«El brazo marchito»: Thomas Hardy; relato y análisis.


«El brazo marchito»: Thomas Hardy; relato y análisis.




El brazo marchito (The Withered Arm) es un relato gótico del escritor inglés Thomas Hardy (1840-1928), publicado en la edición de enero de 1888 de la revista Blackwood's Edimburgh Magazine, y luego reeditado en la antología del mismo año: Cuentos de Wessex (Wessex Tales).

El brazo marchito es uno de los grandes cuentos de Thomas Hardy, y quien mejor lo define como sutil artífice de fantasmagorías. Relata la historia del brazo de una mujer joven que comienza a atrofiarse como resultado de una maldición [¿accidental?] de la examante de su esposo.





El brazo marchito.
The Withered Arm, Thomas Hardy (1840-1928)

I. Una lechera abandonada.
Era una granja de ochenta vacas, y toda la tropa de ordeñadores, los permanentes y los provisionales, estaban trabajando; porque, a pesar de que la época del año no era aún sino primeros de abril, el alimento crecía ya abundante en los pastizales, y las vacas estaban «llenando los cubos hasta los topes». La hora era alrededor de las seis de la tarde y, habiendo ya terminado con tres cuartos de los grandes, rojos, rectangulares animales, había ocasión de charlar un poco.

–He oído decir que mañana se trae a la novia a casa. Hoy han llegado a Anglebury.

La voz parecía salir del vientre de la vaca llamada «Cherry», pero la que hablaba era una ordeñadora que tenía la cara hundida en el costado de aquel plácido animal.

–¿La ha visto ya alguien? –dijo otra.
La primera respondió negativamente.
–Pero dicen que es una muchachita de mejillas sonrosadas que parece una flor –añadió; y, mientras hablaba, la ordeñadora volvió la cabeza para poder mirar, por encima del rabo de la vaca, al otro extremo del establo, donde una mujer de unos treinta años, delgada y desvaída, estaba ordeñando, algo apartada de los demás.
–Dicen que es varios años más joven que él –prosiguió la segunda, lanzando, asimismo, una mirada llena de intención en aquella dirección.
–¿Cuántos años le echas a él?
–Unos treinta o así.
–Más bien unos cuarenta –intervino un viejo ordeñador que estaba cerca, con un largo delantal o mandil blanco y el ala del sombrero echada hacia abajo y atada, de tal forma que parecía una mujer–. Nació antes de que se construyera la gran presa, y yo no tenía jornal de hombre cuando sacaba agua de allí.

La discusión se hizo tan acalorada que el murmullo de los chorros de leche se hizo espasmódico, hasta q una voz que salió del vientre de otra vaca gritó con autoridad.

–¡Ya está bien! ¿Qué diablos nos importa a nosotros la edad del granjero Lodge o la nueva mujer del granjero Lodge? Tendré que pagarle nueve libras al año por el alquiler de cada una de estas vacas lecheras, sea la que sea su edad o la de ella. Seguid con vuestro trabajo o se nos hará de noche antes de que hayamos terminado. Ya se está poniendo rosa el cielo.

El que así habló era el dueño de la vaquería en persona, el que daba empleo a los ordeñadores. Ya no se dijo nada más acerca de la boda del granjero Lodge en voz alta, pero la primera mujer le susurró, por debajo de la vaca, a su vecina más próxima:

–Es muy duro para ella –refiriéndose a la lechera flaca y ajada, antes mencionada.
–Oh, no –dijo la segunda–. Hace varios años que él no se habla con Rhoda Brook.

Cuando acabaron de ordeñar lavaron los cubos y los colgaron de una especie de perchero con muchos ganchos, hecho, como era de costumbre, de la rama descortezada de un roble puesta verticalmente sobre el suelo: parecía una descomunal asta de ciervo. Después, la mayoría se dispersó por diferentes direcciones hacia sus casas. Un muchacho de unos doce años recogió a la mujer delgada, que no había dicho nada, y los dos se fueron también, campo arriba. La ruta que siguieron estaba apartada de las que seguían los demás y conducía a un paraje solitario que estaba más arriba de los pastizales y no lejos de los confines del erial de Egdon, cuyo oscuro perfil podían ver en la lejanía al acercarse a casa.

–Acaban de decir en el establo que tu padre se trae mañana a casa a su joven esposa desde Anglebury –comentó la mujer–. Quiero que vayas al mercado a comprar unas cuantas cosas, y seguro que te los encontrarás.
–Sí, madre –dijo el muchacho–. Entonces, ¿se ha casado padre?
–Sí...; podrás echarle un vistazo a ella y decirme cómo es, si la ves.
–Sí, madre.
–Si es morena o rubia, y si es alta..., tan alta como yo. Y si tiene aspecto de ser una mujer que ha trabajado siempre para ganarse la vida o de una que siempre ha tenido dinero y nunca ha hecho nada, y si tiene aire de dama, como espero que tenga.
–Sí.

Treparon por la colina bajo la luz del crepúsculo y entraron en la cabaña. Los muros eran de barro; muchas lluvias habían bañado sus superficies, produciendo en ellos canalillos y depresiones que hacían invisibles las lisas fachadas originales; mientras que aquí y allá, en la barda que hacía las veces de tejado, sobresalía una viga como un hueso que asoma entre la piel. Ella se arrodilló junto a la chimenea, delante de dos matojos de turba puestos juntos con brezos en medio; los encendió y sopló las cenizas candentes hasta que la turba ardió. El resplandor iluminó sus pálidas mejillas e hizo que sus ojos oscuros, que una vez habían sido hermosos, parecieran hermosos otra vez.

–Sí –prosiguió–, mira si es morena o rubia, y si puedes, fíjate en si sus manos son blancas; si no lo son, m ira a ver si son como las de la mujer que siempre ha hecho faenas caseras únicamente, o si son manos de lechera, como las mías.

El muchacho volvió a asentir, esta vez sin prestar atención, y sin que su madre se diera cuenta de que estaba haciendo, con su navaja, una incisión en la silla con respaldo de madera de haya.

II. La joven esposa.
La carretera que va de Anglebury a Holmstoke es llana en general; pero hay un lugar en el que una brusca elevación rompe su monotonía. Los granjeros que regresan a casa desde el mercado del pueblo mencionado en primer lugar, que hacen trotar a sus caballos durante el resto del camino, les hacen ir al paso durante esta breve cuesta o pendiente.

Al día siguiente por la tarde, cuando el sol aún resplandecía, un soberbio birlocho nuevo de color limón y ruedas rojas iba por la llana carretera en dirección oeste tirado por una poderosa yegua. El conductor era un pequeño terrateniente de edad viril, pulcramente afeitado como un actor, y su rostro tenía esa tonalidad bermejo azulada que con tanta frecuencia agracia las facciones de los granjeros prósperos cuando van de vuelta a sus casas después de haber hecho un buen negocio en la ciudad. A su lado iba sentada una mujer bastantes años más joven que él –casi, de hecho, una muchacha–. También su cara tenía buen color, pero era de una calidad totalmente distinta: suave y evanescente, como la luz a través de un puñado de pétalos de rosa.

Poca gente viajaba por aquel camino, pues la carretera no era principal; y la larga faja blanca de gravilla que se extendía ante los ojos de la pareja estaba vacía excepto por una pequeña mancha en el horizonte que apenas se movía, y que al cabo de unos instantes se reveló como la figura de un muchacho, que subía a paso de caracol y miraba hacia atrás continuamente, llevando un pesado bulto que era el pretexto, si no la causa, de su dilación. Cuando los ocupantes del oscilante birlocho aminoraron la marcha al principio de la cuesta ya mencionada, el caminante estaba sólo unas pocas yardas delante de ellos. Sujetó el enorme bulto poniéndose una mano sobre la cadera y se volvió para mirar fijamente a la mujer del granjero, como si estuviera leyendo a través de ella, mientras seguía caminando, de lado junto al caballo.

El sol poniente daba de lleno en la cara de la joven, haciendo que cada rasgo, cada sombra, cada perfil, fuera claro y preciso, desde la curva de su naricilla hasta el color de sus ojos. El granjero, aunque pareció sentirse molesto por la insistente presencia del muchacho, no le ordenó que se quitara de en medio; y así el chico les fue precediendo, sin dejar nunca de escudriñar a la dama, hasta que llegaron a la cima de la elevación, donde el granjero hizo trotar a la yegua con cierta expresión de alivio en el rostro –si bien, en apariencia, no le había hecho al muchacho el menor caso.

