«El secreto en la tumba»: Robert Bloch; relato y análisis.
El secreto en la tumba (The Secret in the Tomb) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de mayo de 1933 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1981: Misterios del gusano (Mysteries of the Worm).
El secreto en la tumba, uno de los primeros cuentos de Robert Bloch, relata la historia de Jeremy Strange, el último descendiente de una familia aristocrática aficionada al ocultismo, quien, al igual que sus antecesores, es invocado por una entidad desconocida que habita en la cripta familiar.
SPOILERS.
El secreto en la tumba de Robert Bloch pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Tal es así que su protagonista, el joven Strange, lee con avidez la copiosa colección de libros prohibidos de su padre, en la cual podemos encontrar títulos como el Necronomicón, el De Vermis Mysteriis y El libro de Eibon, entre otros volúmenes detestables (ver: Libros apócrifos en los Mitos de Cthulhu).
Lo cierto es que todos los varones de la familia Strange han muerto jóvenes, invocados por esta misteriosa criatura en la tumba familiar. El llamado, como una voz que resuena insistentemente, es irresistible; y todos ellos han entrado en la tumba para descubrir el secreto, pero ninguno ha salido con vida. Por otro lado, el acceso a esta cripta no es sencillo, se necesitan ciertos conocimientos ocultos, que el joven Strange descubre en los libros de la biblioteca familiar. Él está decidido a ser el que rompa la maldición familiar al encontrarse cara a cara con lo que sea que esté detrás de la puerta de hierro de la tumba.
Finalmente, el joven Strange se dirige a la cripta, y desciende hacia sus profundidades (ver: El horror siempre viene de abajo). Allí descubre que la invocación, el llamado hipnótico que ha llevado a todos los varones de su familia a desaparecer misteriosamente, proviene del primer Strange: convertido en un vampiro, en un ghoul repugnante y decrépito que, una vez por generación, necesita alimentarse para seguir animando su cadáver en el interior de la cripta (ver: Ghouls: vampiros de los cementerios).
Este es el secreto en la tumba, un secreto familiar, por cierto, donde un ancestro invoca y devora uno a uno a sus descendientes.
El secreto en la tumba de Robert Bloch vuelve sobre un motivo recurrente en los Mitos de Cthulhu: un joven que hereda un extraño secreto de sus antepasados, y particularmente una tumba que de algún modo se alimenta de todos los descendientes varones de la familia. En este caso, la trama es simple y familiar, una versión de La tumba (The Tomb), de Lovecraft, publicado once años antes. La atmósfera es buena, quizás un tanto barroca, pero la historia carece de una trama real (casi todo es descripción y clima) o una lucha creíble al final. El joven Strange rompe el hechizo hipnótico del ghoul, pero no sabemos cómo.
El secreto en la tumba es inferior a los posteriores relatos de Robert Bloch, pero es importante mencionar que fue escrito cuando el autor tenía solo diecisiete años; de hecho, fue su primera venta a Weird Tales. Resulta interesante por varias cuestiones: es el primer cuento de Bloch dentro de los Mitos de Cthulhu, y la primera mención del De Vermis Mysteriis, o Los misterios del gusano (ver: De Vermis Misteriis, el Vampiro Estelar y la biología extradimensional de los Mitos de Cthulhu), especie de enciclopedia de ghouls y otras criaturas abominables de los cementerios.
El secreto en la tumba.
The Secret in the Tomb, Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
El viento aullaba extrañamente sobre una tumba a la medianoche. La luna colgaba como un murciélago dorado sobre sepulcros antiguos, brillando a través de la bruma lánguida con su ojo malévolo. Los terrores que no eran de la carne podían acechar entre tumbas cubiertas de cedro o arrastrarse sin ser visto entre cenotafios sombreados, porque esta era una tierra prohibida. Pero las tumbas guardan secretos extraños, y hay misterios más oscuros que la noche y más leprosos que la luna.
Fue en busca de tal secreto que llegué, solo, a la bóveda ancestral a la medianoche. Mi pueblo había sido afín a la magia y la hechicería en los viejos tiempos, por lo que estaba apartado del lugar de descanso de otros hombres. Aquí, en este mausoleo, en un lugar olvidado, rodeado solo por las tumbas de quienes habían sido los sirvientes. Pero no todos los sirvientes yacen aquí, porque hay quienes no mueren.
A través de la niebla avancé hacia el lugar donde el sepulcro se desmoronaba entre los árboles. El viento se convirtió en una ráfaga torrencial cuando pisé el oscuro camino hacia la entrada abovedada, apagando mi linterna con furia malévola. Solo quedaba la luna para iluminar mi camino en un resplandor impío. Así crucé los portales nitrosos y barbudos de hongos de la bóveda familiar.
