«Edición fría»: Ramsey Campbell; relato y análisis.
Edición fría (Cold Print) es un relato de terror del escritor inglés Ramsey Campbell (1946— ), publicado originalmente por Arkham House en la antología de 1969: Cuentos de los Mitos de Cthulhu (Tales of the Cthulhu Mythos).
Edición fría, probablemente uno de los mejores cuentos de Ramsey Campbell, relata la historia de un sujeto llamado Sam Strutt, obsesionado con buscar librerías ocultas y libros prohibidos, quien finalmente encuentra una tienda cuyo propietario está dispuesto a entregarle Las revelaciones de Gla'aki, un libro con propiedades inquietantes y cuya sola lectura es una invocación al poderoso Y'golonac [ver: Seres Interdimensionales en los Mitos de Cthulhu]
SPOILERS.
Sam Strutt tiene un gran interés en los libros prohibidos, aunque no la clase de obras malditas que pueden encontrarse en la Universidad de Miskatonic [ver: Libros de los Mitos de Cthulhu]. Es fanático de títulos como El amo de los azotes (The Caning Master), Señorita Látigo (Miss Whippe) y La institutriz anticuada (Old Style Governess). En otras palabras, Sam Strutt está metido hasta el cuello en la literatura para adultos. Una tarde, Strutt busca algunos libros que le ayuden a superar sus molestas vacaciones. La primera tienda no tiene nada de su gusto. Sin embargo, un vagabundo que escucha a escondidas promete llevarlo a una librería que tiene un par de obras difíciles de conseguir: Adán y Evan (Adam y Evan) y Tómame como quieras (Take Me How You Like). Strutt está disgustado por la mano sucia del vagabundo en su manga, pero acepta seguirlo a este prometido paraíso literario de lo prohibido.
Después de refrescarse en un pub a expensas de Strutt, el vagabundo vacila, pero finalmente lo conduce a través de lúgubres callejuelas hasta una librería de mala muerte. El interior polvoriento alberga cajas de libros de bolsillo gastados: westerns, fantasía, erótica. Strutt escucha un grito ahogado cuando entran, tal vez común en esos vecindarios. Una tenue luz amarilla se filtra a través de la puerta de vidrio esmerilado detrás del mostrador, pero no sale ningún librero.
Busca a tientas un libro de una vitrina [el vagabundo está ansioso por irse]. Es una publicación de Ultimate Press: La vida secreta de Wackford Squeers. Strutt lo aprueba y busca su billetera. El vagabundo saca el libro del mostrador y dice que pague la próxima vez. Disparates. Strutt no está dispuesto a ofender a alguien con conexiones con Ultimate Press. Deja dos libras y envuelve cuidadosamente el libro. A través del vidrio esmerilado se mueve la sombra de un hombre, aparentemente sin cabeza. Frenético, el vagabundo sale disparado y derriba una caja de libros de bolsillo. Strutt pasa por encima del desorden y sale. Oye al vagabundo correr detrás de él y unos pasos pesados desde la oficina, luego el portazo de la puerta de la calle. Afuera, en la nieve, se encuentra solo.
Pasa el tiempo y Strutt se despierta de sueños incómodos. Recuerda a su viejo librero, que compartía sus gustos y lo hacía sentir menos solo en un mundo mojigato. El tipo está muerto ahora, pero tal vez a este nuevo librero le gustaría entablar el tipo de, bueno, conversación franca que tenía con el anterior. Además, Strutt necesita más libros. Un librero con la cabeza como un «globo medio inflado» y vestido con un «traje de tweed relleno» lo recibe. El vagabundo no está hoy, pero no importa. Entran en la oficina. Strutt se sienta ante el polvoriento escritorio. El librero se pasea y le entrega un manuscrito. Es la única copia del duodécimo volumen de Revelaciones de Glaaki. Al igual que los libros favoritos de Strutt, este también contiene tradiciones prohibidas.
Strutt lee al azar, con la extraña sensación de estar a la vez en Brichester y debajo de la tierra, perseguido por una «figura resplandeciente e hinchada». El librero está detrás de él, con las manos sobre sus hombros, indicándole un pasaje sobre el dios dormido Y'golonac, cuyo nombre, al ser leído o pronunciado, aparece para ser adorado... o para alimentarse.
Edición fría es uno de los relatos de los Mitos de Cthulhu más oscuros y... sucios. Y'golonac es el monstruo, claro, pero también lo es el propio Strutt, sobre el cual Ramsey Campbell hace sobrevolar la sombra de la pederastia. Strutt representa un tipo de maldad banal. Ni siquiera sería justo llamarlo malvado: sabemos que es un presumido hijo de puta y, al menos, un depredador sexual [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]. Sin embargo, no está claro si alguna vez se armó de valor para hacer algo más que tocarle el culo a la hija de la casera u obsesionarse con libros picantes. La mayoría del tiempo se siente legitimado por su literatura prohibida, pensando que es mejor que los vagabundos de la calle, y sin molestarse en llamar a la policía para denunciar al abusador del piso de arriba [ver: El Machismo en el Horror]. Su mente es un lugar sórdido, ideal para ser ocupado por alguien, o algo, como Y'golonac.
Edición fría de Ramsey Campbell pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. En este contexto, Las revelaciones de Gla'aki es un conjunto de libros que detallan las prácticas del abominable culto a Glaaki. Estos once volúmenes fueron originalmente escritos a mano por varios adoradores de esa deidad que habitaba en el valle del río Severn, en Inglaterra, cerca de Brichester. Un miembro fugitivo del culto filtró el manuscrito a Supremus Press, que imprimió las Revelaciones en 1865. Al parecer, solo los miembros del culto de Glaaki compraron la edición, por lo que muy pocos no iniciados pudieron obtener copias [ver: Lovecraft y el culto secreto de los Antiguos]. En la década de 1920, un librero de Brichester descubrió un duodécimo volumen. Se cree que todas las copias de este libro han sido destruidas, un hecho afortunado, porque este es el único volumen que menciona a la abominable deidad Y'golonac.
A su vez, Y'golonac es un Primigenio que suele tomar la forma física de un humano de aspecto flácido, sin cabeza, y con bocas en las palmas de las manos [ver: El Hombre Pálido de «El laberinto del fauno»]. Fuera de nuestro plano, Y'golonac pasa la mayor parte de su tiempo en un lugar desconocido, servido por figuras sin ojos que se arrastran sobre su cuerpo. Se manifiesta solo para poder elegir nuevos sacerdotes para su culto terrenal. Por lo general, estos acólitos se eligen entre aquellos que han reprimido sus deseos antinaturales, que Y'golonac les permite disfrutar sin culpa a cambio de servidumbre. Como resultado, sus adoradores son particularmente depravados [hasta ahora ha mostrado poca iniciativa para expandir su esfera de influencia]. Por suerte, Y’golonac solo puede llamar o afectar a aquellos que han leído aunque sea una página de las Revelaciones de Glaaki.
