«Señor Topo»: Allison V. Harding; relato y análisis.
Señor Topo (The Underbody) —también traducido como El cadáver del señor topo— es un relato de terror de la escritora norteamericana Allison V. Harding (1919-2004), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1949 de la revista Weird Tales.
Señor Topo, uno de los grandes cuentos de Allison V. Harding, relata la historia de Jamie, un chico de seis años que afirma haber visto a un extraño hombre medio enterrado en un campo cercano a su casa, a quien llama Señor Topo [Mister Mole].
El padre de Jamie, el doctor Holland, diagnostica la experiencia de su hijo como un típico caso de imaginación hiperactiva, incluso se enorgullece, ya que estas «fantasías» son una señal precoz de inteligencia. Decide acompañar al chico al lugar del avistamiento, creyendo que el Señor Topo forma parte de la mitología de algún juego infantil, pero cuando llega al lugar descubre algo inquietante:
«La cosa en el agujero era... un hombre. O lo había sido. Estaba vestido con una chaqueta, camisa, pantalones marrones y zapatos. Su piel tenía algo del color de la tierra, y había tierra saliendo de sus fosas nasales, orejas y por las comisuras de la boca. Tenía los ojos abiertos.»
El doctor Holland verifica los signos vitales de la «cosa», pero no encuentra pulso. Regresa a la casa con su hijo y le ordena que no vuelva al lugar. Más tarde, él mismo regresa al sitio del avistamiento, equipado con sus elementos médicos, pero el Señor Topo ha desaparecido. El doctor Holland se tranquiliza con una hipótesis racional: tal vez el asunto está relacionado con profanadores de tumbas.
Días después, Jamie irrumpe en la biblioteca familiar y le dice a su padre que el Señor Topo lo ha invitado a dar un paseo... «por abajo». Cuando otro niño de la zona comenta la misma experiencia [el hijo del vecino, Eddie, también de seis años] el doctor Holland y su vecino, Ed Quinlan, comienzan a investigar con mayor profundidad. El propio Ed sostiene haber visto al Señor Topo en la oscuridad:
«Doc, lo vi con mis propios ojos. Todo manchado de tierra, como sonriendo. Era el tipo más espeluznante que jamás haya visto. Lo toqué. No tenía más calor que un árbol (...) Estaba boca arriba con tierra y todo saliendo de su boca, pero cuando miré de nuevo podría jurar que se había dado la vuelta. Todavía tenía esa sonrisa en su rostro, sólo que no era una sonrisa agradable. Parecía estar disfrutando.»
Quinlan es un hombre práctico, poco imaginativo pero de buen corazón. Esto convence a Holland de que realmente hay «algo» en los campos circundantes, y que «es un hombre, o lo fue alguna vez». Días después las cosas parecen tranquilizarse. No hay nuevos incidentes y, tras una rápida investigación en los periódicos locales, no se descubre ninguna desaparición que pueda asociarse al Señor Topo. Sin embargo, una mañana de niebla Quinlan se presenta en la casa de Holland «con un bulto en brazos»:
«Había suciedad en todo el pequeño Eddie; la tierra en sus ojos, boca y oídos se había convertido en barro por la lluvia. Era evidente que el joven había muerto por asfixia, pero no por la presión de manos alrededor de su cuello, sino por hundirse muy, muy profundamente en la tierra.»
Voluntariamente o por el poder de «fascinación» de la cosa, el pequeño Eddie siguió al Señor Topo «por abajo». Quinlan encontró a su hijo en un agujero cerca de su casa.
Allison V. Harding es una precursora de Stephen King [que de hecho la admiraba], y Señor Topo es uno de sus cuentos más oscuros. Una vez más la autora demuestra su macabra disposición a representar las mayores atrocidades perpetradas contra niños pequeños [ver: Danny Glick y los niños-vampiro de Stephen King]. Tal es así que el Señor Topo rivaliza con Pennywise, aunque sus habilidades son más discretas. No asume la forma de los miedos particulares de sus víctimas, sino que vive [o no-muere] bajo tierra, atrayendo a niños inocentes a su muerte. En el caso de Jamie, el Señor Topo finge estar atrapado en un pozo poco profundo detrás de su casa [ver: Georgie vs. Pennywise: el sótano arquetípico]
También hay algo arquetípico en esta entidad sobrenatural, parecida a un cadáver, que atrae a los niños bajo tierra; de hecho, bien podría formar parte del catálogo de horrores de los cuentos de hadas. La mamá de Jamie está ausente, como en todos los cuentos de hadas; y la madre de Eddie, el otro chico atraído por la criatura, está muerta. De algún modo, la atracción de estos dos chicos, cuyas madres están ausentes, resuena en el motivo freuidiano del deseo de retorno a la vida intrauterina.
La reacción del doctor Holland y Quinlan tiene algo de tribal. Forman un grupo de caza para detener a la criatura, pero con resultados desastrosos. Durante la búsqueda, Jamie desaparece en un agujero:
«El médico redobló sus esfuerzos frenéticamente, arañando, poniéndose en cuatro patas. Finalmente encontró lo que sabía que estaba allí, y, sacudiendo la tierra que lo cubría, lo puso en el borde del hoyo que había excavado con sus manos… un bulto similar al que Quinlan le había traído la noche anterior, igualmente sin vida.»
Señor Topo es una historia impactante, incluso para los estándares del siglo XXI. El lector moderno del género, curtido por las escalofriantes historias de Stephen King protagonizadas por niños, apreciará esta obra maestra de Allison V. Harding, que no muestra ningún reparo en describir horribles muertes de inocentes. El efecto final es algo así como un espantoso cuento de hadas... iba agregar «para adultos», pero todos los cuentos de hadas [al menos los buenos] lo son [ver: Porqué los cuentos de hadas no son para chicos]
Todos los relatos de Allison V. Harding se desarrollan en un entorno contemporáneo, pero incorporan una variedad de temas extravagantes, fuera de lugar y tiempo en esa contemporaneidad. Aquí, Jamie se enfrenta a una amenaza primordial, prehumana, algo contra lo cual la ortodoxia moderna es ineficaz. Para luchar contra Señor Topo es necesario apelar a recursos atávicos, anteriores a las recetas profilácticas contra vampiros y hombres lobo.
