«Las Criaturas»: Walter de la Mare; relato y análisis.
«Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir.
—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.»
—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.»
Las Criaturas (The Creatures) es un relato de fantástico del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la edición de enero de 1920 del periódico London Mercury, y luego reeditado en la antología de 1923: El enigma y otros cuentos (The Riddle and Other Stories).
Las Criaturas, como muchos cuentos de Walter de la Mare, comienza estableciendo una postura metafísica sobre la naturaleza de la realidad [el mundo que nos rodea es un sueño creado por la conciencia], y luego procede a narrar una experiencia personal que ilustra esa posición. La historia relata una experiencia del pasado del Narrador, quien se encontró por casualidad con uno de los pocos individuos que parecen ser conscientes de la naturaleza imaginativa de la realidad.
En uno de sus viajes [casi todos los personajes de Walter de la Mare son caminantes, viajeros, peregrinos], el hombre se topa con «país de ensueño». Su encuentro con los habitantes de esta región [una mujer encorvada, un hombre «oscuro», demacrado, y sus dos hijos enanos] bordea algunas ideas desarrolladas más ampliamente por J.R.R. Tolkien y Lord Dunsany: un país liminal, a medio camino entre la realidad y la imaginación, y habitado por gente que parece real. Por ejemplo, el Narrador advierte que el hombre oscuro podría pertenecer a la estirpe de los «los ermitaños, los lamas, los faquires», mientras que los enanos lucen como si «animales y ángeles hubieran conspirado en su creación». El Narrador siente que ha regresado a los límites del Edén, «mirando de un sueño a otro, nostálgico, abandonado». Por supuesto, Walter de la Mare no proporciona ninguna explicación sobre la naturaleza de las Criaturas.
Al regresar al mundo ordinario, el Narrador le pregunta a una anciana [cuyos rasgos son parecidos a los de su cerdo] sobre aquel extraño lugar. Ella primero quiere saber si ha visto a alguna de las «Criaturas». El Narrador se sorprende ante esa palabra. Eventualmente se da cuenta de que «Criaturas» es el nombre del anfitrión y que María y Christus son los nombres de los dos jardineros enanos. Pero el Narrador está interesado en «la mujer del mar», muda, que dio a luz a dos niños «naturales» [¿elementales?]. La anciana con cara de cerdo le dice que esta mujer está enterrada en el cementerio local. Cuando él lo visita, las últimas palabras de la historia [en latín] están talladas en una lápida: Femina Creature [«Criatura Femenina»].
Esta ambigüedad sobre la naturaleza de las Criaturas [no puede saberse si son seres de otro plano o personas comunes llamadas Criaturas] no se resuelve al final. Quizás la inscripción en la lápida no sólo revele el nombre de la mujer, pero también su estatus o raza.
Las Criaturas es una historia necesariamente ambigua: trata sobre la frontera entre la realidad y el sueño, la conciencia y la inconsciencia, elementos que aquí se encuentran inextricablemente entrelazados. Las Criaturas del título son, en efecto, criaturas, en el sentido de que han sido creados. Es como si el Narrador tropezara con el mundo de las historias populares y los cuentos de hadas.
Las Criaturas no es un relato para cerrar en un análisis prolijo. No hay nada que entender en él, excepto lo que es: un vistazo fragmentario e incoherente sobre la Imaginacón. Exigirle lógica y cohesión sería pedirle algo que no es.
«¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra responsabilidad? (...) ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que, en esa soledad, el espíritu que hay dentro de nosotros nota que está pisando las afueras de una región llamada Imaginación.»
Nunca encontraremos un cuento o poema de Walter de la Mare que explique cabalmente los misterios que plantea, lo que hace imposible saber exactamente qué está buscando. Esto está fuera de su universo. La fantasía pierde fuerza en la medida en que se vuelve racional, y por lo tanto reducible al ejercicio intelectual. Walter de la Mare aborda la ficción como si se tratara de un sueño, no los episodios oníricos que podemos recordar en mayor o menor medida, sino el sentimiento, la emoción profunda que nos causó. A diferencia del panteísmo Arthur Machen y Algernon Blackwood, los otros dos grandes maestros de lo sobrenatural, le interesaba escribir sobre cosas que no pudieran explicarse mediante el razonamiento ordinario. En este sentido, De la Mare es un autor mucho más hermético y difícil de leer.
