«La tumba junto a la encrucijada»: Thomas Hardy; relato y análisis.
La tumba junto a la encrucijada (The Grave By The Handpost) es un relato de terror del escritor inglés Thomas Hardy, publicado originalmente en la edición de diciembre de 1897 de la revista St. James' Budget, y luego reeditado en la antología de 1913: El predicador distraído: y otros cuentos (The Distracted Preacher: and Other Tales).
Si bien no es una de sus historias más conocidas, La tumba junto a la encrucijada definitivamente se encuentra entre los mejores cuentos de Thomas Hardy.
La tumba junto a la encrucijada.
The Grave By The Handpost, Thomas Hardy (1840-1928)
Nunca pasó por Chalk-Newton sin volverme a mirar hacia el alto vecino, a un punto en el que un sendero atraviesa la recta y solitaria carretera principal, marcando así la división entre esta parroquia y la siguiente; es una vista que nunca deja de traerme a la memoria el suceso que una vez ocurrió allí; y, aunque a estas alturas puede parecer superfluo desenterrar más recuerdos de historias de aldea, los susurros de ese lugar tienen derecho a exigir no ser olvidados.
Fue en una oscura –aunque apacible y excepcionalmente seca– noche de Navidad (según el testimonio de William Dewy de Mellstock, Michael Mail y otros) cuando los componentes del coro de Chalk-Newton, una gran parroquia situada aproximadamente a mitad de camino entre las ciudades de Ivell y Casterbridge, y ahora convertida en una estación de ferrocarril– salieron de sus casas, antes de la medianoche, con el fin de llevar a cabo la anual repetición de sus melodías bajo las ventanas de la población local. La banda de instrumentistas y cantores era una de las más numerosas del condado; y, al contrario que la banda de Mellstock, más reducida pero de mayor calidad, que lo desdeñaba todo a excepción de la cuerda, contaba con músicos de metal y madera durante los servicios completos de los domingos y ocupaba toda la tribuna lateral derecha.
Aquella noche había dos o tres violines, dos cellos, una viola, contrabajo, oboes, clarinetes, serpentón y siete cantores. Pero no fueron los trabajos del coro, sino lo que sus miembros tuvieron oportunidad de ver, lo que hizo de la noche una ocasión especialmente señalada. Llevaban muchos años haciendo sus rondas sin que ningún incidente de tipo poco acostumbrado les saliera al paso, pero aquella noche, según las afirmaciones de varios de ellos, dos o tres de los más antiguos de la banda se encontraban –para empezar– en un estado de ánimo excepcionalmente solemne y meditativo: como si pensaran que los fantasmas de los amigos muertos que habían pertenecido al coro años atrás y que ahora estaban callados para siempre en el cementerio, bajo compactas masas de tierra, pudieran unirse a ellos –amigos que en sus tiempos habían mostrado mayor afición por la música de la que se mostraba en éstos–. O que la voz pretérita de una figura semitransparente, en vez de la de un vecino vivo y conocido, pudiera balbucear, desde la ventana de algún dormitorio, su agradecimiento por la felicitación nocturna. Sin importarles si aquello era producto de la realidad o de la imaginación, los miembros más jóvenes del coro se agruparon con sus acostumbradas alegría y despreocupación. Cuando ya estaban todos reunidos junto a los restos de la cruz de piedra que había en medio de la aldea –cerca de la posada del «Caballo Blanco»–, lugar del que hacían su punto de partida, alguien observó que se habían adelantado en exceso, pues todavía no eran las doce en punto. En aquellos tiempos, las murgas de Nochebuena locales procuraban no soltar una sola nota hasta que la mañana de Navidad hubiera llegado astronómicamente, y los miembros del coro, al no apetecerles, en aquel momento, volver a la cerveza, decidieron empezar por algunas cabañas de las afueras, de la vereda de Sidlinch, donde la gente no tenía reloj y no sabría si era de noche o de madrugada. Por consiguiente, se fueron en aquella dirección; y, mientras ascendían hacia terrenos más elevados, su atención se vio atraída por una luz que brillaba más allá de las casas, justo en lo alto de la empinada vereda.
