«El refugiado»: Jane Rice; relato y análisis


«El refugiado»: Jane Rice; relato y análisis.




El refugiado (The Refugee) es un relato de hombres lobo de la escritora norteamericana Jane Rice (1913-2003), publicado originalmente en la edición de octubre de 1943 de la revista Unknown Worlds, y luego reeditado en la antología de 2003: El ídolo de las moscas y otras historias (The Idol of the Flies and Other Stories).

El refugiado, sin lugar a dudas uno de los mejores cuentos de Jane Rice, relata la historia de Milli Cushman, una mujer estadounidense atrapada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, soportando las incomodidades del racionamiento y el tedio del aislamiento, quien es sacudida de su rutina cuando un joven extraordinariamente apuesto, desnudo, de aspecto lobuno, aparece durmiendo en su jardín (ver: El Hombre Lobo y la Mujer Loba: algunas diferencias de género en la ficción)

SPOILERS.

El refugiado de Jane Rice apareció en el último número de Unknown Worlds, cuyo editor, John W. Campbell, fue un pionero introduciendo a varias escritoras que no se encontraban con mucha frecuencia en las revistas pulp. Campbell, además, era extremadamente exigente, tal es así que en 1942 rechazó el primer relato de Ursula Kroeber. La chica tenía apenas doce años en ese momento y, al parecer, su historia necesitaba mucho trabajo. No obstante, la alentó a seguir escribiendo, afirmando además que se convertiría en una gran escritora en el futuro. Ursula Kroeber siguió su consejo. El lector quizás la conozca mejor por su seudónimo, Ursula K. Le Guin.

Milli Cushman está atrapada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, probablemente en París, pero esto no está claro. Definitivamente es una zona ocupada por los nazis. Milli es rica, a pesar de ser hija de un carnicero d Pittsburgh. Jane Rice la describe como una mujer mimada, frívola, y fatalmente ingenua. Anhela las fiestas, los cócteles, los días de ir al Café Royale. Pero la realidad es dura. La comida escasea. Milli piensa en la ciudad como un «demacrado gato gris», lo cual le recuerda, tal vez, una frase de su padre: «cocinado, un gato tiene un parecido sorprendente con el conejo». Para agregarle mayor dramatismo a la situación, no se encuentran peluqueros decentes. Y luego está la cuestión de los hombres. No hay, no hombres interesantes, al menos (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror)

El hambre ha agudizado los recuerdos de la carnicería de su padre. Es difícil no pensar en ellos en una época de racionamiento. Sin embargo, Milli intenta mantener las apariencias. Y lo consigue, hasta que un día ve al hombre en su jardín, un hombre desnudo de «excelente anatomía». Milli, hambrienta no solo de carne vacuna, es sobrecogida por la excitación. El hombre es «perfectamente hermoso», tal es así que la primera reacción de Milli es levantar un poco la cabeza para ocultar una incipiente papada. El hombre, sin embargo, huye del jardín cuando María, la sirvienta, entra en el salón para comentarle a Milli que un vecino de la zona, Phillipe, ha sido encontrado muerto, a falta de una palabra mejor, porque lo cierto es que de su cadáver solo se han encontrado los huesos.

El refugiado de Jane Rice es un relato engañoso, que parece dirigirse inevitablemente hacia un final que el lector anticipa en las primeras páginas, para darle una verdadera bofetada en el rostro. En primer lugar, tenemos a un hombre lobo que no es un alma perdida [como hemos visto hace poco en El hombre lobo de Ponkert (The Werewolf of Ponkert)], y menos aun alguien que lamenta su condición de licántropo. En cambio, tenemos un joven galán que claramente se deleita con los aspectos más siniestros de la licantropía (ver: Razas y clanes de hombres lobo)

Es inevitable mencionar algunas similitudes intencionales entre El refugiado y el cuento de Caperucita Roja, solo que el interés amoroso de Milli resulta tener mucho más en común con el Lobo del cuento que con Caperucita. Milli no quiere ayuda, no necesita ser rescatada, y ciertamente está en condiciones de ser ella quien imponga las condiciones al Lobo (ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror)

Entonces, cuando El refugiado de Jane Rice parece dirigirse inexorablemente hacia un final previsible, el menguante suministro de alimentos debido al racionamiento de la guerra, que se describió anteriormente, de repente se convierte en el eje de la trama. Milli no es rescatada a último momento por el Cazador, ni mata al hombre lobo en defensa propia. Eso habría sido indigno de una autora sofisticada como Jane Rice. En cambio, Milli se convierte ella misma en la Cazadora; de hecho, lo ha sido durante todo el relato, y el lector probablemente no lo ha notado.

