El arte de la poesía sepulcral: análisis de «La Tumba» de Robert Blair.


El arte de la poesía sepulcral: análisis de «La Tumba» de Robert Blair.




Mientras algunos sufren el sol, otros la sombra,
unos huyen a la ciudad, otros a la eremita;
sus objetivos son tantos como los caminos que toman
en la jornada de la vida; y esta tarea es la mía:
pintar los sombríos horrores de la tumba.


La tumba (The Grave) es un poema del escritor escocés Robert Blair (1699-1746) publicado en 1743. Es un poema didáctico, con una misión, un mensaje: la muerte, tan temida, es solo un paso más en un largo viaje. Sin embargo, en el crepúsculo del poema el lector percibe lo contrario: es mejor aferrarse a la vida, por miserable y dolorososa que sea [ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]

El mensaje de Robert Blair está claro desde el comienzo del poema: la vida es un viaje lleno de peligros, un Valle de Lágrimas, cuyo destino final aparentemente es la tumba; aunque esta, en realidad, es simplemente una puerta al más allá:


¡Tu socorro imploro, Rey Eterno!, cuyo brazo
fuerte sostiene las llaves del infierno y la muerte,
de aquella cosa temible, la Tumba.


Pero no importa realmente cuánto intentemos pensar en la Muerte, no como un final, sino como una transición brusca e irreversible, cuando la Muerte te llama no tienes otra opción más que responder y dejar todo atrás:


Los hombres tiemblan cuando Tú los convocas:
la Naturaleza horrorizada se despoja de su firmeza
¡Ah, cuán oscuros son tus extensos reinos,
creciendo largo tiempo en deshechos pesarosos!
Donde sólo reina el silencio y la noche, la oscura noche,
oscura como lo era el caos antes de que el sol
comenzara a rodar, o de que sus rayos intentaran
azotar la penumbra de tu profundidad.


La tumba, entonces, no es un poema que aspire a darnos una mirada más benevolente sobre la Muerte. De hecho, Robert Blair claramente disfruta de las posibilidades macabras que procura una meditación sobre el tema.


La vela enferma, resplandeciendo tenuemente
a través de las bajas y brumosas bóvedas,
(acariciando el lodo y la humedad mohosa)
deja escapar un horror inabarcable,
y sólo sirve para hacer tu noche más funesta.


La tumba de Robert Blair también describe exquisitamente la flora y la fauna de los cementerios y camposantos, y no precisamente en términos sobrenaturales [ver: La leyenda del Espíritu Guardián de los cementerios]. Por supuesto, es relativamente fácil relacionar con los cementerios cuestiones como el dolor, el sufrimiento, las lágrimas, pero Robert Blair parece estar más interesado en el mortuorio ciclo de vida de estos terrenos sembrados de muertos, los cuales procuran un alimento macabro [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

En este contexto, La tumba de Robert Blair recurre a la figura del Tejo, que desde tiempos inmemoriales es considerado el árbol de los muertos. De hecho, se creía que el Tejo crece estirando sus raíces hasta abrir la boca de los muertos en sus tumbas para succionar sus fluidos cadavéricos; así como los olmos crecen con formas esqueléticas para dar abrigo a las criaturas de la noche. Esta tradición es analizada extensamente en el libro de Michaël Ranft: De Masticatione Mortuorum in Tumulis («De la masticación de los muertos en sus tumbas»].


Bien te conozco en la forma del Tejo,
árbol triste y maligno que adora habitar
entre los cráneos y ataúdes, epitafios y gusanos:
donde rápidos fantasmas y sombras visionarias,
bajo la pálida, fría luna (como es bien sabido)
encapuchados realizan sus siniestras rondas,
¡ninguna otra alegría tienes, árbol embotado!
Observad aquel santo templo, la piadosa labor
de nombres una vez célebres, ahora dudosos u olvidados,
enterrados en la ruina de las cosas que fueron;
allí el muerto más ilustre yace sepultado.


Alrededor del túmulo, una fila de venerables olmos
enseñan un espectáculo desigual,
azotados por los rudos vientos; algunos
desgarran sus grietas, sus troncos añejos,
otros pierden vigor en sus copas, tanto
que ni dos cuervos pueden habitar el mismo árbol.


Acto seguido, La tumba de Robert Blair presagia todos los elementos sonoros que formarán parte de la novela gótica: puertas que crujen, el ulular del viento, los sonidos nocturnos. Recordemos que el poema fue escrito en 1743, mucho antes de que la literatura gótica definiera sus motivos principales.