Ahora bien, ¿qué es el Señor Topo?
La primera descripción que obtenemos [«chaqueta, camisa, pantalones marrones»] insinúa que podría tratarse de un elemental, habida cuenta que su piel tiene «el color de la tierra» y hay «tierra saliendo de sus fosas nasales, orejas y por las comisuras de la boca». Incluso podría tratarse de un miembro particularmente desagradable de la raza feérica [ver: Lo Subterráneo en la ficción]
Las víctimas del Señor Topo aparecen asfixiadas, «no por sus manos», sino por la falta de aire en el interior de los agujeros. Básicamente respiran tierra hasta que esta llena sus pulmones. Es una muerte espantosa.
Por otro lado, la criatura no parece alimentarse físicamente. Los cuerpos de Eddie y Jamie están intactos, de modo que debe estar alimentándose de algo más, aunque también existe la posibilidad de que el Señor Topo esté actuando por pura crueldad y malevolencia. En los tres casos que presenta la historia [Eddie, Jamie y Janice], se trata de chicos imaginativos, que «creen en los cuentos de hadas». Sin embargo, ninguno de ellos parece asustado por la criatura, incluso se sienten atraídos, «fascinados» por el Señor Topo, y eventualmente lo siguen a dar un paseo «por abajo». ¿Acaso Allison V. Harding está explorando una macabra variante del cuento del Flautista de Hamelin?
La dinámica es similar: el Señor Topo «encanta» a los niños y los obliga a abandonar sus casas e irse con él, en este caso, bajo tierra. Pero, en el Flautista, los aldeanos no pagan los honorarios del encantador, de modo que este se lleva a los niños como venganza. ¿Cuál ha sido la falta de Holland, Quinlan, y los padres de Janice? Allison V. Harding no lo especifica, pero podría tener algo que ver con cierto desapego de la imaginación infantil, del universo de la propia infancia. Holland es un hombre de ciencia, un tipo racional. Quinlan es un sujeto prágmático. Toman todas las decisiones equivocadas porque están preparados para lidiar con un pervertido, con un loco, no con un Monstruo.
Señor Topo.
The Underbody, Allison V. Harding (1919-2004)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Caía una suave lluvia de verano que significaba «quédate adentro», pero como mamá no estaba, Jamie salió corriendo por la puerta trasera (papá estaba leyendo en la biblioteca y la cocinera en la cocina, horneando), atravesando el césped y bajando por el sendero que discurría hacia el prado.
El doctor Holland estaba sentado en su sillón de cuero favorito de la biblioteca, medio leyendo pero más interesado en mirar por la ventana. Hacía suficiente calor como para estar en mangas de camisa; se alegró de que no hubiera pacientes que necesitaran su atención esa tarde, porque, al igual que los gorriones afuera, se sentía reacio a moverse en el calor y la humedad.
No se oía ningún sonido excepto el suave silbido de la lluvia al tocar la tierra sobrecalentada por el sol de la mañana, y los alegres ruidos ocasionales de Amanda, en la cocina, preparando un pastel. Amanda era uno de esos tesoros campestres que se encuentran en los pueblos pequeños. Hacía exactamente lo que había que hacer, como en esta ocasión, por ejemplo, cuando la esposa de Albert Holland había atravesado el estado para una visita de dos semanas con su propia familia.
Era agradable sentarse así, sin hacer nada: la revista médica que tenía en la mano tenía un artículo interesante, pero no tenía que leerlo esa tarde. Se preguntó distraídamente qué tipo de pastel estaría preparando Amanda, esperando que fuera uno de esos blancos y espesos con glaseado de chocolate y relleno de gelatina. Y fue justo en ese momento que escuchó a Jamie aullar y gritar, el sonido de su voz de niño pequeño proveniente del exterior, haciéndose más fuerte a medida que las pequeñas piernas lo acercaban más.
Jamie tenía un secreto. Era el mayor secreto que jamás había tenido. Demasiado grande para que su emoción quede contenida en su pequeño cuerpo vestido llamativamente con el disfraz de vaquero de la Navidad pasada. Después de mirar para estar seguro, se escapó corriendo por el campo y subió la colina del prado, saltó el muro de piedra y cruzó el césped, sus pequeños pies salpicando los charcos. Comenzó a llamar antes de llegar a la casa y su padre lo recibió en la puerta trasera.
—¡Joven, entra y límpiate los pies!
—¡Papá! —jadeó Jamie, sin aliento.
Su padre lo llevó a la biblioteca.
—¿No habrías estado jugando a los vaqueros bajo esta lluvia, no?
—¡Tienes que ver esto, papá!
La voz del niño subió hasta un punto in crescendo y tiró de la mano de su padre.
—Joven, no será bueno para ninguno de los dos si te resfrías. Tu madre se asegurará de eso. Será mejor que subas y te cambies. Déjame sentir esos calcetines.
—¡Pero, papá! ¡Papá...!
—¡Sí, están mojados! Ahora sube las escaleras.
—Pero hay un hombre ahí afuera, en el campo. ¡Papá, estaba tirado en el suelo, mirándome!
—Sube las escaleras, joven, y quítate ese disfraz. Si quieres ponerte botas y un impermeable, te acompañaré. ¿Qué dijiste que era... un jefe indio?
—No es ningún jefe indio, papá. ¡Es un hombre en un agujero en el suelo!
—Si quieres que salga contigo y te ayude a cazar a Búfalo Bill, primero sube y haz lo que te dije.
El niño se alejó ruidosamente. Unos momentos más tarde, padre e hijo cruzaron el césped, la valla de piedra y se adentraron en los campos que había más allá. La llovizna había terminado, pero la niebla había tomado su lugar y se aferraba con dedos grises al prado.
—No tires así, Jamie. Queremos acercarnos sigilosamente, con cuidado. ¡No quiero que me atraviese una flecha, compañero!