La carretera que va desde Chalk-Newton hasta Broad Sidlinch tiene unas dos millas de longitud, y en la mitad de su recorrido, al pasar por encima de la colina, marcando la línea divisoria de las dos aldeas, se cruza –como ya se ha dicho–, formando ángulos rectos, con la solitaria, monótona y antigua carretera conocida por Long Ash Lane, que a menudo ha sido mencionada en estos relatos y que, recta como el trazo de un topógrafo y sobre los cimientos de una vía romana, recorre muchas millas a norte y sur de este lugar. Aunque en la actualidad está completamente abandonada y por allí crece la hierba, a principios de siglo estaba bien conservada y tenía un tráfico abundante. La vacilante luz parecía proceder del lugar exacto en que las carreteras se cruzaban.
–¡Creo que ya sé lo que puede ser eso! –observó uno del grupo.
Los hombres del coro se detuvieron un momento para discutir la probabilidad de que la luz tuviera su origen en cierto suceso del que les habían llegado algunos rumores, y decidieron subir hasta el alto de la colina. Al acercarse a la cima sus conjeturas se vieron confirmadas. Long Ash Lane se extendía a derecha e izquierda de donde estaban ellos; y vieron que en el punto de convergencia de los cuatro caminos, debajo del poste indicador, cuatro hombres de Sidlinch, contratados al efecto, habían cavado una tumba a la que acababan de arrojar, mientras el coro se aproximaba, un cadáver. El caballo y el carro que habían llevado el cuerpo hasta allí estaban al lado inmóviles.
Los músicos y cantores de Chalk-Newton se detuvieron y siguieron mirando mientras los sepultureros echaban tierra a la fosa y la pisoteaban, hasta que el hoyo quedó tapado por completo. Los hombres, entonces, dejaron los azadones en el carro y se dispusieron a marcharse.
–¿A quién habéis enterrado ahí? –preguntó Lot Swanhills alzando la voz–. No será al sargento, ¿verdad?
Los hombres de Sidlinch habían estado tan profundamente absortos con su tarea que no habían reparado, hasta entonces, en las linternas del coro de Chalk-Newton.
–¿Qué? Vosotros sois los cantores de villancicos de Newton, ¿verdad? –contestaron los representantes de Sidlinch.
–Sí, señor. ¿Es el viejo sargento Holway el que habéis enterrado ahí?
–Así es. Entonces, os habéis enterado ya, ¿eh?
Los del coro desconocían los detalles; sólo sabían que el domingo anterior se había pegado un tiro en el manzanal.
–Parece que nadie sabe por qué lo hizo, ¿verdad? O al menos en Chalk-Newton no lo sabemos –prosiguió Lot.
–Oh, sí. Todo se descubrió en la pesquisa judicial.
Los cantores se acercaron más, y los hombres de Sidlinch aprovecharon para tomarse un respiro después del trabajo y les contaron la historia.
–Todo fue por ese hijo suyo, pobre viejo. Se le partió el corazón.
–Pero si el hijo es soldado, seguro; ¿no está ahora con su regimiento en las Indias Orientales?
–Sí. Y el ejército lo ha pasado mal allí últimamente. Es una lástima que su padre lograra convencerlo de ir. Pero Luke no debería habérselo echado en cara al sargento, porque él lo hizo con buena intención.
Las circunstancias, en suma, eran las siguientes: el sargento que había tenido este lamentable final, padre del joven soldado que se había ido a Oriente con su regimiento, había tenido unas experiencias de la vida militar singularmente satisfactorias –que habían finalizado mucho antes de que la gran guerra con Francia estallara–. Al licenciarse, después de haber cumplido debidamente su período de servicio, había regresado a su aldea natal, se había casado y se había entregado, pacíficamente, a la vida doméstica. Pero la siguiente guerra en que se vio envuelta Inglaterra le había proporcionado muchos disgustos al verse imposibilitado, por culpa de la edad y de la enfermedad, para formar de nuevo parte de una unidad del ejército en activo. Cuando su único hijo se hizo un muchacho y se planteó la cuestión de cómo habría de ganarse la vida, el chico expresó sus deseos de ser artesano. Pero su padre le aconsejó, con gran entusiasmo, que se alistara.