Edición fría de Ramsey Campbell es un relato interesante por varias razones, entre ellas, su protagonista. En cierto modo, es el opuesto al clásico protagonista de Lovecraft, habitualmente recatado y erudito. Sam Strutt es un perverso, pero también es un erudito, no ya en aquellos volúmenes malditos que se agrupan en los anaqueles de la Universidad de Miskatonic, como el Necronomicón y el De Vermis Mysteriis, sino en novelas baratas.
Edición fría.
Cold Print, Ramsey Campbell (1946— )
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
...porque incluso los esbirros de Cthulhu no se atreven a hablar de Y’golonac, sin embargo, llegará el momento en que Y’golonac salga de la soledad de los eones para caminar una vez más entre los hombres...
REVELACIONES DE GLAAKI, VOLUMEN 12.
Sam Strutt se lamió los dedos y se los secó con el pañuelo; las yemas estaban grises por la nieve del poste en la plataforma del autobús. Luego sacó su libro de la bolsa de polietileno que había en el asiento junto a él, sacó el boleto de autobús de entre las páginas, lo sostuvo contra la tapa para protegerlo, y comenzó a leer. Como sucedía a menudo, el conductor asumió que el billete autorizaba el viaje; Strutt no se lo aclaró. Afuera, la nieve se arremolinaba por las calles laterales y se deslizaba bajo las ruedas de cautelosos automóviles.
El aguanieve le salpicó las botas cuando salió de Brichester Central y, acurrucando la bolsa debajo de su abrigo para mayor seguridad, se abrió camino hacia la librería, pisando los copos de nieve que se asentaban. Los paneles de vidrio del local no estaban completamente cerrados; la nieve se había filtrado y empañado los lustrosos libros de bolsillo.
—¡Mira eso!
Strutt se quejó a un joven que estaba a su lado y miró ansiosamente a la multitud, hundiendo su cuello dentro de su abrigo, como una tortuga.
—¿No es repugnante? ¡A esta gente simplemente no le importa!
El joven, aún buscando los rostros húmedos, asintió abstraído.
Strutt se dirigió al otro mostrador del puesto, donde el asistente estaba repartiendo periódicos.
—¡Hola! —dijo Strutt.
El asistente, ordenando el cambio para un cliente, le indicó que esperara. Sobre los libros de bolsillo, a través del cristal humeante, Strutt observó al joven correr hacia adelante y abrazar a una chica, luego secarle suavemente la cara con un pañuelo. Strutt miró el periódico que sostenía el hombre que esperaba el cambio. Leyó:
BRUTAL ASESINATO EN IGLESIA EN RUINAS.
La noche anterior se había encontrado un cuerpo dentro de los muros sin techo de una iglesia en Lower Brichester, cuando la nieve había sido quitada de esta imagen de mármol, se habían revelado espantosas mutilaciones cubriendo el cadáver, mutilaciones ovaladas que parecían...
El hombre tomó el periódico y su cambio. El asistente se volvió hacia Strutt con una sonrisa:
—Siento haberte hecho esperar.
—Si —dijo Strutt—. ¿Te das cuenta que esos libros se están llenando de nieve? La gente puede querer comprarlos.
—¿Quieres comprar uno? —respondió el asistente.
Strutt apretó los labios y se volvió hacia las ráfagas de nieve. Detrás de él escuchó la puerta el local al abrirse.
En las estanterías los títulos asomaban la cara mientras los demás daban la espalda. Unas niñas se reían tontamente ante las cómicas postales navideñas; un hombre sin afeitar fue arrastrado por una ráfaga y se detuvo, mirando a su alrededor con inquietud. Strutt chasqueó la lengua; no se debería permitir que los vagabundos ensuciaran los libros en las librerías.
Mirando de reojo para observar si el hombre doblaba las páginas o rompía los lomos, Strutt se movió entre los estantes, pero no pudo encontrar lo que buscaba. Sin embargo, conversando con el cajero, había un asistente que le había elogiado Última salida a Brooklyn cuando lo compró la semana pasada, y había escuchado pacientemente una lista de las lecturas recientes de Strutt, aunque no parecía reconocer los títulos.
Strutt se le acercó y le preguntó:
—Hola, ¿hay más libros interesantes esta semana?
El hombre lo miró desconcertado.
—¿Más? ¿A qué te refieres?
—Libros como este.
Strutt levantó su bolsa de polietileno para mostrar la portada gris de Ultimate Press de El amo de los azotes de Hector Q.
—Ah, no. No creo que tengamos —se dio unos golpecitos en el labio—. Excepto... ¿Jean Genet?
—¿Quién? Oh, te refieres a Jennet. No, gracias, es aburrida como una cuneta.
—Bueno, lo siento, señor, me temo que no puedo ayudarlo.
—Oh —Strutt se sintió rechazado.
El hombre parecía no reconocerlo, o tal vez estaba fingiendo. Strutt había conocido a los de su clase antes y les pidió que patrocinaran silenciosamente su lectura. Volvió a examinar los estantes, pero ninguna tapa llamó su atención. En la puerta se desabotonó furtivamente la camisa para proteger aún más su libro, y una mano se posó sobre su brazo. Cubierta de mugre, la mano se deslizó hacia la suya y tocó su bolso. Strutt se la quitó de encima con rabia y se enfrentó al vagabundo.
—¡Espera un minuto! —siseó el hombre—. ¿Buscas más libros como ese? Sé dónde podemos conseguir algunos.
Este enfoque ofendió el sentido moralista de Strutt. Arrancó la bolsa de los dedos que se cerraban sobre ella.
—Así que a ti también te gustan, ¿verdad?
—Oh, sí, tengo muchos.
Strutt soltó su trampa.
—¿Cómo cuál?
—Oh, Adam y Evan, Tómame como quieras, todas las aventuras de Harrison, ya sabes, hay muchos.
Strutt admitió a regañadientes que la oferta del hombre parecía genuina. El ayudante de la caja los estaba mirando; Strutt le devolvió la mirada.
—Está bien —dijo—. ¿Dónde está este lugar del que estás hablando?