Las Criaturas parece darnos un vistazo fugaz a un espacio primordial, edénico, un sitio donde la naturaleza y los seres mágicos que lo pueblan resultan indistinguibles entre sí; pero en realidad es un cuento que visualiza una instancia previa, un estado pre-edénico. Algernon Blackwood también utiliza este concepto, llevándonos desde la naturaleza ordinaria a un espacio liminal, pero Walter de la Mare es más conciente de la diferencia entre el Edén [en términos de lugar idílico, mitológico, anterior a la «caída»] y el concepto de pre-edénico. Después de todo, el Edén fue hecho para los humanos en todas las mitologías, y regresar a él, o al menos echar un vistazo a su realidad, es una especie de retorno al hogar en la Edad de Oro. El pre-Edén, en cambio, fue hecho para los semidioses y seres angelicales, como los Elfos de Tolkien; y no es apto para los seres humanos; de modo que produce inquietud, intranquilidad, o directamente terror. Pensemos en los Hobbits de la Comunidad, que pasaron un tiempo en Rivendel y Lórien y fueron capaces de percibir su increíble belleza y sutileza, pero también el pavor que evocan los sitios hechos y habitados por inmortales.
El Narrador de Las Criaturas se refiere a este espacio como su «paraíso particular, un país lejano», con «un fugaz parecido con el país de los sueños». Es atraído hacia él por sonidos [«lo que parecía el tañido de un arpa»], aunque no encuentra su origen. Reflexiona: «Regresé a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando desde el sueño hacia el sueño». Hay un jardín, pero es una mezcla desconcertante de belleza y brutalidad. Eventualmente descubre que los seres que ha visto son reales, incluso poseen apellido [Criaturas], y son bien conocidos en los alrededores, aunque tienen una reputación misteriosa. Este extraño apellido es lo más parecido a una pista que podemos encontrar en el contexto pre-edénico: las Criaturas [en términos de «creados»] son seres humanos, pero vistos y nombrados desde la perspectiva de los seres angelicales. Tolkien también explora esta idea en el primer encuentro de los Elfos con los Hombres, a quienes se les da el título de «Segundos Nacidos».
Supongo que Las Criaturas también podría interpretarse como una alegoría, pero es más elusiva que eso. Ciertamente no es una historia alegórica en el sentido de que todos los significados y correspondencias son fijos.
Las Criaturas.
The Creatures, Walter de la Mare (1873-1956)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Fue la luz menguante de la tarde lo que me hizo salir de mi relato y tomar conciencia de mi paradero. Dejé caer el pequeño y rechoncho libro rojo sobre mis rodillas y miré por la estrecha y sucia ventana rectangular. Estábamos bordeando la costa oriental de acantilados, en cuyo borde mismo un labrador, tropezando detrás de sus dos grandes caballos, estaba abriendo el último de sus oscuros surcos. En una hendidura muy abajo entre las rocas, un mar frío y tranquilo dejaba silenciosamente sus gélidas guirnaldas de espuma. Miré fijamente la extensión plana de aguas, luego giré la cabeza y miré con una especie de brusquedad el rostro de mi único compañero de viaje.
Había subido al vagón, casi sin que nadie lo notara, en la última estación rural. Sus rasgos estaban un poco borrosos en la luz que se desvanecía entre nuestras cuatro paredes estrechas, pero aparentemente sus ojos habían estado fijos en mi rostro durante un breve tiempo.
Entrecerró los párpados ante esta inesperada confrontación, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una mirada por su catalejo turbio al fragmento de luna verdosa que luchaba por alcanzar su máximo esplendor sobre las tierras altas, pardas y onduladas.
—Viajar en tren es una experiencia extraña —empezó en voz baja, casi despectiva, pasándose la mano por los ojos—. Uno se ve arrojado a una intimidad pasajera con un compañero desconocido y luego se va.