La luna brillaba sobre una puerta que no era como otras puertas: una sola losa de hierro maciza, incrustada en monumentales paredes de granito. Sobre su superficie exterior no había manija ni cerradura. El conjunto estaba cubierto de esculturas portentosas: símbolos crípticos cuyo significado alegórico llenó mi alma de un odio profundo. Hay cosas que no son buenas para mirar, y no me importó pensar demasiado en la posible génesis de una mente cuyo conocimiento podría crear tales horrores en forma concreta. Entonces, a ciegas, canté la oscura letanía y realicé las reverencias necesarias exigidas en el ritual que había aprendido, y al concluir, el portal ciclópeo se abrió.
Dentro había oscuridad, profunda, fúnebre, antigua; sin embargo, de alguna manera, misteriosamente viva. Contenía una adulación pulsante, la sugerencia de ritmo silencioso pero a la vez intencionado, y eclipsaba todo, un aire de revelación negra e inminente. El efecto simultáneo sobre mi conciencia fue atroz. Sentí que las sombras conocen secretos extraños, y que hay algunos cráneos que tienen razones para sonreír.
Sin embargo, debía continuar hacia la tumba de mis antepasados: esta noche, nuestra última línea se encontraría con la primera. Porque yo soy el último Jeremy Strange, y el primero: el que huyó de Oriente para buscar refugio en Eldertown, trayendo consigo el botín de muchas tumbas y un secreto para siempre sin nombre. Fue él quien construyó su pistola en el bosque crepuscular donde brillan las luces de brujas, y allí había enterrado sus propios restos evitados en la muerte como lo había estado en la vida.
Enterrado con él está el secreto, y era esto lo que había venido a buscar. Tampoco fui el primero en buscarlo, ya que mi padre y su padre antes que yo, de hecho, el mayor de cada generación, hasta los días del mismo Jeremy Strange, también había buscado lo que tan frecuentemente se describe en el diario del mago: el secreto de la vida eterna después de la muerte.
El tomo amarillento y mohoso había sido entregado al hijo mayor de cada generación, y de la misma manera, al parecer, la terrible ansia atávica por el conocimiento maldito. De todos modos, había enviado a cada uno de mis antepasados paternos a una cita final en la noche, para buscar su herencia dentro de la tumba. Lo que encontraron, ninguno podía decirlo, porque ninguno había regresado.
Era, por supuesto, un secreto familiar.
La tumba nunca era mencionada; de hecho, había sido prácticamente olvidada con el paso de los años, lo cual también había erradicado muchas de las viejas leyendas y acusaciones fantásticas sobre el primer Strange. La familia también se había librado misericordiosamente de todos los conocimientos sobre el fin maldito al que tantos de sus hombres habían llegado. Sus escondites secretos en las artes negras; la biblioteca oculta de tradiciones antiguas y fórmulas demonológicas traídas por Jeremy desde el este; el diario y su secreto: los hijos mayores ya no soñaban con salvarlos.
El resto de la línea de sangre prosperó. Había habido capitanes de mar, soldados, mercaderes, estadistas. Muchos partieron de la vieja mansión, por lo que en la época de mi padre este había vivido allí solo con los sirvientes y conmigo. Mi madre murió al darme a luz, y fui un joven solitario en una gran casona la mayor parte de mi vida, con un padre medio enloquecido por la tragedia del final de mi madre, y ensombrecido por el monstruoso secreto de nuestro linaje.
Fue él quien me inició en los misterios y arcanos que se encuentran en medio de las estremecedoras blasfemias del Necronomicón, el Libro de Eibon, la Cábala de Saboth y ese pináculo de la locura literaria, Los misterios del gusano de Ludvig Prinn.
Había tratados sombríos sobre antropomancia, necrología, hechizos y hechizos licantropicales y vampíricos, brujería y largas, divagaciones en árabe, sánscrito e ideografía prehistórica, sobre las cuales yacía el polvo de siglos.
Todo esto me lo dio, y más.
Hubo momentos en que susurraba extrañas historias sobre viajes que había hecho en su juventud: islas en el mar y extrañas criaturas engendrando sueños bajo el hielo ártico. Y una noche me contó sobre la leyenda y la tumba en el bosque; y juntos pasamos las páginas llenas de gusanos del diario encuadernado en hierro que estaba oculto en el panel sobre la esquina de la chimenea.
Era muy joven, pero no demasiado, para saber ciertas cosas, y cuando juré guardar el secreto como tantos otros habían jurado antes, tuve una extraña sensación: en los ojos sombríos de mi padre había la misma luz de terrible sed por lo desconocido, la curiosidad y un impulso interno que habían brillado en los ojos de todos los demás antes de él, antes del momento en que habían anunciado su intención de irse a un viaje o atender un asunto de negocios. La mayoría de ellos habían esperado hasta que sus hijos crecieran, o que sus esposas hubieran fallecido; pero cada vez que se iban, y fuera cual fuese su excusa, nunca volvían.