Milli envía a María a visitar a sus familiares y sale al encuentro de su misterioso visitante. Lo encuentra en el jardín y lo invita a dormir en la casa. Lo que sigue son dos páginas, al menos, donde se hace un inventario de sus encantos físicos y se establece que el muchacho es un hombre lobo. De hecho, su nombre es Lupus. En este punto, Jane Rice nos hace creer que Milli no solo es una mujer frívola y egocéntrica, sino ingenua. Las cosas, parece, no terminarán bien para ella.

Decidida a seducirlo, Milli se dispone a preparar la cena mientras el muchacho duerme. Al despertar, Lupus sugiere que vean juntos la puesta de sol. Ella arregla su cabello, pero trata de que su amante no se desborde. Entonces, le ofrece uno de sus chocolates rellenos. Lupus no parece demasiado entusiasmado, por lo que Milli le acaricia la cabeza como si estuviera acariciando a un perro y, cuando el muchacho bosteza, deja caer el chocolate en su boca. Sorprendido, el muchacho empieza a transformarse, pero Milli lo apuñala y, en el proceso, lo obiga a tragar el choclate... relleno con un amuleto de plata.

Milli es egocéntrica, desde luego; y puede, como lo insinúa su nombre [Cushman], estar acostumbrada a una vida suave. Pero ella no es suave y definitivamente no es estúpida. Siempre supo que el muchacho era un licántropo, y siempre supo que terminaría comiéndoselo. En este sentido, el guiño a El hombre lobo de París (The Werewolf of Paris) de Guy Endore, una de las lecturas de Milli, es un toque realmente agradable.

A propósito, Milli cita dos poemas significativos en el relato: *El toque de las campanas anuncian el final del día es la apertura de Elegía escrita en un cementerio de aldea (Elegy Written in a Country Churchyard) de Thomas Gray; y **La luna era un galeón fantasmal pertenece al poema de Alfred Noyes: Los salteadores de caminos (The Highwayman). Por otra parte, El refugiado parece ligeramente influenciado por el relato de hombres lobo: Gabriel Ernesto (Gabriel-Ernest), una historia clásica, oscura y levemente humoristica de Saki, aunque en el cuento de Jane Rice es una mujer quien descubre a este muchacho desnudo al amanecer, y donde el erotismo es más heterosexual y abierto.
 
Jane Rice fue una de las grandes heroínas anónimas de las revistas pulp, como Catherine L. Moore, Margaret St. Clair y Everil Worrell. Su obra aún no ha recibido la atención que merece, de manera tal que es un placer para El Espejo Gótico tratar de enmendar modestamente esa injusticia.




El refugiado.
The Refugee, Jane Rice (1913-2003)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El problema con la guerra, pensó Milli Cushman mientras miraba malhumorada a través de las ventanas francesas en su jardín empapado de lluvia, es que resulta terriblemente aburrida. Ya no había hombres interesante, eso es. O fiestas. O pequeños cócteles. O cafés. O rosas de tallo largo envueltas en papel encerado. No quedaba ni un peluquero decente.

Había sido una tonta al quedarse. Pero le había parecido tan emocionante hacerlo. Todos escuchando las transmisiones de radio; las calles llenas de uniformes; un aire de alegría febril, embriagador como el vino del Mosela, sobre toda la ciudad; las conversaciones que hacían que una se sintiera tan importante, tan en el meollo de las cosas. ¿Aguantaría la Línea Maginot? ¿Vendrían los británicos? ¿Serían invadidos los Países Bajos? ¿Era cierto que Estados Unidos había emitido un ultimátum? Temas que, ahora, estaban completamente desactualizados.

Había sido tremendamente estimulante que le pidieran su opinión, como estadounidense. Por supuesto, no había estado en casa durante varios años y se consideraba una verdadera cosmopolita, liberada de las cuestiones provincianas de su propio país, pero, aun así, había sido agradable, en esos primeros días de sorpresas inesperadas de la guerra, poder hablar de manera tan inteligente. Había sido tan divertido. Momentáneamente, los ojos de Milli brillaron, recordando. El brillo se desvaneció y murió.

Entonces, inesperadamente, la ciudad se había convertido en un fantasma gris y demacrado. No, no un fantasma, un gato. Un gato gris y demacrado con sus huesos asomando, mientras se agachaba en silenciosos cuartos traseros y miraba sin pestañear. Como uno de esos gatos que merodeaban por los callejones de los mejores hoteles. Cocido, un gato tenía un parecido sorprendente con un conejo.

De la noche a la mañana, el silencio había caído sobre todo. Era como si la ciudad hubiera jadeado en un largo, último, laborioso y agonizante aliento. Se podía sentir en la atmósfera. Casi como un golpe desesperado. Por alguna razón inexplicable, le recordó su infancia, cuando jugaba mientras las luces de la calle comenzaban a florecer en el crepúsculo.

—Si puedo mantener los ojos abiertos sin parpadear —se decía a sí misma—, hasta que se encienda la última, me comprarán una muñeca nueva.