La emoción de Jamie aumentó cuando llegaron al otro lado del prado. Se detuvo entre un peñasco y un tocón, miró al suelo y luego levantó la vista hacia su padre.
—El Señor Topo estaba ahí. ¡Papá, ahí mismo! —señaló.
Había tierra recién removida allí, con la parte superior embarrada por la lluvia, como si el propio Jamie o alguien más hubiera usado una pala. El doctor Holland la tocó con la punta de su bota. No había nada.
—Supongo que los indios lo atraparon antes que nosotros, Jamie. ¡O tal vez lo atrapó un puma!
—Él estaba justo allí. ¡Papá!
El médico se rió y rodeó a su hijo con un brazo.
—Volvamos a casa, jovencito.
Le gustaba que el chico fuera imaginativo. Para él, era una señal de inteligencia, y eso nunca desagrada a los padres.
Esa noche, durante la cena, Jamie parecía inusualmente tranquilo, y el doctor Holland se preguntó si había aprovechado lo suficiente del episodio. Para complacer a su hijo, volvió a sacar el tema.
—¿Por qué llamaste a esa alimaña Señor Topo, Jamie?
—Porque estaba en el suelo, atrapado en el suelo, papá.
Por las mañanas, el médico se las ingeniaba para prepararles el desayuno.
—No soy muy buen cocinero, Helen —le había confiado a su esposa, pero ella se rió y dijo:
—¡Bueno, no pasarán hambre con Amanda!
Más tarde esa mañana en particular, el horario requería que él recogiera los víveres y Amanda haría su magia en la cocina. El doctor Holland estaba pasando un mal rato preparando los platos del desayuno cuando Jamie entró corriendo en la cocina.
—¡Es el señor Topo otra vez!
—Jamie.. Mira, has dejado rastros de suciedad otra vez. No me importa, pero sabes que tu madre te dijo que no hicieras eso. Además, significa que Amanda tendrá que limpiarlo. Quizás sea mejor que lo hagamos nosotros.
—¡Rápido, papá! —el niño ya estaba tirando del delantal del doctor Holland—: ¡Rápido, antes de que el Señor Topo se vaya!
El Doctor salió, poco dispuesto, pero obligado por la urgencia de su pequeño hijo, a salir por la puerta trasera y cruzar el césped; esta vez mucho más cerca de la casa, justo encima del muro de piedra. Había un agujero; lo cual era curioso porque no lo había notado antes. Había una pala... y dentro de ella…
El doctor Holland se detuvo tan abruptamente que su mano en la de Jamie hizo que el niño perdiera el equilibrio hacia atrás.
—¡Mira, papá! ¡Mira, es el Señor Topo, como te dije!
Había que dar dos pasos hasta el agujero en el suelo y el doctor Holland los dio, empujando instintivamente a su hijo un poco hacia atrás.
La cosa en el agujero era... un hombre.
¡O lo había sido! Estaba vestido con una chaqueta, camisa y pantalones marrones, zapatos, y su piel también tenía algo del color de la tierra, y había tierra saliendo de sus fosas nasales, orejas y por las comisuras de la boca. Tenía los ojos abiertos, mirando hacia arriba, porque estaba acostado boca arriba.
Cuando Holland se arrodilló junto a la cosa, notó la curvatura de sus labios. El hombre, fuera quien fuese, no habría sido muy atractivo en vida. Su mirada lasciva convertía su rostro en una mueca desagradable.
El Doctor alcanzó la muñeca. Cuando la levantó para tomarle el pulso, la tierra se desprendió de entre los dedos. Fue como esperaba: sin pulso. Deslizó una mano debajo de la chaqueta del hombre y palpó la región del corazón. No sintió la más mínima vibración.
Se levantó y, llevando a su hijo delante de él, se apresuró a regresar a la casa.
—¿Viste, papá? Te hablé del Señor Topo! ¡Él sale de la tierra!
—Ahora hijo, tengo algunas cosas que hacer y quiero que te quedes aquí.
¡Así que ayer el chico había dicho la verdad! Jamie debió haberse confundido y llevado a su padre en la dirección equivocada.
Holland debía visitar pronto a la señora Foster, cuya persistente artritis y temperamento irritable exigían una asistencia minuciosa. Pensó en llamar a Ed Quinlan a la casa de al lado. Quinlan, además de ser secretario municipal, también era ayudante del sheriff del distrito; pero en cambio, la curiosidad profesional hizo que Holland primero tomara su pequeño maletín médico y se dirigiera nuevamente a esa tumba, desenredando su estetoscopio a medida que avanzaba.
Estaba bastante seguro de que el hombre estaba muerto. Su hijo, por supuesto, no se dio cuenta del terrible significado de este espantoso descubrimiento. Caminó rápidamente; después pensó que no podía haber estado en la casa más de cinco minutos y, sin embargo... sin embargo, cuando llegó al lugar, ¡la cosa, el Señor Topo, había desaparecido!
—¡Imposible! —murmuró Holland para sí mismo.
Éste era el lugar, no había ningún error al respecto. La tierra estaba suelta; la tamizó entre los dedos. ¡No había nada! ¡Nada! Se levantó y miró a su alrededor, medio temeroso de encontrar a este hombre que había pensado (no, estaba seguro) que estaba muerto caminando en algún lugar lejos de su tumba terrenal. ¡No había nadie y podía ver buenos caminos en todas direcciones!
Dobló pensativamente su estetoscopio y regresó a la casa. Se le ocurrió que podría tratarse de una broma gastada por personas desconocidas, como cuando uno de los estudiantes había alterado la presión de su bebedero para pájaros y había salido un chorro de agua en lugar del habitual rocío elegante. Pero aun así había un cadáver. Eso significaba profanar tumbas o sacar un cadáver de alguna morgue o del laboratorio de un hospital.
Le ordenó a Jamie que permaneciera en casa («no te atrevas a desobedecerme», le dijo) hasta que regresara.
