«El Diente»: Shirley Jackson; relato y análisis.
«Se apresuró a secarse, levantar la cara y mirarse al espejo, cuando se dio cuenta
de que no tenía la menor idea de cuál de aquellos rostros era el suyo.»
de que no tenía la menor idea de cuál de aquellos rostros era el suyo.»
El Diente (The Tooth) es un relato de terror de la escritora norteamericana Shirley Jackson (1916-1965), publicado originalmente en la edición de invierno de 1949 de la revista Hudson Review, y luego reeditado en la antología de ése mismo año: La Lotería o Las aventuras de James Harris (The Lottery, or, The Adventures of James Harris).
El Diente, probablemente uno de los cuentos de Shirley Jackson menos conocidos, relata la historia de Clara Spencer, una dedicada esposa y ama de casa que, debido a un espantoso dolor de muelas y un encuentro con un misterioso desconocido, sufre una extraña transformación de personalidad.
Clara está casada, tiene un hijo pequeño y vive en los suburbios con su esposo, cuando un agudo dolor de muelas la obliga a tomar un autobús, en medio de la noche, con destino a Nueva York, para que se la extraigan. En el camino, en medio de un estado de sopor producto de la codeína, Clara conoce a Jim: un sujeto afable, seductor, pero muy extraño, que siembra la semilla de la duda en su corazón.
El viaje en autobús es onírico, incluso mitológico, a lo largo del cual afloran los deseos reprimidos de Clara, casi en la misma medida en que el dolor de muelas y «toda esa codeína, whisky y nada para comer en todo el día» adormecen su consciencia. Como en El amante demoníaco (The Daemon Lover), los sucesos de El Diente pueden explicarse como creaciones de la mente de Clara; en una palabra: alucinaciones. Podemos observar que Clara es una mujer proclive a las ensoñaciones desde el principio de la historia, alguien que quizás vive en una extraña mezcla de sueño, fantasía y realidad. Si un personaje de Shirley Jackson está sujeto a una percepción de la realidad distinta de la «normal», nunca es necesariamente delirante [ver: «Y lo que fuera que caminase allí, caminaba solo»]
En todo caso, Shirley Jackson emplea a un narrador en tercera persona, aparentemente neutral, que esboza una caracterización desestabilizada de Clara. Esto permite a la autora desdibujar la frontera convencional entre el sueño y la realidad, entre lo consciente y lo inconsciente. Al final, Clara no puede reconocerse. No sabe cuál es su rostro en el espejo del baño de damas, y a partir de esa duda resuelve irse con Jim y abandonar a su marido e hijo. Pero incluso la existencia objetiva del propio Jim está en duda [ver: Puérpera, loca y poseída]
Antes de que Clara suba al autobús, el marido establece que no es la primera vez que ella tiene problemas con esa muela. Al menos «seis o siete veces» antes ha tenido una crisis de dolor, incluso «en nuestra luna de miel», menciona el marido en tono acusatorio. Clara no lo recuerda, pero, en una interpretación freudiana, la mención de la luna de miel [aparentemente arruinada] establece una conexión entre el dolor de muela y el sexo; más específicamente como un impedimento para que la relación se consuma. Como estudiosa de la demonología medieval, Shirley Jackson juega hábilmente con la insinuación de una presencia demoníaca, celosa y posesiva, que estimula los problemas de alcoba entre Clara y su esposo. Cuando una mujer, una «bruja», es amada por el demonio [como todas las mujeres en esta antología de Shirley Jackson], es imposible para un mortal estar con ella [ver: Diario de una iniciada]
En el autobús, Clara cae en un sueño intranquilo, y, cuando despierta, el vehículo se ha detenido junto a un restaurante en la ruta. Los pasajeros se apresuran para tomar algo. Clara se sienta al final del mostrador, se vuelve a dormir y despierta cuando un extraño le toca el brazo y le pregunta cuál es su destino. El extraño es alto y viste un traje azul. Clara, significativamente, «no podía enfocar sus ojos para ver más». Luego, mientras ella bebe su café, el extraño despliega su estrategia de tentación. Dice inesperadamente: «Incluso más allá de Samarcanda, y las olas tintineando en la costa como campanas»; y continúa, ya de vuelta en el autobús: «las flautas suenan toda la noche, y las estrellas son tan grandes como la luna y la luna es tan grande como un lago.»
La misteriosa aparición del extraño y la cita de esta desconcertante balada parecen cumplir una promesa, o un compromiso, establecido en una instancia anterior al relato. La aparición del arquetipo del Amante Demoníaco siempre está motivada por el cumplimiento de una promesa. Como menciona el narrador del cuento de Elizabeth Bowen: El amante demoníaco (The Demon Lover), este arquetipo o principio masculino «se interpone entre la mujer y el resto de la especie humana»:
«Ninguna otra forma de entregarse podría haberla hecho sentir tan apartada, perdida y abandonada. No podría haber hecho una promesa más siniestra.»
La bruja medieval se prometía al Diablo, ofrecía su cuerpo, su alma; y el Diablo eventualmente la reclamaba como su esposa. En esta instancia de El Diente, Clara no ha llegado tan lejos. El extraño simplemente está tentándola, hablándole de un lugar idílico [Samarcanda] que no tendría sentido si ella estuviera en plena posesión de sus facultades. Que un desconocido, en medio de la noche, en un autobús a oscuras, mientras estás casi inconsciente, comienza a recitar una balada sobre una antigua ciudad de Uzbekistán, no es precisamente una experiencia común.
La mención de Samarcanda es interesante por varias razones. Fue una de las ciudades más florecientes de Asia Central, a tal punto que era considerada como una especie de paraíso terrenal durante su apogeo en los siglos XIV y XV. Samarcanda está fuertemente asociada al gobernante tártaro Timur-i-Lenk, cuyo nombre occidentalizado es Tamerlán [el mismo Tamerlán del poema de Edgar Allan Poe]. Al parecer, Tamerlán hizo de Samarcanda un poderoso centro de comercio y cultura, pero era brutal con sus enemigos. Sólo perdonaba a los artistas, albañiles, arquitectos y artesanos, el resto de sus enemigos eran decapitados y sus cráneos utilizados con fines prácticos, como material de construcción para muros, caminos y torres. En resumen: la bella y próspera Samarcanda fue creada [simbólicamente] por un «demonio», alguien capaz de las mayores atrocidades pero también de apreciar el arte y la belleza.
En este contexto, el Extraño en el autobús quiere llevar a Clara «incluso más allá de Samarcanda», es decir, a un lugar que trasciende las fronteras de la belleza y la crueldad, al tiempo que sugiere una vida mejor y más emocionante.
Clara sigue entrando y saliendo del sueño en el autobús, con el Extraño [que se hace llamar Jim] a su lado. El vehículo vuelve a detenerse, y Jim lleva a Clara a un restaurante que parece ser el mismo de antes. Sentados a la mesa, Jim continúa con la balada: «y mientras navegábamos por la isla escuchamos una voz que nos llamaba». De nuevo suben al autobús, de nuevo Clara se duerme, de nuevo despierta asustada y Jim la lleva a otro restaurante, donde ahora ella olvida su frasco de codeína en la mesa.