–¡De qué manera tan fija me miraba ese pobre chico! –dijo la joven esposa.
–Sí, querida; ya me he fijado.
–Supongo que será del pueblo, ¿no?
–Es de la vecindad. Creo que vive con su madre a una o dos millas del pueblo.
–Sabe quiénes somos, ¿verdad?
–Sí, claro. Tienes que acostumbrarte a que te miren fijamente al principio, mi preciosa Gertrude.
–Ya lo estoy... aunque tal vez el pobre chico nos haya mirado con la esperanza de que le aligerásemos de su pesada carga, más que por curiosidad.
–Oh, no –dijo su marido con naturalidad–. Estos chicos del campo cargan con un quintal una vez que se lo han echado sobre la espalda; además, su fardo tenía más volumen que peso. Bueno, otra milla más y te podré mostrar nuestra casa desde lejos, si para cuando lleguemos allí no ha oscurecido demasiado.

Las ruedas siguieron girando, y las piedrecillas volvieron a saltar a su alrededor como antes, hasta que apareció en lontananza una casa blanca de grandes dimensiones, con narras y construcciones granjeras a su espalda. Mientras tanto, el muchacho había avivado el paso, y, torciendo por una vereda que estaba a milla y media de la granja blanca, ascendió en dirección a los pastos más pobres hasta llegar a la cabaña de su madre. Ella había llegado ya a casa después de su jornada de ordeño en la vaquería de las afueras y estaba lavando coles en la entrada, a la luz del crepúsculo.

–Sujeta la red un momento –dijo sin preámbulos mientras el muchacho llegaba.
Este dejó su paquete en el suelo, sujetó uno de los extremos de la red en que estaban las coles, y ella, mientras la llenaba con las hojas mojadas, añadió:
–Bueno, ¿la has visto?
–Sí; perfectamente.
–¿Parece una dama?
–Sí; y más. Una verdadera dama.
–¿Es joven?
–Bueno, ya está crecida y tiene bastante aire de mujer.
–Por supuesto. ¿De qué color tiene el pelo y la cara?
–El pelo es claro, y su cara es tan bonita como la de una muñeca de carne y hueso.
–Entonces, ¿no tiene los ojos castaños, como los míos?
–No, son de un tono azulado, y la boca es muy linda y roja; y cuando sonríe se le ven unos dientes muy blancos.
–¿Es alta? –dijo la mujer bruscamente.
–No lo pude ver. Estaba sentada.
–Pues entonces irás mañana por la mañana a la iglesia de Holmstoke; seguro que ella estará allí. Ve pronto y fíjate cuando entre, y vienes a casa a decirme si es más alta que yo.
–Muy bien, madre. Pero, ¿por qué no vas tú y así lo ves por ti misma?
–¿Yo, ir a verla? No la miraría ni aunque fuera a pasar por delante de mi ventana en este mismo instante. Iba con el señor Lodge, por supuesto. ¿Qué te dijo o qué hizo él?
–Lo mismo que de costumbre.
–¿No prestaste la menor atención?
–Ninguna.

Al día siguiente la madre le puso al muchacho una camisa limpia y le hizo ir a la iglesia de Holmstoke. El chico llegó al antiguo y pequeño edificio de piedra cuando estaban abriendo las puertas, y fue el primero en entrar. Cogió un asiento cerca de la pila bautismal y observó la entrada en fila de todos los feligreses. El acomodado granjero Lodge llegó de los últimos; y su joven esposa, que le acompañaba, atravesó el pasillo con la timidez natural en una mujer recatada que aparecía allí por primera vez. Como todas las demás miradas se posaron en ella, la del mozalbete pasó esta vez desapercibida. Cuando llegó a casa su madre le dijo, antes de que hubiera entrado en la habitación:

–¿Y bien?
–No es alta. Es más bien baja –respondió él.
–¡Ah! –dijo la madre con satisfacción.
–Pero es muy bonita. Mucho. En realidad es guapísima. –La juvenil fragancia de la esposa del hacendado había, evidentemente, causado sensación hasta en la naturaleza algo tosca del muchacho.
–Eso es todo lo que quiero saber –dijo su madre rápidamente–. Ahora pon el mantel. La liebre que atrapaste con alambres está muy tierna; pero ándate con cuidado, no te vaya a pescar alguien. No me has dicho nunca cómo son sus manos.
–Nunca se las he visto. No se ha quitado nunca los guantes.
–¿Qué llevaba puesto esta mañana?
–Un sombrerito blanco y un vestido plateado. Crujía y silbaba tanto al rozar los bancos de la iglesia que la dama se puso más colorada que nunca de pura vergüenza que le daba el ruido, y tiró del vestido hacia M. para evitar que rozara; pero cuando se sentó, el vestido crujió más que nunca.

El señor Lodge parecía estar complacido, y le asomaba el chaleco, y sus enormes sellos dorados le colgaban como si fuera un lord; pero ella parecía estar deseando que su ruidoso vestido estuviera en cualquier parte menos en ella.

–¿Ella? ¡No! Bueno, con eso basta por hoy.

El muchacho continuó haciendo estas descripciones de la pareja de recién casados, a petición de su madre, de vez en cuando: cada vez que tenía algún encuentro fortuito con ellos. Pero Rhoda Brook, aunque podría haber visto con facilidad a la joven señora Lodge con sólo haber recorrido un par de millas, nunca había tratado de hacer una excursión hasta las cercanías de la granja. Ni tampoco hablaba jamás, mientras ordeñaba a diario en el establo de la segunda granja de Lodge, en las afueras, del tema del nuevo matrimonio. El dueño de la vaquería, que le alquilaba las vacas a Lodge y conocía a la perfección la historia de la lechera de elevada estatura, siempre impedía, con varonil gentileza, que los cotilleos del establo importunasen a Rhoda. Pero el ambiente estaba impregnado de aquel tema durante los primeros días de la llegada de la señora Lodge; y Rhoda Brook, a través de las descripciones de su chico y de las palabras que oía al azar en boca de los demás ordeñadores, pudo reconstruir una imagen de la inocente señora Lodge tan real como una fotografía.

III. Una visión.
Una noche, dos o tres semanas después del regreso nupcial, cuando su hijo ya se había acostado, Rhoda permaneció sentada durante largo rato junto a las cenizas del fuego de la turba. Estaba frente a ellas, las había estado atizando para apagarlas, y ahora contemplaba con tanta intensidad; por encima de los rescoldos, a la recién casada tal y como se le presentaba en su imaginación que se olvidó del tiempo. Finalmente, cansada por el trabajo del día, se retiró también. Pero la figura que tanto la había obsesionado durante aquel día y los anteriores no iba a verse desterrada durante la noche. Por primera vez Gertrude Lodge visitó en sueños a la mujer que había suplantado. Rhoda Brook soñó –pues sus afirmaciones de que realmente la había visto, antes de quedarse dormida, no iban a ser creídas– que la joven esposa, con su pálido vestido de seda y su sombrerito blanco, pero con las facciones espantosamente desfiguradas y arrugadas como por la edad, estaba sentada encima de su tórax mientras ella yacía dormida en la cama. La presión del cuerpo de la señora Lodge se hizo mayor; los azules ojos observaban cruel y furtivamente el rostro de Rhoda; y entonces la figura extendió su mano izquierda en un gesto de burla, como para hacer que el anillo de casada que llevaba puesto centelleara ante los ojos de Rhoda. La mujer dormida, enloquecida mentalmente y casi asfixiada por la presión forcejeó; el personaje de la pesadilla, mirándola todavía, se retiró hasta los pies de la cama, sólo, sin embargo, para volver a aproximarse poco a poco, ocupar de nuevo su lugar y hacer brillar su mano izquierda como antes.

Anhelando en busca de aire, Rhoda, en un último esfuerzo desesperado, sacó su mano derecha, agarró por su entrometido brazo izquierdo al espectro que le hacía frente y lo hizo rodar hasta el suelo mientras se levantaba rápidamente con un grito sofocado.

–¡Oh, Dios misericordioso! –gritó, empapada de sudor frío, sentándose en el borde de la cama–; ¡no ha sido un sueño... ella estaba aquí!

Aún podía sentir el brazo de su antagonista mientras lo agarraba: parecía en verdad de carne y hueso. Miró hacia el suelo, al lugar al que había hecho rodar al espectro, pero no vio nada, no había nada. Rhoda Brook no volvió a dormirse aquella noche, y al ir a ordeñar a la mañana siguiente todos advirtieron cuán pálida y ojerosa estaba. La leche que extraía caía en el cubo temblorosa; ni siquiera su mano se había tranquilizado todavía, y aún conservaba el tacto del brazo. Volvió a casa para desayunar tan cansada como si hubiera sido la hora de cenar.

–¿Qué fue ese ruido que hubo esta noche en tu cuarto, madre? –le preguntó su hijo–. ¿Te caíste de la cama?
–¿Oíste caer algo? ¿A qué hora?
–Justo cuando el reloj estaba dando las dos.