Hizo su visita a la señora Foster lo más breve posible, recogió a Amanda y condujo de regreso a gran velocidad para encontrar a su hijo jugando despreocupadamente con sus soldaditos en el piso de la biblioteca.
Dos veces durante el día, el Doctor caminó hasta el terreno más allá del muro. Una vez salió al campo donde Jamie lo había llevado el día anterior. No se veía nada excepto lo que parecía un área de tierra apisonada.
No se habló más hasta esa noche cuando Jamie sacó a relucir el tema justo antes de que le ordenaran acostarse.
—¿Adónde va el Señor Topo, papá?
Una pregunta justa, pero difícil de responder. Si argumentaba que el Señor Topo existía, no podría simplemente desaparecer sin razón. Si no existía, entonces el doctor Holland debería llevar inmediatamente a su hijo a un oculista y acudir él mismo a un psiquiatra.
Durante varios días, el doctor Holland pensó mucho mientras realizaba sus tareas médicas y recorría la casa, y encontró más de unas pocas excusas para caminar por el césped, cruzar la valla de piedra y entrar en los prados más allá. En pocos días los agujeros donde había aparecido el Señor Topo perdieron su frescura, perdieron su aspecto de recién removidos y nuevamente fueron reclamados por el amplio seno de la tierra.
Una noche, justo antes de acostarse, Jamie dijo:
—¡El Señor Topo me invitó a salir a caminar hoy, papá!
A Holland casi se le cae el limpiapipas. Trató de mantener la voz firme, porque el silencio había rodeado este tema durante varios días.
—¿Dónde estaba él, Jamie? ¿Dónde estaba el Señor Topo?
El niño hizo un gesto vago con el brazo y repitió:
—Me pidió que lo acompañara a caminar. Abajo me dijo, papá.
—¡Jamie! —esto había ido demasiado lejos—. Quiero que respondas lo siguiente: ¿cuándo viste por primera vez al Señor Topo?
—La vez que te lo dije. Ese día lluvioso.
—¿Y ahora te habla?
—Claro, papá.
Holland se puso de pie. Había que hacer algo. Esto no podía abordarse ni descartarse con la esperanzada conclusión de que, después de todo, era sólo producto de la imaginación.
—Vamos a ver al Señor Topo, hijo, ahora mismo.
—¡No podemos! ¡Se fue! ¡Se fue mientras yo miraba!
—¿En qué dirección? Lo seguiremos.
El niño arrugó la frente como si incluso para su mente joven y crédula el evento fuera inusual.
—Simplemente se fue. A la tierra. Dijo que volvería.
El médico pidió a su hijo que le dijera el paradero de la última aparición del Señor Topo y luego llevó al niño de seis años a la cama. Más tarde buscó por sí mismo, y allí donde su hijo lo había descrito estaban las marcas de tierra recién removida. Toda la situación era desconcertante. Su mente científica, ordenada, hizo que el doctor Holland buscara alguna acción lógica y definida, pero no la hubo.
La cosa —sea lo que fuere— debía ser examinada por las autoridades. Sin embargo, el primer paso de ese plan era encontrar al Señor Topo e impedir que continuara desapareciendo.
Albert Holland pasó veinticuatro horas pensando en un curso de acción y entonces se le ocurrió que debía hablar con su vecino, Ed Quinlan, el ayudante del sheriff que vivía al otro lado del largo prado que corría colina abajo. Quinlan, un viudo con un hijo de la edad de Jamie, era un buen tipo. Siempre había apreciado que Holland lo hubiera tratado sin mencionar una factura cuando las cosas eran difíciles para los Quinlan. Y mostró su agradecimiento. Pero, más aún, era un individuo fanfarrón y realista cuyo principal objetivo no era la imaginación (aunque no era estúpido en modo alguno) y, por lo tanto, aportaría un buen punto de vista a esta propuesta, además del peso de su cargo oficial en el gobierno del condado.
Holland iba a pasar por allí esa misma tarde y, ahora que Jamie se había acostado, estaba a punto de salir cuando sonó la aldaba de la puerta de su casa. Era, casualmente, Quinlan.
—¡Hola, Ed! —saludó calurosamente el médico.
—Buenas noches, doctor. Lamento molestarlo.
—En absoluto. Entra.
Holland vio inmediatamente que el hombre estaba agitado. Su rostro ancho y rubicundo parecía preocupado y sus grandes manos de dedos gruesos se aferraban al panamá algo gastado que siempre llevaba.
—¿La señora sigue de viaje, doctor?
—Sí, otra semana, Ed.
Hablaron de cosas como esta y aquella durante algunos momentos y luego Ed fue al grano.
—Doctor, si su hijo ya está en la cama, me pregunto si podría caminar conmigo hasta mi casa. Ha sucedido algo curioso.
Holland esperó, mientras su propio sentimiento de incomodidad aumentaba.
—Es mi hijo, Eddie. Se encontró con un cuerpo tirado en el prado detrás de nuestra casa. Pensé que me estaba tomando el pelo... ya sabe la forma en que se comportan estos niños. Estuvo detrás mío toda la tarde, hasta que salí con él hace un momento. Doc, lo vi con mis propios ojos. Todo manchado de tierra, como sonriendo. Era el tipo más espeluznante que jamás haya visto. Lo toqué. No tenía más calor que un árbol. Estaba muerto, aunque realmente no puedo decir si se ha cometido algún crimen.
Quinlan se detuvo y respiró hondo, jugueteó con su sombrero y luego volvió a fijar sus ojos preocupados en el médico.
—¿Vendría conmigo?
—Seguro, Ed.
Quinlan se apresuró a continuar:
—Creo que vi al tipo moverse. Estaba anocheciendo allí afuera. Envié a Eddie a la casa por una linterna. Para ser honesto, no podía ver tan bien. Pero, doc, había estado acostado boca arriba con la tierra y todo saliendo de su boca, y cuando miré de nuevo podría jurar que se había dado la vuelta. Todavía tenía esa sonrisa en su rostro, sólo que no era una sonrisa agradable. Parecía estar disfrutando.
