¡Salud! Tragos, cocktails y alcohol en la literatura.
Hay géneros artísticos que, por su propia naturaleza, abundan en curdas memorables.
Oscar Wilde escribió alguna vez sobre su amor irrenunciable por el absenta. Dorothy Parker, en cambio, prefería el clásico martini; Stephen King se emperraba en la cerveza; Ernest Hemingway se enamoró perdidamente del mojito; William Faulkner del licor de menta; y Dylan Thomas, quizás más varonil, nunca desaprovechaba la ocasión de emborracharse con whisky.
El alcohol ocupa un rol predominante y muy bien documentado en la literatura; no tanto hacia afuera, es decir, como ingrediente literario, sino más bien en la trastienda: borracheras colosales y resacas inauditas dieron lugar a grandes páginas y tremendos dolores de cabeza.
Esto ha cambiado mucho en las últimas décadas.
Los autores ahora se jactan de su sobriedad, de su dieta herbívora, de sus hábitos saludables, dejando en el recuerdo nostálgico aquellos sórdidos bares y las trasnoches que luego, ya en la revulsión hepática del día siguiente, se transformaban en un tipo de literatura muy particular.
La solemnidad del lector, en muchos casos, es la que le impide detectar qué episodios han sido escritos en la más escandalosa borrachera.
Basta repasar algunas escenas de Guerra y Paz (Voyná i mir, León Tolstoi), por ejemplo, o de El alcalde de Casterbridge (The Mayor of Casterbridge, Thomas Hardy), para verificar hasta qué punto el alcohol forma parte del argumento e incluso de las decisiones que toman sus protagonistas.
En ciertos casos, seguir el rastro de tragos en una obra determinada es mucho más sencillo. Tomemos como ejemplo a Thomas Pynchon, ganador del premio Pulitzer; con un alarmante promedio de 50 libaciones diferentes en cada una de sus novelas, desde tragos clásicos a misteriosos preparados con raíz de valeriana y otros yuyos, sin duda más apropiados para el herbolario que para el bebedor de base que prescinde de esas sutilezas.
Los cocktails también tienen su lugar en la literatura:
Holly Golightly, protagonista de Desayuno en Tiffany (Breakfast at Tiffany's, Truman Capote), ingiere dosis considerables de refrescantes daiquiris; trago que también era el favorito de Graham Greene, como queda demostrado en: Nuestro hombre en la Habana (Our Man in Havana).
Por otro lado, Jay Gatsby —El gran Gatsby (The Great Gatsby, F. Scott Fitzgerald)— prefiere el gin rickeys; mientas que Daisy Buchanan —de la misma novela— moría por una empalagosa mezcla de suero de menta y vodka.
Y qué decir de los personajes de Retorno a Brideshead (Brideshead Revisited, Evelyn Waugh), asiduos bebedores de raros batidos de cognac y crema de cacao. O del atildado Abraham Van Helsing —Drácula (Dracula, Bram Stoker)—, que a frente a cada ataque del vampiro intenta recuperar la compostura de sus pacientes con generosas dosis de brandi.
Frente a estas opciones hay que admitir la cultura etílica de Jake Barnes, protagonista de Fiesta (The Sun Also Rises, Ernest Hemingway), y sus juiciosas combinaciones de jugo de lima, limón, granadina, y cualquier bebida blanca que pudiese obtener a un precio razonable; y también las combinaciones sencillas de Dean y Sal de En el camino (On the Road, Jack Kerouac), donde el vino barato se mezcla con whisky, igualmente corrosivo.
Tragos más fuertes, y probablemente letales, aparecen en La naranja mecánica (A Clockworck Orange, Anthony Burgess); por ejemplo, el célebre Moloko Plus: básicamente una fusión devastadora de alcohol, leche y barbitúricos.
La novela policial es un ejemplo típico del género literario en donde el alcohol no puede ser sustituido por infusiones más amables con el aparato hepático.
Ya dentro del policial se destacan las gloriosas mamúas de Philip Marlowe, aquel lúcido detective de Raymond Chandler y ávido consumidor de gimlet, cocktail a base de gin y lima, y cuya receta incluso es compartida por el autor en El largo adiós (The Long Goodbye).
Los hombres de acción siempre recurren a un buen trago en momentos de relajación. Ian Fleming inmortalizó esta rutina en todas las novelas de James Bond, quizás el más conocido bebedor de martinis de la literatura.
Por cierto, el alcohol estuvo presente en la literatura mucho antes de la invención del cocktails y los coloridos y empalagosos tragos con los que los barmans actualmente nos torturan.
El mismísimo Beowulf, escrito en el siglo VIII, fue capaz de defender todo un castillo de la furia de Grendel y, al mismo tiempo, sufrir un pedo de proporciones épicas. Aquella bebida no solo era para héroes, sino para estómagos de probada resistencia: miel fermentada y alcohol, mucho, muchísimo alcohol.
Este vieja tradición de embriagarse también se encuentra en obras clásicas más refinadas.
En las tragedias de William Shakespeare, por ejemplo, proliferan los vinos fuertes, avinagrados, con un tinte más bien amarillento. Falstaff, de hecho, realiza una breve pero conmovedora alabanza al escabio en Enrique IV (Henry IV), parte II; donde sostiene que el tinto vuelve valiente al hombre, calienta su sangre y hace que su rostro se enrojezca. En otras palabras: lo emborracha.
Lejos de tomar el camino elogioso de Falstaff, hay que decir que el alcohol es solo una herramienta más que para iluminar el destino de un personaje, para sincerarlo, para barrer de él todo rastro de falsedad y mentira:
In Vino Veritas.
(En el vino está la verdad)
(En el vino está la verdad)
Esto reza el proverbio latino, una forma elegante de describir la honestidad brutal del borracho, sin filtros ni autocensura, y cómo ésta solo se admite socialmente como mera condición pasajera: un síntoma secundario, inapropiado, que desarticula la peor de las mentiras: la que se formula hacia adentro; y que quizás por eso inquieta y hasta escandaliza al sobrio.
Los senderos de Baco son misteriosos.
Uno puede hundirse en los abismos de la desesperación y la locura de Jack Torrance —El resplandor (The Shining, Stephen King)— o bien dejarse arrastrar por la moderada desventura de Ebezener Scrooge —Un cuento de Navidad (A Chirstmas Carol, Charles Dickens)—; pero en ningún caso estaremos a salvo de aquel dolor secreto, íntimo, que rara vez se ahoga en el vaso.
¡Salud!
Autores con historia.
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