«La marquesa de O»: Heinrich von Kleist; relato y análisis


«La marquesa de O»: Heinrich von Kleist; relato y análisis.




La marquesa de O (Die Marquise von O) es un relato del romanticismo —en realidad, una noveleta— del escritor alemán Heinrich Von Kleist (1777-1811), publicado en 1808.

La marquesa de O, uno de los grandes cuentos de Heinrich von Kleist, supuestamente basado en hechos reales, nos sitúa en Italia y narra una de las historias más polémicas de su tiempo.

Se trata de la historia de la Marquesa de O: una misteriosa mujer viuda de la nobleza local que queda embarazada por fuera del marco del matrimonio. A pesar del escándalo, ella hace público este desgraciado hecho a través de un anuncio en el periódico: y no precisamente para informar al pueblo de su condición, sino para que su ignoto amante regrese.

Hasta aquí, La marquesa de O de Heinrich von Kleist se asemeja a la trama truculenta de las novelas del romanticismo, no obstante, aborda un tema sumamente áspero, como la seducción en condiciones peligrosamente similares a la extorsión.




La marquesa de O.
Die Marquise von O, Heinrich Von Kleist (1777-1811)

(Según una historia real cuyo escenario ha sido desplazado de norte a sur)

En M., ciudad muy principal de la Italia Superior, la viuda marquesa de O, dama de intachable reputación y madre de varios hijos de buena crianza, hizo público en los diarios que había quedado, sin su conocimiento, en estado; que el padre del hijo que había de dar a luz diera noticias y que ella, por consideraciones familiares, estaba determinada a desposarse con él. La dama que, apremiada por circunstancias inmutables, daba con tamaña seguridad un paso tan extraordinario desafiando el escarnio del mundo, era la hija del señor de G., comandante de la ciudadela cercana a M.

Unos tres años antes había perdido a su esposo, el marqués de O., al cual profesara el más hondo y tierno de los afectos, en el transcurso de un viaje que realizó éste a París por asuntos de la familia. De acuerdo con los deseos de la señora de G., su digna madre, a la muerte de aquél había abandonado la quinta cercana a V., donde hasta entonces habitara, y regresado con sus dos hijas a la Comandancia, la casa de su padre. Allí había pasado en el mayor retiro los años que siguieron, dedicada al arte, la lectura, a la educación de las niñas y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso la guerra de... atestó la región en torno con las tropas de casi todas las potencias, incluidas las rusas.

El mayor de G., quien tenía orden de defender la plaza, conminó a su esposa e hija a retirarse a la finca rural de ésta última o a la del hijo, que se hallaba junto a V. Mas antes aún de que, sopesando a qué zozobras podrían verse expuestas en el fuerte y a qué horrores lo estarían en campo abierto, se hubiera inclinado la balanza de la femenina reflexión, ya se veía acosada la ciudadela por las tropas rusas e intimada a entregarse. El mayor declaró ante su familia que a partir de aquel momento obraría cual si ellas no se encontraran allí presentes, y respondió con balas y granadas. El enemigo por su parte bombardeó la ciudadela: incendió los polvorines, conquistó un baluarte exterior y al titubear el comandante, tras un último requerimiento, antes de entregar la plaza, ordenó entonces un ataque nocturno y tomó la fortaleza al asalto.

En el preciso instante en que las tropas rusas, bajo una intensa lluvia de obuses, irrumpían desde el exterior, el ala izquierda de la Comandancia se prendió fuego, forzando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, mientras se apresuraba a seguir en pos de su hija, que huía escaleras abajo con las niñas, gritó que podrían permanecer juntas y refugiarse en las bóvedas del sótano; mas una granada que estalló en la casa justo en aquel momento completó la total confusión en ella reinante.

La marquesa vino a dar con sus dos hijas en la explanada del castillo, donde, en el ardor de la refriega, los disparos ya rasgaban centelleantes la noche y, sin saber a dónde dirigirse, la obligaron a regresar al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escabullirse por la puerta trasera, se topó con ella una tropilla de fusileros enemigos que de pronto, al verla, enmudecieron, se echaron las armas al hombro y, con abominables ademanes, la llevaron consigo.