En este punto ya hay signos de mayor intimidad entre los dos. De regreso al autobús, Clara apoya su cabeza en el hombro de Jim mientras él dice: «la arena es tan blanca que parece nieve, pero hace calor, incluso de noche hace calor bajo tus pies». El resto del viaje transcurre en medio de sueños, despertares y conversaciones oníricas. Cuando Clara llega a Nueva York, Jim desaparece de la escena. Ella vuelve a quedarse dormida en la sala de espera de la terminal y, cuando despierta, Jim reaparece y dice: «La hierba es tan verde y tan suave, y el cielo es más azul que cualquier cosa que hayas visto jamás, y las canciones...». Ella se aleja y sale a la calle. Jim la sigue y le muestra «un puñado de perlas» [¿cómo dientes?], tal vez provenientes de esta tierra extraña.
Esta sección de El Diente es confusa. No podemos separar el sueño de la realidad. Shirley Jackson no afirma explícitamente que Clara está soñando, sólo se nos dice que se quedó dormida, estuvo en restaurantes y escuchó las poéticas palabras de Jim. Es posible que haya soñado a Jim en su totalidad, partes de sus conversaciones, o nada.
Es tentador pensar que Jim existe, que efectivamente sube al autobús, se sienta junto a Clara y la lleva a tomar café, al menos al primer restaurante; Sin embargo, su discurso, su descripción de un paraíso «más allá de Samarcanda», tal vez le lleguen a Clara en sueños; pero si aceptamos esto todo lo demás también podría formar parte del sueño. Cualquier interpretación es posible. Shirley Jackson establece una estructura intencionalmente vaga, confusa y ambivalente; de modo que cualquier teoría es respaldable. Más allá de esto, hay un patrón cíclico de subidas y bajadas del autobús, de quedarse dormida y despertar, de empezar cada interacción con Jim con esta balada que no se interrumpe, sino que prosigue con cada reinicio del bucle.
Esta repetición claramente refiere al concepto de lo Siniestro de Sigmud Freud. En su modelo, Freud sostiene que una de las vías de expresión de lo Siniestro es la repetición de actos y situaciones pero con pequeños detalles aleatorios que cambian cada vez [repetición incremental], el cual es un recurso común en los mitos y, sobre todo, en los cuentos de hadas y las baladas medievales [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]
Mientras Clara espera para cruzar la calle, percibe a alguien detrás de ella, y asume que es Jim:
«Ella siguió caminando sin levantar la vista, mirando con resentimiento la acera, el diente le quemaba, y luego miró hacia arriba, pero no había ningún traje azul entre la gente que se apretujaba a ambos lados.»
Ya en el consultorio del dentista, ella comienza a sentirse cada vez más incómoda, como si estuviera perdiendo el sentido de sí misma, a tal punto que «su diente, que la había traído hasta aquí infaliblemente, parecía ahora la única parte de ella que tenía alguna identidad». Cuando le hacen la radiografía, siente que le han «tomado una foto sin ella», es decir, que el diente es «la criatura importante, la que debía ser registrada, examinada y gratificada; ella era sólo su vehículo involuntario».
El dentista la deriva a un cirujano para que le extraiga el molar inferior. En el taxi vuelve a quedarse dormida. Cuando Clara consigue llegar al consultorio del cirujano, se siente orgullosa de sí misma, como si fuera un gran logro. Probablemente nunca ha hecho nada sola. En este punto de la historia, la elección de su nombre de casada [Spencer] no parece casual. En la Edad Media, la forma original de Spencer era despenser [del anglo-francés espencer], que designaba a una persona encargada de las provisiones del hogar. En esencia: una criada de cocina.
La enfermera la conduce a través de «laberintos y pasadizos» antes de llegar a la sala de espera, donde pasa casi una hora «medio dormida». Anestesiada, cree que podrá volver a ver a Jim:
«Y luego la música giraba, la música resonante y confusamente alta que seguía y seguía, dando vueltas y vueltas, y ella corría tan rápido como podía por un largo pasillo horriblemente despejado (...) y al final del pasillo estaba Jim, extendiendo las manos y riendo, y gritando algo que ella nunca pudo oír debido a la música.»
Al despertar, Clara le pregunta a la enfermera si dijo algo durante la intervención. «Dijiste: no tengo miedo», responde la enfermera, pero la respuesta no satisface a Clara. Su anhelo por Jim es cada vez más fuerte, desea volver a verlo; es como si una obsesión se hubiera apoderado de ella. La extracción del diente, asociado a su esposo y, consecuentemente, a su problemática vida sexual, la ha liberado [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]. Mientras se recupera, Clara le dice a la enfermera: «Dios me ha dado sangre para beber», una declaración similar a la abre la novela gótica de Nathaniel Hawthorne: La casa de los siete tejados (The House of the Seven Gables), donde Matthew Maule, acusado de brujería, está a punto de ser ahorcado y lanza esta especie de maldición que pone en marcha la historia.
El tema principal de la novela de Hawthorne es la idea de que ciertas acciones detestables, como el satanismo y la brujería, perduran en las generaciones posteriores. Al aludir a esto, Clara parece estar hablando del pasado que regresa para atormentarla. En este modelo, Jim es una presencia demoníaca que viene a reclamar el cumplimiento de una promesa, tal vez, hecha en generaciones anteriores, pero que ella deberá saldar. Por otro lado, beber sangre, en Revelaciones, está relacionado con el juicio de la ramera de Babilonia, que está «ebria de la sangre de los santos». La refrencia a La casa de los siete tejados también vincula la historia con los juicios de Salem [ver: Nathaniel Hawthorne y las brujas de Salem]
El beber sangre también refiere al Edipo de Sófocles. El propio Edipo dice que, una vez muerto, beberá «sangre caliente». El significado de esto es que Edipo, ya en la tumba, recibirá libaciones [sacrificios], y su cuerpo enterrado beberá la sangre derramada de Tebas, cuando sus hijos, Polinices y Eteocles, se maten entre sí en una batalla por el control de la ciudad. El coro, en la tragedia de Sófocles, termina hablando del trino del ruiseñor y el florecimiento de los narcisos. Es un pasaje bello, pero en realidad es un lamento: el ruiseñor está asociado a Perséfone [ella estaba recogiendo narcisos cuando fue raptada por Hades] y a su perdición [por lo tanto, es una flor de la muerte]. Esta no es una especulación aventurera si consideramos que Shirley Jackson originalmente tituló esta historia: Perséfone.
El Diente insinúa que Clara y su marido han tenido problemas de índole sexual, pero nunca afirma que Clara esté huyendo, al menos no conscientemente, o usando el dolor de muelas como excusa para dejarlo [y a su hijo]. Al final de la historia, ella decididamente está escapando de su antigua vida. Tampoco elige la libertad, sino que es llevada a los brazos de Jim como consecuencia de su manipulación «demoníaca». Más que liberada, Clara es capturada por una fantasía.