O una cinta para el cabello nueva, o lo que sea. Todavía podía recordar esa sensación de que el tiempo se acababa cuando se encendían las luces finales. Casi siempre ganaba. A veces no, pero la mayoría de las veces sí. Sería perfectamente horrible si esta vez no ganara. Si tenía que quedarse, ahorrándose las horquillas y las puntas de jabón y esas cosas, sería completamente embrutecedor.

Fue una suerte que supiera, antes de que fuera demasiado tarde, quiénes eran las personas adecuadas para conocer. Eso ayudó. Aunque, en estos días, a las personas adecuadas no les fue mucho mejor que a las equivocadas.

Últimamente sentía una dolorosa nostalgia por la carnicería de su padre en Pittsburgh. Eso había sido antes de que comprara una nueva deshuesadora y amasara una cantidad increíble de dinero antes de morir estrangulado. El recuerdo de Milli de su padre no era más que algo borroso, de rostro rojo y bigote y una voz profunda y retumbante que Milli había asociado con la frase El toque de las campanas anuncian el final del día*, que se había visto obligada a aprender. No recordaba nada de su madre, ya que la habían llamado a pastos más verdes que cualquier cosa que Pittsburgh pudiera ofrecer mientras Milli aún vestía pañales en un estado de humedad perpetua.

Sin embargo, agudizados por la adversidad, los recuerdos de Milli de la carnicería eran muy claros. El frigorífico con terneras colgando de ganchos, patas de cordero como gordas velas de sebo, gallinas regordetas con muslos gruesos y la cabeza envuelta en papel marrón, trozos de cerdo y, en Acción de Gracias y Navidad, patos de patas cortas, y pavos de pecho alto y grandes gansos amarillos. En la vitrina había chuletas, bistecs, asados y todo tipo de salchichas y carnes condimentadas colocadas en bandejas de esmalte blanco con tapas de zanahoria en el medio para aderezar.

Era inútil soñar con estas cosas, pero era prácticamente imposible no hacerlo. Los principales temas de conversación ya no eran sobre cosas importantes, sino sobre dónde se podía comprar una ración extra de té, muy cuestionable, o una chuleta espantosa de origen dudoso, o unos huevos de edad incierta. Siempre y cuando tuviera un buen suministro de chocolates rellenos de licor, podría estar segura. Eran mejores que el dinero en el actual intercambio.

El reloj de la repisa de la chimenea marcó las horas y Milli suspiró. Debería bañarse y vestirse para la cena. Pero, ¿de qué servía mantener las apariencias cuando no había nadie a quien ver? Y era espantoso rizar las puntas del cabello con una plancha. Era tedioso y realmente no servía de mucho. Y además le daba un inconfundible olor a cuero de zapatos quemado.

El agua estaría tibia, si no realmente fría. El jabón no hacía espuma. El baño estaría húmedo, y la cena, cuando llegara, sería un ragú de Dios sabe qué, una papa que tenía partes arrancadas, una ensalada blanda y una compota de frutas secas. Y María se quejaba tanto de servir en platos. Era absolutamente inútil explicárselo. María era casi peor que ninguna ayuda.

Milli bostezó y estiró los brazos por encima de la cabeza. Se levantó y, acercándose a las ventanas, se quedó mirando hacia afuera. Un rayo de luz solar atravesó las nubes y enfureció a los pequeños amuletos que colgaban de su «brazalete de guerra». Un avión tachonado de pedrería, un cañón en miniatura con ruedas de pan de oro, un soldadito de juguete cuyos ojos de diamantes parpadeaban en rojo, azul y verde al sol mientras giraba impotente en su cadena de plata. Diez o doce de estos adornos colgaban del brazalete y es indicativo del carácter de Milli que los había comprado como regalo para ella misma, para «celebrar» el último Día de la Bastilla.

El resplandor acuoso del sol convirtió la caída de la lluvia en brillantes hilos de mercurio y el jardín en un paisaje marino ahogado. El fauno que una vez había sido una fuente, brillaba húmedo en la luz pálida, sobrenatural, y sobre sus pies en la palangana agrietada, las gotas bailaban y burbujeaban como recuerdos antifónicos de notas desaparecidas hace mucho tiempo. Las cabezas de las flores estaban llenas de pétalos empapados y sus tallos se doblaban con cansancio, como si fueran conscientes del hecho de que sus vidas estaban sostenidas por un tenue hilo que pronto se rompería entre los fríos y mordaces dientes de una helada temprana.

Milli miró la lluvia entremezclada con el sol y pensó, el diablo está golpeando a su esposa. Eso era lo que solía decir Savannah, en Pittsburgh. El diablo está golpeando a su esposa. Savannah, que hacía tan deliciosos pasteles de carne y tartas de cereza, y cuyos jamones horneados siempre estaban dorados y crujientes en la parte superior... Los recuerdos culinarios de Milli sufrieron un completo colapso y sus ojos se abrieron mucho cuando se posaron en una cabeza que asomaba inquisitivamente desde el frondoso aislamiento del alto seto que limitaba el jardín.