Ella no se lo pudo explicar, y cuando hubieron terminado de desayunar, Rhoda se puso a hacer sus quehaceres domésticos en silencio, ayudada por el muchacho, pues éste detestaba ir al campo, a las granjas, y ella era indulgente con sus aversiones. Entre las once y las doce oyó que alguien abría la portezuela del jardín y levantó la mirada hasta la ventana. A la entrada del jardín, pasada ya la portezuela, estaba la mujer de la visión. Rhoda se quedó traspuesta.

–¡Ah, dijo que vendría! –exclamó el muchacho, al reparar también en ella.
–¿Dijo eso? ¿Cuándo? ¿Cómo nos conoce?
–La vi y hablé con ella. Hablé con ella ayer.
–Te tengo dicho –dijo la madre enrojeciendo de indignación– que nunca hables con nadie de esa casa, y que no vayas por allí.
–Yo no le hablé hasta que ella me habló. Y no fui por allí. Me la encontré en la carretera.
–¿Qué le dijiste?
–Nada. Ella me dijo: «¿No eres tú el pobre chico que tenía que llevar aquel pesado bulto desde el mercado?», y me miró las botas, y dijo que no conservarían secos mis pies si llovía, porque estaban muy agrietadas. Le dije que vivía con mi madre y que nos daba bastante quehacer mantenernos, y así fue todo; y ella dijo entonces: «Iré a tu casa y te llevaré unas botas mejores, y veré a tu madre.»

Da cosas a la gente de los prados vecinos. La señora Lodge estaba ya al lado de la puerta –no con seda, como Rhoda había soñado en su alcoba, sino con un sombrero de mañana y un vestido ligero de tela corriente, que le sentaba mejor que la seda–. Llevaba una cesta colgada del brazo. La impresión que le quedaba de la experiencia nocturna era todavía fuerte. La Brook casi había esperado ver las arrugas, el desprecio y la crueldad en el rostro de la visita. Habría escapado del encuentro, si la huida hubiera sido posible. Pero no había puerta trasera en la cabaña, y unos instantes después el muchacho había levantado el picaporte ante la suave llamada de la señora Lodge.

–Veo que he venido a la casa indicada –dijo ésta, mirando al chico y sonriendo–. Pero no he estado segura hasta que has abierto tú la puerta.

La figura y los movimientos eran los del fantasma; pero su voz era tan indescriptiblemente dulce, su mirada tan encantadora, su sonrisa tan tierna, tan distinta de la del visitante nocturno de Rhoda, que ésta apenas podía creer en la evidencia que le mostraban sus sentidos. Se alegró sinceramente de no haberse escondido por pura aversión, como se había sentido inclinada a hacer. La señora Lodge traía en su cesta el par de botas que le había prometido al muchacho y otras prendas de vestir de utilidad. Ante esta demostración de buenos sentimientos hacia ella y los suyos, el corazón de Rhoda le hizo amargos reproches. Aquella joven inocente tenía que recibir su bendición y no su maldición.

Cuando se marchó pareció que una luz se había ido del lugar. Dos días después volvió para saber si las botas eran del número adecuado; y, antes de que pasaran dos semanas desde ese día, hizo otra visita a Rhoda. En esta ocasión el muchacho no estaba.

–Ando mucho –dijo la señora Lodge–, y su casa es la más cercana fuera de nuestro distrito. Espero que se encuentre usted bien. No tiene muy buen aspecto.

Rhoda le dijo que se encontraba bastante bien; y, en efecto, aunque era la más pálida de las dos, había más fuerza y más resistencia en sus bien dibujadas facciones y en su cuadrado esqueleto que en la joven mujer de suaves mejillas que estaba frente a ella. La conversación se hizo bastante confidencial en lo referente a las fuerzas y flaquezas de ambas; y cuando la señora Lodge ya se iba, Rhoda dijo:

–Espero que no le siente mal el aire de por aquí, señora, y que no le haga daño la humedad de los pastizales.
La más joven contestó que no se preocupara por ello, ya que su salud era buena por lo general.
–Aunque, ahora que me acuerdo –añadió–, tengo una pequeña dolencia que me tiene perpleja. No es nada grave, pero no lo puedo entender.

Se descubrió la mano y el brazo izquierdos; y la forma de éste se apareció ante la vista de Rhoda como el exacto original del miembro que había contemplado y agarrado en su sueño. Sobre la superficie rosa y redondeada del brazo había unas débiles señales de un color malsano, como producidas por un agarrón brutal. Los ojos de Rhoda parecieron quedarse clavados en las manchas; se le antojó que discernía en ellas las huellas de sus propios cuatro dedos.

–¿Cómo sucedió? –dijo de manera lacónica.
–No puedo decírselo –contestó la señora Lodge, negando con la cabeza–. Una noche, cuando estaba profundamente dormida, soñando que estaba lejos, en algún lugar extraño, sentí un dolor repentino ahí, en el brazo, tan agudo que me despertó. Debo de haberme dado un golpe durante el día, supongo, aunque no recuerdo habérmelo dado. –Y añadió, riéndose: Le digo a mi marido que parece como si él hubiera tenido un arrebato de cólera y me hubiera pegado ahí. ¡Oh, supongo que desaparecerá pronto!
–¡Ja, ja! Sí... ¿Y qué noche sucedió?
La señora Lodge pensó, y dijo que haría dos semanas al día siguiente.
–Cuando me desperté no podía recordar dónde estaba –añadió–; hasta que el reloj, que en aquel momento estaba dando las dos, me lo recordó.

Había mencionado la noche y la hora del encuentro de Rhoda con el espectro, y la Brook sintió un escalofrío de culpabilidad. El mero descubrimiento la sobrecogió; no razonó acerca de los caprichos del azar, y todas las circunstancias de aquella horrible noche volvieron a su mente con redoblada intensidad.

–Oh ¿es posible –se dijo a sí misma cuando su visita hubo partido– que yo ejerza un poder maligno sobre la gente en contra de mi propia voluntad?

Sabía que desde que había caído en desgracia se la había llamado bruja a sus espaldas; pero como nunca había comprendido por qué razón se le había atribuido aquel estigma en particular no había hecho ningún caso. ¿Podría ser aquello la explicación? ¿Habrían sucedido alguna vez, antes, cosas como aquélla?

IV. Una sugerencia.
El verano se aproximaba, y Rhoda Brook casi temía volver a ver a la señora Lodge, aun cuando sus sentimientos por la joven esposa estaban muy próximos al cariño. Algo en su interior parecía declararla culpable de un crimen. Pero la fatalidad dirigía a veces sus pasos hacia las inmediaciones de Holmstoke: cada vez, de hecho, que salía de casa con otra intención que la de ir al trabajo diario; y así ocurrió que su siguiente encuentro tuvo lugar en la calle. Rhoda no pudo evitar sacar el tema que tanto le había ofuscado, y tras las primeras frases de cortesía balbuceó:

–Espero que su... brazo esté ya bien, señora. –Había advertido con consternación que Gertrude Lodge llevaba yerto el brazo izquierdo.
–No; no está nada bien. De hecho, no está mejor en absoluto; está bastante peor. A veces me duele terriblemente.
–Tal vez lo mejor sería que fuera usted a ver a un médico, señora.

Ella contestó que ya había ido a ver a un médico. Su marido había insistido en que fuera a uno. Pero el cirujano no parecía haber entendido en absoluto la aflicción del miembro; le había dicho que lo bañara en agua caliente, y ella lo había bañado, pero el tratamiento no había servido de nada.

–¿Me deja verlo? –dijo la lechera.

La señora Lodge se subió la manga y descubrió el lugar, que estaba a unas pocas pulgadas de la muñeca. Tan pronto como lo vio, Rhoda apenas si puso guardar la compostura. No tenía ningún aspecto de herida, sino que el brazo, a aquella altura, tenía un aire marchito, y la huella de los cuatro dedos aparecía más clara que la vez anterior. Además, a Rhoda se le antojó que estaban impresos precisamente en la misma posición que sus propios dedos habían tenido al agarrar el brazo durante el trance: el primero cerca de la muñeca de Gertrude y el cuarto cerca del codo. La semejanza de la señal parecía haber afectado a la misma Gertrude desde su último encuentro.

–Casi parecen huellas de dedos –dijo; y añadió con una débil risa–: Mi marido dice que es como si alguna bruja, o el diablo en persona, me hubiera cogido por ahí y hubiera podrido la carne.
Rhoda sintió un escalofrío.
–Eso son imaginaciones –dijo apresuradamente–. Yo de usted no haría caso.
–No le haría tanto caso –dijo la más joven, con un titubeo– si no tuviera la sensación de que hace que mi marido... me aborrezca... no, me quiera menos. Los hombres piensan tanto en el aspecto físico.
–Algunos sí... él, por ejemplo.
–Sí; y estaba muy orgulloso de mí al principio. –Mantenga el brazo tapado ante su vista.
–Ah... ¡él sabe que la desfiguración está allí! –Trató de ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos.
–Bueno, señora, espero de veras que desaparezca pronto.