¡Escuchad, el viento se alza! ¡Escuchad cómo aulla!
Creo que nunca escuché un sonido tan triste:
puertas que crujen, ventanas agitadas,
y el pájaro hediondo de la noche,
estafado en las espinas, gritando en los pasos sombríos
su ronda negra y rígida, colgando
con los fragmentos de escudos y armas andrajosas,
enviando atrás sus sonidos, cargando el aire pesado
de los nichos bajos, las Mansiones de los muertos.


La tumba no es el primer poema en imaginar espectros que se levantan de sus sepulcros. La mayoría de los poemas de cementerio los evoca brevemente, con el mensaje de que pronto seremos como ellos; sin embargo, Robert Blair se demora en este motivo, incluso parece deleitarse con la escena:


Despertados de sus sueños, las duras y severas filas
de espantosos espectros se movilizan,
sonrisa horrible, obstinadamente malhumorados,
pasan y vuelven a pasar, veloces como el paso de la noche.
¡Otra vez los chillidos del búho! ¡Canto sin gracia!
no escucharé más, pues hace que la sangre fluya helada.


Como ocurre con otros poetas de cementerio, Robert Blair emplea la primera persona, lo que hace que La tumba, su mensaje y sus descripciones, sean más inmediatos, plausibles y directos.


Cosas extrañas, afirman los vecinos, han pasado aquí;
gritos salvajes han brotado de las fosas huecas;
los muertos han venido, han caminado por aquí;
y la gran campana ha sonado: sorda, intacta.
A menudo, en la oscuridad, he visto en el camposanto
a través de la luz nocturna que se filtra por los árboles,
al muchacho de la escuela, con sus libros en la mano,
ailbando fuerte para mantener el ánimo,
apenas inclinándose sobre las largas piedras planas,
(con el musgo creciendo apretado, con ortigas bordadas)
que hablan de las virtudes de quien yace debajo.


Aquí, Robert Blair contrasta al lector con la experiencia de un visitante ocasional del cementerio, un muchacho que simplemente está de paso y acelera la marcha imaginando que alguien, o algo, murmura detrás de él [ver: Seres del Plano Astral que viven en los cementerios]:


Repentinamente él escucha, o cree que escucha;
el sonido de algo murmurando en sus talones;
rápido huye, sin atreverse a una mirada atrás,
hasta que, sin aliento, alcanza a sus compañeros,
que se reúnen para oír la maravillosa historia
de aquella horrible aparición, alta y pavorosa,
que camina en la quietud de la noche, o se alza
sobre alguna nueva tumba abierta; y huye (¡cosa asombrosa!)


Robert Blair repasa de manera convencional el sufrimiento de los deudos, en este caso, el de una mujer que ha perdido a su amado y llora sobre su tumba. En este sentido, las lágrimas son el emblema de la sensibilidad, su figura privilegiada. Son visibles y dan testimonio de una fuerte emoción; y si bien pueden ser alegres, más comúnmente son el signo de la tristeza y la angustia. Las lágrimas se desbordan, son incontenibles, sobran en el cuerpo. Como los suspiros, las lágrimas se nos escapan.

El breve pasaje que sigue muestra las lágrimas de una viuda abrumada por los recuerdos, que busca consuelo en la tumba de su marido. Robert Blair emplea una retórica sentimental y extravagante para presentar la escena, enfatizando la pasividad de la viuda, la dificultad que tiene para moverse, como si estuviera traspasada por el dolor. Aquí, las lágrimas son abundantes y violentas; la expresión material y física de una emoción abrumadora. El cuadro contiene elementos psicológicos que, en el plano descriptivo y literario, van mucho más allá del simple mensaje cristiano dogmático.


Con la melodía evanescente del gallo.
también a la nueva viuda, oculto, he vislumbrado,
lenta sobre el postrado muerto:
abatida, ella avanza enlutada en su pena negra,
mientras mares de dolor borbotean de sus ojos,
cayendo rápido por las mejillas frágiles,
nutriendo la humilde tumba del hombre amado,
mientras la atribulada memoria se atormenta
en bárbara sucesión, reuniendo las palabras,
las frases suaves de sus horas más cálidas,
tenaces en su recuerdo: todavía, ella piensa,
y en la indulgencia de un pensamiento cariñoso
se aferra aún más al césped insensato,
sin observar a los caminantes que por allí pasan.