Era como si hubiera esperado pacientemente la atención de un oyente.
Asentí, mirándolo.
—Esa privacidad también —exclamó.
Mis ojos se volvieron hacia la ventana de nuevo: un seto desnudo, espinoso y negro de enero, una inhóspita costa salada, un páramo de agua del norte. Nuestro maquinista apagó de inmediato el vapor y nos deslizamos casi sin hacer ruido fuera de la vista del cielo y el mar hacia un desfiladero.
—Es un país desolado —me aventuré a comentar.
—Oh, sí, desolado —repitió con cierta fatiga—. Pero lo que me preocupa es la manera en que nos arrogamos los cargos de juez, jurado y abogado, todo a la vez. Como si esta tierra... Nunca lo olvido: la futilidad, la presunción. No conducen a ninguna parte. Nos adentramos en todo este silencio, este... este abandono, este sueño de un mundo entre las luces del día y la noche. Profanamos. ¡La conciencia! ¡Qué monos inquietos son los hombres! —Se recobró y se tragó la indignación—. Como si —continuó, en tono más escarmentado—, como si esa otra puerta no estuviera siempre entreabierta, hacia Dios sabe qué lugar de paz y misterio. —Se inclinó hacia adelante, delgado, oscurecido—. ¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra bendita, nuestra traicionada responsabilidad?
Asentí y me acurruqué, como un perro en la paja, en la más baja de todas las respuestas a una rara, aunque excéntrica, sinceridad: la cautela.
—Bueno —continuó, un poco cansado—, esa es la acusación. No es de extrañar que necesite una trompeta para llamarnos a esa última Oración Familiar. Entonces, tal vez, algunos solitarios, sólo unos pocos, saldrán de sus agujeros y escondites, y obtendrán misericordia de los misericordiosos, en las ciudades de la llanura. El talento enterrado no brillará peor por la larga, larga aparición de su manto tejido a partir del sueño y el deseo.
—Hace unos años, diez o quince, me topé con el ejemplar más extraño de este tipo de «talentosos». Y más o menos el mismo país. Éste —dijo, dirigiendo la mirada hacia el mar, ahora invisible— es una especie de réplica enana del mismo. ¡Más desnudo, más liso, más repentino y escarpado, más abandonado, más melancólico! Los árboles están podados allí, como con tijeras monstruosas, por los vendavales invernales. El aire es salado. Es un país de piedras y prados esmeralda, de senderos verdes, sinuosos y sin rumbo, de granjas enclavadas en sus acantilados y valles como toscas joyas empañadas por el tiempo, como si las hubiera creado un ángel de la humanidad, vagando entre la oscuridad y el amanecer.
»Yo era más joven entonces... de cuerpo: la juventud de la mente es para los hombres de cierta edad; la tuya, tal vez, y la mía. Incluso entonces, en ese momento, me asqueaban las multitudes, ese Londres inimaginable, un desierto lleno de humanidad en el que un pobre perro perdido y sediento de Otro Lugar prueba por primera vez el significado completo de esa palabra ociosa: abandonado. ¿Abandonado por quién?, es la pregunta que me hago ahora. Los visitantes de mi paraíso particular eran pocos entonces, como si, mi querido señor, no fuéramos todos visitantes, aparecidos, ansiando tiempo para contar y compartir nuestros secretos, vagando en busca de señales que demuestren que nuestra búsqueda no es vana, no es inaudita, no es una traición. Pero que así sea.
»Salía mañana tras mañana, con pan y queso en el bolsillo, de la vieja casa en la que me alojaba, rumbo a ese imprevisto lugar que anhela el corazón. Los mediodías calurosos y prolongados me encontraban tendido en un estado medio comatoso, pero vigilante, sobre el césped de los campos o los acantilados, sobre las arenas y rocas calentadas por el sol, absorbiendo el paisaje y la vida que me rodeaban como un camaleón peregrino. Me ponía en camino con la esperanza de perderme. ¿Cómo puede un hombre encontrar su camino si no lo pierde? De vez en cuando lo conseguía. Ese país es grande, y sus marcas terrestres y marítimas engañan fácilmente al extraño. Yo todavía tenía una edad, ya ves, en que mi «pequeña puerta» estaba entreabierta, y planté un pie sólido para evitar que se cerrara. Pero, ¿cómo podía saber lo que buscaba? Uno simplemente sacude el árbol de la vida y los raros frutos caen rodando para pudrirse en su mayor parte en las exuberantes hierbas.