Dos manos marrones apartaron el follaje para permitir que pasaran un par de hombros anchos y marrones.

Milli dio un grito ahogado, infinitesimal. ¡Había un hombre en su jardín! Un hombre que, a juzgar por la parte visible de su excelente anatomía, había perdido, literalmente, su camisa.

Instintivamente abrió la boca. Si pretendía pedir ayuda, o asustar al intruso, o simplemente dar rienda suelta a una tardía exclamación de sorpresa, será siempre discutible, ya que el objeto de su escrutinio eligió ese momento para volver su cabeza, extraordinariamente bien formada y su mirada fija, hacia ella. El clamor de Milli murió como un rayo.

Para empezar, no era un hombre. Era la juventud personificada. Y para terminar, había algo en él, una cualidad extraña e indefinible, que era absolutamente fascinante.

Milli pensó que era más bien como una pantera joven o un leopardo. Milli admitió que estaba fascinada. Él era perfectamente hermoso, como un animal es hermoso.

El joven se mostró descarado. Si el descubrimiento de su presencia en un jardín privado lo dejó en una posición difícil, ocultó efectivamente su vergüenza. Miró a Milli con firmeza, y Milli, como un pájaro hipnotizado, observó el juego ondulante de sus músculos debajo de su piel mientras empujaba el seto aún más para obtener una mejor vista de su anfitriona.

Confundida, Milli pensó que era una suerte que las ventanas estuvieran cerradas y, en el mismo aliento mental, qué lástima que lo estuvieran.

Los dos se miraron. Milli sólo sabía que tenía el pelo pegado a la cabeza con la lluvia, que sus brazos brillaban como satén y que sus ojos eran leonados y estaban llenos de un fuego interior parpadeante que le aflojaba las rodillas. Durante un largo momento permanecieron así, sus ojos se cruzaron. Los de Milli eran como los de una muñeca china asombrada; los suyos como los de un animal salvaje, un poco desnutrido y resentido por las alteraciones gástricas resultantes.

Alguien golpeó la puerta de la cocina.

Milli oyó a María saludar a alguien, mientras vaciaba un balde de agua en el patio. En ese instante los últimos vestigios de sol comenzaron a hundirse detrás del horizonte, y el joven se fue. Solo estaba el jardín, la lluvia y el seto.

Vagamente, como a través de la niebla, Milli oyó entrar a María, oyó que el pestillo se cerraba, el ruido metálico del cubo al dejarlo debajo del fregadero y, en algún lugar del exterior, el aullido largo y cada vez más lúgubre de un perro.

Milli salió de su trance. Se pasó la mano por los párpados como para despejarlos de telarañas y, abriendo una de las ventanas, salió al jardín. No había nadie. Solo una huella junto al seto, una huella desnuda que se llenaba de agua.

Regresó a la casa. María estaba allí, encendiendo las lámparas. Miró a Milli con curiosidad y Milli se dio cuenta de que debía ser un espectáculo extraño, de hecho, su cabello abundantemente salpicado de gotas de lluvia, sus zapatos embarrados, su vestido manchado de humedad.

—Pensé haber visto a alguien ahí afuera, justo ahora —explicó—. Alguien mirando hacia adentro.

—La policía, probablemente —dijo María con severidad—. La policía no tiene nociones de privacidad.

—No —dijo Milli—. No, no fue la policía. ¿No te escuché salir hace unos momentos?

—No estaba mirando —dijo María con voz malhumorada—. ¿Por qué debería mirar adentro? Tengo otras cosas que hacer además de mirar por las ventanas.

Se preparó para enumerar vocalmente y con gestos acompañantes las innumerables cosas que tenía que hacer.

—¿Has visto a alguien? —preguntó Milli rápidamente.

—Al viejo Phillipe —respondió María—. Vi al viejo Phillipe. De camino a la posada bajo la lluvia torrencial y con tos desde el pasado mes de abril. Cuando uno tiene tos y está lloviendo, no mira por las ventanas. De todos modos, Phillipe es demasiado mayor. Cuando uno tiene la edad de Phillipe, ya no le interesa. De todos modos, su hijo fue asesinado en Aviñón. Phillipe no miraba por las ventanas.

—¿No viste a nadie más?

Los ojos de María se entrecerraron.

—Madame estaba esperando a alguien, ¿no?

—No —dijo Milli—. No, solo pensé... no era nada.

—Si madame está esperando a alguien, ¿quizás sería mejor guardar la bebida para más tarde en la noche?

—No espero a nadie.

Milli pensó, mientras dejaba el rizador sobre la llama, era casi imposible saber de qué lado de la cerca estaba María. Fácilmente podría estar informando cosas a ambos lados. Había que tener cuidado. Mucho cuidado.