El otro lo tomó del brazo y lo arrastró ansiosamente hacia la nieve inclinada. Apretando sus cuellos, los peatones se deslizaban entre los autos mientras esperaban que se retirara un autobús derrapado.
El hombre arrastró a Strutt entre las bocinas que rebuznaban, luego entre dos escaparates desde los que las chicas miraban con aire de suficiencia mientras vestían figuras sin cabeza, y por un callejón. Strutt reconoció el área. La había recorrido en vano buscando librerías secundarias. El guía se metió en un bar para sacudir su abrigo.
Strutt se unió al hombre y acomodó el libro en su bolsa, acurrucado debajo de su camisa. Golpeó la costra suelta de sus botas, deteniéndose cuando el otro siguió su ejemplo; no deseaba estar conectado con el hombre ni siquiera mediante una acción tan trivial. Miró con disgusto a su compañero, a su nariz hinchada por la que ahora resoplaba mocos, a la barba incipiente que se le hinchaba en las mejillas mientras el tipo se soplaba en las manos temblorosas. Más allá de la puerta, los copos ya estaban oscureciendo sus huellas, y el hombre dijo:
—Me da mucha sed caminar rápido así.
—Así que ese es el juego, ¿verdad?
Pero la librería estaba más adelante.
Strutt abrió el camino hacia el bar y compró dos pintas a una colosal camarera, con el pecho erizado de volantes, que se movía de un lado a otro con vasos y hacía resonar los zapatos con entusiasmo. Los viejos chupaban sus pipas, una radio sonaba a todo volumen, los hombres empuñaban jarras de cerveza apuntando con jovial inexactitud al tablero de dardos o la escupidera. Strutt agitó su abrigo y lo colgó; el otro retuvo el suyo y miró fijamente su cerveza.
Decidido a no hablar, Strutt examinó los espejos turbios que reflejaban fiestas gesticulantes alrededor de mesas llenas de basura.
Pero, poco a poco, fue sorprendido por la taciturnidad de su compañero de mesa. ¿Seguramente estas personas (pensó) eran notablemente locuaces, de hecho, virtualmente imposibles de silenciar? Esto era intolerable; sentado ociosamente en un bar, sin aire, de una calle secundaria cuando podría estar en movimiento o leyendo, algo debe hacerse.
Bebió un trago su cerveza y golpeó el vaso contra la mesa. Su compañero, visiblemente avergonzado, comenzó a beber, pareciendo extrañamente nervioso. Por fin fue obvio que estaba holgazaneando sobre la espuma, dejó su vaso y se lo quedó mirando.
—Parece que es hora de irse —dijo Strutt.
El hombre miró hacia arriba; el miedo abrió mucho sus ojos.
—Dios, estoy mojado —murmuró—. Te llevaré de nuevo cuando la nieve pare.
—Ese es el juego, ¿verdad? —gritó Strutt. En los espejos, los ojos lo buscaron—. ¡No me sacas esa bebida por nada! ¡No he llegado tan lejos...!
El hombre dio vueltas y vueltas, atrapado.
—Está bien, está bien, sólo que tal vez no lo encuentre con este clima.
Strutt encontró este comentario demasiado estúpido para comentarlo. Se levantó y, abotonándose el abrigo, caminó hacia la salida, mirando hacia atrás para asegurarse de que lo seguían.
Detrás de los cristales colgaban adornos navideños como guirnaldas. Al otro lado de la calle, enmarcada en la ventana de un dormitorio, una mujer de mediana edad corrió las cortinas y escondió al adolescente en su hombro.
—Hola.
Strutt sintió que podía controlar la figura que tenía delante sin hablar con ella, y de hecho no tenía ningún deseo de hablar con el hombre cuando se detuvo, temblando, sin duda por el frío, y se apresuró hacia adelante de Strutt, una pulgada más alto que sus cinco pies y medio, y mejor construido.
Por un instante, mientras un cuerpo de nieve avanzaba hacia él por la calle, los copos exponían el paisaje y cortaban sus mejillas como efímeras navajas de hielo. Strutt anhelaba hablar, contar las noches en las que yacía despierto en su habitación, oyendo cómo la hija de la casera era golpeada por su padre en el dormitorio del ático, esforzándose por captar los sonidos amortiguados a través del crujido de los resortes de la cama, tal vez de la pareja de abajo.
Pero el momento pasó, barrido por la nieve; el final de la calle se había abierto, dividido por una isla de tráfico en dos caminos densamente cubiertos de nieve, uno curvado para esconderse entre las casas, el otro, más corto, adosado a una rotonda.
Ahora Strutt sabía dónde estaba.
Desde un autobús, a principios de semana, había notado el letrero: MANTÉNGASE A LA IZQUIERDA.
Cruzaron la rotonda, sortearon los bordes desmoronados de las huellas de las excavadoras de un proyecto de remodelación, y avanzaron a través de la blanca turbulencia hasta un terreno baldío donde una chimenea solitaria bebía la nieve. El guía de Strutt se escabulló hacia un callejón y Strutt lo siguió, con la intención de mantenerse cerca mientras se estremecía ante las puertas de un patio trasero donde unos perros arañaban y gruñían.
El hombre torció a la izquierda, luego a la derecha, entre los estrechos y laberínticos muros, entre casas cuyos crueles bordes de cristales dentados y puertas torcidas ni siquiera la nieve, más amable con los edificios que con sus ocupantes, podía ablandar. Un último giro y el hombre se deslizó por una acera junto a los restos de una tienda. Una cucharada de nieve cayó del esqueleto del toldo para ser tragada por la corriente de abajo. El hombre se estremeció, pero cuando Strutt se enfrentó a él, señaló con temor el pavimento opuesto:
—Eso es todo, te he traído aquí.
Las huellas de aguanieve salpicaron las perneras del pantalón de Strutt mientras corría, comprobando mentalmente que, aunque el hombre había tratado de desorientarlo, había deducido que la carretera principal estaba a unos quinientos metros de distancia. Luego leyó la inscripción sobre la tienda:
LIBROS AMERICANOS: COMPRA Y VENTA.
Tocó una barandilla que protegía una ventana opaca por debajo del nivel de la calle, el óxido húmedo rechinaba bajo sus uñas, y examinó la exhibición en la ventana que tenía enfrente: Historia de la vara, un libro que le había parecido monótono, empujándolo a hombros entre la ciencia ficción y las novelas de Aldiss, Tubb y Harrison, que se escondían avergonzadas detrás de portadas espeluznantes; Le Sadisme au Cinéma; Voyeur de Robbe-Grillet luciendo perdido; El almuerzo desnudo: nada que valga la pena el viaje hasta allí, pensó Strutt.