–El comercio se está viniendo abajo en la actualidad –le dijo–. Y si la guerra con los franceses dura (que durará), el comercio se pondrá todavía peor. El ejército, Luke, es lo que te conviene. Es lo que me dio a. mí una formación y es lo que te dará una formación a ti. Yo no tuve ni la mitad de las oportunidades que se te presentarán a ti en estos tiempos espléndidos, mucho más aguerridos.
Luke vaciló, pues era un joven hogareño y amante de la paz. Pero, confiando respetuosamente en la opinión de su padre, cedió finalmente y se alistó en el batallón de infantería. Al cabo de unas cuantas semanas se le envió a la India para que se incorporara a su regimiento, que se había distinguido en Oriente a las órdenes del general Wellesley. Pero Luke no tuvo suerte. Llegaron a su casa noticias indirectas de que había enfermado allí; y más tarde, un día, hacía poco, cuando el anciano padre estaba dando un paseo, recibió el aviso de que había una carta aguardándole en Casterbridge. El sargento envió a un mensajero especial que recorriera las nueve millas de distancia, pagara por la carta y la trajera a casa; y así se hizo; pero, si bien la carta, como su padre había adivinado, era de Luke, el contenido del texto era totalmente inesperado.
La carta había sido escrita en un momento de profunda depresión. Luke decía que su vida era un suplicio y una esclavitud, y le reprochaba amargamente a su padre el haberle aconsejado que se embarcara en una carrera que no iba, lo sentía, con su carácter. Se encontraba a sí mismo padeciendo fatigas y enfermedades sin obtener ninguna gloria, y comprometido con una causa que ni entendía ni estimaba. De no haber sido por los malos consejos de su padre, él, Luke, estaría ahora trabajando tranquilamente en un negocio que tendría en la aldea de la que nunca había deseado salir.
Tras leer la carta el sargento se alejó unos pasos para que nadie pudiera verle, y entonces se sentó en un montículo que había al borde de la carretera. Cuando se levantó, media hora más tarde, su aspecto era el de un hombre ajado y moralmente deshecho, y desde aquel día su natural buen humor le abandonó. Herido en lo más hondo por las sarcásticas invectivas de su hijo, empezó a darse a la bebida con cada vez mayor frecuencia. Su mujer había muerto algunos años antes y el sargento vivía solo en la casa que había heredado de ella. Una mañana de aquel diciembre se había oído en los alrededores el estampido de un arma de fuego, y al entrar los vecinos en la casa se lo encontraron agonizante. Se había pegado un tiro con un viejo trabuco que utilizaba para ahuyentar a los pájaros; y se desprendía –sin ningún género de dudas– de lo que había dicho el día anterior y de los preparativos que había hecho para su fallecimiento, que aquel final había sido planeado y deliberado, y que era consecuencia de la desesperación en que se había visto sumido por la carta de su hijo. La investigación judicial emitió un veredicto de suicidio.
–Aquí está la carta del hijo –dijo uno de los hombres de Sidlinch–. Se encontró en uno de los bolsillos del padre. Se puede ver, por su estado, que la releyó un montón de veces. En cualquier caso, hay que hacer lo que Dios ordena, porque así ha de ser, te guste o no.
La tumba estaba ya tapada y no formaba desnivel, pues no se le había puesto encima ningún montón de tierra. Los hombres de Sidlinch se despidieron del coro de Chalk-Newton y se marcharon en el carro que habían utilizado para llevar el cuerpo del sargento hasta la colina. Cuando sus pasos se hubieron apagado y el viento soplaba por encima de la solitaria tumba con su acostumbrado silbido de indiferencia, Lot Swanhills se volvió hacia el viejo Richard Toller, que tocaba el oboe, y le dijo:
–Es duro para un hombre, y más para un bravo soldado como él, que se le trate de esta manera, Richard. Desde luego que el sargento nunca estuvo en ninguna batalla mayor de la que se podría librar en una dehesa de medio acre, claro que no. Pero su alma debería tener las mismas oportunidades que la de cualquier otro hombre. Las mismas, ¿no?
Richard contestó que estaba completamente de acuerdo:
–¿Qué me dices de entonar un villancico delante de su tumba? Es Navidad y no tenemos ninguna prisa por empezar abajo, en la parroquia; y no nos llevaría ni diez minutos. Y además, aquí arriba no hay ni un alma para decirnos que no lo hagamos ni para enterarse de que lo hacemos, ¿eh?