Clara termina en el baño de mujeres. Se observa en el espejo y no reconoce su rostro, no puede distinguirlo de los de las demás mujeres. Comienza a examinar su bolso para tratar de descubrir quién es. Insatisfecha con su apariencia [cree que está demasiado pálida] se maquilla excesivamente, forjando una nueva identidad para reemplazar la anterior, que ha desaparecido con el diente. Después de salir del edificio, se queda en la vereda, esperando; hasta que Jim sale de la multitud, se acerca a ella y la toma de la mano. Su delirio es ahora tan fuerte que piensa que la ciudad está cubierta de la arena caliente que Jim mencionó en la balada.
El diente, en términos psicoanalíticos, representa algo arraigado en el pasado de la protagonista. Cuando era niña, Clara dependía de su madre y, más adelante, de su marido. Para rebelarse contra los roles sociales establecidos es crucial para ella deshacerse de la influencia de su madre. En el consultorio, piensa que «su diente parecía ahora la única parte de ella que tenía alguna identidad». Si el diente representa a la Madre con la que se fusiona la Niña antes de formar su propia identidad, la extracción significa romper con la Madre y obtener, por fin, una identidad separada. Clara se pregunta hasta dónde llegan las «raíces» del diente; le preocupa si quedará algo dentro de ella cuando se deshaga del control de su madre. Siempre ha estado ahí y no puede imaginar su vida sin él, aunque le cause dolor. Después de que el dentista comenta que la operación debería haberse realizado hace años, Shirley Jackson une hábilmente todo este dispositivo. Para ser una mujer dueña de sí misma, y disfrutar de su sexualidad, debió haberse separado de los roles impuestos por su madre hace años. Ahora comprendemos por qué el esposo de Clara insinúa que el dolor de muela arruinó su luna de miel, es decir, el primer encuentro sexual de la pareja.
Por todo esto, la extracción de la muela cambia a Clara Spencer tanto física como psícológicamente. Una vez liberada de la influencia de su madre, tiene la confianza suficiente para ser quién es y unirse a su amante demoníaco.
El Diente.
The Tooth, Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
El autobús esperaba, ronroneando pesadamente, estacionado ante la pequeña estación. Su mole azul y plateada brillaba a la luz de la luna. Sólo había un puñado de personas y a aquella hora no había nadie paseando por la calle. La única sala de cine del pueblo había cerrado sus puertas y todos los concurrentes habían pasado ya por la cafetería a tomar un helado y se habían marchado a casa; ahora el lugar estaba cerrado y era otra puerta oscura y silenciosa en la larga calle dormida. Las únicas luces eran los semáforos, los carteles de neón del bar de mala muerte al otro lado de la calle, que permanecía abierto toda la noche, y la solitaria lámpara en el mostrador de la estación, donde la chica del despacho de boletos estaba sentada con el abrigo y el sombrero puestos, esperando a que se marchara el autobús de Nueva York para volver a casa y acostarse.
En la acera, junto a la puerta abierta del autobús, Clara Spencer se aferraba al brazo de su marido con gesto nervioso.
—Me siento muy rara —murmuró.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él—. ¿Quieres que te acompañe?
—No, por supuesto que no. Ya se me pasará —a la mujer le costaba hablar con la mandíbula hinchada; con una mano apretó el pañuelo sobre la zona dolorida y con la otra se sujetó con fuerza a su marido—. ¿Estás seguro de que podrás arreglártelas solo? —preguntó—. Estaré de regreso mañana por la noche, a más tardar. De lo contrario, te llamaré.
—Todo andará bien —aseguró él, animándola—. Mañana al mediodía te habrá pasado el dolor. Dile al dentista que, si sucede cualquier cosa, iré enseguida.
—Me siento muy rara —repitió ella—. Me siento aturdida y un poco mareada.
—Es por la medicación. Tanta codeína, y ese whisky y sin comer nada en todo el día...
—Me temblaba tanto la mano que no me pude peinar —explicó ella con una risa nerviosa—. Menos mal que todo está oscuro.
—Procura dormir en el viaje. ¿Tomaste la pastilla para dormir?
La mujer asintió. Estaban esperando a que el conductor terminara su café en el bar; podían verlo a través de la ventana, sentado ante el mostrador, tomándose su tiempo.
—Me siento muy rara...
—¿Sabes una cosa, Clara? —el hombre habló en tono grave, como si pudiera dar más fuerza a sus palabras y, por lo tanto, resultar más reconfortante—: ¿Sabes?, me alegro de que vayas a Nueva York a que Zimmerman se ocupe de esto. No me lo perdonaría si resultase ser algo serio y te hubiera dejado ir con ese carnicero del pueblo.
—No es más que un dolor de muelas —replicó Clara, inquieta—. Un dolor de muelas no tiene nada de importante.
—Nunca se sabe —dijo él—. Puede haber un absceso o algo así; estoy seguro de que tendrá que sacarla.
—¡Ni se te ocurra volver a decirlo! —murmuró ella con un escalofrío.
—Bueno, tiene un mal aspecto —aseguró él, serio como antes—. Con la cara tan hinchada y todo eso. Pero no te preocupes.
—No estoy preocupada —aseguró Clara—. Es sólo que me siento como si fuera toda muelas, eso es todo.
El conductor se levantó y se dirigió a la caja para pagar. Clara avanzó hasta el vehículo y su marido le dijo:
—Tienes tiempo; tienes mucho tiempo todavía.
—Es que me siento tan rara.
—Escucha; esa muela te viene molestando desde hace años; desde que te conozco. Es hora de hacer algo. Hasta te dolió durante la luna de miel —añadió en tono acusador.
—¿De verdad? —replicó Clara—. ¿Sabes una cosa? — continuó diciendo, con una risita—, me di tanta prisa que no me vestí como era debido. Llevo unas medias viejas y lo guardé todo de cualquier manera en el bolso.
—¿Llevas suficiente dinero? —preguntó él.
—Casi veinticinco dólares —asintió Clara—. Mañana estaré de vuelta.
—Envíame un telegrama si necesitas más —le recordó el hombre. El chofer apareció a la puerta del bar—. No te preocupes.
—Escucha —dijo Clara—, ¿seguro que podrás arreglártelas? La señora Lang vendrá por la mañana para preparar el desayuno y no es preciso que Johnny vaya a la escuela si las cosas se complican.
—Ya lo sé.
—La señora Lang —insistió ella, tanteándose la cara con los dedos—. Le dije a la señora Lang que dejé el pedido de la tienda en la mesa, puedes comerte la lengua fría para almorzar y, en caso de que no esté de vuelta, la señora Lang te hará la cena. El chico de la lavandería tiene que venir a las cuatro; yo no habré llegado, así que dale tu traje marrón pero acuérdate de vaciar los bolsillos.
—Envíame un telegrama si necesitas más dinero —dijo él—. O llama. Mañana me quedaré en casa, así que puedes llamar.
—La señora Lang se ocupará del bebé.
—Recuerda, un telegrama —insistió el marido.
El chofer cruzó la calle y se detuvo junto a la puerta del autobús.
—¿Nos vamos? —preguntó.
—Adiós —dijo Clara a su esposo.