Este tipo en el jardín, por ejemplo. Debe haber escapado de algún lugar. Eso explicaría la ausencia de ropa. Era un refugiado de algún tipo. Y los refugiados de cualquier tipo eran peligrosos. Lo mejor era ceñirse al camino trillado. Pero era tan hermoso. Como un dios joven. Seguramente no tenía más de veinte. Fue delicioso volver a ver a alguien tan joven como de veinte años. Fue...

Milli maldijo mientras el hierro comenzaba a humear; lo agitó en el aire para enfriarlo y, probándolo con cautela con el dedo índice humedecido, lo aplicó a su peinado; no solo era delicioso, era celestial. En realidad, era más bien como uno de esos pequeños cócteles rosados de hace mucho tiempo.

Un leve aroma a cabello chamuscado se manifestó en la habitación húmeda y con olor a empapelado.

Milli consideró al refugiado desde todos los ángulos mientras comía su cena solitaria y, después, mientras se recostaba en su chaise longue pasando las páginas de un libro seleccionado al azar, y mientras se desnudaba para irse a la cama, e incluso cuando estaba dándole a su barbilla el número reglamentario de bofetadas, un ritual que por regla general ocupaba toda su atención.

Se puso la bata, abrió la ventana y se asomó, con la barbilla en las manos y los codos en el alféizar. La luna cabalgaba en el cielo, una cosa perseguida que se escondía detrás de volutas de nubes andrajosas, y el aire estaba pesado, húmedo y con olor a hojas muertas.

La luna era un galeón fantasmal, citó Milli, sintiéndose frágil e inmensamente poética.

Esbozó una sonrisa triste y frágil acorde con su estado de ánimo y se preguntó si el refugiado también estaría teniendo un encuentro solitario con la luna. Acostado de espaldas en algún lugar, escondido, pensando, posiblemente, en…

Su ensoñación fue interrumpida bruscamente por la voz de María rompiendo la quietud de la noche. Fue seguida por una cascada de agua.

—¡Qué diablos estás haciendo! —gritó Milli exasperadamente.

—Había un animal aquí —gritó María, igualmente exasperada—. Pisoteando mis flores.

Milli empezó a decir:

—No seas ridícula, vete a la cama… —pero la frase se congeló en sus labios al recordar al refugiado.

¡Había vuelto! ¡María le había echado agua! Había regresado lleno de... de... bueno, de esperanza de refugio, tal vez, ¡y María, la idiota, lo había ahuyentado!

—Espera —gritó frenéticamente en la oscuridad—. ¡Espera! ¡Oh, por favor, espera!

María, pensando que la orden era para ella, había esperado, aunque el por favor la había asombrado un poco. Murmurando entre dientes, había conducido a su extrañamente sobreexcitada señora al jardín de la cocina y le había señalado con perdonable orgullo las huellas de sus flores. Huellas acolchadas. Con garras.

—Vi los ojos —dijo—, grandes, relucientes, amarillos, brillando a la luz cuando comencé a tirar de las persianas de la cocina. Afortunadamente, tenía una olla con agua a mano y abrí la puerta de un tirón y...

Pero su ama no estaba escuchando. En verdad, para alguien tan alterado, había recuperado la compostura con notable rapidez.

—Sin duda, era perro de Trudeau —dijo con total desinterés.

—El perro de Trudeau es un Pomerania —dijo María con determinación.

—No importa —dijo Milli—. Vete a la cama, María.

María se fue, murmurando para sí misma una letanía quejumbrosa en la que la palabra pomerania era, de vez en cuando, distinguible y pronunciada con fuerza.

Milli se despertó para encontrar su habitación iluminada por el sol, lo cual fue lamentable ya que llamó la atención sobre el patrón de la alfombra y el estado gastado de las cortinas. Asimismo, hizo varias cosas en el rostro de Milli Cushman, que fueron poco menos que difamatorias. Calumnioso, es decir, después de que Milli se pintó un nuevo con esmerado cuidado.

Abajo encontró su desayuno listo y, debido a que estaba listo, un poco frío. También encontró a María, aunque no lloraba abiertamente, con los ojos hinchados, la nariz rosada y bastante enfadada, era un estado que Milli encontraba deplorable en los sirvientes.

Una serie de preguntas agudas sacaron a la luz el hecho de que el viejo Phillipe estaba muerto. Al parecer, no solo estaba muerto sino destrozado. Para abreviar la historia, el viejo Phillipe había sido descubierto en una condición que algunos describieron como un esqueleto.

La identificación del cuerpo se hizo por unos jirones de ropa y un par de anteojos rotos.

—¡Quieres decir que se lo comieron! —exclamó Milli, lo que hizo que María entrara en un paroxismo casi histérico.

Milli dedujo oscuramente que María se culpaba a sí misma por la prematura desaparición del viejo Phillipe.