En vano gritaba la marquesa, tironeada ora aquí, ora allá por la espantosa cuadrilla que peleaba entre sí, pidiendo auxilio a sus doncellas que huían temblorosas por el portalón. La arrastraron hasta el patio trasero del castillo, donde a punto estaba, sometida a las más impúdicas vejaciones, de caer a tierra, cuando, atraído por los gritos de socorro de la dama, apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa se le antojó un ángel del cielo. Al último de los bestiales asesinos, que aún aferraba su esbelto cuerpo, lo golpeó con la empuñadura de la espada en el rostro, de tal suerte que retrocedió tambaleante, con la sangre brotándole a borbotones por la boca; ofreció entonces su brazo a la dama, dirigiéndose a ella cortésmente en francés, y la condujo, privada como estaba del habla por todos aquellos sucesos, al otro ala del palacio, aún no alcanzada por las llamas, donde nada más llegar se desplomó ella inconsciente por completo.

Allí él, al aparecer poco después las espantadas doncellas, tomó medidas para que llamaran un médico; ajustándose el sombrero aseguró que la señora no tardaría en reponerse y regresó a la lucha.

En breve fue tomada por completo la plaza y el comandante, que sólo continuaba defendiéndose porque no le concedían cuartel, ya se retiraba flaqueándole las fuerzas hacia el zaguán de la casa cuando el oficial ruso, con el rostro muy acalorado, salió de ésta y le conminó a rendirse. El comandante respondió que no esperaba más que tal requerimiento, le hizo entrega de su espada y solicitó autorización para dirigirse al castillo y ocuparse de su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su papel parecía ser uno de los capitanes del ataque, le concedió tal libertad acompañado de una guardia; con alguna precipitación se puso a la cabeza de un destacamento, decidió la lucha donde aún pudiera ser dudosa y con toda celeridad apostó hombres en los puntos fuertes de la ciudadela.

Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de poner coto al fuego, que comenzaba a propagarse furiosamente, contribuyendo él mismo a tal fin con portentoso empeño al no seguirse sus órdenes con el celo necesario. Ya trepaba, manguera en mano, por entre almenas en llamas y gobernaba el chorro de agua; ya se aventuraba en los arsenales, provocando escalofríos en el ánimo de los asiáticos, y sacaba rodando barriles de pólvora y bombas cargadas. El comandante, llegado entretanto a la casa, cayó en la consternación más extrema ante la noticia del percance que había sufrido la marquesa. Ya repuesta por completo de su desmayo sin ayuda del médico, tal como había pronosticado el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo guardaba aún cama para apaciguar la excesiva preocupación de éstos y le aseguró que no abrigaba otro deseo que poder levantarse para expresar su gratitud a su salvador.

Ya sabía que era el conde F., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T. y caballero de una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Rogó a su padre que le suplicara encarecidamente no abandonar la ciudadela sin haberse personado un instante en el castillo. El comandante, que honraba el sentir de su hija, regresó sin tardanza al fuerte y, como aquél deambulase de un lado a otro entre incesantes ordenanzas de guerra y no se pudiera encontrar mejor ocasión, sobre las mismas murallas donde estaba pasando revista a las tiroteadas tropas le expuso el deseo de su conmovida hija. El conde aseguró que no esperaba más que el instante que pudiera sustraer de sus obligaciones para presentarle sus respetos.

Aún quiso saber:

—¿Cómo se encontraba la señora marquesa?

Cuando los informes de varios oficiales lo arrastraron de nuevo al hervidero de la guerra.

Al romper el día se personó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó el fuerte. Expresó al mayor su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera asistido mejor a su valor y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le dio fe de su gratitud y declaró estar en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T. El general preguntó qué había sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima la hija de aquél, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F. llamándolo por su nombre.

Tras dedicarle en primer lugar unas breves palabras de elogio por su noble comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, resolvió fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador y le ordenó decir quiénes eran. El conde F. respondió, con palabras confusas, que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible reconocer sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio del castillo. El general, habiendo oído que para entonces el castillo ya se encontraba en llamas, se asombró mucho ante tal declaración; recalcó que de noche era bien posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al encogerse aquél de hombros con gesto avergonzado, le encargó que indagara el asunto con máximo celo y minuciosidad.

En aquel momento informó alguien, abriéndose paso desde la última fila, que uno de los criminales heridos por el conde F., tras desplomarse en el corredor, había sido conducido por los hombres del comandante a una celda y que aún se encontraba allí. Al oír esto, el general mandó que una guardia lo trajera a su presencia, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, una vez nombrada por éste, cinco en total, fusilada.