Lot asintió con la cabeza.
–El hombre debería tener su oportunidad –repitió.
–Lo mismo da que escupas sobre su tumba, para lo mucho que vamos a hacer con él con cantarle nada: ahora ya está muy lejos de aquí –dijo Notton, el clarinetista y escéptico oficial del coro–. Pero estoy de acuerdo si los demás lo están.
En consecuencia todos se pusieron, formando un semicírculo, junto a la tierra recién removida y despertaron de su letargo al adormecido aire con el conocido número dieciséis de su repertorio, que Lot propuso por considerarlo el más indicado para la ocasión y el estado de ánimo: Él viene a soltar a los cautivos, esclavos de Satanás
–Caramba, nunca habíamos tocado antes para un muerto –dijo Ezra Cattstock cuando hubieron terminado la última estrofa y, pensativos, se disponían a darse un respiro–. Pero me parece más piadoso esto que largarse y dejarle así, como han hecho esos otros tipos.
–Ahora hay que volver a Newton; para cuando lleguemos a casa del párroco ya serán las doce y media –dijo el director de la banda.
Pero no habían hecho más que recoger los instrumentos cuando el viento les trajo el ruido de un vehículo que, conducido a toda velocidad, venía de Sidlinch por aquel mismo sendero, por donde los sepultureros se habían marchado poco antes. Para evitar que el carro los arrollara a su paso, los miembros del coro decidieron esperar –para ponerse en marcha– a que el viajero nocturno, fuera quien fuese, los adelantara (y con el fin de que lo hiciera en el tramo más ancho de la encrucijada, donde estaban ellos en aquel momento).
Medio minuto después la luz de las linternas iluminó un calesín de alquiler, tirado por un caballo jadeante y con el morro lleno de vaho. Al llegar a la altura del poste indicador una voz gritó desde el interior del vehículo:
–¡Pare aquí!
El cochero tiró de las riendas. La puerta del coche se abrió desde dentro y un soldado raso, vestido con el uniforme de algún regimiento regular, salió de un salto. Miró a su alrededor y pareció sorprenderse al ver allí a los músicos.
–¿Han enterrado ustedes a un hombre aquí? –preguntó.
–No. Nosotros no somos de Sidlinch, gracias a Dios; somos el coro de Newton. Pero un hombre acaba de ser enterrado aquí, eso es cierto; y nosotros hemos cantado un villancico sobre los restos del pobre mortal. Pero, ¿es acaso Luke Holway el que están viendo mis ojos, el que se fue a las Indias Orientales con su regimiento? ¿O estoy viendo su espíritu, que ha venido directamente desde el campo de batalla? ¿Usted es el hijo que escribió la carta que...?
–No, no me hagan preguntas. Pero entonces, ¿el responso ha terminado ya?
–No ha habido responso, en el sentido cristiano de la palabra. Pero está enterrado, eso desde luego. Debe de haberse usted cruzado con los hombres, de vuelta con la carreta vacía.
–¡Como un perro en una zanja, y todo por mi culpa!
El soldado se quedó callado, mirando la tumba, y los miembros del coro no pudieron evitar sentir compasión por él.
–Amigos míos –dijo el joven–, ahora lo entiendo. Supongo que ustedes, por caridad vecinal, han cantado por el descanso de su alma, ¿no es así? Les agradezco de todo corazón su piadoso gesto. Sí; yo soy el miserable hijo del sargento Holway. Soy el hijo que ha causado la muerte de su padre, ¡tan cierto como si lo hubiera hecho con mis propias manos!
–No, no. No se lo tome usted así, joven. Por lo que hemos oído, su padre llevaba ya abatido una buena temporada por nada en particular.
–Estábamos en el Oriente cuando le escribí. Todo parecía salirme mal. Justo después de enviar la carta se nos ordenó volver a casa. Por eso me ven ustedes aquí. En cuanto llegamos al cuartel de Casterbridge me enteré de esto... ¡Maldito sea una y mil veces! Creo que me atreveré a seguir el camino de mi padre y me mataré. ¡Es lo único que puedo hacer ya!
–No se precipite usted, Luke Holway, vuelvo a decírselo; en lugar de eso, trate de enmendar su vida en el futuro. Y tal vez su padre le eche una sonrisa desde el cielo por ello.