—Está bien, ya es hora de que entremos..
Instó al hombre a entrar, y con una mirada hacia el ladrillo rojo erosionado en la ventana del primer piso, entró también. El otro se había detenido de nuevo y, por un desagradable segundo, los dedos de Strutt rozaron el abrigo mohoso del hombre.
—Vamos, ¿dónde están los libros? —preguntó, abriéndose paso hacia la tienda.
La luz amarilla del día se hizo más turbia por el escaparate y las revistas de pin-up que colgaban en el interior de la puerta con paneles de vidrio; el polvo colgaba perezosamente de las vigas. Strutt se detuvo a leer las portadas de los libros de bolsillo metidos en cajas de cartón en una mesa, pero las cajas contenían solo westerns, fantasía y erótica estadounidense, que se vendían a mitad de precio. Haciendo muecas ante los libros que se extendían por los rincones como pétalos en flor, Strutt pasó por alto las tapas duras y entrecerró los ojos detrás del mostrador, un poco preocupado. Cuando cerró la puerta, imaginó que había escuchado un grito en algún lugar cercano, rápidamente cortado.
No hay duda de que por aquí escuchas ese tipo de cosas todo el tiempo, pensó. Luego dijo en voz alta:
—Bueno, no veo lo que vine a buscar. ¿No trabaja nadie en este lugar?
Con los ojos muy abiertos, el hombre miró por encima del hombro de Strutt; Strutt miró hacia atrás y vio el panel de vidrio esmerilado de una puerta, una esquina del vidrio reparada con cartón, negro contra una tenue luz amarilla que se filtraba a través del panel. La oficina del librero, presumiblemente. ¿Había escuchado el comentario de Strutt?
Strutt se enfrentó a la puerta.
Luego, el vagabundo lo empujó, buscó distraídamente detrás del mostrador, abrió a tientas una estantería con fachada de vidrio llena de volúmenes envueltos en sobrecubiertas de papel marrón y finalmente extrajo un paquete de papel gris de su escondite en el rincón de un estante. Se lo lanzó a Strutt, murmurando:
—Este es uno, este es uno —y observó, la piel debajo de sus ojos temblando, mientras Strutt arrancaba el papel: La vida secreta de Wackford Squeers.
—Ah, está bien —aprobó Strutt, olvidándose de sí mismo momentáneamente.
Buscó su billetera; pero los dedos grasientos del vagabundo arañaron su muñeca.
—Paga la próxima vez —suplicó el hombre.
Strutt vaciló; ¿podría salirse con la suya sin pagar? En ese momento, una sombra ondeó a través del vidrio esmerilado: un hombre sin cabeza arrastrando algo pesado. Strutt decidió que debía parecer decapitado por el vidrio esmerilado y por su posición encorvada. Luego pensó que el comerciante debía estar en contacto con Ultimate Press; no debería perjudicar este contacto robando un libro.
Apartó los dedos frenéticos y contó dos libras; pero el otro retrocedió, estiró los dedos con miedo y se agachó contra la puerta de la oficina de cuyo cristal había desaparecido la silueta, antes de estremecerse casi en los brazos de Strutt.
Strutt lo empujó hacia atrás y dejó las monedas en el espacio dejado en el estante, luego se volvió hacia el vagabundo:
—¿No tienes la intención de envolverlo? No, pensándolo bien, lo haré yo mismo.
El rodillo de la encimera hizo vibrar una serpentina de papel marrón; Strutt buscó un tramo sin decolorar. Mientras empaquetaba el libro, algo se estrelló contra el suelo. El otro se había retirado hacia la puerta, cuando su manga se enganchó con una caja llena de libros de bolsillo. Se quedó paralizado sobre los libros esparcidos, con la boca y las manos abiertas de par en par, un pie encima de una novela abierta como una polilla rota. A su alrededor las motas de polvo flotaban en haces de luz.
En algún lugar hizo clic un candado.
Strutt respiró con fuerza, pegó el paquete con cinta adhesiva y, rodeando al hombre con disgusto, abrió la puerta. El frío le atacó las piernas. Empezó a subir los escalones y el otro se apresuró a perseguirlo. El pie del hombre estaba en el umbral cuando un pesado andar se acercó a través de las tablas. El hombre se dio la vuelta y, debajo de Strutt, la puerta se cerró de golpe.
Strutt esperó; luego se le ocurrió que podía darse prisa y sacudirse de encima a su guía. Llegó a la calle y una brisa le picó las mejillas, limpiando el polvo rancio de la tienda. Apartó la cara y, pateando la corteza de nieve del titular de un periódico empapado, se dirigió a la carretera principal que sabía que pasaba cerca.
Strutt se despertó temblando.
El letrero de neón fuera de la ventana de su piso, un cliché pero implacable como un dolor de muelas, se definía estridentemente contra la noche cada cinco segundos. Por esto Strutt supo que era temprano en la mañana. Volvió a cerrar los ojos, pero aunque sus párpados estaban calientes y pesados, su mente no se tranquilizó. Más allá de los límites de su memoria acechaba el sueño que lo había despertado; se movió inquieto. Por alguna razón, pensó en un pasaje de la lectura de la noche anterior:
«Cuando Adam llegó a la puerta, sintió la mano de Evan sobre la suya, torciendo su brazo detrás de su espalda, forzándolo a caer al piso.»
Sus ojos se abrieron y buscó la estantería como si buscara consuelo; sí, estaba el libro, seguro dentro de sus cubiertas, cuidadosamente alineado con sus compañeros.
Recordó haber regresado a casa una noche para encontrar Señorita Látigo, La institutriz anticuada, montados a horcajadas sobre Prefectos y maricas. La casera le había explicado que debió haberlo reemplazado por error después de quitar el polvo, pero Strutt sabía que lo había dañado vengativamente.
Había comprado un estuche que cerraba con llave, y cuando ella le pidió la llave le respondió:
—Gracias, creo que puedo hacerles justicia.
No puedes hacer amigos hoy en día.
Cerró los ojos de nuevo; la habitación y la librería, creadas en cinco segundos por el neón y destruidas con igual regularidad, lo llenaron en su vacío, recordándole que quedaban semanas antes del comienzo del próximo trimestre, cuando se enfrentaría a la primera clase de la mañana y agregaría: «Ya me conocen», a su introducción habitual, «Jueguen limpio conmigo y yo jugaré limpio con ustedes», una advertencia que algún chico seguramente desafiaría.