Acto seguido el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que las restantes tropas emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se apresuraban en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el comandante y lamentó tener en tales circunstancias que despedirse con el mayor respeto de la señora marquesa; y en menos de una hora el fuerte entero se vació nuevamente de rusos.

La familia pensó entonces en cómo encontrar en el futuro ocasión de ofrecer al conde algún testimonio de su gratitud, mas cuán no los sobrecogería saber que, el mismo día en que abandonó la ciudadela, había hallado la muerte en una escaramuza con tropas enemigas. El mensajero que llevó dicha noticia a M. había visto con sus propios ojos cómo lo conducían, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P., donde, según se sabía de cierto, en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros había expirado. El comandante, que se personó en la casa del Correo para obtener información sobre las circunstancias exactas de tal suceso, supo además que en el campo de batalla, justo al ser alcanzado por el disparo, había exclamado:

—¡Julietta! ¡Esta bala te venga!

Y a continuación cerrado sus labios para siempre. La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies. Se hacía los más vivos reproches por no haber acudido personalmente a verlo ante su negativa de presentarse en el castillo, debida acaso a su modestia, en opinión de ella; sufría por su infeliz tocaya, a quien dedicara él su pensamiento aún en el postrer instante; en vano se esforzó por descubrir su paradero a fin de informarla de tan triste y conmovedor suceso y pasaron varias lunas antes de que ella misma pudiera olvidarlo.

La familia tuvo a continuación que abandonar la Comandancia para hacer sitio en ella al general en jefe ruso. En un principio se pensó si no deberían trasladarse a las fincas del comandante, por lo que la marquesa sentía una fuerte inclinación, mas, no gustando el mayor de la vida campestre, la familia ocupó una casa en la ciudad y se instaló en ella como residencia permanente. Todo volvió entonces al antiguo orden de cosas. La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas de asueto cuando, siendo como era normalmente la diosa de la salud en persona, viose aquejada de repetidas indisposiciones que durante semanas enteras la inhabilitaron para la vida social. Sufría de nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extraño estado.

Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre había abandonado por un instante la habitación, dijo la marquesa a su madre, despertando de un prolongado embabiamiento:

—Si una mujer me dijera que se sentía exactamente igual que yo ahora, al tomar la taza, para mí pensaría que se encontraba en estado de buena esperanza.

La señora de G. dijo que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo:

—Que acababa de tener la misma sensación que estando antaño embarazada de su segunda hija.

La señora de G. dijo que quizá daría a luz a Fantasio y rió.

—Morfeo por lo menos —repuso la marquesa, bromeando a su vez—, o uno de los sueños de su séquito sería su padre.

Volvió empero el mayor, se interrumpió la conversación y todo el asunto, al recuperarse la marquesa de nuevo en pocos días, quedó olvidado.

Poco después la familia, encontrándose precisamente también en la casa el guardabosques mayor de G., hijo del comandante, tuvo el extraño sobresalto de oír a un camarero entrar en la estancia anunciando al conde F.

—¡El conde F.! —dijeron padre e hija a un tiempo, y el asombro privó a todos del habla.

El servidor aseguró haber visto y oído perfectamente y que el conde ya se encontraba esperando en la antecámara. El propio comandante saltó de su asiento para abrirle la puerta, a lo cual entró, hermoso como un joven dios, con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras asegurar el conde, como los padres alegaran, que vivía, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la hija y su primera pregunta fue de inmediato.

—¿Cómo se encuentra?

La marquesa aseguró que muy bien, y sólo quería saber ¿cómo había vuelto él a la vida?. Mas éste, insistiendo en su cuestión, replicó que ella no le decía la verdad, que en su faz se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, de buen humor por la cordialidad de sus palabras, repuso que bien, en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas atrás, la cual entretanto no temía que fuera a tener consecuencias.

A lo cual él, con encendida alegría, replicó que ¡él tampoco!, y añadió que si quería casarse con él.

