«El Hombre-Polilla»: Elizabeth Bishop; poema y análisis.
«Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando te devuelve la mirada.»
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando te devuelve la mirada.»
El Hombre-Polilla (The Man-Moth) es un poema de la escritora norteamericana Elizabeth Bishop (1911-1979), escrito en 1935 y publicado en la antología de 1946: Norte y sur (North and South).
El Hombre-Polilla, uno de los mejores poemas de Elizabeth Bishop, está inspirado en un error tipográfico en un artículo del New York Times, en el que se utilizó equivocadamente el término manmoth [«hombre-polilla»] en lugar de la palabra correcta: mammoth [«mamut»]. En una entrevista, la autora mencionó que es errata «parecía estar destinada» a ella:
«Un oráculo me habló desde la página del New York Times (...) A una le ofrecen este tipo de declaraciones oraculares todo el tiempo, pero a menudo se las pasa por alto, o el significado se niega a permanecer en su lugar.»
El Hombre-Polilla nos introduce en un escenario urbano, nocturno: la luz de la luna se filtra por las grietas de los edificios, y esto atrae a una criatura humanoide, extraordinariamente delgada, que emerge de las alcantarillas. El El Hombre-Polilla no puede ver la luna, pero sí sentir su luz. Comienza a trepar por un edificio; cree que la luna es en realidad una pequeña abertura en el cielo por la cual podrá meter su cabeza. Está asustado, pero la luz lo atrae inexorablemente.
«Aquí, arriba,
las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en los termómetros.»
las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en los termómetros.»
Como en otras ocasiones, el Hombre-Polilla cae y regresa a su mundo subterráneo. Abatido por una sensación general de lentitud, se sube a un vagón del metro. Por alguna razón siempre elige sentarse «al revés», es decir, de espaldas a la dirección en la que se mueve el tren. «No se atreve a mirar por la ventana» a causa del tercer raíl [siendo mitad polilla, probablemente termine siendo atraído y carbonizado por la electridad]. Temeroso, el Hombre-Polilla no se permite tocar o interactuar con su entorno [«Tiene que mantener / sus manos en los bolsillos»], limitando aún más sus oportunidades de conexión y hace que su soledad sea aún más completa. Todas las noches de luna se repite la misma escena: el ascenso por los edificios, la caída y el retorno a los túneles «a soñar los mismos sueños» [ver: El Hombre Polilla: una leyenda urbana]
Elizabeth Bishop concluye el poema con una advertencia: si el lector llega a encontrarse por casualidad con el Hombre-Polilla, debe iluminarle los ojos con una linterna. No tiene iris; todo es negro, como el cielo nocturno. Sus párpados son como el horizonte, se contraen cuando te miran. Entonces se le escapa una lágrima: lo único que tiene para ofrecer. Pero, cuidado, intentará esconderla en su mano y, si no estás atento, se la comerá.
Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.
Elizabeth Bishop escribió El Hombre-Polilla a los veinticuatro años, justo después de graduarse de la universidad. Es un poema diferente del resto de su obra, mucho más surrealista, casi abstracto, y que por lo tanto permite una variedad de interpretaciones. La más obvia, y debido a eso probablemente equivocada, sugiere que los intentos metódicos de esta polilla de llegar a la luna, que cree es un agujero, y meter la cabeza, son una expresión alegórica de la sexualidad masculina. El mismo argumento puede utilizarse en relación a la espiritualidad o a la ambición.
En efecto, el Hombre-Polilla cree que la luna es un agujero en el cielo, y trata repetidamente [sin éxito] de alcanzarla. Esto podría verse como un ejemplo de perseverancia; al mismo tiempo, estos intentos podrían representar un deseo [inútil] de escape que deja al Hombre-Polilla atrapado en un ciclo de esperanza y decepción.
Si el Hombre-Polilla alcanzara la luna [esta es su teoría], cree que podría ver más allá, tal vez incluso salir de su lúgubre morada en la ciudad. Nunca ha estado ni cerca de lograrlo, pero eso no importa demasiado. En cada intento, el Hombre-Polilla cree que «se las arreglará para meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia» y abrirse paso hacia el otro lado. El Orador del poema señala que, «por supuesto, falla» una y otra vez, resaltando tanto el empeño como la inutilidad de sus esfuerzos. ¿Será que el Hombre-Polilla no está buscando algo exterior [a sí mismo] sino tratando de escapar del mundo ordinario que lo rodea, paradójicamente, a través de una rutina?