El soldado negó con la cabeza.
–¡No sé, no sé! –contestó con amargura.
–Inténtelo y sea digno de lo mejor que tenía su padre. No es demasiado tarde.
–¿Usted cree que no? ¡Me temo que sí!... Bueno, lo pensaré. Gracias por sus buenos consejos. De todas formas, viviré aunque sólo sea para hacer una cosa: trasladaré el cuerpo de mi padre a un cementerio cristiano y decente, aunque tenga que hacerlo con mis propias manos. No puedo salvarle la vida, pero puedo darle una tumba honrosa. ¡No reposará en este lugar maldito!
–Sí. Como dice nuestro párroco, es una costumbre bárbara la que conservan en Sidlinch, y deberían aboliría. El hombre también fue soldado. Ya ve, nuestro párroco no es como el suyo de Sidlinch.
–Dice que es una barbarie, ¿verdad? ¡Pues eso es precisamente lo que es! –gritó el soldado–.Ahora, escúchenme con atención, amigos.
Y entonces les preguntó si estarían dispuestos a agrandar la deuda que él tenía con ellos haciéndose cargo, en secreto, del traslado del cuerpo del suicida al cementerio (no al de Sidlinch, parroquia que ahora odiaba, sino al de Chalk-Newton). Les daría todo lo que poseía por hacerlo. Lot le preguntó a Ezra Cattstock qué opinaba de ello. Cattstock, el violoncellista, que también era el sacristán, vaciló, y le aconsejó al joven soldado que antes sondeara al rector a ver qué pensaba de ello.
–A lo mejor pondría pegas y a lo mejor no. El párroco de Sidlinch es un hombre duro, lo reconozco, y dice que si la gente se mata en un arrebato debe sufrir las consecuencias. Pero el nuestro no piensa así en absoluto, y es posible que lo permita.
–¿Cómo se llama?
–Es el honorable y venerable señor Oldham, hermano de Lord Wessex. Pero no tiene que tenerle miedo por eso. Hablará con usted como un hombre corriente siempre y cuando usted no haya bebido lo suficiente como para que le huela el aliento.
–Oh, ya, es el mismo que antiguamente Le preguntaré. Gracias. Y una vez cumplido ese deber.
–¿Qué hará entonces?
–Hay guerra en España. He oído que ese es nuestro próximo destino. Trataré de demostrarme a mí mismo que soy lo que mi padre deseaba que fuera. Supongo que no podré. . pero lo intentaré, con mi flaqueza característica. Eso lo juro aquí, sobre su cuerpo Y que Dios me ayude.
Luke dio un manotazo al blanco poste indicador con tanta fuerza que éste se tambaleó.
–Sí, hay guerra en España; y allí tendré otra oportunidad para ser digno de mi padre.
Así se dio por terminado el asunto aquella noche Pronto se supo que el soldado raso había cumplido al menos una de sus promesas, porque un día de la misma semana de Navidad el rector entró en el cementerio cuando Cattstock se encontraba allí y le pidió que buscara un lugar adecuado para aquel enterramiento, añadiendo que él había conocido levemente al sargento y que no sabía de la existencia de ninguna ley que le prohibiera aceptar el traslado, después de haber examinado el precepto. Pero como no deseaba que pareciese le movía el deseo de enfrentarse con su vecino de Sidlinch, había estipulado que aquel acto de caridad se llevara a efecto de noche y con la mayor discreción posible, así como que la tumba estuviera en una zona oscura del recinto.
–Será mejor que vayas inmediatamente a advertírselo al joven –agregó el rector.
Pero antes de que Ezra hiciera nada al respecto, Luke fue a verle a su casa. Le habían acortado el permiso a causa de los recientes acontecimientos de la guerra peninsular, y, viéndose obligado a reincorporarse inmediatamente a su regimiento, no tenía más remedio que dejar la exhumación y el nuevo enterramiento en manos de sus amigos. Dejó pagados todos los gastos y les rogó a todos que se encargaran de que ambas cosas se llevaran a cabo en seguida. Y con esto el soldado se marchó. Al día siguiente, Ezra, después de reflexionar sobre el asunto, fue de nuevo a la rectoría, acuciado por una repentina duda. Se había acordado de que el sargento había sido enterrado sin ataúd, y no estaba seguro de que no le hubieran clavado una estaca. El asunto iba á ser más complicado de lo que en un principio habían supuesto.