»Lo más inquietante y provocador de ese país lejano era su fugaz parecido con el país de los sueños. Te quedas de pie, te sientas o te tumbas boca abajo en sus alturas llenas de estrellas y miras hacia abajo: un paisaje verde se extiende, disperso y sin árboles, con sus laderas cóncavas y llenas de montículos, sus granjas apiñadas y sus aldeas, todas inmóviles bajo la vasta capa de sol y azul, como el escenario de una casa de teatro encantada de siglos de antigüedad. Así también, los visionarios promontorios embrujados por los pájaros, velados débilmente en una niebla de irrealidad sobre sus piedras rotas y el enorme platillo del mar.
»Allí no puedes adivinar qué es lo que no puedes encontrar por casualidad, o con quién. Las campanas chocan, retumban y riñen huecamente al borde de la oscuridad en esas olas. Las voces vacilan a través de los vientos más débiles. Los pájaros gritan en una lengua desconocida. El cielo es de los halcones y las estrellas. Allí uno se encuentra al borde de la vida, de lo imprevisto, mientras que nuestras ciudades... ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan cada vez más de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que en esa soledad el espíritu que hay dentro de nosotros se da cuenta de que está pisando las afueras de una región que se llama la Imaginación. Afirmo que nos hemos extraviado y que en nuestra ceguera hemos abandonado...
Mi extraño se detuvo en su frenesí, me miró desde su rincón oscuro como si hubiera tenido la intención de aturdirme, de asombrarme con alguna herejía violenta. Salimos resoplando lenta y laboriosamente de un Alto en el que, en la oscuridad creciente y la luz de la luna, habíamos estado parados durante algún tiempo. Nunca un invitado estuvo más desesperadamente a merced de un viejo marinero.
—Pues bien —continuó, alzando un poco la voz para dominar los resonantes latidos del corazón de nuestra máquina de vapor—, una tarde, en mis vagabundeos sin rumbo, subí a la cima de un empinado camino de carros cubierto de hierba que serpenteaba entre setos densos y descuidados. Incluso entonces podría haber pasado por alto la casa a la que conducía, porque, como una horquilla, el camino giraba bruscamente sobre sí mismo, y sólo un sendero mucho más débil conducía a la cima de la colina. Podría, digo, haber pasado por alto la casa y... y a sus ocupantes, si no hubiera oído el sonido musical de lo que parecía el tañido de un arpa. Ese gorjeo suave, fino, brotaba sobre la hierba tupida como si surgiera del espacio. La verdad no puedo decir si era ese aire o de mi propia fantasía. Tampoco descubrí nunca qué instrumento, si del hombre o de Ariel, había emitido una melodía tan pura y, sin embargo, tan incorpórea.
»Seguí avanzando y me encontré frente a un terreno que se extendía a unos cientos de pasos a través del abrupto y repentino valle que había en medio. En una entrada en forma de V a la izquierda, y hacia el sol, se extendía una lengua azul y perezosa del mar. Y mientras mi mirada se deslizaba de allí hacia arriba y a lo largo de la nítida y verde línea del horizonte contra el turquesa transparente del espacio, capté el brillo de una chimenea cuadrada. Seguí avanzando y pronto me encontré ante la puerta de un patio de granja.
