar impaciente por hablarme de algo.
Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró rápidamente:
-Usted sabe que se acabó mi tiempo.
-¡Oh, espero que no! -dije, interpretando mal sus palabras-. Estoy seguro de que no voy a tardar en verle otra vez salir a la calle.
-Sólo Dios lo sabe, pero no quería decir que este muriéndome. Quería decir que vence mi trimestre para la renta de la casa. Hoy es el día de pago.
-¡Oh, exactamente! Pero usted no puede ir.
-No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero. Aunque estuviera muriéndome, lo necesito de todos modos.
Tengo que pagar al doctor. Y quiero que me entierren como a un hombre de respeto.
-¿Es esta noche? -preguntó.
-Esta noche a la puesta de sol, exactamente.
Tendido en la cama, me miraba, y yo, a mi vez, le miraba a él, y de pronto comprendí el motivo de que me hubiera llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, moralmente la rechacé. Pero supongo que debí mostrarme imperturbable, porque el hombre continuó hablando en el mismo tono.
-No puedo perder ese dinero. Tiene que ir alguna otra persona. Le pedí a Belinda que fuera ella, pero no quiere ni oír hablar de ello.
-¿Cree usted que el dinero sería pagado a otra persona?
-Podemos probar, por lo menos. No había estado nunca enfermo y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy enfermo, que me duelen todos los huesos, que estoy muriéndome, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!
-Entonces, ¿usted querría que yo fuera en lugar de usted?
-Usted ya ha estado allí otra vez, ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?
Titubeé.
-Deme tres minutos para reflexionar y se lo diré a usted.
Dejé vagar mi mirada por la habitación y observé varios objetos que delataban la dura y decente pobreza de su ocupante. En su dispersión, viejos y usados, me dieron la impresión de que lanzaban un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. El capitán Diamond continuaba débilmente:
-Creo que tendrá confianza en usted, como la tengo yo. Le gustará la cara de usted; verá que no hay malas intenciones en usted. Tiene que darle ciento treinta y tres dólares, exactamente. Asegúrese usted de que los pone en parte segura. No vaya a perderlos.
-Sí -dije, al fin-, iré y en lo que de mí dependa, creo que podrá usted tener su dinero como a las nueve de la noche.
El hombre se mostró muy aliviado. Me toznó la mano y la oprimió débilmente. No tardé en retirarme. Traté durante el curso del día de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche; pero, claro, no pensé en otra cosa. No voy a negar que me sentía nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo deseando alternativamente que el misterio no fuera tan profundo como parecía o que no resultara demasiado superficial.
Las horas pasaron lentamente, pero por la tarde, en cuanto se inició el crepúsculo, salí de casa para ir a cumplir mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y para recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra, grave e inescrutablemente plácida, en respuesta a mis preguntas dijo que el capitán estaba muy decaído; había empeorado desde la mañana.
-Debe usted darse prisa si quiere regresar antes de que el capitán se acabe.
Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su pupila negra opaca no vi ninguna luz que la traicionara.
-Pero, ¿por qué tiene que acabarse ahora el capitán Diamond? Es verdad que parece muy débil, pero no creo que sea ésta su última enfermedad.
-Su enfermedad es la vejez -dijo la mujer sentenciosamente.
-Pero un es tan viejo como eso. Tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.
La mujer calló por un momento.
-Está muy gastado. No resistirá mucho tiempo ya.
-¿Puedo verle un momento? -pregunté.
La mujer me condujo en seguida a la habitación del capitán, el cual estaba acostado, como le había visto por la mañana, pero con los ojos cerrados. No me pareció que estuviera tan decaído como me decía la mujer, si bien apenas se le notaba el pulso. Supe después que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado satisfecho.
-No sabe lo que va a pasar -dijo Belinda brevemente.
El anciano se agitó un poco, abrió los ojos y pasado un momento, me reconoció.
-Voy a buscar su dinero -le dije-. ¿Tiene usted algo más que decirme?
El capitán se incorporó lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas. Pero yo tenía la impresión de que apenas me comprendía.
-La casa, ¿sabe usted? -le dije-. Su hija.
Se frotó la frente un momento y por fin demostró que comprendía.
-¡Ah, sí! -murmuró-. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En piezas viejas, todo en piezas viejas.
Luego agregó vigorosamente y con los ojos brillantes:
-Sea usted respetuoso... Sea cortés. Si no... Si no...
Su voz falló de nuevo.
-Claro que lo seré -dije con una sonrisa casi forzada-. Pero si no, ¿qué?
-Si no, lo sabré -dijo el anciano gravemente.
Dicho esto, se hundió en la cama y cerró los ojos. Salí y continué mi marcha, a un paso suficientemente resuelto. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria, emulando al capitán Diamond. Había calculado mi marcha para poder entrar sin espera. Ya había caído la noche. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí. Encendí una cerilla y vi los dos candeleros que había usado la vez anterior, encima de la mesa próxima a la entrada. Los encendí con una cerilla, los agarré y pasé a la sala. Estaba vacía y aunque esperé un rato, ni oí ni vi nada. Pasé a las otras piezas de la misma planta y ninguna imagen oscura me salió al paso. Por fin volví al vestíbulo y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido la escena de mi susto, y me aproximé a ella con recelo. Al pie hice una pausa, apoyé mi mano en la balaustrada y miré hacia arriba. Me sentía agudamente expectante y mi expectación estaba justificada. Lentamente, en la oscuridad de lo alto, apareció la figura oscura que en otra ocasión había visto cómo tomaba cuerpo. No era una ilusión; era una figura y era la misma. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé cómo se detenía y miraba hacia abajo. Tenía la cara oculta. Deliberadamente, levanté la voz y dije:
-Vengo en lugar del capitán Diamond, a demanda suya. Está muy enfermo y no puede dejar la cama. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero. Se lo llevaré inmediatamente.
La figura permaneció quieta, sin hacer signo alguno.
-El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse -agregué en tono de súplica-, pero está completamente incapacitado.