El hombre siguió parloteando, siguiendo al médico hasta el pasillo mientras Holland iba al armario de los abrigos a buscar su propia linterna.
—Iré contigo, Ed.
—Pero hay un problema, doc —la mano de Ed lo sostuvo justo cuando estaban a punto de salir a la oscuridad de la tarde de verano—. Lo perdí. Debí haber estado esperando a través de la oscuridad a que Eddie regresara con la luz y todo, pero me di la vuelta y él ya no estaba, así como si nunca hubiera estado allí, excepto que yo sabía que sí porque la tierra estaba toda revuelta, como una tumba nueva.
Entonces los dos caminaron, la linterna oscilante sostenida en la mano de Holland mostraba el camino a través de la exuberante campiña de julio. La noche estaba con ellos y el silencio entre ellos: un hombre de la ley y un hombre de ciencia, cada uno con sus pensamientos y su perplejidad, pero juntos, llevados allí por el sentido de orientación de Quinlan y el oscilante rayo de luz que los siguió hasta su objetivo.
La voz de Ed sonó bajo el arco negro de la noche mientras exhalaba y decía:
—Ahí es donde estaba. Justo ahí, doc.
Albert Holland miró al suelo. Estaba de pie con el haz de la linterna fijo en la tierra.
—Supongo que cree que estoy loco, doctor.
Y, ante esto, el médico puso su mano sobre el brazo del otro.
—No lo creo, Ed. No estás loco. Viste algo.
Y estuvo a punto de decir: «Yo también lo vi, Ed. Aquí en el prado y luego más cerca de mi casa. Jamie me llamó igual que Eddie te llamó a ti. Hemos visto algo bajo el cielo de Dios, exactamente qué, no lo sé, y soy médico; se supone que debo saber cómo son la vida y la muerte.»
Pero no lo dijo porque Quinlan siguió hablando:
—Mi muchacho afirma que habló con él (imagínese esto, doc, un cadáver hablándole) y que lo invitó a dar un paseo con él. No podría ser un cadáver, ¿verdad? No hacen cosas así... si están realmente muertos, ¿verdad?
Holland volvió a poner su brazo sobre el hombro del otro, esta vez con más urgencia.
—Ed, ¿dices que enviaste a Eddie a casa antes de venir a buscarme?
—Por supuesto…
Luego, casi automáticamente, los dos comenzaron a caminar hacia la pequeña cabaña de Quinlan, justo encima de la cima de la colina, y mientras caminaban, aunque no dijeron nada más, sus pasos se aceleraron.
Es la noche, se dijo Holland, que infunde miedo incluso en el hombre menos supersticioso, el más prosaico, el menos imaginativo, pero tenían derecho a sentirse asustados, porque esta experiencia compartida entre dos padres y dos hijos era —pobre y débil palabra— ¡extraordinaria!
Había una luz en la planta baja de la casa Quinlan y podían verla a través de la penumbra. Se hacía más grande mientras caminaban apresuradamente hacia ella. Quinlan, con voz tensa ahora, llamó mientras avanzaban.
—¡Eddie! ¿Eddie, muchacho? ¿Estás ahí? ¡Soy papá!
Y desde la casa más grande que tenían delante volvió la voz del niño pequeño.
—Vaya, papá, ¿eres tú? ¿Has estado en el prado hablando con él?
No hubo necesidad de responder. Casi simultáneamente, sus apresurados pasos disminuyeron. La crisis, no declarada entre los dos hombres pero apreciada por ambos, había terminado. Quinlan se volvió hacia el médico.
—Gracias, Doc. Muchas gracias por venir.
En la oscuridad, los dos hombres estrecharon sus manos con fervor. Y luego se separaron para tomar caminos separados en la oscuridad: Quinlan a su casa y el doctor Holland de regreso a través del prado nocturno.
Holland permaneció despierto hasta muy tarde esa noche pensando en la cadena de acontecimientos que ahora eran más que la imaginación de una o dos personas. Quinlan era su antítesis, su opuesto, y, sin embargo, el hombre sencillo y de buen corazón lo había visto. La posibilidad de que se tratara de una broma de malos era bastante inverosímil. Aparte de otras objeciones, la gente no le gasta ese tipo de broma a un ayudante del sheriff, incluso si el médico de la ciudad es menos inmune. No, había algo ahí afuera… alguien. Era un hombre, o lo había sido alguna vez, porque lo parecía y vestía ropa.
Holland sabía muy bien que había casos de diagnóstico incorrecto. Se han declarado muertas personas que no lo estaban. Hay enfermedades, condiciones y estados que se parecen a la muerte y, sin embargo, no lo son. El catatónico es uno de ellos. Pero a pesar de sus intentos por tapar racionalmente sus dudas, estaba seguro, como médico, de que el hombre que había visto, aquel al que Jamie llamaba (acertadamente) Señor Topo, no estaba vivo.
Deseaba que Helen estuviera allí porque no sólo sabía escuchar (y necesitaba eso para hacer alarde de los hechos y suposiciones), sino que también era perspicaz.
Los insectos nocturnos estaban tranquilos y había un atisbo de luz en el este cuando el médico se retiró a su habitación.
Para explicarle a Jamie que no debía correr a lo largo y ancho de los prados, fue necesario pensar en una historia sobre indios moviéndose afuera. El niño miró atentamente a su padre, con más sabiduría, pensó el médico, que un niño de su edad.
Holland siguió con sus asuntos contento de que los días fueran seis, cinco, cuatro y luego tres hasta que regresara su esposa Helen. No podía restringir a su hijo a la casa porque tenía que haber una razón más que indios imaginarios para convencerlo. Con el paso de los días, el médico se reprendió un poco. Se molestó por la sensación de incomodidad que experimentó cuando sacó del garaje el cupé con el emblema de los médicos en la placa trasera, o cuando tenía que hacer alguna llamada o recado. Sentía inquietud al salir.
Pero, también con el paso del tiempo, se fortaleció su esperanza, que creció casi hasta convertirse en la convicción de que la cosa bajo tierra, moviéndose como un topo de un lugar a otro, había regresado al lugar de donde había salido; tal vez quieto para siempre en alguna grieta oscura bajo la superficie de la tierra, lejos de los ojos de los hombres.