Elizabeth Bishop nos anima a identificarnos con el Hombre-Polilla. Después de todo, es difícil no sentir simpatía por esta criatura que existe en una soledad opresiva e intenta alcanzar un objetivo heróico. Entonces, de repente, se dirige al lector como si fuera parte de esta fábula. Donde antes invocaba nuestra identificación, ahora afirma que no sólo compartimos el mismo mundo del Hombre-Polilla: podemos encontrarlo y despojarlo de su única posesión [sus lágrimas]. Esto, de algún modo, nos hace ver como intrusos de la noche, seres que patrullan la oscuridad con la fría luz de nuestras linternas, perfectamente capaces de actuar con la mayor crueldad. De este modo, la escala sobrenatural del poema se funde con una escena familiar. Pasamos de observar desde una prudente distancia a intervenir.
Al final del poema, la imaginación es derrotada. El Hombre-Polilla se ve obligado a esconderse, a enfrentar la posibilidad de ser asesinado, aunque sea de manera incidental, mientras el ser humano saquea su único tesoro.
El Hombre-Polilla es un poema singular, casi expresionista [como el juego de sombras de Murnau], una exploración al estilo de Kafka [ver: Kafka y lo Kafkiano]. El propio Hombre-Polilla es una figura lógica dentro del mundo que esboza Elizabeth Bishop, salida desde los túneles de la imaginación; de hecho, su incomodidad durante esta «visita a la superficie» es palpable. La naturaleza de su otra vida, bajo tierra, en los túneles, es desconocida [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]
Algunos asocian ciertos aspectos de El Hombre-Polilla con el alcoholismo que sufría Elizabeth Bishop. Esas asociaciones derivan de sus cuadernos de trabajo, donde se forja una relación directa entre el fatal tercer raíl y los peligros del alcohol, haciendo del poema un retrato simbólico del artista como adicto. Es una interpretación plausible, pero alejada de lo más interesante de El Hombre-Polilla, que son sus puntos ciegos. La criatura intenta repetidamente [y sin éxito] perforar los límites físicos de la realidad [«meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia»], y quizás nacer a una nueva existencia. Pero, ¿por que piensa que la luna es «como un pequeño agujero en lo alto del cielo»? ¿Por qué «debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes»? Podríamos perdernos sin remedio en este laberinto de asociaciones.
Lo único cierto es que la luna ejerce una atracción compulsiva sobre el Hombre-Polilla. Todo el poema está atravesado por un patrón de verticalidad, desde los túneles a las alturas de los edificios y de vuelta hacia abajo: ascenso imposible y caída inevitable. Todo esto acaso tiene relación con el proceso de creación artística. En este contexto, la compulsión por escalar hasta la luna es un sustituto del poeta que intenta lograr algo elevado y significativo, algo que requiere, en primer lugar, superar el miedo [«lo que el Hombre-polilla más teme es lo que debe hacer»]; y en segundo la perseverancia ante el fracaso seguro.
El Hombre-Polilla.
The Man-Moth, Elizabeth Bishop (1911-1979)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Aquí, arriba, las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en el termómetro.
Pero cuando el Hombre-Polilla
hace sus raras, aunque ocasionales, visitas a la superficie,
la luna le parece bastante diferente. Él emerge
de una abertura bajo el borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar las fachadas de los edificios.
Cree que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
lo que demuestra que el cielo es bastante inútil para protegerse.
Tiembla, pero debe descubrir hasta dónde puede escalar.
Por las fachadas,
arrastrando su sombra como el paño de un fotógrafo,
asciende, temeroso, pensando que esta vez logrará
introducir su cabecita por esa limpia abertura redonda
y que la luz lo obligará a pasar, como por un tubo, en volutas negras.
(El hombre, de pie debajo de él, no alberga tales ilusiones.)
Pero lo que más teme el Hombre-Polilla es lo que debe hacer,
aunque fracase, por supuesto, y caiga hacia atrás, asustado pero ileso.
Luego regresa
a los pálidos túneles del subterráneo que considera su hogar.
Revolotea, se agita y no logra subir a bordo de los trenes silenciosos
con la rapidez necesaria. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre-Polilla siempre se sienta mirando hacia el lado equivocado
y el tren arranca de inmediato a toda su terrible velocidad,
sin cambios de marcha ni gradación de ningún tipo.
No puede calcular a qué velocidad viaja hacia atrás.
Cada noche
debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes.
Así como los durmientes se repiten bajo su tren, éstos subyacen
bajo su mente acelerada. No se atreve a mirar por la ventana,
porque el tercer raíl, la corriente ininterrumpida de veneno,
corre a su lado. Lo considera como a una enfermedad
cuya propensión ha heredado. Tiene que mantener
las manos en los bolsillos, como otros deben usar bufandas.
Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.
Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.
But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.
Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.
Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.
Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear mufflers.
If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.
Elizabeth Bishop (1911-1979)
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.
But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.
Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.
Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.
Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear mufflers.
If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.
Elizabeth Bishop (1911-1979)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Poemas góticos. I Poemas de Elizabeth Bishop.
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El análisis, traducción al español y resumen del poema de Elizabeth Bishop: El Hombre-Polilla (The Man-Moth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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