Y así la mente de la lechera se vio nuevamente encadenada a aquel tema, al volver a casa, por una especie de horrible encantamiento. La sensación de ser culpable de un acto de perversión aumentó, por mucho que hiciera para ridiculizar sus supersticiones. En el fondo de su corazón Rhoda no se oponía enteramente a una ligera disminución de la belleza de su sucesora, hubiera aquélla tenido lugar por los medios que fuera: pero no deseaba infligirle dolor físico. Porque, aun cuando aquella bonita mujer había hecho imposible que Lodge reparara de alguna forma su pasada conducta para con ella, cualquier cosa que se pareciera al resentimiento por aquella inconsciente usurpación había desaparecido por completo de la mente de la mayor de las dos mujeres. ¿Qué pensaría la dulce y gentil Gertrude si tuviera conocimiento, tan sólo, de la escena del sueño del dormitorio? No hablarle de aquello le parecía a Rhoda una traición a la amistad existente entre ambas; pero no podía decírselo espontáneamente... y tampoco podía inventar un remedio.

Reflexionó acerca del asunto durante la mayor parte de la noche; y al día siguiente, después del ordeño matinal, se puso en camino con el fin de ver nuevamente a Gertrude –si podía–, atraída hacia ella por una horrible fascinación. Mientras vigilaba la casa a cierta distancia, pudo discernir, al cabo de un rato de estar allí, a la mujer del granjero cabalgando a solas, probablemente para reunirse con su marido en algún campo alejado. La señora Lodge la vio, y fue en su dirección a medio galope.

–¡Buenos días, Rhoda! –dijo Gertrude al llegar junto a ella–. Iba a hacerte una visita.
Rhoda notó que la señora Lodge sujetaba las riendas con cierta dificultad.
–Espero que... el brazo malo... –dijo Rhoda.
–Me han dicho que tal vez haya un medio de averiguar la causa, y por tanto quizá también de hallar el remedio –contestó la otra con excitación–. Hay que ir a ver a un hombre muy habilidoso del erial de Egdon. No sabían si vive todavía... y no puedo acordarme de su nombre en este momento; pero me dijeron que tú sabías más acerca de sus movimientos que ninguna otra persona de por aquí, y que me podrías decir si aún se le pueden hacer consultas. Dios mío, ¿cómo se llamaba? Tú lo tienes que saber.
–No será el brujo Trendle, ¿verdad? –dijo su delgada interlocutora, empalideciendo.
–Trendle... eso es. ¿Vive todavía?
–Creo que sí –dijo Rhoda a regañadientes.
–¿Por qué le llamas el brujo?
–Bueno... se dice... solía decirse que era un... que tenía poderes que la demás gente no tiene.
–Oh, ¡cómo ha podido mi gente ser tan supersticiosa como para recomendarme a un hombre de esos! Creí que se referían a un médico. No pensaré más en ello.

Rhoda pareció sentirse aliviada, y la señora Lodge reanudó su paseo a caballo. La lechera se había dado cuenta en su interior, desde el momento en que oyó que se la mencionaba como intermediaria de aquel hombre, de que los trabajadores de la granja habían insinuado sarcásticamente que una hechicera conocería el paradero del exorcista. Sospechaban de ella, entonces. Poco tiempo antes esto no habría sido motivo de preocupación para una mujer de sentido común como ella. Pero ahora tenía una obsesionante razón para ser supersticiosa; y la embargó un repentino temor a que aquel brujo Trendle pudiera mencionarla como el influjo maligno que estaba marchitando la inmaculada persona de Gertrude, y a que, en consecuencia, esto pudiera hacer que su amiga la odiara para siempre y la tratara como a un demonio con forma humana. Pero no todo había terminado. Dos días después apareció una sombra en la forma de la ventana, proyectada en el suelo de Rhoda Brook por el sol de la tarde. La mujer abrió la puerta inmediatamente, casi sin aliento.

–¿Estás sola? –dijo Gertrude. No parecía menos atormentada y ansiosa que la misma Brook.
–Si –dijo Rhoda.
–La mancha de mi brazo parece que está peor y me inquieta –prosiguió la joven esposa del granjero–. ¡Es tan misteriosa! Espero que no sea una herida incurable. He estado pensando otra vez en lo que me dijeron acerca del brujo Trendle. Realmente no creo en esos hombres, pero no me importaría hacerle una visita, por curiosidad... aunque bajo ninguna circunstancia debe enterarse mi marido. ¿Está lejos el lugar donde vive?
–Sí... a cinco millas –dijo Rhoda de mala gana–. En el corazón de Egdon.
–Bueno, pues tendré que andar. ¿No podrías venir conmigo para enseñarme el camino... Digamos mañana por la tarde?
–Oh, yo no; es decir... –murmuró la lechera, a punto de desfallecer. De nuevo la embargó el temor a que algo que tuviera que ver con su bárbara acción del sueño fuera revelado y a que su figura se desplomara sin remisión a los ojos de la amiga más beneficiosa que había tenido nunca.

La señora Lodge insistió, y Rhoda, finalmente, asintió, si bien con mucho recelo. Triste como iba a ser el viaje para ella, no podía, de manera consciente, poner dificultades en el camino de un posible remedio para la extraña aflicción de su protectora. A fin de evitar que se sospechara su místico propósito, decidieron encontrarse a la entrada del erial, en el rincón de un plantío que se podía ver desde el lugar que ellas ocupaban ahora.

V. El brujo Trendle.
Al día siguiente, por la tarde, Rhoda habría hecho cualquier cosa para eludir aquel compromiso. Pero había prometido ir. Además, sentía en algunos momentos una horrible fascinación por convertirse en el instrumento que arrojara sobre su propia persona una luz que podría revelar que, en el mundo de lo desconocido, Rhoda Brook era algo más grande de lo que ni ella misma había sospechado nunca.

Partió justo antes de la hora que habían acordado, y al cabo de treinta minutos de paso veloz se encontró en la extensión sudoriental –donde estaba el plantío de abetos– del erial de Egdon. Una delicada figura envuelta en una capa y un velo estaba allí ya. Rhoda comprobó, casi con un estremecimiento, que la señora Lodge llevaba el brazo en cabestrillo. Cruzaron muy pocas palabras e inmediatamente se pusieron en marcha en su escalada hacia el interior de esta región solemne, mucho más alta que el fértil terreno aluvial que habían dejado atrás media hora antes. El paseo era largo; las espesas nubes oscurecían la atmósfera, a pesar de que todavía era sólo prima tarde; y el viento aullaba lúgubremente sobre los desniveles del erial (acaso el mismo erial que contempló la agonía del rey de Wessex, Ina, conocido como Lear por la posteridad). Gertrude Lodge era la que más hablaba de las dos, y Rhoda respondía con monosílabos que denotaban su preocupación. Le daba una extraña repugnancia caminar a la izquierda de su acompañante, donde colgaba el brazo afligido, y se cambiaba al otro cada vez que, sin darse cuenta, se encontraba junto a él. Sus pies habían rozado ya mucho brezo cuando descendieron hasta un camino de carretas, al lado del cual estaba la casa del hombre que buscaban.

Este no practicaba abiertamente sus experimentos terapéuticos y tampoco se ocupaba en absoluto de la continuidad de los mismos, pues sus principales ingresos provenían del tráfico de retama, turba, «arena menuda» y otros productos locales. Afectaba, de hecho, no creer demasiado en sus propios poderes, y cuando, por ejemplo, verrugas que le habían sido enseñadas para que las curase desaparecían milagrosamente –lo cual, ha de reconocerse, sucedía de manera infalible–, él decía con ligereza: «Oh, pero si lo único que hice fue beberme un vaso de grog por ellas a tu costa: quizá sea todo una casualidad», y acto seguido cambiaba de tema.

Estaba en casa cuando ellas llegaron, y en realidad ya las había visto descender hasta el valle. Era un hombre de barba gris, cara rojiza, y miró a Rhoda de una forma singular desde el primer momento en que la vio. La señora Lodge le contó su problema; y entonces, con unas palabras de descrédito hacia sí mismo, examinó el brazo.

–La medicina no lo puede curar –dijo inmediatamente–. Esto es obra de un enemigo.
Rhoda se encogió y retrocedió.
–¿Un enemigo? ¿Qué enemigo? –preguntó la señora Lodge.
Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Eso lo tiene usted que saber mejor que yo –dijo–. Si quiere, puedo mostrarle a la persona, aunque yo no sabré quién es. No puedo hacer más; y no me gusta hacer esto.