»Unas cuantas aves tomaban el sol en sus baños de polvo. Palomas blancas se acicalaban y arrullaban en el techo de un edificio anexo tan dorado por sus líquenes como si el sol del oeste hubiera esparcido su polvo durante siglos sobre las grandes losas. Sólo esa vida y el susurro del viento: nada más. Sin embargo, con sólo echar un vistazo me pareció haber traspasado una paz que había perdurado durante siglos, haber cruzado la frontera invisible que divide el tiempo de la eternidad. Me incliné, descansando, sobre la puerta, y podría haber permanecido allí durante horas, sumido cada vez más en la bendita quietud que se había apoderado de mis pensamientos.
»Una mujer encorvada apareció en la oscura entrada de un cobertizo de piedra frente a mí y, protegiéndose los ojos, se detuvo a escrutarme prolongadamente. En ese momento entré por la puerta y, explicándole que me había extraviado y que estaba cansado y sediento, le pedí un poco de leche. No respondió, pero después de mirarme con algo entre sospecha en su rostro viejo y curtido por el clima, me condujo hacia la casa que se encontraba a la izquierda en la ladera del valle, oculta hasta entonces por arbustos.
»Era una casa baja y grave, con chimeneas grises, con las paredes de piedra atravesadas por una profunda sombra proyectada por el sol poniente, las ventanas oscuras, redondeadas y sin cortinas, la puerta abierta de par en par que daba al porche. Entró y yo me detuve en el umbral. En el interior reinaba una quietud profunda, como la del agua de una cueva renovada por la marea. Sobre una mesa colgaba una corona de flores silvestres. A la derecha había un roble macizo sobre las losas. Un rayo de sol atravesaba el aire de la escalera desde una ventana superior.
»De pronto apareció un hombre moreno, de rostro alargado y demacrado, que me contemplaba mientras avanzaba con unos ojos que no parecían tanto fijar al intruso como rodear su imagen, como el mar contiene la mota lejana de un barco en su ancho seno de agua. Podrían haber sido los ojos de un ciego; las ventanas de una casa en sueños a la que el ocupante debe hacer una especie de peregrinación para contemplar la realidad. Entonces sonrió, y sus rasgos alargados y oscuros, melancólicos pero serenos, se iluminaron como un peñasco bajo un tenue rayo de sol pasajero. Con un gesto me dio la bienvenida a la gran cocina de losas oscuras, fresca como un sótano, aireada como un campanario, su aire dulce atravesado por un largo rectángulo de luz que venía del oeste.
»Los amplios estantes de la cómoda estaban cargados de vajilla. Una corona de flores recién cortadas colgaba sobre la repisa de la chimenea. Cuando entramos, una nube de pájaros pequeños, petirrojos, gorriones, pinzones revolotearon a pocos centímetros del suelo, el alféizar y el asiento de la ventana, y una vez más, con diminutos ojos oscuros como estrellas, observándome, se posaron silenciosamente. Podía oír el infinitesimal tic-tac de sus diminutas garras sobre la pizarra. Mi mirada se desvió por la ventana hacia el jardín que había más allá, una caverna de un cristal y un color más claros que los que asombraron los ojos del joven Aladino.
»Aparte de la retorcida guirnalda de flores silvestres, el metal de la estufa y el candelabro de cobre, y la vajilla brillante, no había ningún adorno en la habitación excepto un marco tosco, colgado de un clavo en la pared y que encerraba lo que parecía ser un fragmento de seda azul o lino fino con un patrón tenue. Las sillas y la mesa eran viejas y pesadas. Un gorjeo bajo y suave, un ocasional aleteo, un zumbido como de neblina de abejas y moscas: estos eran los únicos sonidos que bordeaban un silencio intensificado en su profundidad por los movimientos remotos del mar.