—Mañana te sentirás bien —le aseguró él—. Sólo es un dolor de muelas.
—Me encuentro bien —dijo Clara—. No te preocupes —empezó a subir al autobús y se detuvo de pronto, con el conductor esperando detrás de ella—. El lechero —recordó a su esposo—. Déjale una nota para que nos traiga huevos.
—Lo haré. Adiós.
—Adiós —repitió Clara.
Terminó de subir al autobús y, detrás de ella, el conductor se colocó al volante. El autobús iba casi vacío y la mujer se acomodó en la parte de atrás, junto a la ventanilla tras la cual esperaba su marido—. Adiós —le dijo a través del cristal—, cuídate.
—Adiós —dijo él, agitando la mano enérgicamente.
El autobús se desperezó, gruñó y empezó a avanzar. Clara volvió la cabeza para decir adiós con la mano una vez más y, por fin, se acomodó en el asiento, amplio y mullido. ¡Dios santo, las cosas que hay que hacer!, se dijo.
Tras la ventanilla, la calle familiar se deslizó ante sus ojos, extraña y oscura y vista, inesperadamente, desde la perspectiva única de una persona que abandonaba el pueblo a bordo de un autobús. No era como si fuese la primera vez que iba a Nueva York, pensó Clara con indignación; era el efecto del whisky, la codeína, la pastilla para dormir y el dolor de muelas. Se apresuró a comprobar que llevaba las pastillas de codeína en el bolso. Normalmente, tenía el frasco en el mueble de la sala de estar, con las aspirinas y un vaso de agua, pero debía haberlo tomado en algún momento de su frenética salida de la casa, porque lo encontró en el bolso, junto a los veintiún dólares la polvera, el peine y el lápiz de labios.
Por el tacto, la mujer advirtió que había llevado el lápiz de labios viejo, que estaba casi terminado, y no el nuevo, que era de un tono más oscuro y le había costado dos con cincuenta. Tenía la media corrida y un agujero en la punta, que no había advertido en casa con sus cómodos zapatos viejos pero que ahora, de pronto, resultaba desagradablemente visible con sus mejores zapatos de paseo. Bueno, se dijo, ya compraré unas medias nuevas en Nueva York, cuando tenga arreglada la muela y vuelva a sentirme bien.
Se llevó la lengua a la muela con mucho cuidado y fue recompensada con una punzada de dolor.
El autobús se detuvo ante un semáforo y el chofer abandonó su asiento, recorrió el pasillo del vehículo hasta llegar a la altura de Clara y dijo:
—Me olvidé de pedirle el boleto, señora.
—Supongo que estaba demasiado apurada —respondió ella. Encontró el boleto en el bolsillo del abrigo y se lo entregó al hombre—. ¿A qué hora llegaremos a Nueva York?
—A las cinco y cuarto —informó el chofer—. Tendrá mucho tiempo para desayunar. ¿Sólo ida?
—Sí, volveré en tren —explicó Clara, sin entender por qué razón se lo contaba, salvo que era de madrugada y la gente que compartía el aislamiento en una prisión extraña como aquel autobús tenía que mostrarse más amistosa y comunicativa que a otras horas.
—Yo volveré en autobús —contestó el hombre, y los dos se echaron a reír (Clara, dolorosamente debido a la hinchazón del rostro).
Cuando el chofer volvió al asiento del conductor, ella se recostó apaciblemente en el respaldo, percibiendo el efecto del somnífero. Ahora, el latido de la muela resultaba distante y se mezclaba con el movimiento uniforme del autobús, como las palpitaciones de su corazón, que escuchaba cada vez más fuertes, incansables en la noche. Echó la cabeza hacia atrás, puso los pies en el asiento contiguo, discretamente cubiertos con la falda, y cayó dormida sin haber dicho adiós al pueblo.
En un momento abrió los ojos y vio que el autobús avanzaba a través de la oscuridad casi en silencio. La muela le latía uniformemente y volvió la mejilla hacia el frío respaldo con cansina resignación. Las únicas luces eran las bombillas mortecinas a lo largo del techo. En la parte delantera, lejos de su asiento, vio sentados a los demás pasajeros; el chofer, tan distante como si fuera una pequeña silueta al extremo de un telescopio, estaba al volante muy derecho, perfectamente despierto al parecer. Clara volvió a sumirse en su extraño sueño.
Un rato después despertó de nuevo porque el autobús se había detenido. La interrupción de aquel movimiento silencioso a través de la oscuridad fue un sobresalto tan grande que la despertó aturdida, y pasó un minuto antes de que la muela empezara a dolerle de nuevo. Los pasajeros ocupaban el pasillo y el conductor, volviendo la cabeza, anunció: «¡Quince minutos!»
Clara se incorporó y siguió a los demás, completamente dormida y moviendo los pies sin darse cuenta de lo que hacía. Se habían detenido frente a un restaurante abierto, solitario e iluminado junto a la carretera desierta. El lugar estaba caluroso y lleno de gente y de bullicio. Vio un asiento libre al fondo y lo ocupó, sin notar que había vuelto a quedarse dormida hasta que alguien se sentó junto a ella y le tocó el brazo. Cuando Clara miró a su alrededor nebulosamente, el hombre preguntó:
—¿Va muy lejos?
—Sí —respondió ella.
El hombre llevaba un traje azul y parecía alto; Clara no pudo concentrar los ojos para distinguir nada más.
—¿Quiere un café?
Ella asintió y el hombre señaló con un gesto el mostrador, donde Clara vio una taza humeante frente a ella.
—Tómelo rápido —dijo él.
Clara dio un sorbo con delicadeza; si por ella hubiera sido habría probado el café sin levantar la taza del mostrador. El hombre estaba diciendo algo:
—Más allá incluso de Samarcanda, y las olas tintineando en la costa como campanas.
—Bien, vamos —anunció el chofer, y Clara dio otro rápido sorbo al café, suficiente para permitirle regresar al autobús.
Cuando volvió a ocupar el asiento, el desconocido se instaló en al lado. El autobús estaba tan oscuro que la luz del restaurante le resultó tan insoportable que cerró los ojos. Con los párpados entornados, antes de caer dormida de nuevo, se sintió encerrada a solas con el dolor de muelas.
—Las flautas suenan toda la noche —dijo el desconocido— y las estrellas son grandes como la luna, y la luna es grande como un lago.
Cuando el autobús reemprendió la marcha, se adentraron de nuevo en la oscuridad. Sólo la hilera de luces del techo unía la parte trasera del vehículo, donde ella iba sentada, con la parte delantera donde estaba el chofer y los pasajeros que ocupaban aquellas plazas, tan alejadas de la suya. Las luces los mantuvieron unidos mientras el desconocido sentado junto a ella murmuraba:
—Nada que hacer en todo el día, sino estar tumbado bajo los árboles.
Clara no era nada; mientras pasaba ante los árboles y las esporádicas casas dormidas, estaba en el autobús pero estaba en otro mundo, unida al chofer por una tenue hilera de luces y llevada carretera adelante sin esfuerzo.
—Me llamo Jim —dijo el desconocido.