Al llegar a este punto, la figura se quitó lentamente el velo de la cara y mostró una máscara blanca, confusa. Luego empezó a descender lentamente la escalera. Instintivamente me eché hacia atrás, retirándome hacia la puerta de la sala delantera. Con mis ojos fijos en la aparición retrocedí hasta atravesar el umbral; entonces me detuve en el centro de la pieza y dejé mis candeleros. La figura avanzó. Me pareció que era la de una mujer alta, vestida con crespones negros vaporosos. Cuando estuvo cerca me di cuenta de que tenía un rostro perfectamente humano, aunque muy pálido y triste. Estuvimos unos momentos mirándonos uno a otro; mi agitación se había calmado por completo. Me sentía sólo muy interesado.
-¿Está enfermo, mi padre? -dijo la aparición.
Al sonido de su voz -amable, trémula y perfectamente humana-, di un paso adelante y sentí de nuevo mi excitación. Hice una larga aspiración y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu separado de su cuerpo, sino una mujer bella, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, llevado por la fuerza de mi reacción contra mi credulidad, extendí el brazo y agarré el velo que cubría la cabeza de la mujer. Le di un tirón violento y casi se lo arranqué. Quedé contemplando a la mujer, que aparentaba unos treinta y cinco años. Con una sola mirada resumí varios detalles de su aspecto: su largo vestido negro, su cara pálida y ajada por el dolor, pintada para que apareciera más pálida, los ojos, del mismo color que los de su padre, y el mismo sentido de la dignidad ante mi gesto.
-Supongo que mi padre no le ha enviado a usted para que me insulte.
Diciendo esto, se volvió rápidamente, tomó uno de los candelabros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló y al fin se sacó una bolsa y la tiró al suelo.
-Ahí tiene usted su dinero -dijo con aire majestuoso.
Quedé titubeando entre el asombro y la vergüenza y vi cómo la mujer pasaba al vestíbulo. Luego recogí la bolsa. Un momento después oí un grito prolongado y el ruido de algo que se caía en el suelo y la mujer volvió con pasos vacilantes a la sala, sin el candelabro.
-¡Mi padre! ¡Mi padre! -gritaba.
Con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.
-Su padre, ¿dónde? -pregunté.
-En el vestíbulo, al pie de la escalera.
Di un paso para ir a ver, pero la mujer me agarró de un brazo.
-¡En blanco! -gritaba la mujer-. En camisa.
-Su padre está en casa, en cama, muy enfermo -respondí.
Me miró fijamente, con ojos escrutadores.
-¿Muriéndose?
-Espero que no -tartamudeé.
La mujer lanzó un largo gemido y se cubrió la cara con las dos manos.
-¡Oh, Dios mío, he visto su fantasma! -gritaba.
No me soltaba el brazo y parecía demasiado asustada para dejarme.
-¡Su fantasma! -repetí, sorprendido.
-Es el castigo por mi larga locura -continuó diciendo.
-¡Ah! -dije yo-. Es el castigo pnr mi indiscreción, por mi violencia.
-¡Sáqueme usted de aquí, sáqueme! -gritaba la mujer, siempre agarrada a mi brazo-. No, por allí no, por piedad -agregó cuando me dirigí hacia el vestíbulo y la puerta delantera-. Por la puerta de atrás.
Y tomando el otro candelabro de encima de la mesa, me condujo a través de la pieza vecina hacia la parte trasera de la casa. Había una puerta que daba a una especie de fregadero en una huerta. Di vuelta a la aldaba mohosa, salimos y nos encontramos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante recogió su ropaje negro y pareció titubear durante unos instantes. Me sentía muy aturdido, pero mi curiosidad por aquella mujer superaba mi confusión. Agitada, pálida, extraña, la veía, a la escasa luz del anochecer, muy bella.
-Ha estado usted representando un papel extraordinario, estos años.
Me miró tristemente y parecía poco dispuesta a responderme.
-He venido absolutamente de buena fe -continué diciendo-. La última vez, hace tres meses... ¿Se acuerda usted? Me dio usted mucho miedo.
-Claro que ha sido un papel extraordinario -contestó al fin-. Pero era la única manera.
-¿No le habría perdonado?
-Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.
Titubeé y luego pregunté:
-¿Dónde está su esposo?
-No tengo esposo. Nunca he tenido esposo.
Hizo un gesto que impedía nuevas preguntas y echó a andar rápidamente. Anduve a su lado alrededor de la casa, hacia la carretera, y la mujer continuaba diciendo:
-Era él... Era él.
Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó en qué dirección me iba yo. Señalé el camino por el cual había llegado y ella dijo:
-Me voy en otra dirección. ¿Va usted a ver a mi padre? -agregó.
-Directamente.
-¿Puede usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?
-Con mucho gusto, pero, ¿cómo voy a comunicarme con usted?
Pareció desconcertada y miró a su alrededor.
-Escríbame usted unas pocas palabras y ponga el papel debajo de esa piedra.
Me señaló una de las losas de lava que había junto al pozo. Le prometí que lo haría y ella se volvió.
-Conozco mi camino -dijo-. Todo está resuelto. Es una vieja historia.
Se alejó de mí a paso rápido y cuando se confundía con la oscuridad adquirió otra vez, con los oscuros y flotantes crespones de su vestimenta, la apariencia fantasmal que se me había aparccido por primera vez. La observé hasta que se hizo invisible y entonces abandoné el lugar. Volví a la ciudad a un paso ligero y me dirigí directamente a la casa amarilla próxima al lago. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y al no encontrar quien me cerrara el paso fui hacia la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.
-¿Cómo está? -pregunté.
-Se fue a la gloria.
-¿Muerto?
Belinda se levantó, dcjando oír una risita trágica.
-Ahora es un fantasma tan grande como cualquiera de ellos.