»La casa se quedó en silencio como por un hechizo, pero el pensamiento que había en mi interior no hacía preguntas; la especulación dormía en su perrera. Me senté a la mesa a tomar la leche y el pan, la miel y la fruta que la anciana había dispuesto, y su amo se sentó frente a mí, ya en un susurro bajo y sibilante (una lengua que ellos parecían entender), dirigiéndose a los pájaros, ya, como si hiciera un esfuerzo, alzando esos extraños ojos verdegrisáceos suyos para dedicarme una observación tranquila. Me hizo, más por cortesía que por interés activo, algunas preguntas, referidas al mundo, a sus negocios y transportes (nuestro hermoso mundo), como un astrónomo de madrugada podría murmurar unas palabras al invitado enviado por casualidad a su soledad sobre los secretos de Urano o Saturno. Hay otro lado inexplorable de la luna. Sin embargo, dijo lo suficiente para que yo comprendiera que él también pertenecía a esa pequeña tribu de los distantes y salvajes a los que se podría aplicar nuestra vieja y agrietada palabra «abandonado», ermitaños, lamas, faquires de esteras de arcilla y similares; los pájaros nevados que juegan y gritan en medio de las olas del océano; la vida de un oasis en el desierto; que comparten una realidad sólo lejanamente soñada por las congregaciones de hombres impulsadas por el tiempo y corroídas por el pensamiento.
»Sin embargo, de alguna manera me di cuenta de que el borde de la camaradería (¿debería llamarlo así?) que compartíamos, él y yo, era tan estrecho y peligroso que una y otra vez la fantasía dentro de mí parecía flotar sobre ese precipicio que la Noche conoce como miedo. Era él, al parecer, con esa contemplación abrasadora, con esa sonrisa lejana pero tranquilizadora, quien mantenía mi equilibrio. «No», parecía pronunciar una voz dentro de él, «estás a salvo; los límites están fijados; Aunque la alucinación cante su señuelo, no pasarás irremediablemente. Come y bebe, y pronto volverás a la vida». Y escuché, y, como un niño somnoliento en su cuna, mi conciencia se hundió más y más, se calmó, se apaciguó en el sueño que, según parecía, esta casa de piedra silenciosa ahora alzaba sus paredes.
»Casi había terminado mi comida cuando oí pasos que se acercaban por las losas de afuera. El murmullo de otras voces, claramente estridentes pero guturales incluso a la distancia, y a pesar de las densas piedras y vigas de la casa que habían embotado su timbre, ya habían llegado hasta mí. Entonces los pies se detuvieron. Giré la cabeza, con cautela, incluso tal vez con aprensión, y me enfrenté a dos figuras en la puerta.
»Ahora no puedo adivinar la edad de mi anfitrión. Estos niños —en cuanto a rostros, gestos y apariencia, en cuanto a figura y estatura, aparentemente, ya estaban en la última etapa de la adolescencia— eran mucho más problemáticos. Digo «figura y estatura», pero obviamente eran enanos. Tenían la cabeza clavada entre los hombros, el pelo espeso, los ojos desconcertantemente hundidos. Eran desgarbados; sus rasgos eran peculiarmente irregulares, como si dos razas venidas de los confines de la tierra hubieran mezclado en ellos su sangre y su extrañeza; como si, más bien, un animal y un ángel hubieran conspirado para crearlos.
»Pero si alguna luz interior se reflejaba en los ojos inmóviles, en el rostro demacrado, triste y quijotesco que ahora estaba total e intensamente clavado en el mío, esa luz era también la de ellos. Él les habló; ellos respondieron, en inglés, mi propia lengua; pero un inglés arrastrado, entrecortado e ininteligible para mí, aunque claro como una campana, inquietante, penetrante, anhelante como la voz de un pez o de una sirena. Mis oídos absorbieron el sonido mientras un árabe reseco por la arena del desierto se deja caer sobre su vientre seco y traga a sorbos el agua cristalina. Los pájaros se acercaban saltando como si estuvieran bajo la vara de un hechicero. Un clamor dulce y continuo surgió de sus pequeñas gargantas. Los exquisitos colores de la pluma y el pecho ardían, reverdecían, se derretían en el rayo de sol, en el aire oscuro que había más allá.
»Una especie de alegría triste, una felicidad lamentable, como los anillos en las cadencias de una vieja canción popular, inundó mi corazón. Había regresado a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando de un sueño a otro, nostálgico, «abandonado».
—Bueno, han pasado años —murmuró mi compañero de viaje con desdén—, pero no he olvidado los árboles primigenios y la sombra de ese Edén.