Jadeando, hizo sus ejercicios matutinos y luego bebió su jugo de fruta, que siempre era su primera opción en la bandeja que traía la hija de la casera. Golpeó con saña el vaso en la bandeja; el vidrio se astilló (él diría que fue un accidente; pagaba suficiente alquiler para cubrirlo, bien podría obtener una pequeña satisfacción por su dinero).
—Apuesto que tendrás una Navidad fabulosa —había dicho la chica, inspeccionando la habitación.
Había intentado agarrarla por la cintura y frenar su feminidad descarada, pero ella ya se había ido, los pliegues de su falda giraban, dejando su estómago ardientemente anudado por la anticipación.
Más tarde caminó penosamente hasta el supermercado. De varios jardines delanteros llegaba el chirriar de las palas que limpiaban la nieve. Cuando salió del supermercado con un brazo lleno de latas, una bola de nieve le azotó la cara para luego golpear la ventana de un coche, una barba traslúcida se extendió por el cristal como el líquido de las narices de los chicos que sentían la ira de Strutt con más frecuencia, porque estaba decidido a sacarles esta fealdad, esta repugnancia. Strutt miró a su alrededor buscando al tirador: un niño de siete años que subía a su triciclo para una rápida retirada; Strutt se movió involuntariamente como para poner al chico sobre sus rodillas.
Pero la calle no estaba desierta; incluso ahora la madre del niño, con pantalones y rulos asomando por debajo de un pañuelo en la cabeza, estaba golpeando la mano de su hijo:
—Te lo he dicho, no hagas eso—. Lo siento —le gritó a Strutt.
—Sí, estoy seguro —gruñó, y regresó a su apartamento.
Su corazón latía incontrolablemente. Deseaba fervientemente poder hablar con alguien como había hablado con el librero en las afueras de Goatswood que había compartido sus impulsos; cuando el hombre murió a principios de ese año, Strutt se sintió abandonado en un mundo hostil y de conspiración tácita.
¿Quizás el dueño de la nueva tienda podría mostrarse igualmente comprensivo? Strutt esperaba que el hombre que lo había conducido allí no estuviera presente, pero si lo estaba, seguramente podría deshacerse de él: un librero que trataba con Ultimate Press debe ser un hombre conforme al corazón de Strutt.
Además, Strutt necesitaba libros para leer durante la Navidad, y Squeers no le duraría mucho; la tienda apenas estaría cerrada en Nochebuena. Así, tranquilizado, descargó las latas sobre la mesa de la cocina y bajó corriendo las escaleras.
Strutt bajó del autobús en silencio. El latido del motor se ahogó rápidamente entre las casas cargadas. La nieve apilada esperaba algún sonido.
El camino se torcía astutamente; tan pronto como la calle principal se perdió de vista, la calle lateral reveló su verdadero carácter. La nieve que cubría las fachadas de las casas permitía que se asomaran protuberancias oxidadas. Una o dos ventanas mostraban árboles de Navidad, con sus viejas agujas cayéndose, con las ramas en las puntas de luces que chisporroteaban. Strutt, sin embargo, no tenía ojos para esto, pero mantuvo la mirada en el pavimento.
Una vez se encontró con la mirada de una anciana que observaba hacia abajo en un punto debajo de su ventana, que era quizás la extensión de su mundo.
Con un escalofrío momentáneo se apresuró a seguir, perseguido por una mujer que, según las pruebas que había en su cochecito, había dado a luz una pila de periódicos, y se detuvo ante la tienda.
Aunque el cielo anaranjado apenas podría haber iluminado el interior, no se veía ningún destello eléctrico a través de las revistas, y el letrero rasgado que colgaba detrás de la mugre quizás decía: CERRADO.
Strutt bajó lentamente los escalones. El cochecito pasó chirriando y los últimos copos se esparcieron por los periódicos. Strutt miró fijamente a su inquisitivo propietario, se volvió y casi cayó en la oscuridad repentina. La puerta se había abierto y una figura bloqueaba la entrada.
—No está cerrado, ¿verdad? —la lengua de Strutt se enredó.
—Tal vez no. ¿Puedo ayudarte?
—Estuve aquí ayer —respondió Strutt, incómodamente cerca del otro.
—Por supuesto. Lo recuerdo.
El otro se balanceaba incesantemente, y su voz vacilaba del bajo al falsete, consternando a Strutt.
—Bueno, entra antes de que te congeles —dijo el otro y cerró la puerta detrás de ellos.
El librero —supuso Strutt— se alzaba detrás de él, una cabeza más alto. Abajo, en la penumbra, entre los rincones vagos y vengativos de las mesas, Strutt sintió una oscura compulsión por imponerse de alguna manera, y comentó:
—Espero que hayas encontrado el dinero para el libro. Tu empleado no parecía querer que lo pagara. Algunas personas le hubieran tomado la palabra.
—No está con nosotros hoy.
El librero encendió la luz del interior de su oficina. A medida que se iluminaba su cara llena de arrugas, parecía crecer; los ojos estaban hundidos entre arrugas; las mejillas y la frente se hinchaban en los surcos; la cabeza flotaba como un globo medio inflado sobre el traje de tweed. Debajo de la bombilla sin pantalla, las paredes se apretaban, rodeando un escritorio destartalado del que se desbordaban copias dactilares a un lado de una máquina de escribir, junto a la cual había un trozo de lacre y una caja abierta de cerillas.
Dos sillas enfrentadas al otro lado del escritorio, detrás del cual había una puerta cerrada. Strutt se sentó ante el escritorio.
El librero se paseó a su alrededor y de repente, como si le hubiera sorprendido la pregunta, preguntó:
—Dime, ¿por qué lees estos libros?
Ésta era una pregunta dirigida a Strutt por el maestro de inglés en la sala de profesores hasta que dejó de leer novelas en los descansos. Su repentina reaparición lo tomó por sorpresa, y solo pudo recurrir a su vieja respuesta:
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?
—No estaba siendo crítico —se apresuró el otro, moviéndose inquieto alrededor del escritorio—. Estoy realmente interesado. Iba a preguntarte si realmente quisieras que suceda lo que lees.
—Bien, quizás —Strutt sospechaba de la tendencia de esta discusión y deseaba poder dominarla; sus palabras parecieron hundirse en el silencio cubierto de nieve dentro de las paredes polvorientas para desvanecerse de inmediato, sin dejar ninguna impresión.