Ella le apremió; ante lo cual él le dijo a Rhoda que esperara fuera, donde estaba, y llevó a la señora Lodge al cuarto. La puerta daba directamente a él; y, al quedar entornada, Rhoda Brook pudo ver los manejos sin tomar parte en ellos. El hombre tomó un vaso del aparador, lo llenó casi hasta el borde de agua y, cogiendo un huevo, lo preparó, en secreto, de alguna forma; hecho lo cual lo partió contra el borde del vaso de tal manera que la clara cayera dentro y la yema se quedara fuera. Como oscurecía, cogió el vaso con su contenido y lo llevó hasta la ventana, y le dijo a Gertrude que mirara de cerca la mezcolanza. Se inclinaron juntos sobre la mesa, y la lechera pudo ver el color opalino del fluido del huevo cambiando de forma al sumergirse en el agua. Pero no estaba lo bastante cerca para ver la forma que adquiría.

–¿Ve cierto parecido con algún rostro o figura? –le preguntó el brujo a la joven.
Ella susurró una respuesta en un tono tan bajo que resultó inaudible para Rhoda, y siguió mirando intensamente dentro del vaso. Rhoda dio media vuelta y se alejó unos pasos. Cuando la señora Lodge salió, y la luz le dio en la cara, ésta tenía un color excesivamente pálido –tan pálido como el de la cara de Rhoda– en contraste con las tristes y oscuras sombras de la vegetación de aquel elevado terreno. Trendle cerró la puerta tras ellas, y las dos se pusieron juntas en camino, hacia casa. Pero Rhoda advirtió que su acompañante estaba muy cambiada.

–¿Le ha cobrado mucho? –preguntó, a modo de tanteo.
–Oh, no, nada. No cogió ni un cuarto de penique –dijo Gertrude.
–¿Y qué es lo que ha visto usted? –inquirió Rhoda.
–Nada que... de lo que valga la pena hablar. –La contrición de su actitud era considerable; la expresión de su rostro era tan rígida que le daba un aspecto envejecido, que débilmente sugería la expresión del sueño de Rhoda.
–¿Fuiste tú quien primero propuso venir aquí? –preguntó de repente la señora Lodge después de un largo silencio–. ¡Qué curioso, si así fue!
–No fue así. Pero no lamento que hayamos venido, después de todo –respondió la otra. Por primera vez una sensación de triunfo se apoderó de ella, y no lamentó, en conjunto, que aquella joven que marchaba a su lado se hubiera enterado de que sus vidas se habían visto enemistadas por otras influencias, ajenas a sus respectivas voluntades.

No se aludió más al tema durante el largo y pesado recorrido de vuelta. Pero, de alguna forma, aquel invierno se susurró, en la tierra baja de las muchas granjas, una historia que decía que la pérdida gradual del uso del brazo izquierdo de la señora Lodge se debía al «mal de ojo» que le había hecho Rhoda Brook. Esta se guardó su propia opinión acerca del personaje de la pesadilla, pero su rostro se fue haciendo más triste y delgado; y durante la primavera ella y su hijo desaparecieron de las inmediaciones de Holmstoke.

VI. Una segunda tentativa.
Media docena de años pasaron, y la experiencia matrimonial del señor y la señora Lodge se hundió en el prosaísmo y en otras cosas peores. El granjero estaba por lo general meditabundo y callado; la mujer que había cortejado por su gracia y belleza tenía deformado y desfigurado el brazo izquierdo; además, no le había dado hijos, lo que hacía probable que él fuera el último descendiente de una familia que había habitado en el valle durante cerca de doscientos años. Pensaba en Rhoda Brook y su hijo; y temía que todo aquello pudiera ser un castigo del cielo caído sobre él. La una vez jovial y sensata Gertrude se estaba convirtiendo en una mujer irritable y supersticiosa, que dedicaba todo su tiempo a experimentar con el primer remedio de curandero que se le cruzara en el camino con el fin de acabar con su dolencia. Se sentía sinceramente ligada a su marido, y en secreto estaba siempre esperando, desesperadamente, reconquistar de nuevo su corazón si recobraba parte, al menos, de su belleza personal. El resultado era que su armario estaba lleno de botellas, cacharros y frascos de ungüentos de todo tipo –qué digo, de manojos de hierbas medicinales, amuletos y libros de magia negra, que en sus tiempos de colegiala había ridiculizado considerándolos tonterías.

–Ojalá te envenenes algún día con esas pócimas de hechicero y esos mejunjes de bruja –decía su marido cuando su vista recaía por casualidad sobre la numerosa formación.
Ella no contestaba, pero volvía hacia él su triste, dulce mirada de angustioso reproche, y entonces él parecía arrepentirse de sus palabras y añadía:
–Ya sabes que sólo lo digo por tu bien, Gertrude.
–Me desharé de todo el lote y lo destruiré –decía ella con sequedad–, ¡y no volveré a probar estos remedios!
–Necesitas alguien que te alegre –observaba él–. Una vez pensé en adoptar a un muchacho; pero ahora es demasiado mayor. Y no sé dónde está.

Ella adivinaba a quién se refería; porque con el paso de los años había llegado a saber la historia de Rhoda Brook; pero nunca había cruzado con su marido ni una sola palabra acerca del tema. Ni tampoco le había hablado jamás de su visita al brujo Trendle ni de lo que aquel solitario hombre de los brezos le había revelado, o ella pensaba que le había revelado. Tenía ella ahora veinticinco años; pero parecía mayor.

–Seis años de matrimonio y sólo unos pocos meses de amor –murmuraba a veces para sí. Y entonces pensaba en la causa evidente, y se decía, echándole una trágica mirada a su descarnado miembro–: ¡Ojalá pudiera volver a ser como era la primera vez que él me vio!

Obediente destruyó sus panaceas y amuletos; pero quedó un anhelante deseo de probar algo más: algún otro tipo de remedio. No había vuelto a visitar a Trendle desde que Rhoda, en contra de su propia voluntad, la había llevado a la casa del solitario; pero ahora, de pronto, a Gertrude se le ocurrió que podía dirigirse de nuevo, en un último esfuerzo desesperado por librarse de aquella aparente maldición, a aquel hombre, si aún vivía. Había que concederle un cierto crédito, porque la forma indistinta que había hecho surgir del vaso se había sin duda asemejado a la única mujer del mundo que –como sabía ahora, aunque no entonces– podía tener un motivo para guardarle rencor.

Debía hacer aquella visita. Esta vez fue sola; estuvo a punto de perderse en el erial y erró, apartada de su camino, durante un trecho considerable. Por fin llegó, sin embargo, a casa de Trendle: no estaba dentro, y Gertrude, en vez de esperarle en la cabaña, fue, al verle desde lejos, hasta el lugar en que se encontraba su figura agachada, trabajando. Trendle se acordaba de ella, y, dejando en el suelo el puñado de raíces de retama que estaba juntando y amontonando, se ofreció a acompañarla de regreso a casa, ya que la distancia era considerable y los días eran cortos. Así, pues, caminaron juntos, la cabeza de él inclinada, mirando al suelo, y su figura del mismo color que la tierra.

–Usted puede curar verrugas y otras excrecencias, lo sé –dijo ella–; ¿por qué no puede curar esto? –y se destapó el brazo.
–Cree usted demasiado en mis poderes –dijo Trendle–, y yo, además, ya estoy viejo y débil. No, no; es demasiado para mí el intentarlo personalmente. ¿Qué ha probado?
Ella enumeró algunos de los cientos de medicamentos y antídotos que había tomado de vez en cuando. Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Algunos eran bastante buenos –dijo con aprobación–; pero no mucho para una cosa como ésta.
Esto tiene la naturaleza de un... marchitamiento, no la naturaleza de una herida; y si se le quita alguna vez, no será poco a poco, sino todo de una vez.
–¡Si supiera cómo!
–Sólo conozco una forma de hacerlo posible. Nunca ha fallado en aflicciones semejantes... Que yo sepa. Pero es duro de llevarse a cabo, y en especial para una mujer.
–¡Dígame cuál es! –exclamó ella.
–Tiene que tocar con el brazo el cuello de un hombre que haya sido ahorcado.
Ella dio un pequeño respingo ante la imagen que él había sugerido.
–Antes de que esté frío... inmediatamente después de que hayan cortado la soga y lo hayan bajado –prosiguió el brujo, impasible.
–¿Cómo puede eso hacer algún bien?
–Transformará la sangre y cambiará la constitución. Pero, como digo, hacerlo es muy duro. Debe usted ir a la cárcel cuando haya una ejecución, y esperar a que bajen el cuerpo del patíbulo. Muchos lo han hecho, aunque no tal vez mujeres tan bonitas como usted. Solía enviar a docenas con enfermedades de la piel. Pero aquello fue en otros tiempos. El último que envié fue en el año trece, hace ya casi doce.