Poco a poco, Milli se lo fue sacando. Las huellas cerca de las flores. El balde de agua. La retirada del animal a un entorno más agradable. Los alrededores, sin duda, adyacentes a la posada desde donde el viejo Phillipe, posteriormente, avanzó pesadamente hacia casa. La almohadilla sigilosa de los pies merodeadores. El encuentro. El chillido. El terrible silencio que siguió.

Los detalles que le dio María eran tan gráficos que hizo que Milli se sintiera un poco enferma, aunque no le impidió ser firme sobre el asunto del lobo.

—Tonterías —dijo Milli—. Ridículo. Un lobo. Absurdo.

María explicó sobre las huellas ensangrentadas que se alejaban de la escena de la masacre. Huellas demasiado grandes para un perro. Enormes huellas.

—Sin duda era un perro enorme —dijo Milli con frialdad—. El hábitat natural de un lobo es un bosque, no una calle pavimentada.

María abrió la boca para profundizar aún más en los detalles, pero Milli efectivamente se la cerró con una reprimenda que, como la papilla del más pequeño de los tres osos, no estaba ni demasiado caliente ni demasiado fría, sino justa.

Después de todo, pensó Milli, el viejo Phillipe estaba mejor así. Con toda probabilidad, no había sufrido mucho. Lo más probable era que primero hubiera muerto de un shock. Uno más, uno menos, qué diferencia hacía. Especialmente cuando uno tenía la edad de Phillipe. Al menos él había vivido su vida mientras ella, con tanta vida por vivir, estaba embalsamada en una miserable existencia de papel matamoscas que se adhería a cada centímetro de su ser sin importar cuánto tirara de él.

Y el suministro de té era desastrosamente bajo. Y esta horrible tostada hecha de un pan horrible, seco, quebradizo, sabía a aserrín. Y su último frasco de colonia prácticamente había desaparecido. No podía comer este desastre frente a ella.

Milli se levantó y entró en el salón. Abrió de par en par las ventanas francesas y contempló con petulancia el jardín. Había alquilado el lugar por el jardín, un escenario tan encantador para tés informales, pensó, y cenas improvisadas en las losas con velas y vasos delgados de tallo elegante. Se había imaginado a sí misma con el atuendo apropiado, cortando flores y haciendo lo que fuera con sus invitados, y ahora mira. ¡Míralo!

Milli lo miró. Se quedó sin aliento. Volvió a aspirarlo con un impropio silbido. Una mano voló a la garganta.

En el jardín, profundamente dormido, acurrucado en una bola bajo el seto, estaba el refugiado, todo salpicado de sombras y desnudo como el día en que nació.

Milli no abrió la boca. Si un grito estaba en ella, no fue lo suficientemente fuerte como para registrar sus reflejos. Sus ojos parpadearon rápidamente, como siempre lo hacían cuando pensaba rápido y, cuando volvió a cruzar el salón y caminó por el pasillo hacia la cocina, sus tacones hacían fuertes sonidos entrecortados en el suelo, como siempre hacían cuando había tomado una decisión.

La decisión de Milli hizo a María lo más feliz posible, dadas las circunstancias, y diez minutos después, bolso en mano, María partió hacia el domicilio de la tía del marido de su sobrina casada, que era amiga de la viuda del viejo Phillipe y, en consecuencia, estaría en posesión de todos los detalles y agradecería mucho una mano amiga y un oído atento durante el fin de semana.

Milli giró la llave detrás de ella. Rápidamente, corrió hacia el armario de la cocina y sacó de un clavo un par de pantalones manchados de hierba que habían pertenecido a un jardinero que había sido liquidado antes de que tuviera la oportunidad de regresar por su prenda. Con los pantalones colgados del brazo, volvió sobre sus pasos hasta el salón y atravesó las ventanas dobles.

Tranquila como estaba, su invitado inesperado se despertó tan pronto como su pie tocó la primera losa. No movió un músculo.

Simplemente abrió los ojos y la miró con la tranquilidad de quien sabe que puede irse cuando quiera y varios saltos por delante del competidor más cercano.

Milli se detuvo. Ella le extendió los pantalones.

—Para ti —dijo.

El muchacho, con sus extraños ojos claros que la observaban en cada movimiento, no intentó atraparlos.

—Póntelos —dijo Milli. Ella vaciló—. Por favor —dijo, y agregó—: Soy tu amiga.

El chico se sentó. Milli se apresuró a darle la espalda.

—Dime cuando te los hayas puesto —ordenó.

Esperó, esperó, esperó y, al no oír el más mínimo susurro, giró cautelosamente la cabeza. Una vez más contuvo el aliento. Se mordió los labios en una sonrisa bastante desconcertante, sus ojos eran como brillantes pepitas de ámbar.