Penetré en la pieza y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Escribí aquella noche unas líneas que me proponía poner al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Dormí muy mal aquella noche -lo cual era lógico -y en mi desasosiego me levanté de la cama y di unos pasos por la pieza. Así fue como vi a traves de la ventana un gran resplandor rojo en el firmamento hacia el noroeste. Ardía una casa en el campo y evidentemente ardía aprisa, en la misma dirección de la escena de mis aventuras del atardecer de aquel mismo día. Mientras miraba al horizonte rojo recordé algo. Había apagado la vela que me iluminaba a mí y a mi acompañante hasta la puerta por la cual escapamos, pero no había pensado más en la otra, que la mujer se había llevado y se le había caído -cualquiera sabe dónde- en su consternación. Al día siguiente fui con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa del fantasma era un montón de vigas carbonizadas y de cenizas que cubrían el rescoldo. Los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el diablo, habían quitado la tapa del pozo, a la búsqueda de agua, las piedras sueltas habían sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y había en ella varios charcos.
Más relatos de Henry James. I Relatos góticos. I Relatos de fantasmas. I Relatos de terror.
El alquiler fantasma.
Segunda parte.
Segunda parte.
Una semana más tarde, a medianoche, se le apareció el fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El fantasma reapareció varias veces y llegó a presentarse regularmente. El viejo se sentía incómodo, porque con el tiempo su ira se había calmado y se había transformado en pena. Determinó dejar la casa y trató de venderla o de alquilarla; pero se había divulgado el rumor de las apariciones del fantasma, que ya otras personas habían visto; la casa tenía mala fama y era difícil deshacerse de ella, que era, con la tierra, la única propiedad del hombre. No tenía otros medios de subsistencia. Si no podía vivir en ella ni podía alquilarla, estaba condenado a vivir de la mendicidad. Pero el fantasma se mostraba implacable, como en su día se mostró él. Se resistió durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la capa, recogió sus cosas y se dispuso a marchar y mendigar su pan. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un trato. «Déjame la casa -le dijo-.La quiero para mí. Vete a vivir en otro lugar. Pero como no tienes medios de vida, seré su inquilino. Te pagaré una renta.» Y el fantasma señaló una cantidad. El capitán aceptó y cada trimestre va a cobrar la renta.»
Me reí de esta historia, pero confieso que me había impresionado porque venía a confirmar lo que yo había observado. ¿No había presenciado una de las visitas trimestrales del capitán, no le había visto mirando cómo su casero contaba el dinero de la renta y cuando él se retiraba en la oscuridad con una pequeña bolsa de monedas escondida en los pliegues de su capa? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de mis reflexiones, porque estaba resuelto a que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de recrearla con mi historia en su plena madurez.
-¿No tiene el capitán Diamond ningún otro medio de vida conocido?
-Ninguno. No trabaja y el fantasma le mantiene. Una casa en que se aparecen los muertos es una propiedad muy valiosa.
-¿Con qué moneda paga el fantasma?
-En buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la chica. Resulta una curiosa mezcla de materia y espíritu.
-¿Se porta de una manera decente, el fantasma? ¿Paga una buena renta?
-Tengo entendido que el viejo vive dignamente y que tiene su pipa y sus tragos. Alquiló una pequeña casa junto al río; la puerta da a la calle y hay un pequeñno jardín ante ella. Allí pasa los días, al cuidado de una mujer de color. Hace algunos años, solía pasearse bastante; era una figura conocida en la villa y mucha te conocía su leyenda. Pero últimamente se ha retirado en su concha y la curiosidad lo ha olvidado. Supongo que el hombre chochea ya. Pero estoy segura -dijo Miss Deborah como conclusión- que no sobrevivirá a sus facultades o a su capacidad de andar, porque si no recuerdo mal, una parte del trato era que tiene que ir personalmente a cobrar la renta.
No pareció que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss Deborah. Continué viéndola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, ni más ni menos activa que de costumbre. Fui más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas quedaron defraudadas, porque no encontré al capitán Diamond allí. Pero tenía una perspectiva de ver compensada mi decepción. Deduje que las visitas del viejo a la casa eran hechas en el último día de cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de diciembre y me parecía probable, por consiguiente, que volvería allí el treinta y uno de marzo. Se aproximaba la fecha... Al fin llegó. Acudí tarde a la casa dando por supuesto que la hora de la cita era la del crepúsculo. No me equivoqué. Hacía un rato que me paseaba por los alrededores, como si yo mismo fuera un fantasma, cuando el hombre apareció de la misma manera que en la ocasión anterior, con la misma indumentaria. De nuevo me escondí y observé cómo procedía al mismo ceremonial. Aparecieron las luces, una tras otra, en la rendija de cada ventana entre los postigos y yo abrí la ventana que había cedido a mi curiosidad tres meses antes. De nuevo vi la gran sombra en la pared, quieta y solemne. Pero no vi nada más. El viejo salió por fin, hizo sus fantásticos saludos ante la casa y desapareció en la oscuridad.
Un día, transcurrido más de un mes, volví a encontrarlo en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba lleno de las voces de la primavera. Los pájaros habían regresado y cantaban sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba entre las plantas. El viejo estaba sentado al sol, todavía envuelto en su capa enorme y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran señor oriental que diera la señal para mi decapitación, pero era evidente que estaba contento de verme.
-Le he buscado a usted aquí, más de una vez -le dije-. No viene usted a menudo.
-¿Qué quiere usted de mí? -preguntó.
-Gozar de su conversación. Me gustó tanto, el día en que charlamos...
-¿Me encuentra usted divertido?
-Interesante.
-¿Le parezco a usted un chiflado?
-¿Chiflado? ¡Señor! -protesté.
-Soy el hombre más en sus cabales de este lugar. Ya sé que es lo que dicen todos los locos, pero en general no pueden probarlo y yo sí puedo.
Calló por unos momentos.
-Le explicaré. Una vez, sin quererlo, cometí un crimen. Y ahora pago el castigo, con mi vida entera. Afronto los hechos como son. Nunca he tratado de esquivar mi pena, que es terrible; pero la he aceptado. He sido un filósofo. Si fuera católico, me habría hecho monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración.