No tenía nada más que decirle; y, tras depositarla en una senda que llevaba a casa directamente, dio media vuelta y se marchó, rehusando aceptar ningún dinero, como en la primera ocasión.

VII. Un recorrido a caballo.
Aquella revelación se afincó en las profundidades de la mente de Gertrude. Su carácter era más bien tímido; y, probablemente, de entre todos los remedios que el mago blanco pudiera haber sugerido, no había ninguno que le produjera tanta aversión como éste, sin contar con los enormes obstáculos que encontraría en el camino de su realización.

Casterbridge, la ciudad del condado, estaba a doce o quince millas; y aunque en aquellos tiempos; en que se ejecutaba a la gente por robar caballos, provocar incendios y desvalijar las casas, rara vez pasaba una sesión del tribunal de justicia en la que no hubiera una ahorcamiento, no era probable que ella pudiera tener acceso al cadáver del criminal sin ningún tipo de ayuda. Y el miedo a la cólera de su marido hacía que no se atreviera a decir, ni a él ni a nadie que tuviera que ver algo con él, ni una palabra acerca de la sugerencia de Trendle. No hizo nada durante meses, y llevó con resignación, como antes, su deformidad. Pero su naturaleza de mujer, que anhelaba la reconquista del amor mediante la reconquista de la belleza (sólo tenía veinticinco años), estaba siempre incitándola a probar lo que, en cualquier caso, difícilmente podría hacerle daño alguno. «Lo que vino con un hechizo se irá seguramente con un hechizo», se decía. Cada vez que su imaginación le presentaba el hecho, ella se estremecía de horror ante la mera posibilidad de llevarlo a la práctica: entonces las palabras del brujo «transformará la sangre» se aparecían, susceptibles de una interpretación no menos científica que espectral; el imperioso deseo retornaba, y de nuevo la apremiaba.

En aquella época no había más que un solo periódico en el condado y el marido de Gertrude sólo lo adquiría de vez en cuando. Pero aquellos tiempos anticuados tenían sus anticuados medios de difusión, y las noticias se transmitían ampliamente de viva voz, de mercado en mercado, o de feria en feria; de modo que, cada vez que un acontecimiento de la importancia de una ejecución iba a tener lugar, pocos, dentro de un radio de veinte millas, dejaban de enterarse de que iba a haber un buen espectáculo; y, sólo en lo que se refería a Holmstoke, se sabía de algunos entusiastas que habían recorrido el camino hasta Casterbridge y habían vuelto en un solo día, con el único fin de ser testigos del espectáculo. Las próximas sesiones del tribunal de justicia eran en marzo; y cuando Gertrude se enteró de que ya se habían celebrado, fue a escondidas a la posada, a preguntar por el resultado, en cuanto pudo encontrar una ocasión.

Era, sin embargo, demasiado tarde. La hora de que se cumplieran las sentencias había llegado ya, y hacer el viaje y conseguir tener acceso a la prisión en un plazo tan corto requería, por lo menos, la ayuda de su marido. No se atrevió a decírselo, pues sabía, por delicada experiencia, que la sola mención de aquellas ocultas creencias de aldea le enfurecían, en parte porque él mismo las tomaba en consideración. Había, por tanto, que esperar otra oportunidad.

Su decisión se vio reafirmada al enterarse de que dos niños epilépticos de la misma aldea de Holmstoke habían acudido, muchos años antes, con resultados beneficiosos, aunque el experimento había sido severamente condenado por el clero de la vecindad. Pasó abril, mayo, junio; y no es una exageración decir que hacia el final del último mes mencionado Gertrude casi anhelaba la muerte de un semejante. En lugar de las obligadas oraciones de cada noche, su inconsciente oración era: «Oh, Señor, ¡ahorca pronto a alguien, sea culpable o inocente!»

Esta vez hizo antes sus indagaciones y fue mucho más sistemática en sus preparativos. Además, la estación era verano, entre el henaje y la cosecha, y su marido, durante la temporada de inactividad que atravesaba gracias a esto, se tomaba de vez en cuando algunos días de vacaciones fuera de casa. Las sesiones del tribunal eran en julio, y fue a la posada como la vez anterior. Iba a haber una ejecución –sólo una– por un delito de incendio. Su mayor problema no era ahora cómo llegar hasta Casterbridge, sino qué medios debería emplear para conseguir acceso a la prisión. Aunque el acceso para aquella clase de fines nunca había sido denegado en otros tiempos, la costumbre había caído en desuso; y al sopesar las posibles dificultades con que se encontraría, estuvo otra vez a punto de verse impelida a recurrir a su marido.

Pero cuando le sondeó acerca de las sesiones del tribunal de justicia él se mostró tan poco comunicativo, tan frío –más que de costumbre–, que ella no continuó y decidió que, hiciera lo que hiciese, lo haría sola. La fortuna, adversa hasta entonces, se mostró inesperadamente favorable. El jueves que precedía al sábado fijado para la ejecución, Lodge le comunicó que pensaba ausentarse otros dos o tres días por una cuestión de negocios relacionada con una feria, y que lamentaba no poder llevarla con él. Ella exteriorizó en esta ocasión tal presteza a quedarse en casa que él la miró con sorpresa. En otro tiempo se habría mostrado profundamente decepcionada por perderse la excursión. Pero él volvió a sumirse en su acostumbrada taciturnidad, y el día mencionado partió de Holmstoke. Ahora le tocaba a ella. Al principio había pensado ir en carro, pero después de reflexionar juzgó que no le convenía, ya que aquello la obligaría a mantenerse dentro de la carretera principal, multiplicando así por diez el riesgo de que su horripilante misión fuera descubierta. Decidió ir a caballo y eludir así la trillada senda, aun cuando no había en los establos de su marido, en aquellos momentos, ningún animal que pudiera considerarse, por mucho esfuerzo de imaginación que se hiciera, montura apropiada para una dama –a pesar de la promesa que él le había hecho antes de casarse de que siempre tendría una yegua para ella–. Tenía, en cambio, muchos caballos de tiro, buenos para su género; y entre los demás había una bestia aprovechable: un caballo de amazona con el lomo tan ancho como un sofá, en el cual Gertrude había dado de vez en cuando algún paseo cuando no se encontraba bien. Eligió este caballo.

El viernes por la tarde uno de los hombres de la granja se lo trajo. Ella ya estaba preparada y, antes de salir, se miró el brazo marchito.

–¡Ah! –le dijo–. ¡De no haber sido por ti me habría ahorrado esta terrible prueba!

Mientras el criado liaba con unas cuerdas el paquete que ella llevaba con alguna ropa, Gertrude aprovechó para decirle:

–Me llevo esto por si acaso no regreso esta misma noche de casa de la persona que voy a visitar. No os alarméis si no estoy de vuelta a las diez, y cerrad la casa con llave como de costumbre. Mañana, sin ninguna duda, estaré en casa.

Entonces, pensaba, se lo contaría todo a su marido, a solas: el acto ya realizado no era lo mismo que el acto proyectado. Estaba casi segura de que él la perdonaría. Y así, la hermosa y palpitante Gertrude salió de la casa solariega de su marido; pero aunque su destino era Casterbridge no tomó la ruta que iba allí directamente y que pasaba por Stickleford. La dirección que astutamente tomó al principio era precisamente la opuesta. Pero en cuanto estuvo fuera del alcance de la vista torció a la izquierda por un camino que llevaba a Egdon, y al entrar en el erial hizo girar al caballo sobre sus cascos y se puso en marcha en la verdadera dirección, hacia el oeste. No se podría imaginar camino más solitario que aquél en todo el condado; y en cuanto a la dirección que tenía que seguir, simplemente había de mantener la cabeza del caballo mirando hacia un punto un poco a la derecha del sol. Además, sabía que de vez en cuando se encontraría con algún cortador de retama o campesino que podría hacerle rectificar la orientación. Aunque la época es relativamente reciente, Egdon tenía entonces un carácter mucho más fragmentario que ahora. Los ensayos –afortunados y de los otros– de labranza en las vertientes más bajas, que penetran y roturan el primitivo erial convirtiéndolo en pequeños eriales individuales, no habían llegado muy lejos; las leyes de cercado no estaban en vigor, y aún no se habían erigido los márgenes y vallas que en la actualidad impiden el paso del ganado de los aldeanos que en otros tiempos disfrutaban de los derechos de pastos y el de los carros de los que gozaban del privilegio de extraer turba, actividad que los mantenía ocupados durante todo el año. Gertrude, por tanto, cabalgaba sin más obstáculos que los espinosos arbustos de retama, las alfombrillas de brezos, los blancos arroyos y los declives y pendientes naturales del terreno.