Ella estaba tan dormida que se sacudió, incómoda, y apoyó la frente en el cristal de la ventana, tras la cual seguía reinando la oscuridad. Al cabo de un rato, un nuevo sobresalto la despertó y, aturdida, preguntó con voz asustada:
—¿Qué pasa?
—No es nada —dijo el desconocido, Jim —. Venga.
Clara lo siguió, bajó del autobús y entró en lo que le pareció el mismo restaurante pero, cuando se dispuso a ocupar el mismo taburete al fondo del mostrador, el hombre la tomó de la mano y la condujo a una mesa.
—Vaya a lavarse la cara —le dijo—. Después vuelva aquí.
Clara entró en el baño de mujeres y encontró allí a una chica empolvándose la nariz. Sin volverse, la chica le dijo:
—Cuesta diez centavos. Deje la puerta abierta para que la siguiente no tenga que pagar.
La puerta tenía una traba para impedir que se cerrara y la mitad de una caja de fósforos en la cerradura. Lo dejó todo como lo había encontrado y volvió a la mesa donde la esperaba Jim.
—¿Qué quiere tomar? —preguntó, pero él señaló otra taza de café y un bocadillo y murmuró—. Adelante.
Mientras Clara trataba de comer el bocadillo, oyó la voz suave y melodiosa del hombre:
—Y mientras dejábamos atrás la isla, escuchamos una voz que nos llamaba...
De nuevo en el autobús, Jim le dijo:
—Apoye la cabeza en mi hombro y vuélvase a dormir.
—Así estoy bien —respondió ella.
—No. Antes llevaba la cabeza golpeando contra el cristal.
Una vez más Clara se durmió. Y, una vez más, despertó sobresaltada cuando el vehículo se detuvo. Y una vez más Jim la condujo a un restaurante y le ofreció otro café. La muela empezó a dolerle y, con una mano apretada contra la mejilla, rebuscó en los bolsillos del abrigo y luego en el bolso hasta encontrar el frasquito de codeína, y se tomó dos pastillas mientras Jim la observaba.
Estaba terminando el café cuando escuchó el ruido del motor y se incorporó de inmediato. Subió corriendo al refugio en sombras de su asiento, con Jim sosteniéndola del brazo. El autobús ya estaba en marcha cuando advirtió que había olvidado el frasco en la mesa del restaurante. Ahora estaba a merced del dolor. Volvió la vista un momento por la ventanilla hacia las luces del restaurante y luego apoyó la cabeza en el hombro de Jim. Mientras se dormía, lo oyó decir:
—La arena es tan blanca que parece nieve, pero está caliente; incluso de noche está caliente bajo los pies.
Se detuvieron por última vez y Jim la ayudó a bajar del autobús. Por un instante, se encontraron juntos en Nueva York. Una mujer que pasaba cerca de ellos dijo al hombre que la seguía con unas maletas:
—Llegamos puntualmente. Las cinco y cuarto.
—Voy al dentista —explicó ella a Jim.
—Ya lo sé —respondió él—. La estaré vigilando.
El hombre se fue, aunque Clara no lo vio hacerlo. Se le ocurrió buscar a alguien con traje azul saliendo por la puerta, pero no vio a nadie.
Debería haberle dado las gracias, se dijo medio atontada, y se dirigió lentamente al bar de la estación, donde volvió a pedir café. El hombre del mostrador la miró con la fatigada compasión de quien había pasado una larga noche viendo a gente subir y bajar de los vehículos.
—¿Tiene sueño? —preguntó.
—Sí —contestó Clara.
Al cabo de un rato descubrió que la estación estaba al lado de la Terminal de Pennsylvania y consiguió llegar al vestíbulo principal y encontrar un hueco en una de las bancas antes de caer dormida de nuevo.
Alguien la sacudió enérgicamente por el hombro y le dijo:
—¿Qué tren va a tomar, señora? Son casi las siete.
Clara se incorporó y vio su bolso sobre el regazo; observó sus pies, elegantemente cruzados, y se fijó en el reloj que tenía ante ella.
—Gracias —murmuró.
Se puso en pie y anduvo hasta dejar atrás los bancos y llegar a una escalera mecánica. Alguien subió inmediatamente detrás de ella y la tocó en el brazo; Clara se volvió y encontró a Jim.
—La hierba es muy suave y muy verde —dijo él con una sonrisa—, y el agua del río es muy fría.
Ella lo miró con aire cansado. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, Clara saltó y echó a andar hacia la calle. Jim avanzó junto a ella y su voz continuó:
—El cielo es más azul que cualquiera que hayas visto, y las canciones...
Clara se apartó de él y le pareció que la gente la miraba al pasar. Se detuvo en la esquina esperando a que cambiara el semáforo, y Jim, con movimientos muy rápidos, se acercó a ella y luego se alejó.
—Mira —susurró al pasar, y le mostró un puñado de perlas.
Al otro lado de la calle había un bar que acababa de abrir. Entró y se sentó; al instante, vió junto a ella a una camarera de expresión malhumorada.
—Estaba usted dormida —dijo la camarera en tono acusador.
—Lo siento mucho —respondió. Ya era de día—. Huevos revueltos y café, por favor.
Eran las ocho menos cuarto cuando salió del bar.
Si tomo un autobús, pensó, y voy directamente al centro, puedo esperar en el bar de enfrente del consultorio; así podré ser la primera cuando llegue el dentista.
Los autobuses iban llenos; tomó el primero que llegó y no encontró asiento. Quería bajar en la calle 23 y sólo pudo sentarse cuando ya estaba cruzando la calle 26; cuando despertó, se encontró en pleno centro, tan lejos que tardó casi media hora en encontrar otro autobús y volver a la calle 23.
Mientras esperaba a que cambiara el semáforo en la esquina de la calle 23, se vio envuelta en una multitud de peatones, y cuando éstos cruzaron la calle y se dispersaron en varias direcciones, alguien se puso a su lado. Durante unos instantes, la mujer continuó caminando sin levantar la cabeza, con la vista fija en la acera y un aire irritado, y con la muela ardiéndole; por fin, levantó los ojos y miró a su alrededor, pero no encontró ningún traje azul entre la gente que circulaba.
Cuando llegó al edificio donde estaba el consultorio, aún era muy temprano. El conserje estaba recién afeitado y perfectamente peinado, y sostenía la puerta con gesto enérgico; cuando llegaran las cinco, sus movimientos serían perezosos y llevaría el cabello ligeramente despeinado. Clara cruzó la puerta con una sensación de triunfo; había conseguido ir de un lugar a otro y había alcanzado su objetivo, la meta de su viaje.
La enfermera, vestida de impecable blanco, estaba sentada tras un escritorio; sus ojos observaron la mejilla hinchada y los hombros hundidos de Clara y murmuró:
—¡Oh, pobre! Parece usted agotada.
—Me duele una muela.
La enfermera sonrió, como si aún esperara el día en que alguien entrara diciendo: «Me duelen los pies». Se incorporó.
—Venga —dijo—. No la haremos esperar.