La marquesa no supo qué pensar de tal comportamiento. Miró, cada vez más arrebolada, a su madre y ésta, violenta, al hijo y al padre, mientras el conde se acercaba a la marquesa y, tomando su mano como si fuera a besarla, repitió que si le había entendido. El comandante pre guntó si no deseaba tomar asiento y le acercó de modo cortés, si bien algo grave, una silla. La comandanta dijo:

—De veras, vamos a creer que es usted un fantasma hasta que nos haya revelado cómo ha salido de la tumba donde lo sepultaron en P.

El conde se sentó, dejando ir la mano de la dama y dijo que, obligado por las circunstancias, tenía que ser muy breve; que, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P., donde había desesperado de su vida varios meses, que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, que no podía describir el gozo y el dolor que se fundían en tal quimera; que tras su restablecimiento había finalmente regresado al ejército, sintiendo allí la más viva inquietud; que en más de una ocasión había empuñado la pluma para, en una carta dirigida al señor mayor y a la señora marquesa, desahogar su corazón; que repentinamente había sido enviado a Nápoles con despachos oficiales; que no sabía si desde allí no sería destinado a Constantinopla; quizá tuviera incluso que marchar a San Petersburgo; que entretanto le era imposible continuar viviendo sin poner en claro una ineludible exigencia de su alma, y al cruzar M. no había podido resistir el impulso de dar algunos pasos encaminados a tal fin; en resumidas cuentas, que abrigaba el deseo de ser agraciado con la mano de la marquesa y con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura rogaba le concediera su favor en tal sentido.

El comandante, tras una larga pausa, replicó que si bien esta petición, de ser, como no dudaba, en serio, le resultaba muy halagadora, sin embargo a la muerte de su esposo, el marqués de O., su hija había resuelto no contraer segundas nupcias. Mas, dado que recientemente le había quedado tan obligada, no sería imposible que por tal motivo mudara dicha decisión en consonancia con sus deseos; que entretanto solicitaba en nombre de ella licencia para poder reflexionar al respecto con sosiego durante algún tiempo.

El conde aseguró que tan generosa manifestación satisfacía todas sus esperanzas y en otra situación lo hubiera hecho completamente feliz; no obstante, haciéndose cargo él mismo de cuán importuno por su parte era no tranquilizarse con ella, circunstancias acuciantes sobre las que no estaba en condiciones de decir más le hacían extraordinariamente deseable una declaración más concreta; los caballos que habían de conducirlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa —y al decir esto miró a la marquesa—, no lo dejaran partir sin una respuesta positiva.

El mayor, un tanto turbado por semejante conducta, respondió que la gratitud que la marquesa sentía por él bien era cierto que le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, mas sin embargo no tan grandes; en un paso que afectaba a la felicidad de su vida no actuaría ella sin la debida prudencia.

Que era de todo punto imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Así pues lo invitaba, una vez concluido su viaje de negocios, a regresar a M. y a ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si entonces la señora marquesa podía tener la esperanza de ser feliz a su lado, entonces también a él, pero no antes, le alegraría escuchar cómo le daba una respuesta concreta. El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había predicho tal destino a sus impacientes deseos, viéndose entretanto arrojado así a la mayor desolación; que, dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable; que creía poder responder de su honor, si acaso esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en consideración; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que admitieran su afirmación de que tal afirmación era veraz.

El comandante replicó, sonriendo un tanto aunque sin ironía, que suscribía todas aquellas aseveraciones. Nunca había conocido a un joven que, en tan breve tiempo, hubiera hecho gala de tantos y tan excelentes rasgos de carácter. Creía casi que un breve periodo de reflexión eliminaría la duda que aún pudiere pesar; mas antes de haber discutido al respecto tanto con su familia como con la del señor conde no era posible ninguna otra declaración que la dada. A esto expuso el conde que no tenía padres y era libre. Que su tío era el general K., de cuyo consentimiento respondía. Añadió que era dueño de una considerable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria.

El comandante le hizo una cortés reverencia, expresó su voluntad una vez más y le rogó que, hasta concluir su viaje, se abstuviera de dicha cuestión. El conde, tras una breve pausa durante la cual dio toda muestra del mayor desasosiego, dijo dirigiéndose a la madre que había hecho absolutamente todo cuanto estaba en su mano para eludir el actual viaje de negocios; los pasos que había osado por ello ante el general en jefe y el general K., su tío, habían sido los más decisivos que se podían dar; que sin embargo habían creído sacarlo con ello de una melancolía que le quedaba de su enfermedad y que ahora se veía arrojado a la más completa miseria.

