El lector que jamás leyó un libro


El lector que jamás leyó un libro.




Hay lugares que determinan nuestra actitud. Uno puede estar en una iglesia, ocasionalmente, incluso sin ningún interés en la religión, sino más bien para cumplir con compromisos protocolares, y sentir que el silencio y el respeto, aunque sean fingidos, se imponen.

Algo similar, pero de un modo inverso, ocurre en los sitios festivos. Uno asume una predisposición a la alegría, que puede o no ser engañosa, pero que finalmente se va apoderando de nuestro estado de ánimo hasta que se vuelve real.

Las bibliotecas también producen esta influencia, esta ascendencia, este influjo coyuntural sobre el estado de ánimo, y el caso de Jorge Sagastizábal es el más interesante que conozco.

A Sagastizábal lo conocemos desde hace muchos años. Se reune con nosotros en el Teufel, en Chacarita, para escuchar los sermones del profesor Lugano. Es un buen sujeto. Un poco parco. Constituye esa raza de individuos que no tienen demasiado qué hacer, pero que de algún modo siempre están apurados.

Sagastizábal se retiraba de las reuniones mucho antes de que estas finalizaran. Su partida a menudo coincidía con un desmadre, consecuencia de una borrachera generalizada, donde las compadreadas se pagaban caro. En su presencia, sin embargo, todo era más tranquilo, más sobrio. En cualquier caso, Sagastizábal se excusaba afirmando que, a primera hora, debía asistir a la biblioteca; y que nunca, en más de cuarenta años, se había ausentado de su rutina.

El profesor Lugano, que frecuentemente objeta en términos más bien enérgicos las retiradas prematuras de su audiencia, jamás dijo nada al respecto. Creo que respetaba a Sagastizábal.

Una noche, como habitualmente ocurría, Sagastizábal se despidió de nosotros con un gesto. Pagó lo suyo, un par de ginebras, y se perdió en la oscuridad. Durante unos instantes lo vimos caminar encorvado junto al paredón del cementerio. Masticardi refirió una ironía, y el profesor Lugano le salió al cruce.

—Más respeto con ese hombre —dijo el profesor—. Sagastizábal es el tipo más leído que conozco, aunque sea un analfabeto.

Masticardi rompió en una carcajada tan acuosa que, por un momento, pensamos que se ahogaba.

—¿Qué dice, profesor? —dijo Masticardi—. ¿Cómo Sagastizábal puede ser un hombre leído si es analfabeto? Salvo que usted lo diga en un sentido metafórico, digamos.

—La metáfora es un recurso decorativo que distrae al pensamiento —dijo el profesor—, o mejor dicho, que procura reducir cuestiones altas y nobles a imágenes más o menos coloridas. A esta altura de mi vida prefiero referirme a ciertas cosas como realmente son, entre ellas, el analfabetismo.

—¿Entonces no bromea cuando dice que Sagastizábal es analfabeto?

—Por supuesto que no. Además, ¿quién bromea con estas cosas? —dijo el profesor, haciendo gárgaras con una caña—. Sagastizábal no sabe leer ni escribir. Lo sé porque me sentaba junto a él en la escuela primaria. Su padre lo retiró en primer grado para que trabaje con él como ayudante de albañilería. Sabe escribir su nombre, y deducir algunos cálculos. Solo eso.

—No quiero refutarlo, profesor —se atajó Masticardi—, pero Sagastizábal visita la biblioteca todas las mañanas. Pasa horas enteras ahí. ¿Acaso trabaja como empleado de limpieza o algo así?

—No —dijo el profesor—. Sagastizábal va a la biblioteca a leer.

—¡Pero usted acaba de decir que el hombre no sabe leer!

—Hay muchas formas de leer —concluyó el profesor, y nadie pudo sacarle una palabra más sobre el asunto.

Naturalmente, al día siguiente nos reunimos en el parque Los Andes, bastante más temprano de lo que nuestra resaca nos habría permitido en otras circunstancias. Desde allí, puntualmente a las nueve, lo vimos pasar a Sagastizábal en dirección a la biblioteca.