El sol iluminaba el sillón del dentista, la mesita blanca, redonda, y el torno con su fina punta de cromo. El dentista sonrió con el mismo aire tolerante de la enfermera; tal vez todas las dolencias humanas estaban contenidas en los dientes y aquel hombre podía arreglarlas a condición de que una acudiera a verlo a tiempo. La enfermera dijo con voz tranquila:
—Voy a buscar el historial, doctor. Hemos considerado hacerla pasar enseguida.
Mientras le hacían una radiografía, Clara pensó que no había nada detrás de su cabeza que detuviera el objetivo malicioso de la cámara, como si esta pudiera ver a través de ella y fotografiar los clavos de la pared, o los botones del puño de la camisa del dentista.
—Extracción —dijo el dentista a la enfermera con voz apenada. La enfermera contestó:
—Sí, doctor.
La muela, que había llevado a Clara hasta allí, parecía ahora la única parte de ella que tenía alguna identidad. Daba la impresión de que el resto de su ser no hubiera estado presente al hacer la radiografía. Ahora, la muela era lo importante, lo que merecía ser registrado y examinado, y ella sólo era su involuntaria portadora (y sólo como tal era objeto del interés del dentista y de la enfermera). El dentista le entregó un papel con el diagrama de una dentadura completa; la muela que le dolía estaba marcada con tinta negra y al lado se leía: «Molar inferior; extracción».
—Con este papel —indicó el dentista—, vaya a la dirección que figura en el membrete. Es un cirujano dentista. Allí se ocuparán de usted.
—¿Qué harán? —preguntó ella, pero no era la pregunta que quería hacer; no, señor. Más bien era: «¿Qué me harán?», o: «¿Hasta dónde llega la raíz?»
—Extraerle esa muela —contestó el dentista con irritación, dándole la espalda—. Debería habérsela sacado hace años.
Estoy aquí desde hace bastante tiempo y ya se cansó de mi muela, pensó Clara. Se levantó del sillón y dijo:
—Gracias, doctor. Adiós.
—Adiós —respondió el dentista y, en el último momento, le dirigió una sonrisa mostrando a la mujer su dentadura blanca y perfecta.
—¿Se encuentra bien? ¿Le molesta demasiado? —se interesó la enfermera.
—Sí, me encuentro bien.
—Puedo darle unas pastillas de codeína —continuó la enfermera—, aunque sería mejor que no tomara nada, por supuesto, pero puedo administrarle algunas si le duele mucho.
—No —respondió Clara, recordando el frasquito de la codeína olvidado en la mesa de algún restaurante—. No me molesta tanto, gracias.
—Muy bien... —dijo la enfermera—, que tenga buena suerte.
Clara bajó las escaleras y salió a la calle, pasando delante del conserje. En el cuarto de hora que había pasado en la consulta, el hombre ya había perdido un poco de presencia matutina y su reverencia fue un poco más corta que antes.
—¿Taxi? —preguntó el conserje, y Clara, recordando el autobús de la calle 23, asintió.
En el preciso instante en que el conserje hacía un gesto desde el cordón de la vereda, con una reverencia hacia un taxi que parecía haber sacado de la nada, Clara creyó ver una mano que le hacía señales entre la multitud al otro lado de la calle.
Leyó la tarjeta del papel que le había dado el dentista y la repitió cuidadosamente al taxista. Con la tarjeta y el papel donde el dentista había escrito «molar inferior», y donde aparecía claramente identificada la muela, Clara permaneció sentada, inmóvil, sin soltar los papeles y con los ojos casi cerrados. Pensó que debía haberse dormido cuando el taxi se detuvo de pronto y el chofer, alargando un brazo hacia atrás para abrir la puerta, la miró con curiosidad antes de anunciar:
—Llegamos, señora.
—Voy a que me saquen una muela —explicó ella.
—¡Vaya! —exclamó el taxista. Ella le pagó y el hombre le deseó buena suerte antes de cerrar fuerte la puerta.
Estaba ante un edificio extraño, cuya entrada flanqueaban unos símbolos médicos tallados en piedra; allí, el conserje tenía un leve aire profesional, como si fuera capaz de hacerle un diagnóstico en el caso de que ella no quisiera entrar. Clara pasó junto a él y siguió adelante hasta que un ascensor abrió sus puertas. Mostró la tarjeta al ascensorista y éste dijo:
—Séptimo.
Tuvo que retroceder hasta el fondo del ascensor para dejar espacio a una enfermera que llevaba a una anciana en silla de ruedas. La anciana estaba muy tranquila y quieta, sentada con una manta sobre las rodillas: «Buenos días», saludó al ascensorista, y éste respondió: «Es magnífico ver el sol», y la anciana se recostó en la silla y la enfermera le acomodó la manta en torno a las rodillas y dijo: «Bueno, ahora estaremos tranquilas...», y la anciana contestó, irritada: «¿Quién se preocupa?»
Las dos mujeres bajaron en el cuarto piso. El ascensor siguió su camino y el ascensorista anunció por fin: «Séptimo piso», y la puerta se abrió.
—Directo al fondo del pasillo y luego doble a la izquierda —le indicó el ascensorista.
A ambos lados del pasillo había puertas cerradas, con carteles. En algunas de ellas se leía «DCD», en otras decía «Clínica» y en otras, «Rayos X». Una de ellas, de aspecto amistoso y, en cierto modo, comprensible, decía «Damas». Después dobló a la izquierda y encontró otra puerta con el nombre de la tarjeta, la abrió y entró. Había una enfermera sentada detrás de un mostrador, casi como el de un banco, y unas palmeras enanas plantadas en macetas en los rincones de la sala de espera, y unas revistas recientes y unas sillas cómodas. La enfermera de la ventanilla preguntó: «¿Sí?», como si Clara estuviera en deuda con el dentista y le debiera todavía un par de muelas.
Deslizó el papel por la ventanilla y la enfermera lo inspeccionó antes de decir:
—Molar inferior, sí. Llamaron diciendo que venía. ¿Quiere pasar, por favor? Por la puerta de la izquierda.
¿Entrar en el santuario?, estuvo a punto de decir Clara, pero abrió la puerta en silencio y entró. Allí la esperaba otra enfermera que le sonrió y dio media vuelta esperando que la siguiera sin mostrar la menor duda sobre su derecho a guiarla.
Pasaron ante otra puerta de rayos X y la enfermera dijo a una colega: «Molar inferior», y la otra enfermera susurró: «Sígame por aquí, por favor».
Recorrieron un laberinto de pasillos que parecían conducir al corazón del edificio, hasta que, por fin, llegaron a un cubículo donde había un sofá con una almohada, una palangana y una silla.
—Aguarde aquí —dijo la enfermera—. Y trate de relajarse.
—Lo más probable es que me quede dormida — respondió Clara.
—Muy bien. No tendrá que esperar mucho.
Aguardó más de una hora, quizás, aunque pasó la mitad del tiempo semidormida, despertando cuando alguien pasaba ante la puerta. A veces la enfermera asomaba la cabeza y sonreía. En una ocasión le repitió que no tendría que esperar mucho. Luego, de pronto, la enfermera reapareció sin la sonrisa, sin hacerse ya la anfitriona amable, sino con aire de eficiencia y rapidez.