—Quiero decir esto: cuando lees un libro, ¿no haces que suceda en tu mente? Particularmente si intentas visualizar conscientemente, pero eso no es esencial. Por supuesto, podrías arrojar el libro lejos de ti. Conocí a un librero que trabajaba en esta teoría; no tienes mucho tiempo para ser tú mismo en este tipo de área, pero cuando pudo, trabajó en ello, aunque nunca formuló del todo... Espera un minuto, te mostraré algo.
Saltó lejos del escritorio y entró en la tienda. Strutt se preguntó qué había más allá de la puerta detrás del escritorio. Se levantó a medias, pero, mirando hacia atrás, vio que el librero ya regresaba a través de las sombras flotantes con un volumen extraído de entre los Lovecraft y los Derleth.
—Esto se relaciona con sus libros de Ultimate Press, de verdad —dijo el otro, golpeando la puerta de la oficina cuando entró—. El año que viene van a publicar un libro de Johannes Henricus Pott, según nos enteramos, y eso también tiene que ver con la tradición prohibida, como este. Debería interesarte; es la única copia. Probablemente no conozcas las Revelaciones de Glaaki; es una especie de Biblia escrita bajo una guía sobrenatural. Solo había once volúmenes, pero este es el duodécimo, escrito por un hombre en la cima de Mercy Hill guiado a través de sus sueños.
Su voz se volvió más inestable mientras continuaba.
—No sé cómo llegó aquí. Supongo que la familia del hombre pudo haberlo encontrado en algún ático después de su muerte y pensó que valía la pena, ¿quién sabe? Mi librero... bueno, él conocía las Revelaciones y se dio cuenta de que esto no tenía precio; pero no quería que el vendedor se diera cuenta de que tenía un hallazgo y tal vez lo llevara a la biblioteca o a la Universidad, por lo que se lo quitó de las manos como parte de un lote. Cuando lo leyó… Bueno, había un pasaje que, para probar su teoría, parecía un regalo del cielo. Mira.
El librero volvió a rodear a Strutt y colocó el libro en su regazo, con los brazos descansando sobre los hombros de Strutt.
Strutt apretó los labios y miró el rostro del otro; pero sus fuerzas se debilitaron, negándose a apoyar su desaprobación, y abrió el libro. Era un viejo libro de cuentas, con las bisagras agrietadas y las páginas amarillentas cubiertas por líneas irregulares de letra escuálida.
A lo largo del monólogo introductorio, Strutt se había sentido desconcertado; ahora que el libro estaba frente a él, recordaba vagamente esos paquetes de hojas mecanografiadas que habían pasado por los baños en su adolescencia.
Revelaciones sugería algo prohibido. Así, intrigado, leyó al azar.
La bombilla desnuda definía cada trozo de pintura descascarada en la puerta de enfrente, y las manos se movían sobre sus hombros. En algún lugar, a través de la oscuridad, oyó pasos. Cuando se volvió para mirar, una figura resplandeciente e hinchada estaba sobre él. ¿De qué se trataba todo esto? Una mano le agarró el hombro izquierdo y la derecha pasó las páginas; finalmente un dedo subrayó una frase:
«Más allá de un golfo en la noche subterránea, un pasaje conduce a una pared de ladrillos macizos, y más allá de la pared se eleva Y'golonac para ser servido por las andrajosas figuras sin ojos de la oscuridad. Durante mucho tiempo ha dormido más allá del muro, y los que se arrastran sobre los ladrillos se escabullen por su cuerpo sin saber que se trata de Y'golonac; pero cuando se pronuncia o se lee su nombre, sale para ser adorado o para alimentarse y tomar la forma y el alma de aquellos de quienes se alimenta. Para aquellos que leen sobre el mal y buscan su forma dentro de sus mentes, invocan el mal, y así Y'golonac puede regresar para caminar entre los hombres y esperar el momento en que la tierra sea despejada y Cthulhu se levante de su tumba, Glaaki abre la trampilla de cristal, la prole de Eihort nace a la luz del día, Shub-Niggurath avanza para romper la lente lunar, Byatis sale de su prisión, Daoloth arranca la ilusión para exponer la realidad oculta detrás.»
Las manos sobre sus hombros se movían constantemente, aflojando y apretando. La voz fluctuaba:
—¿Qué te pareció?
Strutt pensó que era una tontería, pero en alguna parte se le había escapado el valor; respondió de manera desigual:
—Bueno, no es el tipo de cosas que ves en oferta.
—¿Lo encontraste interesante?
La voz se hacía más profunda; ahora era un bajo abrumador. El otro se volvió detrás del escritorio; parecía más alto: su cabeza golpeó la bombilla, creando sombras que miraban desde los rincones y se retiraban y volvían a mirar.
—¿Estás interesado?
Su expresión era intensa, hasta donde se podía distinguir; porque la luz movía la oscuridad en los huecos de su rostro, como si la estructura ósea se derritiera visiblemente.
En la oscuridad de la mente de Strutt apareció una sospecha; ¿No había oído de su querido amigo muerto, el librero de Goatswood, que existía un culto de magia negra en Brichester, un círculo de jóvenes dominado por alguien como Franklin o Franklyn? ¿Estaba siendo entrevistado para esto?
—Yo no diría eso —respondió.
—Escucha. Había un librero que leyó esto y le dije que tal vez podría ser el sumo sacerdote de Y'golonac. Llamaría a las formas de la noche para adorarlo en las épocas del año; se postraría ante él y, a cambio, sobreviviría cuando la tierra sea despejada para los Grandes Antiguos; iría más allá del borde hacia lo que se mueve fuera de la luz...
Antes de que pudiera considerarlo, Strutt soltó:
—¿Estás hablando de mí?
Se había dado cuenta de que estaba solo en una habitación con un loco.
—No, no, me refiero al librero. Pero la oferta ahora es para ti.
—Bueno, lo siento, tengo otras cosas que hacer.
Strutt se preparó para ponerse de pie.
—Él también se negó —el timbre de la voz chirrió en los oídos de Strutt—. Tuve que matarlo.
Strutt se quedó helado. ¿Cómo se trata a los locos? Tranquilizándolos.
—Espera un minuto...
—¿Cómo puede beneficiarte dudar? Tengo más pruebas a mi disposición de las que podrías soportar. Serás mi sumo sacerdote o nunca saldrás de esta habitación.
Por primera vez en su vida, mientras las sombras entre los duros y opresivos muros se movían más lentamente, Strutt luchó por controlar una emoción; dominó con calma su mezcla de miedo e ira.
—Si no te importa, tengo que ver a alguien.
