Porqué los hombres no saben escuchar.


Porqué los hombres no saben escuchar.




En una mesa adyacente a la nuestra se desarrollaba la siguiente escena: Un hombre, cabizbajo y de aspecto descuidado, se encontraba rodeado por un grupo de amigos. Todos trataban de convencerlo de que su esposa, conocida sufragista y miembro de la sociedad de fomento local, participaba secretamente de aquelarres y tómbolas diabólicas organizadas tras los muros del cementerio.

El hombre los escuchaba en silencio. Los dejaba argumentar y presentar pruebas de todo tipo. Desde reportes de testigos confiables a crónicas periodísticas en las que se daba una descripción prácticamente idéntica a la de su esposa, ampliamente conocida por su trato afable y su generosidad de espíritu.

Pero el hombre, cabizbajo y de aspecto descuidado, se rehusaba a aceptar que su mujer participara en tales actividades.

Finalmente sus amigos lo abandonaron, acaso por hastío, dejándolo solo con sus pensamientos.

Cuando se hizo evidente que ninguno de ellos regresaría, el hombre se retiró.

Profesor Lugano, ¿usted conoce a el hombre que acaba de irse?

—Escasamente.

—Y, según tengo entendido, usted también participa de esas kermeses infernales de las que hablaban sus amigos.

—Ocasionalmente.

—¿Y ha visto allí a su esposa?

—Esporádicamente.

—¿Entonces por qué no ha intervenido en la conversación? Quiero decir, usted ha sido testigo presencial de los hechos. Su testimonio hubiese sido de gran valor para resolver el asunto.

—Mi testimonio habría sido, como mucho, uno más. Cuando un hombre decide que no quiere escuchar, el asunto está resuelto.

—Pobre diablo.

—Al contrario —dijo el profesor—. Sería fácil escuchar y admitir la opinión de otros. Lo difícil, me temo, es aferrarse a las propias convicciones.

—¿Aún cuándo esas convicciones sean equivocadas?

—Sobre todo si son equivocadas. Escuchar es peligroso. El hombre que escucha corre un riesgo mortal.

—¿Cuál?

—Ser persuadido.

—¡Pero en este caso escuchar le serviría para dejar de vivir una fantasía!

El profesor Lugano se incorporó. Se acomodó el cinto, gesto que siempre anunciaba una retirada, y se encaminó hacia las dependencias sanitarias.

Un poco atenuado por el sonido a orina cayendo sobre las bachas oxidadas, oímos que reflexionaba:

—Si un hombre permite que su fantasía se destruya con un argumento razonable, se transforma en el acto en un ser groseramente irracional.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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