La familia no supo qué decir a semejantes palabras. El conde prosiguió, mientras se frotaba la frente, diciendo que, de existir esperanza alguna de aproximarse de tal modo al objetivo de sus deseos, interrumpiría su viaje un día, incluso algo más, para intentarlo. Al decir esto miró, uno detrás de otro, al comandante, a la marquesa y a la madre. El comandante bajó los ojos disgustado y no le respondió. La esposa del mayor dijo:

—Vaya usted, vaya usted, señor conde; viaje a Nápoles; concédanos a su regreso durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.

El conde permaneció sentado un instante y parecía meditar lo que debía hacer. A continuación, levantándose y apartando la silla, había de reconocer, dijo, que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y que la familia, como él no desaprobaba, insistía en conocerlo mejor, de modo que iba a devolver sus despachos a Z., al cuartel general, para que fueran expedidas por otra vía, y a aceptar el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas.

A lo cual, con la silla en la mano, de pie junto a la pared} aún quedó inmóvil un instante mirando al comandante. Éste repuso que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que en su posición debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; que enviara los despachos y ocupara las habitaciones a él asignadas. Se le vio demudarse ante aquellas palabras, besar respetuosamente la mano a la madre, inclinarse ante los demás y salir.

Cuando hubo abandonado la habitación, no supo la familia qué pensar de tal aparición. La madre dijo que no sería posible que fuera a devolver a Z. los despachos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar M. no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el sí de una dama completamente desconocida. El guardabosques mayor expresó que sin duda un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar. Pero, prosiguió, no existía tal peligro. Que había sido un disparo al aire en el asalto y aún entraría en razón antes de enviar los despachos. La madre, al enterarse de riesgo tal, expresó la más viva preocupación porque sí los enviara. Su fuerte voluntad dirigida a un único objetivo, opinó, le parecía justamente capaz de tal acto. Instó al guardabosques a ir de inmediato en su pos e impedirle llevar a cabo tan funesta acción.

El guardabosques replicó que semejante paso sería contraproducente y sólo lo afirmaría en la esperanza de vencer mediante su estratagema. La marquesa era de la misma opinión, aunque aseguró que si no lo hacía se produciría sin lugar a dudas el envío de los despachos, al preferir el conde caer en desgracia que mostrar debilidad. Todos coincidieron en que su conducta era muy extraña y que parecía habituado a conquistar corazones femeninos al asalto, como fortalezas. En aquel instante advirtió el comandante que el coche del conde estaba enganchado ante la puerta. Llamó a la familia a la ventana y, asombrado, preguntó a un criado que entraba en ese momento si es que el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio y acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. El comandante, reprimiendo su consternación, bajó con el guardabosques a toda prisa y preguntó al conde, pues le vio despachando sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si no quería dirigirse a sus habitaciones, y si ordenaba alguna otra cosa.

El conde respondió, mientras continuaba escribiendo con precipitación, que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya estaban concluidos; preguntó la hora, lacrando la carta, y deseó al edecán, tras hacerle entrega de toda la valija, un feliz viaje. El comandante, que no daba crédito a sus ojos, dijo según salía el ayuda de campo:

—Señor conde, si no tiene usted razones de mayor peso...

—¡Decisivas! —lo atajó el conde, acompañó a su ayudante al coche y le abrió la puerta.

—En tal caso yo —prosiguió el comandante—, por lo menos los despachos...

—No es posible —contestó el conde, ayudando al edecán a sentarse—. Los despachos carecen de toda validez en Nápoles sin mí. Ya he pensado yo también en ello. ¡Arre!

—¿Y las cartas de su señor tío? —gritó el ayuda de campo asomándose por la portezuela.

—Me encontrarán —repuso el conde— en M...

—¡Arre! —dijo el ayudante, y partió en el coche.

A renglón seguido preguntó el conde F., volviéndose hacia el comandante, si tendría la amabilidad de mandar que le indicaran su cuarto. Él mismo tendría de inmediato el honor, respondió el confundido mayor; ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje de éste y lo condujo a los aposentos de la casa destinados a los huéspedes, donde se despidió de él con gesto adusto. El conde se mudó de ropa, salió de la casa para presentarse ante el gobernador del lugar y, sin dejarse ver en la casa durante todo el resto del día, no regresó a ella hasta poco antes de la cena.