Un pensamiento cruzó por la cabeza de Milli: iba a saltar sobre ella, un pensamiento teñido de alivio cuando inconscientemente notó que él se había puesto los pantalones. Rápidamente levantó la barbilla y trató de evitar que su consternación se volviera obvia.

El muchacho rió suavemente. Una risa que, de alguna manera, era como una especie de gruñido musical. Dio un paso atrás. Hizo una reverencia. Burlonamente.

—¿Qué estás haciendo en mi jardín? —preguntó Milli, pensando que lo mejor era primero ponerlo en su lugar. No estaría bien dejar que las cosas se salieran de control. No tan pronto, de todos modos.

—Dormir —dijo el muchacho.

—¿No tienes ningún lugar para dormir?

—Sí. Muchos lugares. Pero me gusta este lugar.

—¿Qué pasó con tu ropa?

El muchacho se encogió de hombros. No respondió.

—¿Eres un refugiado?

—En cierto modo, supongo que sí.

—Te estás escondiendo, ¿no?

—Hasta que saliste, simplemente estaba durmiendo. Después de haber comido, duermo hasta un rato antes de la puesta del sol.

—¿No tienes hambre? —Milli enarcó las cejas con sorpresa.

—Ahora no —el muchacho dejó que su mirada recorriera fugazmente el cuello de su anfitriona—. Tendré hambre más tarde.

—¿Qué quieres decir con hasta poco antes de la puesta del sol? ¿Has estado viajando de noche?

—Sí.

Milli hizo un movimiento inútil hacia los pantalones.

—¿No era... quiero decir, andar sin... ¿No tenías frío?

—No.

—Es un milagro que no hayas contraído neumonía.

El muchacho sonrió. Se palmeó el vientre plano.

—Neumonía no —dijo—. Pero no fue mucho mejor lo que conseguí. Viejo, fibroso y sin sabor.

Milli lo miró con el ceño fruncido, perpleja. No le gustaba que la engañaran, así que decidió ser franca.

—Mi nombre es Milli Cushman —dijo—. Eres más que bienvenido a quedarte aquí hasta que descanses. Nadie te molestará. He despedido a mi doncella.

—Eres muy amable —dijo el muchacho con exagerada cortesía—. Hasta esta noche será suficiente.

Si se dio cuenta de que Milli esperaba que se presentara, no dio ninguna señal. Después de una pausa, ella dijo, un poco irritada.

—Sin duda tienes un nombre.

—Tengo muchos nombres. Incluso en latín.

—Bueno, por el amor de Dios dime uno.

—Podrías llamarme Lupus. Es uno de los nombres latinos. Significa lobo.

—¿Te llaman El Lobo?

—Sí.

—Qué intrigante. ¿Pero por qué?

El muchacho le sonrió.

—Me atrevería a decir que lo descubrirás —dijo.

—Quieres decir que eres uno de los que... bueno, como el asunto de ese oficial alemán la semana pasada... es decir, por así decirlo, eres uno de los que todavía están en la resistencia. ¿Martillo y tenazas?

—Uñas y dientes.

—Parece tan tonto —dijo Milli—. ¿Para qué sirve? No les asusta. Solo los enoja más. Y eso nos dificulta las cosas.

—Oh, pero sí los asusta —dijo el muchacho con un tono irónico—. Les da un susto de muerte. Y eso siempre ayuda.

Bostezó y su lengua se curvó como la de un gato. Y, de repente, se puso hosco. Miró a Milli con remota hostilidad.

—Tengo sueño —gruñó—. Estoy cansado de hablar. Quiero ir a dormir. Vete.

—Entra —dijo Milli—. Puedes quedarte con la cama de María.

Ella le dirigió su mirada más deliciosa, que incluyó el barrido hacia arriba y hacia abajo de sus pestañas con el rastro más delgado de una peculiaridad pícara en los labios—. No te molestaré. Y, además, puede que te atrapen si te quedas en el jardín. Hubo un hombre asesinado anoche por algún tipo de criatura, o eso dicen, y María seguramente difundirá la noticia de que le arrojó agua a algo. La policía podría investigar, y podría ser muy incómodo para los dos. ¿No quieres entrar, por favor?

El muchacho la miró en silencio.

—Por favor, Lupus. ¿Por mí?

Una vez más se rió suavemente. Y esta vez la risa fue definitivamente un gruñido. Extendió la mano y la pellizcó.

—Lo haré por ti.

Milli pensó que no era en absoluto un pellizco coqueto. Era el tipo de pellizco que su padre solía dar a los pollos para ver si estaban rellenos en los lugares adecuados.

Pero Lupus no dormía en la cama de María. Se acurrucó en el suelo de la sala. Lo cual, pensó Milli, estaba bien. Ahorraría rehacer la cama para que María no se diera cuenta de nada.