—No cuando todo lo que necesitas se encuentra aquí entre estos muros.
La voz se estaba volviendo más espesa.
—Sabes que maté al librero. Huyó a la iglesia en ruinas, pero lo agarré con las manos. Entonces dejé el libro en la tienda para que lo leyeran, pero el único que lo recogió por error fue el hombre que te trajo aquí. ¡Tonto! ¡Se volvió loco y se encogió en un rincón cuando vio las bocas! Lo conservé porque pensé que podría traer algunos de sus amigos que se revuelcan en tabúes físicos y pierden las verdaderas experiencias, esos lugares prohibidos al espíritu. Pero solo se comunicó contigo y te trajo aquí mientras yo me alimentaba. De vez en cuando hay comida; muchachos que vienen aquí a buscar libros en secreto. ¡Se aseguran de que nadie sepa lo que leen! Y se les puede persuadir para que lean las Revelaciones. ¡Imbécil! Ya no puede traicionarme con su torpeza, pero sabía que regresarías. Ahora serás mío.
Los dientes de Strutt rechinaron en silencio, tanto que pensó que sus mandíbulas se romperían. Se puso de pie, asintió con la cabeza y entregó el volumen de las Revelaciones a la figura; estaba preparado, y cuando la mano se cerraba sobre el libro mayor, se lanzó hacia la puerta de la oficina.
—No puedes salir. Está cerrada.
El librero se balanceó sobre sus pies, pero no se dirigió hacia él; las sombras ahora eran despiadadamente claras y el polvo colgaba en el silencio.
—No tienes miedo, te ves demasiado calculador. ¿Es posible que todavía no creas? Está bien —puso las manos en el pomo de la puerta detrás del escritorio—: ¿quieres ver lo que queda de mi comida?
Se abrió una puerta en la mente de Strutt, y retrocedió ante lo que podría haber más allá.
—¡No! ¡No! —chilló.
La furia siguió a su exhibición involuntaria de miedo; deseaba tener un bastón para subyugar a la figura que se burlaba de él.
A juzgar por el rostro, pensó, los bultos que llenaban el traje de tweed debían de ser de grasa; si luchaban, Strutt probablemente ganaría.
—Dejemos esto en claro —gritó—, ¡hemos jugado bastante tiempo! Me dejarás salir de aquí o yo…
Pero se encontró mirando a su alrededor buscando un arma. De repente pensó en el libro que aún tenía en la mano. Tomó una caja de cerillas del escritorio, detrás de la cual la figura miraba, ominosamente impasible.
Strutt encendió una cerilla y la acercó a las páginas.
—¡Quemaré el libro! —amenazó.
La figura se tensó y Strutt se quedó helado de miedo por su próximo movimiento. Tocó el papel con la llama, y las páginas se curvaron y se consumieron tan rápidamente que Strutt solo tuvo la impresión de un fuego brillante y sombras que crecían inestablemente masivas en las paredes antes de sacudir las cenizas al suelo.
Por un momento se enfrentaron, inmóviles. Después de las llamas, una oscuridad se precipitó en los ojos de Strutt. A través de ella vio que el tweed se rasgaba a medida que la figura se expandía.
Strutt se arrojó contra la puerta de la oficina, que resistió. Echó el puño hacia atrás y observó con una extraña indiferencia atemporal cómo rompía el vidrio esmerilado; el acto parecía aislarlo, como si suspendiera toda acción fuera de él. A través de los cuchillos de vidrio, sobre los que relucían gotas de sangre, vio que los copos de nieve se posaban a través de la luz ambarina, infinitamente lejanos para pedir ayuda.
El horror de ser dominado por la espalda lo llenó. Desde el fondo de la oficina llegó un sonido; Strutt se dio la vuelta y, al hacerlo, cerró los ojos, aterrorizado al enfrentarse a la fuente de tal sonido, pero cuando los abrió vio por qué la sombra del cristal escarchado de ayer no tenía cabeza, y gritó.
Cuando el escritorio fue arrojado a un lado por la imponente figura desnuda, sobre cuya superficie todavía colgaban jirones del traje de tweed, el último pensamiento de Strutt fue la convicción, paradójicamente incrédula, de que esto estaba sucediendo porque había leído las Revelaciones; en algún lugar, alguien había querido que esto le sucediera.
No estaba jugando limpio, no había hecho nada para merecer esto, pero antes de que pudiera gritar su protesta se le cortó el aliento, las manos descendieron sobre su rostro y las bocas rojas, húmedas, se abrieron en sus palmas.
Relatos góticos. I Relatos de Ramsey Campbell.
Más literatura gótica:
Buscó su billetera; pero los dedos grasientos del vagabundo arañaron su muñeca.
—Paga la próxima vez —suplicó el hombre.
Strutt vaciló; ¿podría salirse con la suya sin pagar? En ese momento, una sombra ondeó a través del vidrio esmerilado: un hombre sin cabeza arrastrando algo pesado. Strutt decidió que debía parecer decapitado por el vidrio esmerilado y por su posición encorvada. Luego pensó que el comerciante debía estar en contacto con Ultimate Press; no debería perjudicar este contacto robando un libro.
Apartó los dedos frenéticos y contó dos libras; pero el otro retrocedió, estiró los dedos con miedo y se agachó contra la puerta de la oficina de cuyo cristal había desaparecido la silueta, antes de estremecerse casi en los brazos de Strutt.
Strutt lo empujó hacia atrás y dejó las monedas en el espacio dejado en el estante, luego se volvió hacia el vagabundo:
—¿No tienes la intención de envolverlo? No, pensándolo bien, lo haré yo mismo.
El rodillo de la encimera hizo vibrar una serpentina de papel marrón; Strutt buscó un tramo sin decolorar. Mientras empaquetaba el libro, algo se estrelló contra el suelo. El otro se había retirado hacia la puerta, cuando su manga se enganchó con una caja llena de libros de bolsillo. Se quedó paralizado sobre los libros esparcidos, con la boca y las manos abiertas de par en par, un pie encima de una novela abierta como una polilla rota. A su alrededor las motas de polvo flotaban en haces de luz.
En algún lugar hizo clic un candado.
Strutt respiró con fuerza, pegó el paquete con cinta adhesiva y, rodeando al hombre con disgusto, abrió la puerta. El frío le atacó las piernas. Empezó a subir los escalones y el otro se apresuró a perseguirlo. El pie del hombre estaba en el umbral cuando un pesado andar se acercó a través de las tablas. El hombre se dio la vuelta y, debajo de Strutt, la puerta se cerró de golpe.