El caballo era tranquilo, de marcha pesada y lenta, y aunque era un animal de tiro, era fácil de dominar; ella era una mujer que, de no haber sido tan dócil su montura, no podría haberse arriesgado a cabalgar por aquella parte de la región con un brazo medio inútil. Eran ya cerca de las ocho, en consecuencia, cuando aflojó las riendas para que el animal descansara un poco antes de bajar por la última pendiente del camino de brezos que conducía a Casterbridge, la última antes de dejar Egdon por los valles cultivados. Se detuvo delante de una poza llamada «La charca de los juncos», flanqueada por los extremos de dos setos; una cerca atravesaba el centro de la charca, dividiéndola en dos mitades. Por encima de la cerca vio la verde tierra baja; por encima de los verdes árboles los tejados del pueblo; por encima de los tejados una lisa fachada blanca que indicaba la entrada a la cárcel del condado. Sobre el tejado de esta fachada se movían unas pequeñas manchas; parecían obreros erigiendo algo. Gertrude sintió un escalofrío. Descendió lentamente y pronto se encontró entre pastos y campos de cereales. Media hora más tarde, cuando ya casi era de noche, Gertrude llegó al «Cervatillo Blanco», la primera posada del pueblo que se veía llegando por este lado.

Su llegada provocó poca sorpresa; por entonces las mujeres de los granjeros iban a caballo con más frecuencia que ahora; aunque, en tal sentido, nadie se imaginó en absoluto que la señora Lodge fuera casada; el posadero supuso que sería alguna joven atolondrada que había venido a presenciar la «feria de ahorcados» del día siguiente. Ni su marido ni ella hacían nunca negocios en el mercado de Casterbridge, de modo que allí no era conocida. Mientras desmontaba vio un tropel de muchachos en la puerta de la tienda de un guarnicionero –que estaba justo al lado de la posada– mirando dentro con profundo interés.

–¿Qué pasa ahí? –le preguntó al mozo de cuadra.
–Están haciendo la cuerda para mañana.
Ella se estremeció en respuesta y contrajo el brazo.
–Después se vende la pulgada –prosiguió el hombre–. Si quiere le puedo conseguir un trozo, señorita, por nada.

Ella rechazó apresuradamente cualquier deseo parecido, más que nada por una singular sensación que iba en aumento de que el destino del miserable que habían condenado se estaba entrelazando con el suyo propio, y después de dejar apalabrada una habitación para pasar la noche, se sentó a reflexionar. Hasta aquel momento no había tenido más que muy vagas ideas acerca de los medios que emplearía para tener acceso a la prisión. Las palabras del habilidoso solitario volvieron a su mente. Él había dado por supuesto que ella habría de utilizar su belleza, aunque estuviera deteriorada, como llave maestra. En su inexperiencia, sabía poco acerca de los funcionarios de una cárcel; había oído hablar de un jefe superior y de un subjefe, pero confusamente. Lo que sí sabía es que tenía que haber un verdugo, y al verdugo decidió recurrir.

VIII. El ermitaño de la ribera.
En aquella fecha, y durante varios años después, había –casi– un verdugo para cada cárcel. Gertrude hizo indagaciones y averiguó que el funcionario de Casterbridge vivía en una cabaña solitaria a la vera de un río lento y profundo que manaba del risco sobre el cual estaban situados los edificios de la prisión –la corriente, aunque ella lo ignoraba, era la misma que, en una parte más baja de su curso, regaba los prados de Stickleford y Holmstoke. Después de cambiarse de vestido, y antes de comer o beber nada –pues no podría estar tranquila hasta que hubiera averiguado algunos pormenores–, Gertrude prosiguió su camino, por un sendero a lo largo de la ribera, hasta la cabaña indicada. Al pasar por las inmediaciones de la cárcel, divisó, sobre el tejado plano, encima de la entrada, tres líneas rectangulares que se dibujaban contra el cielo, en el lugar donde, como había visto desde la lejanía, las pequeñas manchas se habían estado moviendo; reconoció la forma y pasó junto a ella rápidamente. Otras cien yardas la condujeron hasta la casa del verdugo, que un muchacho le señaló. Estaba al lado de la misma corriente, y muy cerca de una presa cuyas aguas emitían un rugido continuo.

Mientras se decidía, la puerta se abrió y apareció un viejo protegiendo la llama de una vela con la mano. El viejo cerró la puerta con llave por fuera, se volvió hacia una escalerilla de madera que estaba apoyada contra uno de los lados de la cabaña, y empezó a subir los peldaños; era, evidentemente, la escalera que conducía a su dormitorio. Gertrude avanzó apresuradamente hacia él, pero cuando llegó a los pies de la escalerilla él ya estaba arriba. Le llamó en voz lo bastante alta como para que se la oyera por encima del bramido de la presa; él miró hacia abajo y dijo:

–¿Qué busca usted aquí?
–Quiero hablar un minuto con usted.

La luz de la vela, a pesar de ser muy tenue, iluminó el rostro suplicante, pálido, vuelto hacia arriba de Gertrude, y Davies (así se llamaba el verdugo) volvió a bajar por la escalerilla.

–Iba a acostarme ya –dijo–; «cuanto antes te acuestes, antes te levantarás»; pero no me importa esperar un minuto por alguien como usted. Entre en la casa. –Abrió la puerta de nuevo y precedió a Gertrude hasta el interior de la habitación.

Las herramientas de su trabajo cotidiano, que era el de un jardinero eventual, estaban en un rincón, y él, probablemente al ver que ella tenía un aspecto rural, dijo: Si quiere usted contratarme para que trabaje en el campo no puedo ir, porque nunca salgo de Casterbridge ni por propios ni por extraños: no, yo no. Mi verdadera profesión es la de encargado de la justicia –añadió con solemnidad.

–¡Sí, sí! Eso es. ¡Mañana!
–¡Ah! Ya me lo suponía. Bueno, ¿qué pasa con eso? No sirve de nada venir aquí a hablar del nudo. La gente viene continuamente, pero yo les digo siempre que un nudo es tan clemente como cualquier otro si se lo pones debajo de la oreja. ¿Es el desdichado algún pariente? ¿O debería decir, quizá –añadió mirándole el vestido–, alguien que trabajaba para usted?
–No. ¿A qué hora es la ejecución?
–A la misma que de costumbre. A las once en punto, o en cuanto llegue el coche con el correo de Londres. Siempre lo esperamos, por si hay un aplazamiento.
–Oh... un aplazamiento... ¡espero que no lo haya! –dijo ella involuntariamente.
–¡Bueno, ji, ji! ¡Considerándolo como un asunto de negocios, así lo espero también yo! Pero, con todo, si alguna vez algún joven mereció que lo dejaran libre, es éste; acaba de cumplir los dieciocho, y lo único que hizo fue estar presente por casualidad cuando incendiaron el montón de paja. De cualquier forma, no hay mucho riesgo de que lo haya. Ha habido últimamente tanta destrucción de propiedad por este método que están obligados a dar con él un escarmiento.
–Quiero decir –explicó ella– que quiero tocarlo por un hechizo, para curar una aflicción por consejo de un hombre que ha probado la eficacia del remedio.
–¡Ah, ya lo entiendo, señorita! Ahora comprendo. He tenido gente así que venía en años anteriores. Pero no me pegaba su aspecto con el de los que vienen a pedir transformaciones de la sangre. ¿Cuál es el mal? Apuesto a que no es del tipo indicado para esto.
–Mi brazo –Gertrude le enseñó, de mala gana, la piel descarnada.
–¡Ah! ¡Está todo podrido! –dijo el verdugo, examinándolo.
–Sí –dijo ella.
–Bueno –prosiguió él con interés–, ¡esa es la clase de cosa, tengo que admitirlo! Me gusta el aspecto de la herida; es realmente la más apropiada que he visto nunca para el tratamiento. El hombre que la envió sabía de esto, fuera quien fuese.
–¿Puede usted procurarme todo lo que sea necesario? –dijo ella casi sin aliento.
–En realidad debería usted haber ido a ver al gobernador de la prisión, y con usted su médico, y haber dado su nombre y dirección; así es como solía hacerse si no recuerdo mal. Pero quizá se lo pueda arreglar yo por una propina insignificante.
–¡Oh, gracias! Prefiero hacerlo así, porque me gustaría que quedara en secreto.
–Que no se entere el novio, ¿eh?
–No... el marido.
–Ajá. Muy bien, conseguiré que toque el cadáver. ¿Dónde está ahora? –preguntó ella con un estremecimiento.
–¿El cadáver? El hombre, querrá decir; todavía vive. Está justo detrás de aquel ventanuco de allá arriba, en la sombra –y señaló la cárcel, que estaba encima del risco.