—Vamos —dijo, y la sacó del cubículo y la condujo de nuevo por los pasillos con aire resuelto.
Después, tan deprisa que ni le dio tiempo a verlo, se encontró sentada en un sillón, con una toalla en torno a la cabeza y otra bajo la barbilla. La enfermera apoyaba una mano sobre su hombro.
—¿Me dolerá? —preguntó Clara.
—No —respondió la enfermera con una sonrisa—. Usted sabe bien que no, ¿verdad?
—Sí —murmuró.
Entró el dentista y le sonrió desde arriba.
—Bien —dijo.
—¿Me dolerá? —repitió ella.
—Vamos, vamos —contestó el hombre en tono animado—, si le hiciéramos daño a la gente no duraríamos en este negocio —mientras hablaba, el médico se afanaba con unos objetos metálicos ocultos bajo un lienzo mientras acercaban al sillón una gran máquina sobre ruedas—. No duraríamos nada —insistió—. Lo único que debe preocuparle es contarnos algún secreto mientras está dormida. ¿Molar inferior? —preguntó a la enfermera.
—Molar inferior, doctor —confirmó ésta.
A continuación le colocaron una máscara de goma de sabor metálico y el médico, distraídamente, repitió un par de veces: «¿Sabe?», mientras ella lo veía por encima de la máscara. La enfermera dijo: «Relaje las manos, querida», y al cabo de rato notó que sus dedos se relajaban.
Antes de que todo le aleje, pensó, recuerda esto. Y recuerda el sonido y el sabor metálico. Y lo ultrajante de todo asunto.
Y luego el torbellino de la música, el sonido confuso de la música que seguía y seguía, girando y girando, y Clara corría por un pasillo largo, horrorosamente claro, con puertas a ambos lados, y al fondo del pasillo estaba Jim, con los brazos extendidos y riéndose, diciendo algo que ella no alcanzaba a oír debido a la música, y volvía a correr y luego decía: «No tengo miedo», y alguien de la puerta contigua la agarraba del brazo y tiraba de ella y el mundo se fue ensanchando hasta que pareció que nunca se detendría, pero a continuación se detuvo con la cara del doctor mirándola desde arriba y la ventana quedó encuadrada delante de ella, y la enfermera le estaba sosteniendo el brazo.
—¿Por qué me tironeaba del brazo? —preguntó, y notó la boca llena de sangre—. Yo quería seguir...
—Yo no le tiré del brazo... —replicó la enfermera, pero el dentista comentó:
—Todavía no ha despertado del todo.
Clara se echó a llorar y notó que las lágrimas le rodaban por el rostro y que la enfermera las secaba con una toalla. No había sangre en ninguna parte, salvo en su boca; todo lo demás estaba limpio como antes. El dentista se marchó y la enfermera le tendió el brazo y la ayudó a incorporarse.
—¿Dije algo? —preguntó de pronto, con voz nerviosa —. ¿Dije algo?
—Solo: «No tengo miedo» —la tranquilizó la enfermera—. Justo cuando estaba despertando.
—No —respondió Clara, deteniéndose para sujetar el brazo que la rodeaba por la cintura—. ¿Dije algo? ¿Dije dónde está él?
—No dijo nada —insistió la enfermera—, el doctor sólo estaba bromeando.
—¿Dónde está la muela? —quiso saber de pronto; la enfermera soltó una risita y respondió:
—La sacamos. No volverá a molestarla.
Volvió a encontrarse en el cubículo. Se tendió en el sofá y se echó a llorar, y la enfermera le llevó whisky en un vaso descartable y se lo dejó junto a la palangana.
—Dios me ha dado a beber sangre —dijo a la enfermera, y ésta le respondió:
—No se enjuague la boca o no coagulará.
Después de un largo rato la enfermera volvió a asomar la cabeza y le dijo desde la puerta, con una sonrisa:
—Veo que ya está despierta.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Clara.
—Se quedó dormida y no quise despertarla.
Clara se incorporó en el sofá; se sentía mareada, como si llevara toda la vida en aquel cubículo.
—¿Desea acompañarme? —preguntó la enfermera. De nuevo era todo amabilidad, ofreciéndole el mismo brazo, lo bastante fuerte como para guiar cualquier paso inseguro. Volvieron a recorrer el largo pasillo hasta donde estaba la primera enfermera, sentada.
—¿Todo listo? —preguntó esta enfermera con tono animada—. Siéntese ahí un minuto —señaló una silla y se volvió para anotar algo afanosamente—. No se enjuague la boca en un par de horas —indicó, sin mirarla—. Esta noche tome un laxante, y un par de aspirinas si le duele. Si sufre muchos dolores o tiene una hemorragia excesiva, póngase en contacto enseguida con este consultorio. ¿Lo ha entendido? —preguntó, con otra de sus animadas sonrisas.
Clara se encontró con otro pequeño papel en la mano. Decía: «Extracción», y debajo: «No se enjuague la boca. Tome un laxante suave y un par de aspirinas para el dolor. Si el dolor es excesivo o se presenta alguna hemorragia, avise al consultorio.»
—Adiós —la despidió la enfermera con amabilidad.
—Adiós —respondió Clara.
Con la nota en la mano, salió por la puerta de vidrio y, casi dormida, dobló y echó a andar por el pasillo. Cuando abrió un poco los ojos y vio que estaba en un largo corredor con puertas a ambos lados, se detuvo ante una de ellas, donde se leía: «Damas», y entró. Se encontró en una amplia sala con ventanas y asientos de mimbre y relucientes baldosas blancas y brillantes grifos plateados; en torno a los lavamanos había cuatro o cinco mujeres peinándose o pintándose los labios. Avanzó directamente hasta el lavamanos más próximo, tomó una toallita de papel, dejó el bolso y la nota en el suelo, a su lado, y abrió el grifo, donde procedió a mojar la toallita hasta que estuvo empapada. A continuación se la aplicó enérgicamente sobre el rostro. Se le aclaró la vista y se sintió más despierta, de modo que empapó otra toallita y la mujer que estaba más cerca le pasó una, soltando una risita que Clara captó perfectamente, aunque no podía ver debido al agua que tenía en los ojos. Luego, oyó decir a una de las mujeres: «¿Dónde vamos a almorzar?», y a otra que respondía: «En el bar de abajo, probablemente. Ese viejo estúpido quiere que esté de vuelta en media hora».
Comprendió que estaba estorbando, que aquellas mujeres tenían los minutos contados para asearse y bajar a almorzar, y se apresuró a secarse la cara, apartarse un par de pasos, levantar la cara y mirarse al espejo, cuando se dio cuenta, con una leve punzada de desconcierto, de que no tenía la menor idea de cuál de aquellos rostros era el suyo.