Pero esto no es una pena: es una evasión. Pude haberme suicidado, pude haberme vuelto loco... No. No hice nada de esto. Sencillamente, afronté las consecuencias. Como le dije, son terribles. Las afronto cuatro veces al año, en días determinados, y así lo haré mientras viva. No tengo otra cosa que hacer; este es mi pasatiempo, porque así es como he tomado la cosa. Hay que ser razonable.
-¡Admirable! -exclamé-. Pero me deja usted con mucha curiosidad y mucha simpatía.
-Especialmente con curiosidad -me replicó.
-Bueno, si yo supiera exactamente lo que sufre usted, mi compasión sería mayor.
-Muchas gracias. No necesito su compasión, que no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el de usted.
El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, para asegurarse de que ningún curioso le oía.
-¿Estudia usted aún teología? -me preguntó.
-Sí -respondí yo, quizá con una sombra de irritación-. Es una cosa que no puede aprenderse en seis meses.
-Así lo creo, sobre todo porque no tienen ustedes para estudiar más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Yo soy un grán teólogo.
-¡Ah, usted ha tenido la experiencia! -murmuré con simpatía.
-Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma, usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkin machacando lógica sobre ello y citando autoridades a troche y moche para determinar que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Y lo he tocado con estas manos!
El anciano levantó las manos, agitándolas furiosamente.
-¡Esto vale mucho más, pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros. Evidentemente, es lo que hará. Es usted un joven buena persona; no tendrá usted nunca un crimen sobre su conciencia.
Le contesté, con fatuidad juvenil, que esperaba con toda seguridad tener mi parte de pasiones humanas, joven buena persona y futuro doctor en teología como era.
-¡Ah, pero usted tiene muy buen carácter! Como lo tengo yo ahora, pero en otro tiempo fui brutal, demasiado brutal. Debería usted saber lo que son las cosas. Maté a mi propia hija.
-¡A su hija!
-La dejé sin sentido y murió. Pudieron ahorcarme por ello, pero no la había derribado con mis manos, sino con mis palabras, falsas y reprobables. Y esto hace una gran diferencia: vivimos regidos por una gran ley. Puedo asegurarle que su alma es inmortal. Tengo una cita con ella cuatro veces al año y entonces recibo mi lección.
-¿Nunca le ha perdonado?
-Me ha perdonado como perdonan los ángeles. Y esto es lo que no puedo sufrir. No puedo soportar su mirada dulce y tranquila. Casi preferiría clavarme un cuchillo en el corazón... ¡Oh, Señor, Señor, Señor!
El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre el puño de su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas. Me sentí impresionado y conmovido y por un momento me pareció que su actitud invitaba a nuevas preguntas. Antes de que me aventurara a preguntar nada más, se levantó lentamente y se embozó con su capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.
-Tengo que marcharme -me dijo-, he de caminar un largo trecho.
-Es posible que nos veamos otra vez.
-¡Oh!, estoy muy viejo -contestó- y es probable que tarde en volver. Tengo que reservarme. A veces estoy un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle a usted de nuevo.
Se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa a la vez.
-Es posible que algún día encuentre un alma joven y pura. Si consigo hacerme un amigo, algo habré ganado.
¿Cómo se llama usted?
Llevaba en mi bolsillo un volumen de los Pensamientos, de Pascal, en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Se lo di a mi viejo amigo.
-Me gustaría que guardara usted este pequeño libro -le dije-. Me gusta mucho y le dirá algo acerca de mí.
Lo tomó y le dio un par de vueltas en sus manos. Luego me dirigió una mirada de gratitud.
-No soy un gran lector, pero no voy a rechazar el primer regalo que me hacen desde mi desgracia... Y el último. Muchas gracias, señor.
Con el pequeño libro en sus manos echó a andar. Yo quedé imaginando al hombre sentado durante semanas fumando su pipa.
Pasó tiempo sin que volviera a verle, pero esperaba mi oportunidad para el día último de junio, al final de otro trimestre. Al fin, al anochecer de un agradable día de verano, volví a la casa del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto la huerta en la parte trasera, pero su perpetua tristeza era tan impresionante como cuando la había visto bajo el cielo de diciembre. Al aproximarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme al capitán y pedirle descaradamente que me permitiera entrar con él. Había llegado antes de lo que yo había previsto y vi ya las luces prendidas a través de las rendijas de las ventanas. No quise, naturalmente, entrometerme en su entrevista con el fantasma y esperé a que saliera. Las luces se apagaron a su debido tiempo y salió el capitán Diamond. Aquella noche no hizo sus reverencias porque lo primero que vio al salir fue a su noble amigo plantado, modesta pero firmemente, cerca de la puerta de entrada.
Se detuvo de manera brusca, me miró y esta vez su terrible mirada era adecuada a la situación.
-Sabía que estaba usted aquí y he venido intencionalmente.
Parecía contrariado y miró hacia la casa, molesto.
-Me perdonará usted que me haya tomado esta libertad -dije-, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.
-¿Cómo sabía usted que yo estaba aquí?
-Razoné. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me fijé en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba un gran misterio. Cuando usted tuvo la confianza de decirme que veía espíritus, tuve la seguridad de que sólo podía ser aquí.
-Es usted muy listo -dijo el anciano-. ¿Y qué le ha traído a usted aquí precisamente esta noche?
Me vi obligado a esquivar la pregunta.
-Oh, vengo a menudo. Me gusta contemplar esta casa. Me encanta.
Se volvió y la miró.
-No tiene nada de particular, en la parte de afuera.
Era evidente que el exterior de la casa le era indiferente, a pesar de su aspecto peculiar, y esto, dicho así a la luz del crepúsculo, ante la misma siniestra construcción, parecía hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.
-He estado esperando una oportunidad para entrar en la casa. Pensé que podría encontrarle a usted y que me lo permitiría. Me complacería mucho ver lo que ve usted.