Dos días después, mi padre desapareció después de dejarles saber a los criados que pasaría la semana en Boston.
Antes de que terminara el mes, se realizó la investigación habitual y el fracaso esperable. Se descubrió un testamento entre los papeles de mi padre, dejándome como único heredero, pero los libros y el diario estaban seguros en las habitaciones secretas y en los paneles que ahora solo yo conocía.
La vida continuó.
Hice las cosas habituales de la manera habitual: asistí a la universidad, viajé y finalmente regresé a la casa en la colina, solo. Pero conmigo llevaba una poderosa determinación: solo yo podía frustrar esa maldición; solo yo podía comprender el secreto que había costado la vida de siete generaciones, y solo yo debía hacerlo. El mundo no tenía nada que ofrecer a alguien que había pasado su juventud en el estudio de las verdades que se encuentran más allá de las bellezas externas de una existencia sin propósito, y no tuve miedo.
Despedí a los sirvientes, dejé de comunicarme con parientes lejanos y algunos amigos cercanos, y pasé mis días en las recámaras ocultas en medio de la tradición de los ancianos, buscando una solución o un hechizo que sirviera para disipar para siempre el misterio de la tumba.
Cien veces leí y releí esas páginas, el diario cuya promesa escrita por demonios había llevado a los hombres a la ruina. Busqué entre los hechizos satánicos y los conjuros cabalísticos de miles de nigromantes olvidados, profundicé en páginas de profecía apasionada, me sumergí en la legendaria historia secreta cuyos pensamientos escritos se retorcían a través de mí como serpientes.
Fue en vano.
Todo lo que pude aprender fue la ceremonia por la cual se podía obtener acceso a la tumba en el bosque. Tres meses de estudio me habían llevado a ser un espectro, y llenaron mi cerebro con las sombras diabólicas del conocimiento, pero eso fue todo. Y luego, como una burla de locura, había llegado la llamada, esa misma noche.
Me había sentado en el estudio, reflexionando sobre un volumen devorado por gusanos: el Occultus de Heiriarchus, cuando, sin previo aviso, sentí una tremenda urgencia que me recorrió el cansado cerebro. Me sedujo con promesas indescriptibles, como el grito de apareamiento de la lamia de antaño; sin embargo, al mismo tiempo, tenía un poder inexorable cuya potencia no podía ser desafiada o negada.
Lo inevitable estaba a la mano. Me habían convocado a la tumba. Debía seguir la voz seductora de la conciencia interna que sonó en mi alma como la tubería ultra rítmica de una música transcósmica.
Y así llegué, solo y desarmado, a los bosques solitarios y a eso donde me encontraría con mi destino.
La luna se levantó roja sobre la mansión cuando me fui, pero no miré hacia atrás. Vi su reflejo en las aguas del arroyo que se arrastraba entre los árboles, y su luz el agua era como la sangre. Entonces la niebla se levantó silenciosamente del pantano, y una luz fantasmal, amarilla, cabalgó por el cielo, llamándome desde detrás de los árboles negros e hinchados cuyas ramas, arrastradas por un viento sombrío, apuntaban en silencio hacia la tumba distante.
Las raíces y las enredaderas rodeaban mis pies, las zarzas lastimaban mi cuerpo, pero en mis oídos tronaba un coro de urgencia que no puede describirse y que no puede retrasarse, por naturaleza o por el hombre.
Ahora, mientras dudaba en la puerta, un millón de voces idiotas gritaban una invitación que mi mente mortal no pudo soportar. A través de mi cerebro resonó el horror de mi herencia: el ansia insaciable de conocer lo prohibido, de mezclarme y ser uno con él. Un canto de música infernal creció en mis oídos, y la tierra se borró en un loco impulso que envolvió todo mi ser.
Ya no me detuve en el umbral. Entré, donde el olor a muerte llenaba la oscuridad como el sol sobre Yuggoth. La puerta se cerró y luego vino… ¿qué? No lo sé, solo me di cuenta de que de repente podía ver, sentir y oír, a pesar de la oscuridad, la humedad y el silencio.
Estaba en la tumba. Sus paredes monumentales y su elevado techo eran negros y desnudos, agrietados por el paso de los siglos. En el centro del mausoleo había una sola losa de mármol negro. Sobre ella descansaba un ataúd dorado, con símbolos extraños y cubierto por el polvo de las edades. Supe instintivamente lo que debía contener, pero ese conocimiento no sirvió para tranquilizarme. Eché un vistazo al suelo, luego deseé no haberlo hecho. Sobre la base de escombros debajo de la losa yacía un horrible y un desarticulado grupo de restos mortuorios: cadáveres a media carne y esqueletos desecados. Pensé en mi padre y en los demás, poseído por una repugnante consternación. Ellos también habían buscado y habían fallado. Y ahora era mi turno, solo, para encontrar lo que los había llevado a su fin, impíos y desconocidos.