Debatimos unos minutos para desarrollar una estrategia de espionaje que fuese verosímil. Por ser el menor, se me encargó a mí entrar en la biblioteca y seguir de cerca los movimientos de Sagastizábal.

Así lo hice. Me presenté en la mesa de entrada. Solicité una copia del Necronomicón, más que nada para evaluar la estatura intelectual de la bibliotecaria. Ella sonrió. Tenía una sonrisa muy bonita.

—En realidad —dije—, quería preguntarle algo. ¿Conoce al tipo que acaba de entrar?

—Sagastizábal, claro —dijo ella—. Viene a la biblioteca desde mucho antes que yo entrara a trabajar.

—¿Y qué es lo que hace? ¿Trabaja aquí?

—No —dijo la bibliotecaria—. Viene a leer.

—Qué curioso. Me han informado que Sagastizábal no sabe leer —dije, en tono confidencial.

La bibliotecaria volvió a sonreír. Su sonrisa me pareció aun más bonita.

—Nunca lo vi abrir un solo libro, si es eso a lo que se refiere —dijo ella—, pero Sagastizábal lee, y mucho.

—¿Me permitiría usted pasar al sector de lectura? —pregunté— Realmente necesito saber qué hace este hombre con los libros si no sabe leer.

—Por supuesto que puede pasar. Es una biblioteca pública. Solo tiene que pedirme un libro. ¿Cuál quiere?

—No sé —vacilé—. Algo profundo.

—Tome —dijo, y me alcanzó un libro en muy mal estado—. Conrad. ¿Le gusta Conrad?

En esas circunstancias me daba lo mismo un libro de mecánica automotriz.

—Me encanta. Gracias.

Tomé el libro, me lo encajé debajo de la axila, y avancé, con mucha cautela, al sector de lectura.

Ahí estaba Sagastizábal, sentado en una mesa rodeado de libros, todos perfectamente cerrados. Detrás de él se alzaban por lo menos dos metros de anaqueles repletos de volúmenes de todos los tamaños.

Me senté frente a él y fingí leer a Conrad. Creo que fui convincente, porque Sagastizábal siguió en lo suyo sin prestarme atención.

Pasé una hora entera observándolo de refilón. Jamás abrió un libro. A veces los acariciaba, los olía, con la mirada abstraída en los libros que nos rodeaban desde los estantes.

De repente, comencé a sentir algo extraño, una fuerza. Oí voces, sí, voces, como un balbuceo, primero, o un murmullo de muchas voces hablando al mismo tiempo. Entonces no lo pensé, pero ahora creo que la sensación se parecía un poco a la de un chico (yo, para no dar tantas vueltas), cuando todavía no sabía leer pero así y todo la presencia de un libro me parecía maravillosa e inquietante a la vez. No sabía leer, pero sabía que los libros eran algo importante. Eso, importantes.

Salí de la biblioteca cuando Sagastizábal solicitó acceso al baño. Mis compañeros me esperaban en la plaza, pero guardé silencio sobre todo lo que había visto. Tal vez al profesor Lugano le había pasado lo mismo, y por eso era tan reservado sobre el tema.

Creo que yo también entendí a Sagastizábal, y ese entendimiento, aunque incompleto, significaba callar. Después de todo, ninguno de mis compañeros lo habría entendido; pero quizás usted, estimado lector, sea también un poco como Sagastizábal.

Mis compañeros se fueron, un tanto ofuscados. Oriné en un árbol de la plaza, mientras el murmullo se apagaba lentamente. A veces vuelve, de repente, esa sensación, que de a poco se ha vuelto cada vez más agradable. En una biblioteca, en una librería, en presencia de mi modesta colección de usados, siento que de alguna forma misteriosa mi cuerpo está absorbiendo el saber contenido en los libros a través de la piel, sin siquiera abrirlos.

Eso mismo, creo, le sucedía a Sagastizábal. La proximidad de los libros, de algún modo, ejercía sobre él un influjo oculto. No es el contenido del libro, sino el propio libro, su forma física, sagrada, la que impone respeto, la que nos obliga a hacer silencio ante alguien que lee, la que nos hace pensar mejor, más ordenadamente, en su cercanía.

Quizás por eso, también, en presencia de Sagastizábal todos éramos mejores.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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