»Me sacaron, esos extraños compañeros, un él y una ella, si puedo decirlo tan crudamente como lo hizo entonces mi percepción. A través de una amplia puerta me condujeron —si se puede decir que alguien que guía es conducido— a su jardín. ¡Jardín! De una milla de largo, entre muros invisibles, se inclinaba y se estrechaba hacia un mar cuyo azul oscuro y sin espuma, incluso a esta distancia, deslumbraba mis ojos. Sin embargo, ¿cómo se puede llamar jardín a eso que no revela el más mínimo rastro de ordenación humana, de esclavitud humana, de pala o azada?
»Grandes rocas se alzaban en relieve, espolvoreadas con mil musgos y líquenes diversos, entre un verdor florido de malezas. Árboles atrofiados por el viento, de color esmeralda claro, cubiertos de líquenes, suavizaban y crujían los aires entrantes del océano con sus hojas y espinas, silbando una música tenue y apenas audible. Frutas escasas, rancias y sin cultivar colgaban cerca de las ramas nudosas, con sus mejillas de vivos colores. Era el refugio de los pájaros, la pequeña sala de estar de su casa de vida, bajo un cielo vespertino, puro y brillante como una gota de agua. Gritaba: «¡Hospital!» a los vagabundos del universo.
»Cuando miro hacia atrás, con un recuerdo cada vez más tenue y nebuloso, a mis dos compañeros, oigo sus voces guturales, dulces y estridentes, vuelvo a captar su ser, por así decirlo, me doy cuenta de que había una especie de orientalismo en su efecto. Su cortesía no era occidental; las sonrisas que me saludaban, cada vez que giraba la cabeza para mirarlos, eran infinitamente amistosas, pero infinitamente remotas. Tan desgarbados, tan alejados de nuestras nociones de belleza y simetría eran sus cuerpos y rostros, esas cabezas pesadamente hundidas entre sus hombros, sus brazos y manos desproporcionados pero gráciles, que los niños de algunos de nuestros pueblos ingleses podrían sentirse impulsados a apedrearlos, mientras sus mayores miraban y reían.
»El anochecer se acercaba; pronto llegaría la noche. Los colores del atardecer, chupando su tinte más extremo de cada hoja, brizna y pétalo, tocaron mi conciencia incluso entonces con una vaga y fugaz alarma.
»Recuerdo que pregunté a estos seres extraños y felices, repitiendo mi pregunta dos o tres veces, mientras nos acercábamos a la entrada del valle en cuyas arenas un pequeño arroyo vertía su agua fresca; les pregunté si eran ellos quienes habían plantado esta multitud de flores, muchas de una especie desconocida para mí y ajena a un país inagotablemente rico. «¡Esperamos; esperamos!», creo que gritaron. Y fue como si su grito despertara el eco de los valles verdes de la mente en los que me había extraviado. ¿Debo confesar que las lágrimas brotaron de mis ojos mientras miraba, hambriento, a mi alrededor, la cosecha de su paciencia?
»Nunca la realidad estuvo tan cerca del sueño. No era sólo un país desconocido, deslizado entre estas plácidas colinas, en el que me había topado por casualidad en mis divagaciones. Había entrado por unos breves momentos en una extraña región de la conciencia. Estaba caminando, así acompañado, en medio de un mundo de vida acogedora y sin miedo; los caminos de la imaginación del hombre, el reino del cual el pensamiento y la curiosidad, el escrutinio molesto y la lujuria habían demostrado prehistóricamente el medio insensato de su destierro. «Realidad», «Conciencia»: ¿se habían extraviado por el momento?
»Ahora especulo. En esa extraña, sí, y posiblemente siniestra compañía, siniestra sólo porque me era ajena, no especulé. En su jardín, lo familiar se había convertido en extraño, «lo extraño» que acecha en lo más íntimo del corazón, descarga sus riquezas en trance, arroja su luz y su dorado sobre el amor, da un sabor celestial al cuenco intemperante de la pasión y es el secreto de nuestra piedad incomunicable. Lo que es aún más extraño, estas cosas evidentemente se alegraban de mi compañía. Caminaban tras de mí (como hombres amarillos perseguirían a un cuadrúpedo occidental nunca antes visto) en alegre complicidad de asentimientos y sonrisas envueltas ante esta intrusión tal vez sin precedentes.