El capitán parecía confundido por mi osadía, pero no precisamente disgustado. Me puso una mano sobre el brazo.
-¿Sabe usted lo que he visto? -me preguntó.
-¿Cómo voy a saberlo si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y permítame entrar.
Los ojos brillantes del capitán Diamond se abrieron desmesuradamente bajo sus cejas oscuras y, después de contener el aliento unos momentos, soltó la risa y vi los rasgos de su cara contraídos; una risa profundamente grotesca, pero silenciosa.
-¿Entrar con usted? -gruñó suavemente-. No entraría otra vez, hasta que llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.
Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró un montón de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.
-Cumplo mi trato, no menos, pero tampoco más.
-Pero usted me dijo, la primera vez que tuve el gusto de hablar con usted, que la cosa no era tan terrible.
-Tampoco ahora digo que sea tan terrible. Pero es muy desagradable.
Este adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, me pareció que oía un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero todo estaba quieto. El capitán Diamond había estado pensando también; de pronto se volvió hacia la casa.
-Si quiere usted entrar solo -me dijo-, bienvenido sea usted.
-¿Me esperará usted aquí?
-Sí, no estará usted mucho ahí dentro.
-Pero la casa está completamente a oscuras. Cuando entra usted, tiene alguna luz.
Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.
-Tome esto -dijo-. Encontrará usted dos candeleros con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalos usted, tome uno de cada mano y métase adelante.
-¿Adónde debo ir?
-A cualquier lugar... A todas partes. Confíe usted en que el fantasma le encontrará.
No voy a pretender que en aquel momento mi corazón no latía aceleradamente. Y no obstante imagino que hice un gesto con suficiente dignidad al anciano indicándole que me abriera la puerta. Había decidido en mi fuero interno que se trataba de un fantasma auténtico. Había aceptado la premisa y me había dado a mí mismo la seguridad de que una vez la mente estaba preparada y la cosa no era una sorpresa, era posible mantener la serenidad. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave, abrió la puerta y me hizo una profunda reverencia al cederme el paso. Me encontré en la oscuridad y oí el ruido de la puerta que se cerraba tras de mí. Durante unos momentos no moví ni un dedo de mi cuerpo; miraba valientemente frente a mí, en la oscuridad. Pero ni veía ni oía nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa vi dos candeleros de latón, viejos y mohosos por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.
Vi ante mí una ancha escalera, que tenía una balaustrada antigua de aquella talla rígidamente delicada que se encuentra en algunas viejas casas de la Nueva Inglaterra. Dejé para más tarde la escalera y me metí en la habitación a mi derecha. Era una salita con mobiliario anticuado y reducido, mustio debido a la ausencia de vida humana. Levanté mis luces y no vi nada más que las sillas vacías y los muros desnudos. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera que se comunicaba, como había deducido, por unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y recorrí las habitaciones del otro extremo: un comedor en el frente, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; y más allá, la cocina con sus cacerolas y otros cacharros, eternamente fríos. Todo esto resultaba triste y arduo, pero no formidable. Regresé al vestíbulo y me situé ante el pie de la escalera, sosteniendo mis candeleros. Subir era algo que requería un nuevo esfuerzo y miré hacia la oscuridad de lo alto. De pronto me di cuenta de que la oscuridad estaba animada; parecía moverse y contraerse.
Lentamente -y digo lentamente porque en mi tensa expectación los momentos me parecieron muy largos- tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo confesar que para entonces yo tenía conciencia de un sentimiento al cual me creo honestamente en el deber de dar el nombre de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, así, con mayúscula. Era, en todo caso, el sentimiento que hace retroceder a un hombre. Notaba cómo crecía y me pareció perfectamente irresistible, porque tenía la impresión que no nacía de mi interior sino que me venía de afuera y que se encarnaba en la figura oscura de lo alto de la escalera. Pasados unos momentos, razoné. Recuerdo que razoné. Y me dije:
«Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes; y éste es una cosa de sombras espesas, densamente opacas.» Recuerdo muy bien que esto fue momentáneo, y que si el miedo había de dominarme tenía que poner atención en mis impresiones mientras conservara mis sentidos. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la figura y dejé mis candeleros encima de la mesa. Tenía perfectamente conciencia de que lo más adecuado era que subiera resueltamente la escalera y me enfrentara con la figura, pero parecía que las suelas de mis zapatos se hubieran transformado de pronto en unas pesas de plomo. Me habían servido lo que deseaba: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura distintamente a fin de poder recordarla bien y sostener después, honradamente, que no había perdido el dominio de mí mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que había de estar mirando y cuándo podía retirarme honorablemente. Todo esto, claro, pasó por mi mente rápidamente y me distraje de ello por un nuevo movimiento de la figura oscura. Aparecieron dos blancas manos de aquella masa vertical y se elevaron lentamente hasta lo que parecía ser el nivel de la cabeza. Allí se juntaron en la región de la cara, luego se separaron y dejaron al descubierto un rostro. Era confuso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Me miró durante unos instantes, después de los cuales una de las manos se levantó otra vez, lentamente, y se movió, hacia adelante y atrás. Había algo singular en aquel gesto, que me parecía denotar resentimiento y al mismo tiempo me despedía; y no obstante era una especie de movimiento trivial y familiar. En mis cálculos no había entrado la idea de familiaridad por parte de la Presencia fantasmal y no me impresionó agradablemente. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «muy desagradable». Me sentía imbuido del deseo de hacer una retirada ordenada y si era posible graciosa. Deseé hacerla gallardamente y me pareció que lo más gallardo sería apagar las luces. Me volví y así lo hice, puntillosamente, y luego me dirigí a tientas hacia la puerta y la abrí. La luz del exterior, aunque casi extinta, penetró en la casa por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró la sombra sólida.
De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las estrellas vacilantes, encontré al capitán Diamond, que me miró fijamente por unos momentos, pero no me hizo pregunta alguna. Luego se aproximó a la puerta y la cerró. Cumplida esta ceremonia, procedió a la otra -hizo su reverencia como un sacerdote ante un altar- y sin prestarme más atención, se fue.