–¡Sí, es cierto! –murmuró el rector–. Me temo que, después de todo, no va a ser factible.
El siguiente suceso fue la llegada, en un carro, de una lápida mortuoria procedente de la ciudad más cercana; para ser dejada en casa del señor Ezra Cattstock; todos los gastos pagados. Entre el sacristán y el carretero depositaron la losa en la letrina del primero; y Ezra, una vez solo, se puso los lentes y leyó la breve y sencilla inscripción:
AQUÍ YACE EL CUERPO DEL DIFUNTO SAMUEL HOLOWAY, SARGENTO DEL -º REGIMIENTO DE INFANTERÍA DE SU MAJESTAD, QUE DEJO DE EXISTIR EL 20 DE DICIEMBRE DE 180-. ERIGIDO POR L. H.
«NO SOY DIGNO DE SER LLAMADO TU HIJO.»
Ezra fue de nuevo a la rectoría, que estaba cerca del río.
–Ha llegado la lápida, señor. Pero me temo que no se pueda hacer de ninguna forma.
–Me gustaría complacer al joven –dijo el anciano y caballeroso presbítero–. Y de buen grado dejaría de cobrar hasta el último penique de mis honorarios. Pero si tú y los demás pensáis que no se puede hacer, entonces no sé qué decir.
–Verá usted, señor; he interrogado a una mujer de Sidlinch acerca del entierro del sargento, y parece que lo que yo pensaba es verdad. Lo enterraron con una estaca de seis pies, del redil de ovejas de North Ewelease, atravesándole el cuerpo, aunque ahora lo negarían. Y la cuestión es: ¿vale la pena hacer el traslado teniendo en cuenta lo embarazoso del caso?
–¿Has sabido algo más acerca del joven?
Ezra sólo sabía que aquella semana se había embarcado rumbo a España con el resto de su regimiento.
–Y si está tan desesperado como parecía, no volveremos a verle más por aquí ni en Inglaterra siquiera.
–Es un caso embarazoso –dijo el rector.
Ezra volvió a hablar del asunto con el coro; uno sugirió la posibilidad de poner la lápida en la encrucijada. Aquello se consideró impracticable. Otro dijo que se podría colocar en el cementerio sin trasladar el cuerpo; pero aquello no les pareció honrado. De modo que no se hizo nada. La lápida mortuoria se quedó en la letrina de Ezra hasta que éste, harto de verla allí, la puso entre unos matorrales que había al fondo de su jardín. Los miembros del coro sacaban el tema de vez en cuando, pero siempre acababan diciendo:
–Teniendo en cuenta de qué manera se le enterró, difícilmente podríamos hacer ese trabajo.
Siempre tenían la convicción de que Luke no iba a regresar jamás, y esta impresión se veía fortalecida por los rumores que llegaban acerca de los desastres que le habían acaecido al ejército en España. Aquello contribuyó a que la inercia se hiciera permanente. La lápida mortuoria se puso verde a fuerza de estar durante tanto tiempo bajo los matorrales de Ezra; más adelante, el viento tiró un árbol que estaba junto al río, y, al caer encima de la lápida, la partió en tres pedazos. Finalmente, los pedazos quedaron enterrados entre las hojas y el moho. Luke no había nacido en Chalk-Newton, y tampoco había dejado parientes en Sidlinch, de manera que no llegó ninguna noticia suya a ninguna de las dos aldeas mientras duró la guerra. Pero después de Waterloo y la caída de Napoleón llegó a Sidlinch, un día, un sargento mayor inglés cubierto de galones y, como se descubrió más tarde, lleno de gloria. El servicio en el extranjero había cambiado de una manera tan absoluta a Luke Holway que hasta que dijo su nombre los habitantes no le reconocieron como el hijo único del sargento.
Había servido con entereza y eficacia en las campañas peninsulares a las órdenes de Wellington; había luchado en Busaco, Fuentes de Oñoro, Ciudad Rodrigo, Badajoz, Salamanca, Vitoria, Quatre Bras y Waterloo; y ahora había regresado para disfrutar de una pensión más que ganada y descansar en su distrito natal. Apenas permaneció en Sidlinch más tiempo del que le llevó comer algo a su llegada. Aquella misma tarde se encaminó, a pie y por la colina, hacia Chalk-Newton, y, al pasar por la encrucijada, miró hacia el poste indicador y dijo:
–¡Gracias a Dios que él ya no está ahí!
