El gato que quiso atrapar al sol.


El gato que quiso atrapar al sol.




No me molesta ir al consultorio de mi médico. Me gusta esperar. Lo que me molesta es que a otros les moleste esperar. Los viejos hojean revistas que amarillean de tanto manoseo. Y el doctor es pícaro, por no decir un reverendo hijo de puta. ¿Sabés que revistas deja en la sala de espera del consultorio? Revistas hípicas.

Y la gente las lee, o hace que las lee, es difícil darse cuenta. Pero supongo que esto de esperar es un poco peligroso. Cuando estás sentada, sin absolutamente nada que hacer, una empieza a plantearse un montón de cosas.

Generalmente voy al consultorio los jueves a la tarde. Hay menos gente; de hecho, siempre somos tres, y el gato que quiere atrapar al sol.

—Miralo —dijo Amalia—. Siempre igual el vago.

Para Amalia cualquier comportamiento no productivo equivale a ser un vago.

—¿Qué querés que haga pobre animal? —dijo Eliana—. Es un gato.

—¿Pero vos viste lo que hace? —dijo Amalia—. Fijate bien.

Eliana se fijó bien.

Yo no, porque desde hace años sé perfectamente lo que hace el gato.

Podés amagar a tirarle un vaso, podés caminar directamente hacia él a los gritos, podés levantar una revista y agitarla en el aire como si fuera un garrote, y el gato no se va a mover.

Nunca se mueve.

—Jamás he visto algo parecido —dijo Amalia—. Los gatos son criaturas nocturnas.

—¿Y? —preguntó Eliana.

—No es un gato normal.

—¿Cómo que no es normal?

—¡Pero miralo, boluda! ¿Alguna vez viste un gato que se pase todo el día echado al sol?

Efectivamente, el gato vive echado en el único charco de sol que entra en la sala de espera a esa hora de la tarde.

—Yo haría exactamente lo mismo —dijo Eliana—. Quiero decir, si viviese encerrada entre cuatro paredes trataría de aprovechar el poco sol que entra.

—Claro, pero este gato no se mueve nunca.

—Ahá —dijo Eliana, manoteando una revista.

—¿No se dan cuenta? —dijo Amalia, arrastrándome a sus razonamientos—. El gato no se mueve, pero el sol sí; sin embargo, el gato está siempre al sol. ¿Cómo mierda puede ser?

—Justamente. No puede ser porque es imposible.

—Imposible —repitió Amalia—, pero al fin y al cabo eso es lo que pasa. ¿Hace cuánto que estamos esperando?

—Y... unos cuarenta minutos diría yo —dijo Eliana, consultando su reloj.

—Cuarenta minutos y el gato no se movió del sol, pero el sol tampoco se movió del gato.

—Dale, ahora me vas a decir que estuviste cuarenta minutos mirando al gato.

—Eso es precisamente lo que te voy a decir. Hace semanas que lo vengo observando.

—¿Entonces?

—Que acá pasa algo raro. Hay...

—¿Gato encerrado? —la interrumpió Eliana con una risita.

Amalia se mordió el labio inferior, como siempre que reprimía el deseo de mandar a alguien al carajo.

—Típico —dijo después—. El humor como escape de una situación que compromete tu entendimiento del universo.

—¿Vos qué pensás? —dijo Eliana, tratando de incluirme en la conversación.

—¿Qué va a pensar? Si la señorita tiene privilegios acá.

—Dejala que conteste, Amalia.

—¡No! Prefiero pasar por maleducada que por imbécil: ella tiene privilegios acá. Punto. ¿Acaso no siempre la atienden primero?

—Bueno —dijo Eliana—, la verdad no sé. No me fijo mucho en eso.

—Yo sí me fijo: me fijo en el gato, en el sol, y también en ella. Siempre la atienden primero. Siempre. Y siempre llega al consultorio después que nosotras.

—Pasa que ella tiene el turno acordado, ¿no es cierto? —dijo Eliana, mirándome como buscando alguna complicidad.

—¿Y nosotras no? ¿No tenemos el turno acordado? ¿Cuándo fue la última vez que te atendió el doctor?

—La semana pasada.

—No, la semana pasada no. No nos atendió a ninguna de las dos.

—Qué se yo. La anterior entonces.

—Tampoco. Pensá bien.

Eliana pensó bien.

—¿Te das cuenta? —dijo Amalia— No te acordás porque el doctor nunca te atendió. A ninguna de las dos.

—Estás delirando, Amalia.

—¿En serio? ¿Cómo se llama el doctor? ¿Qué cara tiene? ¿Por qué problema te venís a tratar?

—...

—¿Hace cuánto que estás en tratamiento?

—...

—¿Hace cuánto, Eliana?

—Dos años.

—Y en dos años jamás te atendió el doctor, a ver si te das cuenta.

—¿Dos años ya?

—Sí, dos años. Y en ese tiempo a la única de las tres a la que atendieron es a esta —dijo Amalia, señalándome con un dedo esmaltado.

—No puede ser. Yo me estoy tratando. Tengo un problema...

—Todas tenemos un problema, nena. Y lo vamos a seguir teniendo. Vas a ver que en dos minutos, cuando se cumpla exactamente una hora de estar esperando, va a entrar la recepcionista y le va a decir a esta privilegiada que el doctor ya puede verla.

—Pero después seguramente nos va a atender a nosotras.

—¡No! Eso nunca pasa —dijo Amalia—. Ella siempre tiene el último turno del día.

—Estás un poco paranoica, Amalia.

—Puede ser, pero respondeme lo siguiente: ¿te acordás de algo además de estar en esta sala de espera?

—¿A qué te referís?

—Me refiero a si te acordás de algo además de estar sentada acá: ¿dónde vivís? ¿A qué te dedicás? ¿Cómo llegaste hasta acá? Básicamente te pregunto qué sabés de tu vida.

—Todo.

—¿Por ejemplo?

—Sé que vengo acá desde hace dos años.

—Perfecto. ¿Qué más?

—Se que ustedes son mis amigas.

—Genial. ¿Qué más?

—Me acuerdo de... de... ¡el gato! ¡Eso! Me acuerdo del gato que duerme al sol.

Se oyeron unos pasos en el pasillo principal.

Una mujer entró a la sala de espera.

—Agrippa, Noelia —dijo la mujer, consultando una planilla—. Pase por favor. El doctor ya puede atenderla.

Me puse de pie.

El gato seguía en su charco de luz, tratando de atrapar al sol.

—Chicas —dije, mirándolas a los ojos—, hagan el favor de quedarse acá, quietitas y sin hacer ruido. Mi psiquiatra no quiere saber nada más de ustedes.




Egosofía I Filosofía del profesor Lugano.


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