¡El secreto!
¡El secreto en la tumba!
Un ansia loca llenó mi alma. Yo también lo sabría, ¡debía hacerlo! Como en un sueño, me balanceé hacia el ataúd dorado. Me tambaleé por encima; luego, con una fuerza nacida del delirio, arranqué los paneles y levanté la tapa dorada. Entonces supe que no era un sueño, porque los sueños no pueden acercarse al horror supremo de la criatura que yacía dentro del ataúd, esa criatura con ojos como los de un demonio, y una cara repugnante como la máscara de la muerte.
¡También estaba sonriendo, mientras yacía allí, y mi alma chilló al darme cuenta de que estaba viva!
Entonces lo supe todo; el secreto y la pena tributados por quienes lo buscaban. Yo estaba listo para la muerte, pero los horrores no habían cesado, ya que incluso mientras miraba a la criatura esta hablaba, con una voz como el silbido de una babosa negra.
Y allí, dentro de la penumbra nocturna, susurró el secreto, mirándome con ojos eternos e inmortales, para que no me volviera loco antes de escucharlo todo.
Todo fue revelado: las criptas secretas de la pesadilla más negra donde habita la tumba, y de un precio por el cual un hombre puede convertirse en uno con los demonios, viviendo después de la muerte como un devorador en la oscuridad. En tal cosa se había convertido, y desde esta tumba maldita y rechazada había enviado el llamado a las generaciones descendentes, para que cuando vinieran, pudiera haber una fiesta horrible por la cual podría continuar una vida eterna y temible.
Yo sería el próximo en morir, y en mi corazón sabía que esto era inevitable.
No podía apartar mis ojos de su maldita mirada, ni liberar mi alma de su hipnótica esclavitud. La cosa del féretro se rio a carcajadas. Mi sangre se congeló, porque vi dos brazos largos y delgados, como las extremidades podridas de un cadáver, estirándose lentamente hacia mi garganta cerrada por el miedo. El monstruo se sentó, e incluso en las garras de mi horror, me di cuenta de que había una semejanza tenue y horrible entre la criatura en el ataúd y cierto retrato antiguo en el Salón. Pero esta era una realidad transfigurada: Jeremy, el hombre, se convirtió en un Ghoul.
Dos garras, frías como las llamas del infierno, se cerraron alrededor de mi garganta, dos ojos opacos como gusanos perforaron mi ser, una risa nacida de la locura tronó en mis oídos. Los dedos huesudos rasgaron mis ojos y fosas nasales, me mantuvieron impotente mientras colmillos amarillos se acercaban cada vez más a mi garganta. El mundo giró, envuelto en una niebla de muerte ardiente.
De repente el hechizo se rompió.
Aparté mis ojos de esa cara maligna, e instantáneamente, como un destello de luz cataclísmico, me di cuenta. El poder de esta criatura era puramente mental: solo por eso mis familiares desafortunados fueron atraídos aquí, y solo por eso fueron vencidos, pero una vez que uno se liberaba de la fuerza de los terribles ojos del monstruo… ¡Dios mío! ¿Sería víctima de una momia decrépita?
Mi brazo derecho se levantó, golpeando el horror entre los ojos. Hubo un crujido repugnante; entonces la carne muerta cedió ante mi mano cuando desgarré su tejido, ahora sin rostro, y lo arrojé sobre el piso cubierto de huesos.
Murmurando en un estado de histeria y terrible repulsión, vi que los tejidos enmohecidos se movían incluso en una segunda muerte: una mano cortada se arrastró a través de del suelo, sobre los dedos pútridos y triturados; una pierna comenzó a rodar en una animación grotesca y lujuriosa. Con un chillido, encendí una cerilla sobre ese odioso cadáver, y seguía gritando mientras abría los portales y salía corriendo de la tumba al mundo de la cordura, dejando detrás de mí un fuego ardiente desde cuyo corazón carbonizado una terrible su voz todavía gemía débilmente su torturado réquiem, aquello que una vez había sido Jeremy Strange.
La tumba está arrasada ahora, y con ella las tumbas del bosque y todas las cámaras ocultas y los manuscritos que sirven como una cripta de recuerdos endemoniados e inolvidables. Porque la tierra esconde una locura y sueña una realidad horrible, y las cosas monstruosas permanecen en las sombras de la muerte, acechando y esperando para apoderarse de las almas de aquellos que se entrometen en las cosas prohibidas.
Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
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