Estaba anocheciendo cuando llegó a la segunda aldea; sin embargo, se fue directamente al cementerio. Cuando penetró en el recinto había aún luz suficiente para discernir las lápidas mortuorias, y el soldado las escudriñó minuciosamente. Pero aunque buscó por la parte delantera, que daba a la carretera, y por la parte trasera, que daba al río, no pudo encontrar lo que buscaba: la tumba del sargento Holway y un monumento conmemorativo con la inscripción «NO SOY DIGNO DE SER LLAMADO TU HIJO».
Abandonó el cementerio e hizo averiguaciones. El honorable, venerable y anciano rector había muerto, y también muchos de los miembros del coro; pero, poco a poco, el sargento mayor llegó a enterarse de que su padre yacía aún en la encrucijada de Long Ash Lane. Luke siguió caminando, pensativamente, en dirección a su casa. Pero para hacerlo por la ruta acostumbrada tenía que volver a pasar por el lugar, ya que no había ninguna otra carretera que uniera las dos aldeas. Y se sentía incapaz de volver a pasar por aquel sitio, que ahora le lanzaba reproches con la voz de su padre; de modo que saltó la valla y anduvo errante por los campos arados para eludir el encuentro. Luke había soportado muchas luchas y fatigas sostenido por la idea de que estaba reivindicando el honor de la familia y haciendo nobles reparaciones. Y sin embargo su padre yacía, aún, degradado. Que el cuerpo de su padre se viera obligado a sufrir por las malas acciones que él, Luke, había cometido era más un sentimiento que un hecho; pero a su hipersensibilidad le parecía que los esfuerzos que había hecho por restablecer la reputación de su padre y aplacar la sombra del injuriado habían terminado en el más absoluto de los fracasos.
Se esforzó, sin embargo, por zafarse de su apatía, y, disgustándole la sociedad de Sidlinch, alquiló una pequeña cabaña, que había estado deshabitada durante mucho tiempo, en Chalk-Newton, Allí vivió, solo, convirtiéndose en un verdadero ermitaño y no permitiendo que mujer alguna entrara en la casa. La primera Navidad que siguió al establecimiento de su morada allí dentro, Luke estaba sentado, solo, junto al rincón de la chimenea, cuando oyó unas débiles notas musicales en la lejanía; poco después una canción se elevó, atronadoramente, hasta su ventana. Eran, como de costumbre, los cantores de villancicos; y aunque muchos de los de la vieja hornada, incluidos Ezra y Lot, descansaban eternamente, se seguían interpretando los mismos viejos villancicos sacados de los mismos viejos libros. Las conocidas estrofas que el ya fallecido coro había dedicado a la tumba de su padre resonaron a través de los postigos de la ventana del sargento mayor:
Él viene a soltar a los cautivos, esclavos de Satanás
Cuando terminaron se fueron a otra casa, dejando a Luke abandonado, como antes, al silencio y a la soledad. La vela necesitaba que la despabilaran, pero Luke no la despabiló y permaneció sentado hasta que se consumió en el candelero y provocó oleadas de sombra en el techo. La alegría navideña de la mañana siguiente se vio quebrada a la hora del desayuno por una trágica noticia que se extendió por la aldea con la rapidez del viento El sargento mayor Holway había sido encontrado con un tiro en la cabeza, que se había pegado él mismo, en la encrucijada de Long Ash Lane, donde su padre yacía enterrado.
Encima de la mesa de su cabaña había dejado un papel escrito en el que expresaba su deseo de ser enterrado en el cruce, al lado de su padre. Pero el papel, accidentalmente, fue tirado al suelo, y nadie lo vio hasta después del responso por el alma de Luke, que tuvo lugar de la manera acostumbrada, en el cementerio.
Thomas Hardy (1840-1928)
Relatos de Thomas Hardy. I Relatos góticos.
El análisis y resumen del cuento de Thomas Hardy: La tumba junto a la encrucijada (The Grave By The Handpost) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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