Gertrude pensó en su marido y en sus amigos. –Sí, claro –dijo–; ¿y qué tengo que hacer? Él la acompañó hasta la puerta.

–Verá, esté usted esperando no más tarde de la una en punto junto a la portezuela que hay en el muro. La encontrará subiendo por esa calle. Yo la abriré desde dentro, pues no volveré a casa para almorzar hasta que lo hayan bajado. Buenas noches. Sea puntual; y si no quiere que la reconozca nadie, lleve un velo. ¡Ah!... ¡Una vez tuve una hija que se parecía a usted!

Gertrude se fue y subió por la calle que Davies le había indicado para asegurarse de que podría encontrar la portezuela al día siguiente. Pronto vio la forma rectangular: era una estrecha abertura que había en el muro exterior del recinto de la prisión. La calle estaba tan en cuesta que, al llegar a la altura de la portezuela, Gertrude se detuvo un momento para descansar; y, al volverse para mirar hacia la choza de la ribera, vio al verdugo subiendo de nuevo por la escalera exterior. El viejo entró en el desván o dormitorio a que conducía, y al cabo de unos segundos apagó la luz.

El reloj del pueblo dio las diez, y Gertrude regresó al «Cervatillo Blanco» como había venido.

IX. Un encuentro inesperado.
El sábado, a la una en punto, Gertrude Lodge, después de haberse introducido en la cárcel de la manera antes descrita, estaba sentada en una sala de espera pasada la segunda puerta; ésta se hallaba debajo de una arcada clásica de sillería, entonces relativamente moderna, que llevaba la inscripción: «CÁRCEL DEL CONDADO: 1793». Esta era la fachada que ella había visto el día anterior desde el erial. Muy cerca de la joven esposa había una especie de pasadizo vertical que llegaba hasta el techo de la habitación, sobre el cual estaba el patíbulo.

El pueblo estaba abarrotado y habían cerrado el mercado; pero Gertrude apenas había visto un alma. Había esperado encerrada en su habitación hasta la hora de la cita, y entonces se había dirigido al lugar por un camino que evitaba tener que pasar por el amplio espacio abierto que estaba bajo el risco, donde los espectadores se habían congregado; pero podía, incluso ahora, oír el parloteo de sus numerosas voces, y una voz aislada que a intervalos se elevaba por encima de las demás y, con un ronco graznido, gritaba la frase «¡Últimas palabras del condenado y confesión!».

No había habido aplazamiento, y la ejecución se había efectuado; pero la multitud esperaba todavía para ver cómo bajaban el cadáver. Pronto la persistente mujer oyó varias pisadas encima de su cabeza, y entonces una mano le hizo una seña y Gertrude, siguiendo la dirección que ésta le indicaba, salió de allí y atravesó el patio interior pavimentado que estaba pasada la puerta principal; las rodillas le temblaban tanto que casi no podía andar. Llevaba un brazo fuera de la manga del vestido y sólo iba cubierto por un chal. En el lugar al que ahora había llegado había dos caballetes, y antes de que pudiera pensar en su posible finalidad oyó que unos pies pesados descendían por unas escaleras que estaban en algún sitio detrás de ella. No quiso, o no pudo, volver la cabeza, y, en aquella rígida, postura, notó que un áspero ataúd, llevado por cuatro hombres, pasaba por encima de uno de sus hombros. Estaba abierto, y en su interior yacía el cuerpo de un joven que llevaba una camisa de rústico y pantalones de fustán. El cadáver había sido arrojado al interior del ataúd con tanta precipitación que el faldón de la camisa colgaba por fuera. La carga fue depositada provisionalmente encima de los caballetes.

Para entonces el estado de la joven era tal que una niebla grisácea parecía estar flotando delante de sus ojos, a causa de lo cual –y del velo que llevaba puesto– Gertrude apenas podía discernir nada: era como si estuviera casi muerta, pero se sostuviera de pie por una especie de galvanismo.

–¡Ahora! –dijo una voz que estaba a su lado; Gertrude sólo pudo darse cuenta de que aquella palabra iba dirigida a ella.

Haciendo un último esfuerzo sobrehumano avanzó, mientras, al mismo tiempo, oía que algunas personas se aproximaban por detrás de ella. Desnudó su pobre brazo maldecido; y Davies, descubriendo el rostro del cadáver, cogió la mano de Gertrude y la sostuvo de manera que el brazo se posara sobre el cuello del muerto, sobre una línea que lo rodeaba y que tenía el color de una mora que todavía no está madura. Gertrude dio un alarido: «la transformación de la sangre» predecida por el brujo había tenido lugar. Pero en aquel instante un segundo alarido desgarró el aire del recinto: Gertrude no lo había dado, y tuvo el efecto de hacer que ella se volviera sobresaltada. Inmediatamente detrás de ella estaba Rhoda Brook, su rostro contraído y sus ojos enrojecidos por el llanto. Detrás de Rhoda estaba el propio marido de Gertrude; su semblante arrugado, sus ojos oscurecidos pero sin una sola lágrima.

–¡Maldita seas! ¿Qué estás haciendo aquí? –dijo él, roncamente.
–¡Zorra! ¡Interponerte, ahora, entre nosotros y nuestro hijo! –gritó Rhoda–. ¡Este es el significado de lo que Satanás me mostró en la visión! ¡Al fin eres como ella! –Y agarrando del brazo a aquella mujer, más joven que ella, la empujó sin que la otra pudiera oponer resistencia y la golpeó contra la pared. En cuanto la Brook hubo soltado el brazo de su agarrón, la joven y frágil Gertrude se dejó caer a los pies de su marido. Cuando él la levantó del suelo, ella estaba inconsciente.

La simple visión de aquella pareja había sido suficiente para indicarle que el joven muerto era el hijo de Rhoda. En aquellos tiempos los parientes de un reo ejecutado tenían derecho a reclamar el cuerpo para enterrarlo si lo deseaban: y con aquel propósito estaba Lodge aguardando con Rhoda a que se hiciera la pesquisa judicial. Rhoda le había llamado en cuanto el joven fue apresado por el delito, y varias veces más desde entonces; y había estado presente en la sala durante el juicio.

Aquellas eran las «vacaciones» que Lodge se había estado tomando en los últimos tiempos. Los desdichados padres habían deseado permanecer en la sombra; y por eso habían ido ellos mismos, con un carro que estaba esperando fuera– para transportarlo y una sábana para cubrirlo, a recoger el cuerpo. El caso de Gertrude era tan grave que se estimó aconsejable que la viera el médico más cercano. La llevaron desde la cárcel al pueblo; pero nunca llegó a su casa con vida. Su delicada vitalidad, desgastada tal vez por el brazo paralizado, se desplomó bajo la doble impresión que siguió al tremendo esfuerzo, físico y mental, a que se había sometido durante las veinticuatro horas previas.

Su sangre, en efecto, había sido «transformada»... demasiado. Su muerte tuvo lugar en el pueblo tres días después. Su marido no volvió a ser visto en Casterbridge; sólo una vez en la vieja plaza del mercado de Anglebury, que tanto había frecuentado, y muy rara vez en público. Cargado al principio con el peso de la tristeza y el remordimiento, al cabo de cierto tiempo cambió para bien, y reapareció como un hombre redimido y considerado. Poco después de asistir al funeral de su pobre y joven esposa dio los pasos necesarios para deshacerse de las granjas de Holmstoke y del distrito colindante, y, habiendo vendido todas las cabezas de ganado, se marchó a Port-Bredy, en el otro extremo del condado, y vivió allí, en unos retirados aposentos, hasta su muerte, que acaeció dos años más tarde como consecuencia de una tisis que no fue dolorosa. Fue entonces cuando se descubrió que había legado la totalidad de sus considerables propiedades a un reformatorio de menores, que a su vez quedaba obligado a pasar una pequeña cantidad anual a Rhoda Brook, si se podía dar con ella para entregársela.

No se pudo dar con ella durante algún tiempo; pero finalmente reapareció en su antiguo distrito... negándose, sin embargo, a tener nada que ver en absoluto con el legado que se le había hecho.

Volvió a su monótono trabajo de ordeñadora en la vaquería y continuó ejerciéndolo durante muchos y largos años, hasta que su figura se hizo encorvada y su cabello, una vez negro y abundante, se le puso blanco y se le empezó a caer por encima de la frente... tal vez por haber tenido ésta apretada contra las vacas durante mucho tiempo. Aquí, a veces, los que sabían de sus experiencias se detenían a observarla y se preguntaban qué sombríos pensamientos estarían latiendo detrás de aquella frente arrugada e impasible, al ritmo de los intermitentes chorros de leche.

Thomas Hardy (1840-1928)




Relatos de Thomas Hardy. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del relato de Thomas Hardy: El brazo marchito (The Withered Arm) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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