Unos días más tarde, suspendí mis estudios y me fui debido a mis vacaciones de verano. Estuve ausente unas semanas, durante las cuales tuve bastante tiempo libre para analizar mis impresiones de lo supernatural. Me satisfizo reflexionar que no me había sentido innoblemente aterrorizado: ni había huido asustado ni me había desmayado, sino que había procedido con dignidad. No obstante, me sentí ciertamente más cómodo cuando puse treinta millas entre mí y la escena de mi proeza, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios se habían sentido fuertemente excitados y tuve especialmente conciencia de que bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezaba lentamente a desvanecerse. A medida que esto se producía, intenté adoptar una actitud seriamente racional sobre mi experiencia. Cieramente, yo había visto algo, que no era una fantasía; pero, ¿qué era lo que yo había visto? Lamentaba mucho entonces no haber sido más osado y no haberme aproximado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Yo había hecho tanto como cualquier hombre en mis circunstancias se habría atrevido a hacer. Fue realmente una imposibilidad lo que me impidió avanzar. ¿No era esta paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, tal vez, porque un fantasma falso que uno acepte puede impresionar tanto como uno verdadero. Pero, ¿por qué había yo aceptado tan fácilmente el fantasma negro que movía su mano? ¿Por qué se había impresionado tanto, el mismo fantasma? Indiscutiblemente, verdadero o falso, era un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido -y lo habría preferido mucho- que hubiera sido un fantasma autentico, en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y haber temblado por ello y en segundo lugar porque haber visto un aparecido verdadero es una rareza de la cual pocos pueden jactarse.
Traté, por consiguiente, de dejar mi visión inalterada y dejar de buscarle explicaciones. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad me inducía de vez en cuando a plantearme una pregunta burlona. Dando por supuesto que la aparición era la de la hija del capitán Diamond, era su espíritu, pero, ¿no era su espíritu y algo más? A mediados de setiembre me encontré nuevamente instalado entre las sombras teológicas y no tuve ninguna prisa por visitar otra vez la casa del capitán.
Se aproximaba el final de mes -que era el final de otro trimestre para el pobre capitán Diamond- y me sentía poco dispuesto a estorbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque confieso que pensaba con una gran dosis de compasión en el agotado anciano yendo, solo, en el crepúsculo de otoño a su diligencia extraordinaria. El día treinta de setiembre me encontraba, soñoliento, inclinado sobre un pesado libro, cuando oí que llamaban débilmente a mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como esto no produjera efecto, me levanté, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, ya entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante rojo y un pañuelo blanco doblado a través del pecho. Me miró en silencio. La mujer tenía un aire de gravedad y de recato que a menudo se observa en las personas de edad de su raza. Quedé mirándola en actitud interrogativa y por fin, sacando una mano de un gran bolsillo, me enseñó un pequeño libro. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.
-Por favor, señor -dijo la mujer, quedamente-, ¿conoce usted este libro?
-Perfectamente -contesté-. En la guarda de ese libro está escrito mi nombre.
-¿Es su nombre y no el de otra persona?
-Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlo con el que está escrito en el libro -contesté.
Quedó callada unos momentos y luego, con dignidad, dijo:
-Sería innecesario. No sé leer. Si me da usted su palabra, me basta. Vengo -continuó diciendo- de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda... Prenda es la palabra que dijo él. Está enfenmo en cama y necesita verle a usted.
-¿El capitán Diamond, enfermo? -exclamé-. ¿Está grave?
-Muy mal, señor, muy mal... Está acabado.
Manifesté mi pesar y mi simpatía y me mostré dispuesto a ir a verle en seguida si su mensajera negra me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas, sintiéndome como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. La mujer dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una pequeña casa amarilla, de aspecto decente, en una de las calles descendentes; me abrió rápidamente la puerta y me condujo ante la presencia de mi viejo amigo, que estaba en cama, en una habitación oscura, evidentemente en estado de postración. Estaba con la espalda recostada contra la almohada, mirando ante sí; con su cabello erizado más erecto que nunca y con sus ojos intensamente brillantes y oscuros delatando su fiebre. El apartamento era modesto y escrupulosamente limpio, y pensé que mi morena guía era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido rígido y pálido entre sus blancas sábanas, parecía una figura rústicamente tallada en la cubierta de una tumba gótica. Me miró silenciosamente y mi acompañante se retiró y nos dejó a los dos solos.
-Sí, es usted -dijo por fin el capitán-, es usted, aquel joven bondadoso. No me equivoco, ¿verdad?
-Espero que no. Creo que soy un joven bueno, y siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?
-Me encuentro mal, muy mal. Me duelen todos mis viejos huesos -dijo el hombre, que gruñendo continuamente trató de volverse hacia mí.
Le pregunté sobre el carácter de su enfermedad y sobre el tiempo que llevaba en la cama, pero apenas me hizo caso. Parecía estar impaciente por hablarme de algo.
Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró rápidamente:
-Usted sabe que se acabó mi tiempo.
-¡Oh, espero que no! -dije, interpretando mal sus palabras-. Estoy seguro de que no voy a tardar en verle otra vez salir a la calle.
-Sólo Dios lo sabe, pero no quería decir que este muriéndome. Quería decir que vence mi trimestre para la renta de la casa. Hoy es el día de pago.
-¡Oh, exactamente! Pero usted no puede ir.
-No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero. Aunque estuviera muriéndome, lo necesito de todos modos.
Tengo que pagar al doctor. Y quiero que me entierren como a un hombre de respeto.
-¿Es esta noche? -preguntó.
-Esta noche a la puesta de sol, exactamente.
Tendido en la cama, me miraba, y yo, a mi vez, le miraba a él, y de pronto comprendí el motivo de que me hubiera llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, moralmente la rechacé. Pero supongo que debí mostrarme imperturbable, porque el hombre continuó hablando en el mismo tono.