Holland se encontró con Quinlan en el pueblo y el ánimo de ambos hombres era bueno.
No lo dijeron, pero el significado era claro: nadie había visto nada en los últimos días. Luego se separaron alegremente.
La noche anterior al buen día en que Helen regresaría, sonó el teléfono de Holland. Jamie ya estaba arriba, presumiblemente dormido en su habitación. Hacía tiempo que Holland había llevado a Amanda a casa diciéndole que la esperaba mañana. Helen regresaría a tiempo para la cena y sería bueno tener algo muy especial para su regreso.
—Hola, doc —era Quinlan cuando Holland levantó el auricular —. ¡Eddie lo ha visto otra vez!
La mano del médico apretó el instrumento.
—En el bosque. Jura que se mueve y habla con él. Quería que Eddie fuera a caminar con él.
Holland intentó mantener la voz tranquila:
—¿Qué podemos hacer al respecto, Ed?
—Mañana —añadió Quinlan como si lo hubiera pensado—, reuniré a un grupo de hombres y descubriremos quién o qué es. Tal vez sea algún tipo de borracho pervertido. Esto último, con suerte.
—Estoy contigo, Ed —dijo resueltamente el médico —. ¡No podemos permitir que esto continúe!
Los dos hombres colgaron. Holland volvió a entrar a la biblioteca donde estaba sentado, la inquietud regresó. En los últimos días había encontrado el tiempo y la oportunidad de examinar detenidamente los registros del secretario del condado y del periódico. No se habían producido desapariciones ni otros incidentes en la zona que puedan explicar esta «cosa» que acechaba en el campo estival. Y en la sociedad actual lo más difícil del mundo es desaparecer o hacer que uno lo maten de cualquier forma sin llamar la atención.
¿Quién ha oído hablar de un cadáver no reclamado? Por más que lo intentó, Holland no pudo disuadirse de la persistente idea de que se trataba de algo que no encajaba con el sentido común y, por lo tanto, no seguía las leyes cotidianas del mundo.
Eran las siete y pocos minutos de la mañana siguiente cuando Holland oyó sonar la aldaba de la puerta de entrada. Parecía más temprano. La lluvia y la niebla habían retrasado el día. Jamie apenas se estaba moviendo en su habitación mientras su padre bajaba las escaleras murmurando entre dientes. Y entonces, antes de poner la mano en el gran pomo que haría girar la puerta para abrirla, un presentimiento se apoderó de él, le puso rígido el brazo y le tocó la espalda con dedos húmedos y fríos.
Abrió la puerta en la cerrazón y vio a Quinlan, con un bulto en brazos, el rostro mudo con los ojos muy abiertos y surcado por la tormenta. Pareció ofrecer la cosa que tenía en sus brazos a Holland y Holland, al verla, de repente se convirtió en médico. Dijo suavemente:
—Aquí, Ed. Déjame llevarlo —aunque supo a primera vista que algo andaba mal.
Había suciedad por todo el pequeño Eddie; la tierra en sus ojos, boca y oídos se había convertido en barro por la lluvia. Era evidente que el joven había muerto por asfixia, pero no por la presión de manos alrededor de su cuello, sino por hundirse muy, muy profundamente en la tierra.
Holland volvió a pensar en lo que Quinlan había dicho por teléfono la noche anterior, lo que su propio hijo había dicho la última vez que la «cosa» lo había visitado —¿qué era?—, el Señor Topo lo había invitado a ir con él «por abajo»?
Mientras el médico pensaba, Quinlan hablaba entrecortadamente, tratando de aferrarse a sí mismo con la voluntad de un hombre fuerte, pero doblegado bajo la tragedia más cruda de su vida.
—Estoy seguro de que el chico estaba en la cama cuando hablé con anoche con usted, doc, pero en algún momento de la noche, o esta mañana temprano, debe haber salido, ¡Dios sabe por qué!. Excepto que ese diablo tenga un poder, una especie de fascinación. Me levanté temprano, ¿sabe?, y Eddie no estaba. Salí a echar un vistazo y vi uno de esos agujeros no lejos de la casa. Como lo habíamos visto antes. He visto las huellas del pequeño Eddie alrededor de este lugar, como si hubiera entrado en el agujero.
»Entonces conseguí una pala, doc, y cavé más rápido de lo que un hombre ha cavado antes... y después de haberme sumergido un poco en ese hoyo... lo encontré... así. No quedó en él ni un «hola, papá», ni un suspiro.
Quinlan se dejó caer en una silla, sollozando, con la cabeza entre sus grandes y fuertes manos, temblando como un niño aterrorizado.
—Ed —dijo Holland en voz baja—. Ed, sígueme al consultorio.
El médico abrió el camino, llevando el cuerpo de Eddie en sus brazos, y Quinlan obedientemente lo siguió. Jamie era un chico sensible. No servía de nada que mirara escaleras abajo a través de las barandillas y viera la escena en el vestíbulo principal. Además, el propio Quinlan necesitaba algún medicamento.
El médico colocó con cuidado el cuerpo de Eddie sobre la mesa, comprobó con el estetoscopio lo que ya sabía: que no quedaba ni el más mínimo atisbo de vida en el cuerpo ahogado por la tierra y luego le preparó al padre del desafortunado un potente sedante.
—Se ha ido, ¿no es así, doctor?
—Me temo que sí, Ed. Es algo terrible. ¡Horrible! Y sé que cualquier palabra de simpatía que pueda decirte ahora será pobre e inadecuada.
Quinlan se quedó sentado un rato, sin decir nada, dando vueltas y vueltas al vaso que contenía el sedante entre sus fuertes dedos. Apuró la medicina y, al cabo de un rato, se puso de pie.
—Bueno... gracias, doc. Me llevaré a mi hijo a casa y luego a la funeraria. Quiero ir rápido, doc, ¡porque después iré por el Diablo bajo tierra! Voy a reunir a los hombres. ¿Se unirá a nosotros, doc?