Mientras su interlocutor dormía, Milli se ocupó de las ollas y sartenes en la cocina. Fue tedioso, pero valió la pena. Esta noche habría cena en losas, con velas, luz de las estrellas y todos los complementos. Una oportunidad como esta puede que no se le presente en muchas otras lunas. Estaba resuelta a aprovecharla al máximo. Para Lupus, lo mejor no era demasiado bueno. Tampoco para ella.

Mordisqueó un sándwich para el almuerzo, no queriendo estropear su apetito, y para no despertar a Lupus, por miedo a estropear el de él.

Sacó su precioso tesoro de condimentos. Leyó las instrucciones impresas en las cajas. Meticulosamente leyó el folleto instructivo incluido en su bolsa de harina. Se quitó el brazalete, se arremangó y se puso a trabajar, tarareando alegremente para sí misma, algo que no había hecho durante meses.

Raspaba, pelaba, medía, tamizaba, picaba, removía, batía y doblaba. De debajo de sus desacostumbrados y aficionados dedos surgieron unos muffins bastante meritorios, un postre que no estaba nada mal, y una ensalada que conseguía dar la impresión de ser en realidad una ensalada, lo cual rayaba en lo milagroso.

El día llegó lentamente a su fin y Milli se sorprendió al descubrir que las horas habían pasado con tanta rapidez. Tan rápidamente, de hecho, que apenas lo notó con el advenimiento de un Lupus claramente malhumorado.

—Oh, querido —dijo Milli—. No me di cuenta, ¿es tarde?

—No —dijo Lupus—. Es temprano todavía. El sol está bajando.

—¿Tienes hambre? Estoy preparando algunas cosas que creo que serán bastante buenas.

—Estoy hambriento —dijo Lupus—. Vamos a ver la puesta de sol.

Milli se llevó las manos al peinado con coquetería, dejando que las mangas se le cayeran de sus brazos blancos y redondos.

—Espera a que me arregle el pelo. Debo ser todo un espectáculo.

—Lo eres —asintió Lupus, con los ojos brillantes.

Sin esfuerzo, se acercó y se detuvo junto a Milli, devorándola con una mirada que lo abarcaba todo.

—¿No quieres uno de estos? —preguntó Milli apresuradamente, esperando que su impetuosidad no se desbordara demasiado abruptamente.

Ella le mostró una caja de bombones rellenos de licor.

—Ven, los comeremos en el sofá. Es... es más acogedor.

Pero Lupus no estaba interesado en los chocolates. En el salón, estiró su largo y flexible cuerpo en el suelo y contempló el jardín, ardiendo con los últimos rayos de un sol moribundo. Milli se dejó caer a su lado y comenzó a frotar su espalda, suavemente, con movimientos largos y uniformes. Lupus giró la cabeza con un placer perezoso e indiferente, y la miró con un hambre que habría sido voluptuoso, si no hubiera sido tan crudo.

—¿Te gusta eso? —susurró Milli.

Como respuesta, Lupus abrió la boca y bostezó.

Milli dejó caer un chocolate en esa boca, mientras en el mismo instante lo apuñaló salvajemente.

El muchacho contuvo el aliento con un aullido de dolor, y ocho minutos antes de que se pusiera el sol, Lupus se había ahogado cuidadosamente con un chocolate cuyo interior, lleno de licor, contenía una pieza del brazalete de guerra de Milli Cushman.

Milli se dijo más tarde que habría sido espantoso si no hubiera funcionado.

Pero había funcionado.

Por supuesto, era lógico que así fuera. Después de todo, si, al morir, un hombre lobo cambiaba de nuevo a su forma humana, lógicamente, la forma humana, si estuviera en contacto con una bala de plata antes de la puesta del sol, se metamorfosearía en lobo.

Era maravilloso que ayer hubiera elegido por casualidad El hombre lobo de París; le había dado una idea, por así decirlo, y fue extremadamente útil que tuviera toda esa experiencia en carnicería.

Milli se secó la boca delicadamente con una servilleta. Cuán divinamente llena estaba. Y con María fuera, podría tener Lupus para ella sola. Hasta el último y delicioso bocado.

Jane Rice (1913-2003)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de hombres lobo.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Jane Rice: El refugiado (The Refugee), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

  1. Genial la autora, inversión total de los roles de víctima y victimario, tal vez también una denuncia sobre los horrores de la guerra y los extremos a los que llega la gente común al caerse el sistema social y económico, como siempre sebastian se agradece el arduo trabajo y esperando más relatos de autoras femeninas, un saludo.

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  2. Un hombre lobo devorado por una caperucita del siglo 20.
    Un hallazgo.
    Como combinar el terror real con el sobrenatural, prevaleciendo el primer sobre el segundo.
    Bien por las escritoras.

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  3. Bravooooooo¡! Te recomiendo ver el canal de Magrat Ajostiernos que analiza los años 30, en este momento en uno de sus vídeos. Además, que emoción ver una ruptura a este arquetipo. Saludos

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