-No puedo perder ese dinero. Tiene que ir alguna otra persona. Le pedí a Belinda que fuera ella, pero no quiere ni oír hablar de ello.
-¿Cree usted que el dinero sería pagado a otra persona?
-Podemos probar, por lo menos. No había estado nunca enfermo y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy enfermo, que me duelen todos los huesos, que estoy muriéndome, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!
-Entonces, ¿usted querría que yo fuera en lugar de usted?
-Usted ya ha estado allí otra vez, ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?
Titubeé.
-Deme tres minutos para reflexionar y se lo diré a usted.
Dejé vagar mi mirada por la habitación y observé varios objetos que delataban la dura y decente pobreza de su ocupante. En su dispersión, viejos y usados, me dieron la impresión de que lanzaban un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. El capitán Diamond continuaba débilmente:
-Creo que tendrá confianza en usted, como la tengo yo. Le gustará la cara de usted; verá que no hay malas intenciones en usted. Tiene que darle ciento treinta y tres dólares, exactamente. Asegúrese usted de que los pone en parte segura. No vaya a perderlos.
-Sí -dije, al fin-, iré y en lo que de mí dependa, creo que podrá usted tener su dinero como a las nueve de la noche.
El hombre se mostró muy aliviado. Me toznó la mano y la oprimió débilmente. No tardé en retirarme. Traté durante el curso del día de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche; pero, claro, no pensé en otra cosa. No voy a negar que me sentía nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo deseando alternativamente que el misterio no fuera tan profundo como parecía o que no resultara demasiado superficial.
Las horas pasaron lentamente, pero por la tarde, en cuanto se inició el crepúsculo, salí de casa para ir a cumplir mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y para recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra, grave e inescrutablemente plácida, en respuesta a mis preguntas dijo que el capitán estaba muy decaído; había empeorado desde la mañana.
-Debe usted darse prisa si quiere regresar antes de que el capitán se acabe.
Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su pupila negra opaca no vi ninguna luz que la traicionara.
-Pero, ¿por qué tiene que acabarse ahora el capitán Diamond? Es verdad que parece muy débil, pero no creo que sea ésta su última enfermedad.
-Su enfermedad es la vejez -dijo la mujer sentenciosamente.
-Pero un es tan viejo como eso. Tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.
La mujer calló por un momento.
-Está muy gastado. No resistirá mucho tiempo ya.
-¿Puedo verle un momento? -pregunté.
La mujer me condujo en seguida a la habitación del capitán, el cual estaba acostado, como le había visto por la mañana, pero con los ojos cerrados. No me pareció que estuviera tan decaído como me decía la mujer, si bien apenas se le notaba el pulso. Supe después que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado satisfecho.
-No sabe lo que va a pasar -dijo Belinda brevemente.
El anciano se agitó un poco, abrió los ojos y pasado un momento, me reconoció.
-Voy a buscar su dinero -le dije-. ¿Tiene usted algo más que decirme?
El capitán se incorporó lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas. Pero yo tenía la impresión de que apenas me comprendía.
-La casa, ¿sabe usted? -le dije-. Su hija.
Se frotó la frente un momento y por fin demostró que comprendía.
-¡Ah, sí! -murmuró-. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En piezas viejas, todo en piezas viejas.
Luego agregó vigorosamente y con los ojos brillantes:
-Sea usted respetuoso... Sea cortés. Si no... Si no...
Su voz falló de nuevo.
-Claro que lo seré -dije con una sonrisa casi forzada-. Pero si no, ¿qué?
-Si no, lo sabré -dijo el anciano gravemente.
Dicho esto, se hundió en la cama y cerró los ojos. Salí y continué mi marcha, a un paso suficientemente resuelto. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria, emulando al capitán Diamond. Había calculado mi marcha para poder entrar sin espera. Ya había caído la noche. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí. Encendí una cerilla y vi los dos candeleros que había usado la vez anterior, encima de la mesa próxima a la entrada. Los encendí con una cerilla, los agarré y pasé a la sala. Estaba vacía y aunque esperé un rato, ni oí ni vi nada. Pasé a las otras piezas de la misma planta y ninguna imagen oscura me salió al paso. Por fin volví al vestíbulo y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido la escena de mi susto, y me aproximé a ella con recelo. Al pie hice una pausa, apoyé mi mano en la balaustrada y miré hacia arriba. Me sentía agudamente expectante y mi expectación estaba justificada. Lentamente, en la oscuridad de lo alto, apareció la figura oscura que en otra ocasión había visto cómo tomaba cuerpo. No era una ilusión; era una figura y era la misma. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé cómo se detenía y miraba hacia abajo. Tenía la cara oculta. Deliberadamente, levanté la voz y dije:
-Vengo en lugar del capitán Diamond, a demanda suya. Está muy enfermo y no puede dejar la cama. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero. Se lo llevaré inmediatamente.
La figura permaneció quieta, sin hacer signo alguno.
-El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse -agregué en tono de súplica-, pero está completamente incapacitado.
Al llegar a este punto, la figura se quitó lentamente el velo de la cara y mostró una máscara blanca, confusa. Luego empezó a descender lentamente la escalera. Instintivamente me eché hacia atrás, retirándome hacia la puerta de la sala delantera. Con mis ojos fijos en la aparición retrocedí hasta atravesar el umbral; entonces me detuve en el centro de la pieza y dejé mis candeleros. La figura avanzó. Me pareció que era la de una mujer alta, vestida con crespones negros vaporosos. Cuando estuvo cerca me di cuenta de que tenía un rostro perfectamente humano, aunque muy pálido y triste. Estuvimos unos momentos mirándonos uno a otro; mi agitación se había calmado por completo. Me sentía sólo muy interesado.
-¿Está enfermo, mi padre? -dijo la aparición.