—Sabes que lo haré, Ed. Iré a tu casa un poco más tarde en la mañana.
—¿Tiene un hacha, doctor? ¡Llévela! —los dientes de Quinlan quedaron al descubierto en un gruñido—. ¡Vamos a atrapar a este tipo!
—Ed, ¿no quieres que vaya contigo o que lleve yo mismo al pequeño Eddie al pueblo?
Quinlan sacudió la cabeza con determinación.
—Lo hecho, hecho está, doc. ¡Ahora tenemos que perseguir al que hizo esto!
Salió con Eddie otra vez acunado en sus brazos, y la creciente mañana, cuando la luz tocó su rostro, mostró sus líneas duras, la terrible tristeza, la conmoción y la desesperación reemplazadas por algo más.
Holland fue por Jamie y se armó de valor cuando el niño preguntó:
—Papá, ¿qué estaba haciendo el señor Quinlan aquí?
—Tenía un problema muy grande, hijo —respondió el médico con cautela—. Vino a preguntarme al respecto. ¿Qué tal si vienes al pueblo conmigo, Jamie, a recoger a Amanda?
Mientras conducían, las nubes se escabulleron ante ellos y el sol salió para secar y calentar el mundo húmedo. Holland conducía aturdido e instintivamente. Le devolvió el saludo a Amanda automáticamente. No había nada que decir, pero su hijo lo estaba mirando con curiosidad. Ésa era una de las maldiciones de la imaginación.
Amanda era mayor, buena para hornear pasteles y hacer tarta de manzana, estaba llena del deseo de servirles y de afecto por ellos como familia, pero era demasiado mayor para entender si él decía: «Mira, Amanda. Algo terrible ha sucedido. Hay un hombre suelto... un hombre muerto, y acaba de matar a un niño pequeño. Tenemos que tener cuidado... no sabemos de qué dirección puede venir el peligro. ¡Tal vez no llegue, pero esa es la situación!»
No podía hablarle así, o incluso si pudiera, no lo haría delante de su hijo.
Regresaron a la casa de los Holland y Amanda notó de inmediato que el médico no había desayunado. Ella insistió. Holland apenas tragó uno o dos bocados. Tenía que ir a casa de Quinlan como había prometido. Los hombres se reunirían allí para su sombría tarea. Jamie, detrás de su vaso de leche, le dijo a su padre detrás de su taza de café:
—Esta mañana iré a jugar con Eddie. ¡Vamos a volar el nuevo cometa, papá!
Albert Holland tragó con dificultad:
—No, Jamie, esta mañana no.
—¡Pero, papá…!
¿Qué podría decir? ¿Qué podría decir? Amanda era demasiado mayor y él demasiado joven para entender el porqué de esto. No podía decirle que Eddie estaba muerto, que un cadáver lo arrastró a un agujero y lo asfixió allí mismo, en el prado donde los dos chicos habían jugado tantas veces, donde hoy iban a volar la cometa.
¿Cómo podía decir eso? ¿Y qué otra cosa podía decir? Jamie seguía sentado ahí, preguntándose por qué.
—Papá, vamos a…
La rápida mente del niño siguió buscando en torno al silencio de su padre.
—¿Está Eddie enfermo?
(Ese es el hijo de un médico)
—¡Es eso! —dijo el niño, ganando impulso y seguridad—. ¡Tiene sarampión!
—No, Jamie, eso pasó el invierno pasado y no te da sarampión dos veces. Esta vez, Jamie, es algo peor… Oh, mucho peor que el sarampión.
—¿Es algo contagioso, papá? ¿Cómo el sarampión?
—No, Jamie, no es sarampión, no es algo contagioso...
¡O tal vez lo sea! Quizás por eso tengo más miedo del que jamás me atrevería a decirte. Por eso en un momento sacaré el hacha de la leñera y me acercaré a reunirme con Quinlan y el resto de los hombres.
En lugar de eso, dijo:
—No, Jamie, no puedes ir esta mañana. Encuentra algo que hacer por aquí. ¡Y no me desobedezcas! Voy a decirle a Amanda que te vigile, ¿me oyes?
Albert Holland caminó hacia lo de Quinlan, con el hacha en una mano, y luego a través del bajo muro de piedra hacia el prado y la ladera. El sol ya había salido, acentuando la suavidad y la paz del pleno verano. El verde fértil tranquilizó sus ojos e hizo que los pensamientos desagradables en su mente parecieran increíbles e inverosímiles. Que estas cosas pudieran haber sucedido bajo el azul del cielo, aquí en la suavidad de la tierra, seguramente no era posible.
Y, sin embargo, a medida que avanzaba, vio grupos de hombres de pie alrededor de la casa de Quinlan. Desde lejos eran hombres bajos y altos, gordos y delgados. Aquí y allá el sol tocaba el cañón de un arma. Reconoció rostros a medida que se acercaba: el dependiente de una farmacia, varios muchachos del departamento de bomberos voluntarios, el subdirector de correos y otros. Ellos le hicieron un gesto con la cabeza y él les devolvió el saludo. Y había una cosa que todos tenían en común, y esa cosa era sombría y seria.
Los hombres se hicieron sugerencias y se ladraron órdenes unos a otros, y finalmente caminaron hacia el amplio seno de la pradera, llevando consigo sus palas, hachas, garrotes y pistolas, hurgando la tierra como si ella misma hubiera cometido este horrible crimen.
Quinlan estaba en todas partes, lleno de una ira que era más terrible porque estaba en silencio.
Pasaron las horas y los hombres caminaron pesadamente por los campos, chapotearon en arroyos y caminaron entre la maleza. Hacía mucho tiempo que habían pinchado y cavado los agujeros que Quinlan y el doctor Holland conocían. Pasó el mediodía y la tarde. El sol se deslizó hacia el borde de las colinas y Holland, consultando su reloj, supo que debía regresar para preparar todo para Helen.