En este momento del poema, el narrador se identifica con la rebeldía contra la Muerte. Expone con firmeza el dolor y la angustia que le ha causado la separación, y llegará hasta apostrofar a la tumba misma, reprochando a la Muerte esta afrenta a la amistad, al amor y a los vínculos sociales.


¡Tumba injusta! ¿cómo puedes separar, desgarrar
a quienes se han amado, a quienes el amor hizo uno?
¡Amistad!, el cemento misterioso del alma,
endulzador de la vida, unificador de la sociedad,
grande es mi deuda. Tu me has otorgado
mucho más de lo que puedo pagar.


De todo esto se puede observar que los sentimientos de Robert Blair se dividen entre su propio apego a la vida, su sufrimiento y su compasión por la viuda, y el mensaje de la promesa de la vida eterna después de la muerte.

Sin embargo, no esto no es algo contradictorio. La tumba de Robert Blair crea aquí un convincente sentimiento de solidaridad entre la viuda, el poeta que cuenta lo que ve, y la fugaz referencia a una tercera figura, el discreto viajero que pasa por casualidad, que es testigo de la escena, y que bien podría ser el lector mismo.


A menudo he transitado los trabajos del amor,
y los cálidos esfuerzos de un corazón apacible,
ansioso por complacer. ¡Oh, cuándo mi amigo y yo,
sobre alguna gruesa madera vaguemos desatentos,
ocultos al ojo vulgar, sentados sobre el banco
inclinado cubierto de prímulas,
dónde la corriente límpida corre a lo largo
de aquella grata marea bajo los árboles,
susurrando suave, se oye la voz aguda del tordo,
reparando su canción de amor; el delicado mirlo
endulza su flauta, ablandando cada nota:
el escaramujo olía más dulce, y la rosa
asumía un tinte más profundo; mientras cada flor
competía con su vecina por la lujuria de sus ropas;
¡ah, entonces el día más largo del verano
parece demasiado apresurado, y todavía el corazón pleno
no había impartido su mitad: era aquella una felicidad
demasiado exquisita como para perdurar!
¡De las alegrías perdidas, aquellas que no volverán,
Cuán doloroso es su recuerdo!


Robert Blair nos introduce en el poema apelando a la Tumba como monarca, como Rey implacable cuyas manos sostienen las llaves del infierno y de la muerte. En este sentido, lo metafísico pronto retrocede. El poeta evita la sublimación de la idea de la muerte con versos que expresan singularmente el horror físico de la tumba y la espantosa soledad de los cementerios durante la noche. En el camino, Robert Blair procede a describir el cementerio, su flora y fauna, que contrastan con el colegial que «silba en voz alta para mantener el valor», y la viuda; es decir, con alguien cronológicamente alejado de la Muerte [el Colegial], cuyos miedos se reducen a banales espectros y espíritus, y con alguien que sí está en contacto directo con el dolor de una pérdida [la Viuda]

Personalmente creo que Robert Blair evita con mucha eficacia los clichés de la poesía de cementerio, donde a menudo vemos el contraste entre difuntos distinguidos, la vana pompa de las homilías con la crudeza de la muerte, la cual no puede aliviarse con el simple espectáculo de los funerales [ver: Significado de las estatuas de los cementerios]

La tumba tampoco refiere a la voracidad del Tiempo, a lo superfluo del rango, la procedencia, la belleza, las vanas pretenciones de la ciencia; en resumen, a los valores y [supuestos] atributos humanos que se convierten en una burla macabra después de la muerte. En otras palabras, Robert Blair evita los lugares comunes para hablar de una de las dos experiencias comunes de la humanidad: la muerte [ver: Leer un buen libro es prepararse para la experiencia universal de morir]

La tumba de Robert Blair es un poema que nunca pierde su dignidad, su música. El terror a la muerte está alli, noblemente descrito en versos casi shakespearianos. Nuestra ignorancia del otro mundo, sumada a la universalidad de la Muerte, conducen al poeta a establecer un inevitable contraste entre la eternidad posible [la vida en el más allá] y la brevedad real de la vida. Como seres humanos estamos atrapados en este dilema. La idea de la eternidad es atractiva, pero realmente no podemos saber qué nos espera del otro lado, si acaso nos espera algo, mientras que sí sabemos que aquí, además de sufrimiento, tenemos acceso a pequeños y ocasionales momentos de placer. En el umbral de la Muerte todos nos aferramos a lo que conocemos.




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