Observó las imágenes del espejo como si tuviera delante un grupo de desconocidas que la miraban; ninguno de los rostros le resultaba familiar, ninguno le sonreía ni daba la menor muestra de reconocerla. Siempre había pensado que mi propio rostro me reconocería, se dijo con un extraño entumecimiento en la garganta. Ante ella había una cara fofa, sin barbilla y con el cabello rubio brillante, otra cara de facciones enjutas bajo un sombrero rojo con velo, otro rostro descolorido y nervioso con el cabello castaño aplastado y recogido en la nuca, otro de líneas angulosas bajo una melena también cuadrada y dos o tres caras más que disputaban por acercarse al espejo, haciendo muecas y estudiándose con mirada crítica. Tal vez no es un espejo, pensó; tal vez es una ventana y estoy viendo a unas mujeres que se acicalan al otro lado. Pero no: aquellas mujeres estaban peinándose y mirándose en el espejo; decididamente, el grupo estaba de su lado. Ojalá no sea esa rubia, se dijo, y levantó la mano llevándosela a la mejilla.
Comprobó que la suya era la cara pálida y nerviosa con el cabello recogido y, al advertirlo, se sintió indignada. Retrocedió, abriéndose paso entre las mujeres mientras se decía: No es justo. ¿Por qué tengo esa cara tan descolorida? En ese espejo había algunas caras bonitas; ¿por qué no escogí una de ellas? No tuve tiempo, se respondió malhumorada; no me dieron tiempo de pensar. Si lo hubiera tenido, habría podido escoger otro más bonito. Incluso el de la rubia habría sido mejor.
Retrocedió hasta el fondo del baño, y se sentó en una de las sillas de mimbre. Es vulgar, seguía pensando. Alzó la mano y se tanteó el cabello; estaba algo despeinado después de haber dormido pero así era como lo llevaba peinado, aplastado hacia atrás y recogido en la nuca con un broche ancho. Como una estudiante, se dijo, sólo que... (añadió, recordando la cara pálida del espejo), sólo que ya tengo bastantes más años. Desabrochó la hebilla del pelo con dificultad y la colocó donde pudiera verla. El cabello le cayó suavemente en torno al rostro, cálido y largo hasta los hombros. El broche era de plata y llevaba grabado un nombre: «Clara».
—Clara —dijo en voz alta.
«¿Clara?»
Dos de las mujeres se volvieron para dirigirle una sonrisa mientras salían del baño. Casi todas salían ya perfectamente peinadas y maquilladas, y se alejaban apresuradamente sin dejar de parlotear. En cuestión de un segundo, como aves abandonando las ramas de un árbol, todas desaparecieron y ella se quedó sentada a solas.
Dejó caer el broche en el cenicero junto al asiento; el cenicero era hondo y metálico y el broche produjo un agradable ruido al caer. Con el cabello suelto, abrió el bolso y empezó a sacar cosas; las fue colocando en su regazo conforme aparecían. Un pañuelo liso, blanco y sin desdoblar. Una polvera cuadrada de plástico, imitación, con un compartimento para el maquillaje y otro para el rouge; era evidente que el primero no se había utilizado, aunque el rouge estaba casi acabado.
Por eso estoy tan pálida, pensó mientras dejaba la polvera.
Un lápiz de labios, de un tono rosa, casi acabado también. Un peine, un paquete abierto de cigarrillos y una caja de cerillos, un monedero y una billetera. El monedero era rojo, de imitación de cuero, con un cierre en la parte superior; lo abrió y vació su contenido en la mano. Monedas de diez centavos; de cinco, de uno, de cuarto de dólar. Noventa y siete centavos en total. Con eso no podía ir muy lejos, se dijo, y abrió la billetera de piel marrón; contenía dinero, pero primero buscó otros papeles y no encontró ninguno. Lo único que había dentro eran billetes. Los contó: diecinueve dólares. Con eso podía ir un poco más lejos, pensó.
El bolso no contenía nada más. Ni llaves (¿no debería tener llaves?, se preguntó), ni papeles, ni agendas ni documentos de identidad. El bolso era también de imitación de cuero, de color gris claro. Se examinó y observó que llevaba un traje gris oscuro de franela y una blusa rosa salmón con un volante en torno al cuello. Sus zapatos eran negros, de tacón discreto y con cordones, uno de los cuales estaba desatado. Llevaba medias beige y advirtió un desgarro en la rodilla derecha y otra, escandalosamente grande, que le bajaba por la pantorrilla y terminaba en un agujero en el dedo gordo del pie, que podía apreciar al tacto dentro del zapato. En la solapa de la chaqueta llevaba un prendedor y, cuando le dio la vuelta para verlo, comprobó que era una letra C de plástico azul.
Se lo quitó y lo arrojó al cenicero, donde repicó contra el fondo, arrancando un tintineo metálico al chocar con el broche para el cabello. Sus manos eran menudas, con los dedos rechonchos y las uñas sin pintar, y la única joya que lucía era una fina alianza de oro en la mano izquierda.
Sentada en la silla de mimbre del baño de damas, pensó: Lo menos que puedo hacer es librarme de estas medias.
Como no había nadie, se quitó los zapatos y las medias con una sensación de alivio cuando el dedo gordo quedó libre del agujero. ¿Dónde las escondo?, se preguntó. En el cesto de las toallitas usadas. Cuando se puso en pie, pudo verse mejor en el espejo.
Su aspecto era aún más espantoso de lo que pensaba: el traje gris le hacía bolsas en los glúteos, sus piernas eran huesudas y tenía los hombros hundidos. Tengo aspecto de cincuentona, pensó; pero no puedo tener más de treinta, añadió al estudiarse el rostro. El cabello le colgaba desordenado en torno a sus pálidas facciones y, en un arrebato furioso, rebuscó en el bolso hasta encontrar el lápiz de labios. Trazó una marcada boca rosa en el rostro blanquecino y, mientras lo hacía, se dio cuenta de que no era experta en maquillarse.
De todos modos, con los labios pintados, la cara que tenía delante le pareció un poco más aceptable, de modo que abrió la polvera y se ruborizó las mejillas. Le quedaron desiguales y demasiado marcadas, igual que los labios, pero al menos ya no se veía tan demacrada.
Echó las medias a la papelera y salió de nuevo al pasillo con las piernas desnudas, dirigiéndose resueltamente hacia el ascensor.
—¿Abajo? —preguntó el ascensorista al verla.
Ella entró y el ascensor la transportó silenciosamente hasta la planta baja.
Volvió a pasar ante el conserje con su aire grave y profesional, y salió a la calle, llena de gente. Se detuvo delante del edificio y esperó. Al cabo de unos minutos, entre la multitud de transeúntes apareció Jim, que llegó hasta ella y la tomó de la mano.
En alguna parte, entre un mundo y otro, había quedado su frasco de codeína y arriba, en el suelo del baño de damas, había dejado la hojita de papel que empezaba diciendo: «Extracción».
Siete pisos más abajo, sin pensar en la gente que caminaba decidida por la acera, sin advertir las esporádicas miradas curiosas, con su mano en la de Jim y el cabello cayéndole sobre los hombros, corría descalza por la arena caliente.
Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Shirley Jackson.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Shirley Jackson: El Diente (The Tooth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Estos análisis tan profundos para luego tener disponible el relato y leerlo, es tan exquisito… Muchas gracias
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