»Me quedé un momento mirando la plácida superficie del mar. Un barco a vela flotaba como un fantasma en el horizonte. Anhelaba anunciar mi descubrimiento a sus marineros. La marea se desató, se rompió, se agotó en las rocas desnudas, de repente sentí frío y me sentí solo, y me volví felizmente hacia el jardín, mis compañeros se separaron instintivamente para dejarme pasar entre ellos. Respiré el calor raro, casi exótico, el aire tenue, meloso, cargado de almendras de sus flores y pájaros: gaviota, pato silvestre, chorlito, lavandera, pinzón, petirrojo, que, como me di cuenta medio enfadado, medio tristemente, revoloteaban en un momento de consternación solo por mi presencia: el espectro encarnado de su enemigo, el hombre. ¿El hombre? Entonces, ¿quiénes eran estos?
»Me perdí de nuevo en un camino esa mañana, mientras andaba con dificultad. Llegó la oscuridad, cálida y estrellada. Estaba abatido y exhausto más allá de las palabras. Aquella noche dormí en un granero y me despertó poco después del amanecer el canto de los gallos. Salí, aturdido y parpadeando por la luz del sol, me lavé la cara y las manos en un arroyo cercano y llegué a un pueblo antes de que se moviera un alma. Así que me senté bajo un muro cubierto de espinas en un prado y una vez más me quedé dormido. Cuando me desperté de nuevo eran las diez. El reloj de la iglesia en su torre dio las campanadas y entré en una posada a comer.
»Una mujer corpulenta, rubia, amable y hospitalaria, con un rostro que se parecía cómodamente al de su propia cerda, que resopló y husmeó en la puerta abierta mientras yo estaba sentado en mi taburete, me sirvió lo que pedí. Le describí, no sin cierta vergüenza, como si fuera una traición, mi granja, su paradero.
»Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir. El nombre de la granja, al parecer, era Trevarras.
»—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.
»—¿Criaturas?
Me recosté un instante y la miré; luego me di cuenta de que Criatura era el nombre de mi anfitrión, y María y Christus (aunque en esto su dialecto puede haberme engañado) los nombres de los dos jardineros. Ella contó una historia absurda, hasta donde pude unirla y hacerla coherente. Cosas supersticiosas sobre este hombre que había llegado a los curiosos habitantes del distrito y se había instalado en Trevarras, un extraño y peregrino, un extranjero, al parecer, de pocas palabras y modales dudosos.
»Y luego había algo (puso sus dos manos regordetas, una de ellas con un anillo de boda, sobre el cinc de la barra del bar y me miró). Dijo algo sobre una mujer «del mar». Con un «vestido azul» y muda, inarticulada o maestra de una lengua extranjera. Debía de haber vivido en pecado, además, esos ojos de cerdo parecían anhelar, ya que los niños eran «simples», «naturales», como Dios manda en estos asuntos. Era inútil. El estómago a veces puede rechazar el agua fría y sanadora y gasificada de «la mañana siguiente», y mi ridícula embriaguez me había dejado seco pero todavía no del todo sobrio.
»De todos modos, esto es lo que me dijo: mi mujer azul, tan rubia como el lino, había muerto y estaba enterrada en el cementerio vecino (el más cercano, aunque a millas de distancia de Trevarras). Me aseguró repetidamente, como si de otro modo pudiera dudar de un hecho tan sofisticado, que allí encontraría su tumba, su «lápida».
»Y así fue, lejos de los elegidos y en un rincón sombrío al noroeste de la tierra soñolienta y sin cosechas: una losa de granito, apenas redondeada, con un solo nombre grabado a mordiscos en la superficie oscura y áspera: «Femina Creature».
Walter de la Mare (1873-1956)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Walter de la Mare
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Walter de la Mare: Las Criaturas (The Creatures), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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