Entretanto la familia se encontraba sumida en la más viva desazón. El guardabosques mayor comentó cuán resolutas habían sido las respuestas del conde a algunas consideraciones del comandante; opinó que su comportamiento se asemejaba a un paso completamente premeditado y preguntó, qué demontre, a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. El comandante dijo que no entendía nada del asunto y exigió de la familia que no hablaran más de ello en su presencia. La madre miraba a cada instante por la ventana, no fuera a ser que volviese, lamentara su frivolo acto y lo reparase.

Finalmente, ya de anochecida, se sentó junto a la marquesa, la cual trabajaba sentada a una mesa con gran afán y parecía evitar toda conversación. Le preguntó a media voz, mientras el padre paseaba arriba y abajo, si ella colegía qué había de resultar de todo aquel asunto. La marquesa respondió, dirigiendo tímidamente una mirada al comandante, que si el padre hubiera conseguido hacerlo partir para Nápoles, todo estaría en orden.

—¡A Nápoles! —exclamó el comandante, que lo había oído—. ¿Debería mandar llamar al sacerdote? ¿O acaso hubiera debido hacerlo encerrar y prender y haberlo enviado a Nápoles bajo custodia?

—No —respondió la marquesa—, pero las consideraciones vivaces y persuasivas hacen su efecto —y bajó de nuevo los ojos, un tanto disgustada, a su labor.

Finalmente, al acercarse la noche, apareció el conde. Sólo se esperaba, tras las primeras muestras de cortesía, que el tema saliera a colación para asediarlo aunando sus fuerzas y llevarlo de ser posible a deshacer el paso que había osado dar. Mas en vano se acechó durante toda la cena tal momento.

Evitando a sabiendas todo cuanto pudiera conducir a ello, departió con el comandante sobre guerra y con el guardabosques mayor sobre caza. Al citar la escaramuza de P., en el transcurso del cual había resultado herido, la madre lo enredó con la historia de su enfermedad, preguntándole cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas.

Con tal motivo narró varios detalles de interés sobre su pasión por la marquesa: cómo había estado permanentemente sentada junto a su cabecera durante la enfermedad; cómo en los delirios de la fiebre siempre había confundido su imagen con la de un cisne que viera de muchacho en la finca de su tío; que un recuerdo en especial le había resultado conmovedor, pues cierta vez había arrojado estiércol a dicho cisne, tras lo cual éste se había sumergido en silencio y vuelto a surgir puro de las aguas; que ella siempre nadaba sobre olas de fuego y él llamaba «Thinka», que era el nombre de aquel cisne, pero no había logrado atraerla hacia sí, pues ella se divertía simplemente bogando y lanzándose al agua; aseguró de pronto, el rostro como una amapola, que la amaba extraordinariamente; bajó de nuevo la vista al plato y enmudeció. Hubo al fin que levantarse de la mesa y como el conde, tras una breve charla con la madre, se inclinara de inmediato ante la reunión y se retirase de nuevo a su alcoba, quedaron una vez más los miembros de la misma sin saber qué pensar.

El comandante opinó que se debía dejar que las cosas siguieran su curso. Que probablemente confiaba en sus parientes para dar tal paso. De lo contrario correspondía infame casación. La señora de G. preguntó a su hija qué pensaba de él, y si acaso podrían acordar alguna respuesta que evitara una desgracia. La marquesa respondió:

—¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Fue sin embargo mi decisión no volver a desposarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún tan irreflexivamente.

El guardabosques señaló que, de ser aquélla su firme voluntad, también sería útil tal declaración, y que casi parecía preciso darle cualquiera que fuere, pero concreta. La esposa del mayor repuso que, habiendo afirmado aquel joven, al cual recomendaban tantas cualidades extraordinarias, estar dispuesto a fijar su residencia en Italia, a su modo de ver su petición merecía ser considerada y que se cuestionara la decisión de la marquesa. El guardabosques, sentándose junto a ella, preguntó qué opinaba de él en cuanto a su persona. La marquesa respondió, con algún embarazo:

—Me gusta y me disgusta.

E invocó el sentir de los demás. La esposa del mayor dijo:

—Si regresa de Nápoles y las pesquisas que entretanto pudiéramos haber realizado sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera entonces su petición?