Al sonido de su voz -amable, trémula y perfectamente humana-, di un paso adelante y sentí de nuevo mi excitación. Hice una larga aspiración y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu separado de su cuerpo, sino una mujer bella, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, llevado por la fuerza de mi reacción contra mi credulidad, extendí el brazo y agarré el velo que cubría la cabeza de la mujer. Le di un tirón violento y casi se lo arranqué. Quedé contemplando a la mujer, que aparentaba unos treinta y cinco años. Con una sola mirada resumí varios detalles de su aspecto: su largo vestido negro, su cara pálida y ajada por el dolor, pintada para que apareciera más pálida, los ojos, del mismo color que los de su padre, y el mismo sentido de la dignidad ante mi gesto.
-Supongo que mi padre no le ha enviado a usted para que me insulte.
Diciendo esto, se volvió rápidamente, tomó uno de los candelabros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló y al fin se sacó una bolsa y la tiró al suelo.
-Ahí tiene usted su dinero -dijo con aire majestuoso.
Quedé titubeando entre el asombro y la vergüenza y vi cómo la mujer pasaba al vestíbulo. Luego recogí la bolsa. Un momento después oí un grito prolongado y el ruido de algo que se caía en el suelo y la mujer volvió con pasos vacilantes a la sala, sin el candelabro.
-¡Mi padre! ¡Mi padre! -gritaba.
Con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.
-Su padre, ¿dónde? -pregunté.
-En el vestíbulo, al pie de la escalera.
Di un paso para ir a ver, pero la mujer me agarró de un brazo.
-¡En blanco! -gritaba la mujer-. En camisa.
-Su padre está en casa, en cama, muy enfermo -respondí.
Me miró fijamente, con ojos escrutadores.
-¿Muriéndose?
-Espero que no -tartamudeé.
La mujer lanzó un largo gemido y se cubrió la cara con las dos manos.
-¡Oh, Dios mío, he visto su fantasma! -gritaba.
No me soltaba el brazo y parecía demasiado asustada para dejarme.
-¡Su fantasma! -repetí, sorprendido.
-Es el castigo por mi larga locura -continuó diciendo.
-¡Ah! -dije yo-. Es el castigo pnr mi indiscreción, por mi violencia.
-¡Sáqueme usted de aquí, sáqueme! -gritaba la mujer, siempre agarrada a mi brazo-. No, por allí no, por piedad -agregó cuando me dirigí hacia el vestíbulo y la puerta delantera-. Por la puerta de atrás.
Y tomando el otro candelabro de encima de la mesa, me condujo a través de la pieza vecina hacia la parte trasera de la casa. Había una puerta que daba a una especie de fregadero en una huerta. Di vuelta a la aldaba mohosa, salimos y nos encontramos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante recogió su ropaje negro y pareció titubear durante unos instantes. Me sentía muy aturdido, pero mi curiosidad por aquella mujer superaba mi confusión. Agitada, pálida, extraña, la veía, a la escasa luz del anochecer, muy bella.
-Ha estado usted representando un papel extraordinario, estos años.
Me miró tristemente y parecía poco dispuesta a responderme.
-He venido absolutamente de buena fe -continué diciendo-. La última vez, hace tres meses... ¿Se acuerda usted? Me dio usted mucho miedo.
-Claro que ha sido un papel extraordinario -contestó al fin-. Pero era la única manera.
-¿No le habría perdonado?
-Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.
Titubeé y luego pregunté:
-¿Dónde está su esposo?
-No tengo esposo. Nunca he tenido esposo.
Hizo un gesto que impedía nuevas preguntas y echó a andar rápidamente. Anduve a su lado alrededor de la casa, hacia la carretera, y la mujer continuaba diciendo:
-Era él... Era él.
Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó en qué dirección me iba yo. Señalé el camino por el cual había llegado y ella dijo:
-Me voy en otra dirección. ¿Va usted a ver a mi padre? -agregó.
-Directamente.
-¿Puede usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?
-Con mucho gusto, pero, ¿cómo voy a comunicarme con usted?
Pareció desconcertada y miró a su alrededor.
-Escríbame usted unas pocas palabras y ponga el papel debajo de esa piedra.
Me señaló una de las losas de lava que había junto al pozo. Le prometí que lo haría y ella se volvió.
-Conozco mi camino -dijo-. Todo está resuelto. Es una vieja historia.
Se alejó de mí a paso rápido y cuando se confundía con la oscuridad adquirió otra vez, con los oscuros y flotantes crespones de su vestimenta, la apariencia fantasmal que se me había aparccido por primera vez. La observé hasta que se hizo invisible y entonces abandoné el lugar. Volví a la ciudad a un paso ligero y me dirigí directamente a la casa amarilla próxima al lago. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y al no encontrar quien me cerrara el paso fui hacia la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.
-¿Cómo está? -pregunté.
-Se fue a la gloria.
-¿Muerto?
Belinda se levantó, dcjando oír una risita trágica.
-Ahora es un fantasma tan grande como cualquiera de ellos.
Penetré en la pieza y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Escribí aquella noche unas líneas que me proponía poner al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Dormí muy mal aquella noche -lo cual era lógico -y en mi desasosiego me levanté de la cama y di unos pasos por la pieza. Así fue como vi a traves de la ventana un gran resplandor rojo en el firmamento hacia el noroeste. Ardía una casa en el campo y evidentemente ardía aprisa, en la misma dirección de la escena de mis aventuras del atardecer de aquel mismo día. Mientras miraba al horizonte rojo recordé algo. Había apagado la vela que me iluminaba a mí y a mi acompañante hasta la puerta por la cual escapamos, pero no había pensado más en la otra, que la mujer se había llevado y se le había caído -cualquiera sabe dónde- en su consternación. Al día siguiente fui con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa del fantasma era un montón de vigas carbonizadas y de cenizas que cubrían el rescoldo. Los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el diablo, habían quitado la tapa del pozo, a la búsqueda de agua, las piedras sueltas habían sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y había en ella varios charcos.
Henry James (1843-1916)
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1 comentarios:
EXCELENTE RELATO,ME HA GUSTADO MUCHO
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