Con el cansancio de caminar, de buscar, surgió un sentimiento de inutilidad. ¿Qué habían hecho? ¿Qué podrían hacer? ¿Qué sabían ellos, golpeando el suelo con sus botas e instrumentos de acero por algo que igual se levantaría y diría: «¡Aquí estoy!»
Por relevos, algunos de los hombres regresaron a la cabaña de Quinlan, donde las mujeres calentaban cafeteras en la estufa. Holland dejó su hacha en lo de Quinlan y giró sus pasos hacia casa. Se dijo a sí mismo que tarde o temprano tendrían que descubrir a esta criatura, fuera lo que fuera. Era bueno, pensó como médico, que el maldito Quinlan fuera el líder de este grupo en este momento de tan gran dolor.
Llegó a la casa, entró y la puerta mosquitera se cerró de golpe detrás de él. El ruido de Amanda en la cocina lo atrajo allí. Estaba preparando algo especial para la cena.
—¿Dónde está Jamie? —preguntó en voz alta.
Amanda estaba un poco sorda y había que gritarle.
—Está por aquí, jugando con su disfraz de vaquero —agitó un viejo brazo en un semicírculo—. Doctor Albert —ella siempre lo llamaba así—, ¿qué ha estado haciendo?
Holland se miró a sí mismo. Cinco o seis horas de caminar entre matorrales y mirar agujeros de tierra en los campos lo habían dejado bastante desaliñado. Tendría que limpiarse. El médico miró por la ventana de la cocina.
—¿Dónde dijiste que estaba Jamie?
—Por algún lado —repitió de nuevo—. Lo vi no hace mucho. Tal vez hace una hora. Iba a lo de un amigo, sí. El señor… algo.
Holland se quedó helado.
—Señor... ¿Señor Topo?
Su voz era mucho más fuerte de lo necesario.
—¡Eso es! Sabía que sonaba como un animal. Un nombre peculiar, ¿no es así, doctor Albert? Dijo que su amigo lo invitó, este Señor Topo, a dar un paseo por abajo. Debe significar hacia el prado. Doctor Albert.
Pero Holland se había ido, arrojándose por la puerta, corriendo y tratando de mirar en todas direcciones, con la mano apretando su corazón, agonizando.
Detrás estaba la casa, el césped y el muro de piedra, y luego, en el bosque, al otro lado del prado lo encontró. ¡Un nuevo agujero!
Holland lo agrandó con sus botas y sus manos, deseando tener algo más, pero no había tiempo para volver corriendo a buscar una herramienta. Recogió y pateó la tierra lo más rápido que pudo. Y poco a poco apareció un pedazo de tela; la tuvo en sus manos temblorosas y cubiertas de tierra. Era un sombrero, el sombrero de vaquero de un niño pequeño… ¡del traje de Jamie!
El médico redobló sus esfuerzos frenéticamente, arañando, poniéndose en cuatro patas. Finalmente encontró lo que sabía que estaba allí, y sacudiendo la tierra que lo cubría y aferrándolo, lo puso en el borde del hoyo que había excavado con sus manos… un bulto similar al que Quinlan le había traído la noche anterior, igualmente sin vida.
Holland hizo un ruido como un animal, y como ese animal siguió cavando, cavando y excavando, porque a él le correspondía hacer esto. Tendría que detenerlo. Los viejos que habían olvidado cómo soñar y que no quieren creer, como Amanda, y los muy jóvenes que todavía creen en todo, como Jamie, ellos habían causado esto, sin saberlo.
Siguió y siguió, un hombre en un agujero de tierra en el campo verde. Debieron ser horas después que Amanda, sorprendida, fue a buscarlo y escuchó los ruidos de ese lugar en el bosque. Consiguió hombres del grupo de Quinlan y lo encontraron en un agujero increíblemente profundo que él mismo había creado, con el pequeño cuerpo de su hijo, cubierto de tierra, haciendo guardia encima.
Fue el propio Quinlan quien sacó a Albert Holland y más tarde, junto con Helen, que había regresado a casa, intentaron tranquilizar y calmar al médico. Helen, cuya conmoción al descubrir esta terrible tragedia en su propia familia fue sólo un poco mayor que la aterradora condición de su marido.
Porque el doctor Holland ya no era un hombre de ciencia, ni un médico, sino una criatura que chillaba, gritaba y lloraba, llena de tierra que salía de él cuando hablaba. Mandaron llamar a otro médico a la cabecera del condado para que viniera rápidamente, pero había kilómetros de por medio, y mientras tanto Holland tuvo tiempo de contar una y otra vez que no deberían haberlo sacado del agujero, porque estaba a punto de alcanzar al señor Topo. Había sentido una pierna enfundada en un pantalón, un brazo, un torso, y se había retorcido y retorcido lejos de él como un gusano en la tierra. Sí, ¡y lo había mirado de soslayo!
—¡Habla y se mueve!
Holland despotricó esto una y otra vez.
A veces, en su horror, gritaba tan fuerte que asustaba a los pájaros en el crepúsculo de una tarde de julio, e incluso a la pobre y vieja Amanda, medio sorda, que se encontraba lejos en otras partes de la casa, con su amable rostro surcado de lágrimas, porque sentía que pudo haber hecho algo más. Se tapaba los oídos con las manos marchitas para protegerse de los horribles sonidos.
Pero los gritos de Albert Holland no llegaron lo suficientemente lejos, porque más tarde, no mucho después, a través de la tierra verde que se enfriaba en la tarde, una niña rubia llamada Janice corrió por el suelo verde y esponjoso, una niña que creía en los cuentos de hadas, en todo... corrió y llamó durante toda la noche, llena hasta reventar con el secreto mientras corría.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Adivinen qué! ¡Adivinen lo que encontré!
Allison V. Harding (1919-2004)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Allison V. Harding.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Allison V. Harding: Señor Topo (The Underbody), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Este cuento es muy bueno!!!! Gracias por la traducción y la publicación!!!
ResponderEliminarGracias, Nito. Bastante macabro, ¿no?
ResponderEliminarSi, claro! Muy "retorcido" si se entiende la expresión.
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