El hombre que tenía hambre de verde


El hombre que tenía hambre de verde.




Durante años traté de ocultarlo, y hasta le diría que fui un excelente simulador del comportamiento estándar del ser humano, pero de alguna forma u otra las perversiones siempre encuentran la manera de aflorar. Por más que uno se empeñe en aspirar a lo reglamentario, a lo estereotipado, por más que uno encuentre artificios sumamente originales para disimularlo, uno es quien es.

Y yo soy un perverso.

Siempre lo fui. Incluso mi primer recuerdo es perverso: hambre.

No me refiero a ese incipiente despertar del apetito o a esos antojos vespertinos que uno puede aliviar ingiriendo cualquier porquería mientras mira la televisión. Me refiero al HAMBRE, con mayúsculas.

Me apresuro a aclarar que mis padres me alimentaron correctamente desde la más tierna infancia. Eso sí, se me destetó prematuramente, según mi madre, debido a que mis encías le producían un dolor insoportable en los pezones. Realmente no sé si esto tendrá algo que ver con mi perversión.

Claro que mis apetencias infantiles no tenían mucho que ver con la comida, digamos, tradicional. Y así como hay chicos que adoran los dulces, yo tenía hambre de colores.

Y no de cualquier color.

Tenía hambre de verde.

Mis padres, personas analfabetas pero muy observadoras, notaron en el acto mi singular predilección; de manera tal que incluyeron en mi dieta toda clase de hojas verdes: acelga, espinaca, lechuga, brócoli. Pero déjeme decirle que este tipo manjares, aunque coincidentes con mi temperamento frugal, resultaron ser insatisfactorios.

Tenía hambre de verde, sí, pero de un verde salvaje, puro, inmaculado.

En la adolescencia logré tener mayor control sobre mi dieta. Fue entonces cuando empecé a alimentarme exclusivamente de verduras y frutos crudos, y a experimentar con otras combinaciones que, me temo, lentamente me llevaron a ser el perverso que soy.

Ojalá el lector de mi diario entienda la diferencia, pero un perverso no ajusta su vida para esconder su perversión, sino que vive para ella. Hay momentos de privación, desde luego, incluso de ayuno, de total abstinencia, pero la perversión siempre gana.

Es como si yo le dijera a usted, posible lector, que dejara de orinar para siempre. ¿Cuánto tiempo podría cumplir usted esa monstruosa confiscación de sus necesidades fisiológicas? ¿Cuatro horas? ¿Cinco? ¿Ocho, si lo agarra durmiendo?

El perverso, como quien se aguanta las ganas de mear, aprende a someterse a largos períodos de escasez. Pero el deseo siempre regresa, y uno se vuelve astuto para encubrirlo.

Por eso, desde muy pequeño, me hice arquero. Mientras mis compañeros atacaban, yo evaluaba el verdor de los pastos en las adyacencias al área. Mientras otros trepaban a los árboles de la plaza para impresionar a las muchachas, yo ascendía para masticar los brotes tiernos en la copa traicionera de los sauces.

Pero mis atracones se hicieron demasiado evidentes como para fingir un comportamiento ordinario: mis dientes se ennegrecieron, mis encías se tornaron verduscas, mi piel adquirió una tonalidad lívida, mustia; mi rostro, habitualmente alegre, adquirió un gesto demacrado; y mis labios, ajados y marchitos por el incesante rumiar, eran visitados frecuentemente por nubes de insectos.

Así fui abandonado por amigos y familiares. Desde entonces ando solo.

Perverso y solo.

Siempre con hambre.

Siempre caminando por las calles al atardecer, acechando el verde.

Lo único positivo de aquella situación fue que, a partir de mi forzada soledad, finalmente pude entregarme sin culpas a la glotonería.

Por aquel entonces sentí una gran devoción por los yuyos que crecen en las cunetas, por las ortigas que florecen en los baldíos, hasta que un día, más por casualidad que por auténtica experimentación gastronómica, probé el musgo que crece entre los adoquines.

Un accidente en la vía pública llamó mi atención. Fue al atardecer. En ese momento me encontraba masticando las hojas de un ficus que asomaba entre las rejas de un jardín. Como buen ciudadano, abandoné mi colación y me acerqué rápidamente para prestar ayuda.

Una mujer había sido atropellada. El conductor del vehículo huyó. Hice todo lo posible para ayudarla, pero su cuerpo estaba destrozado; de manera tal que permanecí en el lugar hasta que llegara la policía. Perverso como soy, también cuento con una gran capacidad para la cumplir mis obligaciones cívicas; por eso me mantuve junto al cadáver, sentado en un espeso charco de sangre, para brindar testimonio de todo lo que había visto.

Más por pudor que por otra cosa, me tomé el atrevimiento de cerrarle los párpados. La mujer tenía unos ojos muy bonitos.

Eran verdes.

En ese momento, justo al lado de aquel cuerpo sin vida, reparé en el musgo que crecía entre los adoquines. No me avergüenza decir que comencé a lamerlo y a mordisquearlo desesperadamente, a pesar de que la sangre ya cubría buena parte del verde.

No viene al caso concluir la anécdota policial. Se me demoró, en parte, debido a mi aspecto desmejorado, y al hecho de que varios testigos afirmaron haber visto en mí un comportamiento inusual. No obstante, brindé mi testimonio acerca del accidente y fui liberado en un par de horas.

Naturalmente, lo primero que hice fue salir a cosechar musgo.

Me gustaría encontrar las palabras para describir el enorme disgusto que sufrí. Mastiqué el musgo de todas las calles adoquinadas de Buenos Aires, y en ninguna encontré el sabor exquisito de aquel primer bocado junto al cadáver.

Fue así que regresé al lugar del accidente.

Arranqué con los dientes lo poco que quedaba de musgo. El sabor ya no era el mismo; de hecho, ni siquiera se aproximaba a la excitación que me produjo la primera vez, pero también es cierto que ese resabio superaba ostensiblemente al resto de los bocados magros que había ido degustando en mis recorridas por la ciudad.

La sangre, quizás, le había dado al musgo ese sabor tan particular.

He dicho que soy un perverso, pero de ningún modo podrá decirse que soy un imprudente. Además, ya no soy un muchacho como para andar lamiendo adoquines sin alterar el orden público; razón por la cual he diseñado en mi sótano un lugar especial para su cultivo, con la humedad, el encierro y la oscuridad necesarias, pero sobre todo con el amor y la dedicación que el musgo exige para crecer en su más pura expresión.

El ciclo de crecimiento del musgo depende de muchos factores, pero para obtener el sabor óptimo, aquel que me estremeció junto al cadáver de la mujer, es necesario alimentarlo en la dosis precisa, en el momento exacto, justo cuando el atardecer y la noche se empardan en el horizonte.

Mi verdadera perversión comenzó entonces.

Lo hice todo para reprimirme, sabe, pero es imposible. Todo perverso sabe que no se puede aliviar la tensión que genera el deseo si no es satisfaciéndolo de un modo brutal y sin reservas.

Y aquí estoy, escribiendo una página más de mi diario antes de salir. El musgo necesita su alimento.

Es hora de dar uno de mis largos paseos al atardecer, de respirar el aire fresco de la tarde, mientras las calles adoquinadas lentamente se vacían de testigos.




Egosofía: filosofía del Yo. I Crónicas del profesor Lugano.


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