—En tal caso —repuso la marquesa—, yo, por lo mucho que le debo, satisfaría dichos deseos.

La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera unas segundas nupcias, hubo de esforzarse por ocultar su alegría sobre esta declaración y meditó qué se podría hacer con ella. El guardabosques mayor dijo, levantándose de nuevo inquieto del asiento, que si la marquesa pensaba aun remotamente en la posibilidad de concederle un día su mano, había entonces sin falta de dar inmediatamente un paso para prevenir las consecuencias de su arrebatada acción. La madre era del mismo parecer y afirmó que en último término la osadía no era demasiada, siendo apenas de temer que, con tantas y tan excelentes cualidades de las que había dado muestra la noche en que el fuerte fue tomado por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas.

La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud.

—Lo que sí se podría hacer —prosiguió la madre tomando su mano—, sería hacerle llegar algo así como una promesa de que, hasta su regreso de Nápoles, tú no contraerás ningún otro compromiso.

La marquesa dijo:

—Tal declaración, queridísima madre, puedo dársela; sólo me temo que a él no le tranquilice y a nosotros nos vaya a complicar.

—¡Eso déjalo de mi cuenta! —replicó la madre con viva alegría y se volvió buscando con la vista al comandante—. ¡Lorenzo! —preguntó—, ¿tú qué opinas? —, e hizo intención de levantarse de su asiento. El comandante, que lo había oído todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no decía nada.

El guardabosques aseguró que él se comprometía a sacar al conde de la casa con tan inofensiva manifestación.

—¡Entonces hacedlo, hacedlo, hacedlo! —exclamó el padre, dándose media vuelta—: ¡He de entregarme a ese ruso por segunda vez!

Al oír esto se puso la madre en pie de un salto, lo besó a él y a la hija y preguntó, mientras el padre sonreía viendo su ajetreo, cómo enterar en el acto al conde de dicha decisión. Se resolvió, a propuesta del guardabosques, mandar que le rogaran tuviera la amabilidad, en caso de no haberse desvestido aún, de acudir un instante ante la familia. «¡Que tendría de inmediato el honor de presentarse!», mandó responder el conde, y apenas había vuelto el ayuda de cámara con este mensaje cuando ya entraba él mismo en el salón con pasos a los que prestaba alas la alegría y se arrojaba a los pies de la marquesa, embargado por la más vehemente de las emociones.

El comandante iba a decir algo, mas él, poniéndose en pie, repuso que ¡ya sabía suficiente!, besó su mano y la de la madre, abrazó al hermano y sólo rogó que tuvieran la bondad de ayudarle de inmediato a conseguir una diligencia. La marquesa, si bien conmovida por tal escena, dijo sin embargo:

—Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su...

—¡Nada! ¡Nada! —repuso el conde—. No ha pasado nada si las pesquisas que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta sala.

Al oír esto, el comandante lo abrazó con la mayor cordialidad, el guardabosques mayor le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuere, y hubo alegría en esta partida como nunca antes en un recibimiento. Dijo el conde que esperaba alcanzar los despachos en B., desde donde tomaría entonces un camino a Nápoles más corto que pasando por M.; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para rehusar el ulterior viaje a Constantinopla y estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, aseguró que de no impedírselo obstáculos insalvables estaría sin falta de nuevo en M. en un plazo de entre cuatro y seis semanas.

Acto seguido anunció su montero que el coche estaba enganchado y todo dispuesto para marchar. El conde tomó su sombrero, se acercó a la marquesa y tomó su mano.

—Entonces, Julietta —dijo—, quedo hasta cierto punto tranquilo —y posó su mano sobre la de ella—, si bien era mi más ardiente deseo desposarla aún antes de partir.

—¡Desposarla! —exclamaron todos los miembros de la familia.

—Desposarla —repitió el conde besando la mano a la marquesa y aseguró, como ésta preguntara si estaba en sus cabales. La familia a punto estaba de enfadarse con él, mas el conde se despidió enseguida calurosísimamente de todos, les rogó no cavilar más sobre su última manifestación y partió.


Sigue leyendo la segunda parte de: «La marquesa de O.», de Heinrich Von Kleist.




El análisis y resumen del cuento de Heinrich Von Kleist: La marquesa de O. (Die Marquise von O), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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