Dejar de sufrir por amor [tributando el corazón]


Dejar de sufrir por amor [tributando el corazón]




En medio de la siesta postrera del bar, cuando los mozos se echan en la trastienda sobre grandes bolsas de garbanzos y los parroquianos más permeables al sol se deslizan hacia un sueño inquieto, superficial, sobre el paño de las mesas, un muchacho ingresó perspicazmente para repartir unos volantes o panfletos que despertaron, literalmente, la atención del profesor Lugano.

En ellos podía leerse lo siquiente:


¡DEJE DE SUFRIR POR AMOR!
¿Cansado de la tristeza, de la melancolía, del desamor, de la soledad?
¡CONOZCA EL ÚNICO PROCEDIMIENTO INFALIBLE PARA SANAR EL CORAZÓN!
Arrímese a nuestras oficinas. Atención personalizada.
La primera consulta es gratis; la segunda, vemos.
Av. Chorroarín 1***


El profesor Lugano se sacudió la modorra, libó una buena dosis de ginebra, probervialmente apta para tal propósito, y nos arrastró hacia la calle.

En pocos minutos llegamos a la dirección indicada en el panfleto.

Lo primero que nos sorprendió fue que las «oficinas» eran el realidad un vieja casona colonial. Indudablemente había conocido mejores días. Golpeamos repetidamente para demostrar cierta urgencia.

Nos atendió una anciana ciega.

La vieja nos guió, como un murciélago, por un largo pasillo flanqueado por incontables puertas. Oimos llantos, gemidos, el ladrido lastimero de un perro, alguien que silbaba, la succión de una bombilla, el chasquido de un vestido, quizás, al ser fregado insistentemente.

Finalmente la vieja nos señaló una puerta al final del laberinto.

Entramos sin golpear.

Nos envolvió una habitación en penumbras. Sobre un sillón descascarado fumaba un anciano decrépito orbitado por una nube de humo dulzón.


—Ustedes buscan el procedimiento. —tosió.

—No —dijo el profesor Lugano—. Ya lo conocemos. Sólo queríamos ver la cara del cretino que lucra con ese saber.

—Muy bien. Son cien pesos. —anunció el anciano.

Por un instante, la nube de humo que gravitaba sobre su cabeza pareció dispersarse.

—Me parece justo. —dijo el profesor Lugano, amagando a sacar la billetera y depositando un billete falso sobre una mesa, pequeño acto de prestidigitación que realizaba con exquisita eficacia.

Cuando giramos para ganar la puerta el anciano alzó una mano.

—¿No irán a revelar el secreto del procedimiento, verdad? —preguntó.

—No hace falta —dijo el profesor—. Todos lo saben. La única forma de evitar el sufrimiento del corazón es no teniéndolo. Por eso, camarada, usted es indigno del dolor.




Filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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