Strutt esperó; luego se le ocurrió que podía darse prisa y sacudirse de encima a su guía. Llegó a la calle y una brisa le picó las mejillas, limpiando el polvo rancio de la tienda. Apartó la cara y, pateando la corteza de nieve del titular de un periódico empapado, se dirigió a la carretera principal que sabía que pasaba cerca.
Strutt se despertó temblando.
El letrero de neón fuera de la ventana de su piso, un cliché pero implacable como un dolor de muelas, se definía estridentemente contra la noche cada cinco segundos. Por esto Strutt supo que era temprano en la mañana. Volvió a cerrar los ojos, pero aunque sus párpados estaban calientes y pesados, su mente no se tranquilizó. Más allá de los límites de su memoria acechaba el sueño que lo había despertado; se movió inquieto. Por alguna razón, pensó en un pasaje de la lectura de la noche anterior:
«Cuando Adam llegó a la puerta, sintió la mano de Evan sobre la suya, torciendo su brazo detrás de su espalda, forzándolo a caer al piso.»
Sus ojos se abrieron y buscó la estantería como si buscara consuelo; sí, estaba el libro, seguro dentro de sus cubiertas, cuidadosamente alineado con sus compañeros.
Recordó haber regresado a casa una noche para encontrar Señorita Látigo, La institutriz anticuada, montados a horcajadas sobre Prefectos y maricas. La casera le había explicado que debió haberlo reemplazado por error después de quitar el polvo, pero Strutt sabía que lo había dañado vengativamente.
Había comprado un estuche que cerraba con llave, y cuando ella le pidió la llave le respondió:
—Gracias, creo que puedo hacerles justicia.
No puedes hacer amigos hoy en día.
Cerró los ojos de nuevo; la habitación y la librería, creadas en cinco segundos por el neón y destruidas con igual regularidad, lo llenaron en su vacío, recordándole que quedaban semanas antes del comienzo del próximo trimestre, cuando se enfrentaría a la primera clase de la mañana y agregaría: «Ya me conocen», a su introducción habitual, «Jueguen limpio conmigo y yo jugaré limpio con ustedes», una advertencia que algún chico seguramente desafiaría.
Jadeando, hizo sus ejercicios matutinos y luego bebió su jugo de fruta, que siempre era su primera opción en la bandeja que traía la hija de la casera. Golpeó con saña el vaso en la bandeja; el vidrio se astilló (él diría que fue un accidente; pagaba suficiente alquiler para cubrirlo, bien podría obtener una pequeña satisfacción por su dinero).
—Apuesto que tendrás una Navidad fabulosa —había dicho la chica, inspeccionando la habitación.
Había intentado agarrarla por la cintura y frenar su feminidad descarada, pero ella ya se había ido, los pliegues de su falda giraban, dejando su estómago ardientemente anudado por la anticipación.
Más tarde caminó penosamente hasta el supermercado. De varios jardines delanteros llegaba el chirriar de las palas que limpiaban la nieve. Cuando salió del supermercado con un brazo lleno de latas, una bola de nieve le azotó la cara para luego golpear la ventana de un coche, una barba traslúcida se extendió por el cristal como el líquido de las narices de los chicos que sentían la ira de Strutt con más frecuencia, porque estaba decidido a sacarles esta fealdad, esta repugnancia. Strutt miró a su alrededor buscando al tirador: un niño de siete años que subía a su triciclo para una rápida retirada; Strutt se movió involuntariamente como para poner al chico sobre sus rodillas.
Pero la calle no estaba desierta; incluso ahora la madre del niño, con pantalones y rulos asomando por debajo de un pañuelo en la cabeza, estaba golpeando la mano de su hijo:
—Te lo he dicho, no hagas eso—. Lo siento —le gritó a Strutt.
—Sí, estoy seguro —gruñó, y regresó a su apartamento.
Su corazón latía incontrolablemente. Deseaba fervientemente poder hablar con alguien como había hablado con el librero en las afueras de Goatswood que había compartido sus impulsos; cuando el hombre murió a principios de ese año, Strutt se sintió abandonado en un mundo hostil y de conspiración tácita.
¿Quizás el dueño de la nueva tienda podría mostrarse igualmente comprensivo? Strutt esperaba que el hombre que lo había conducido allí no estuviera presente, pero si lo estaba, seguramente podría deshacerse de él: un librero que trataba con Ultimate Press debe ser un hombre conforme al corazón de Strutt.
Además, Strutt necesitaba libros para leer durante la Navidad, y Squeers no le duraría mucho; la tienda apenas estaría cerrada en Nochebuena. Así, tranquilizado, descargó las latas sobre la mesa de la cocina y bajó corriendo las escaleras.
Strutt bajó del autobús en silencio. El latido del motor se ahogó rápidamente entre las casas cargadas. La nieve apilada esperaba algún sonido.
El camino se torcía astutamente; tan pronto como la calle principal se perdió de vista, la calle lateral reveló su verdadero carácter. La nieve que cubría las fachadas de las casas permitía que se asomaran protuberancias oxidadas. Una o dos ventanas mostraban árboles de Navidad, con sus viejas agujas cayéndose, con las ramas en las puntas de luces que chisporroteaban. Strutt, sin embargo, no tenía ojos para esto, pero mantuvo la mirada en el pavimento.
Una vez se encontró con la mirada de una anciana que observaba hacia abajo en un punto debajo de su ventana, que era quizás la extensión de su mundo.
Con un escalofrío momentáneo se apresuró a seguir, perseguido por una mujer que, según las pruebas que había en su cochecito, había dado a luz una pila de periódicos, y se detuvo ante la tienda.
Aunque el cielo anaranjado apenas podría haber iluminado el interior, no se veía ningún destello eléctrico a través de las revistas, y el letrero rasgado que colgaba detrás de la mugre quizás decía: CERRADO.
Strutt bajó lentamente los escalones. El cochecito pasó chirriando y los últimos copos se esparcieron por los periódicos. Strutt miró fijamente a su inquisitivo propietario, se volvió y casi cayó en la oscuridad repentina. La puerta se había abierto y una figura bloqueaba la entrada.
—No está cerrado, ¿verdad? —la lengua de Strutt se enredó.
—Tal vez no. ¿Puedo ayudarte?
—Estuve aquí ayer —respondió Strutt, incómodamente cerca del otro.
—Por supuesto. Lo recuerdo.
El otro se balanceaba incesantemente, y su voz vacilaba del bajo al falsete, consternando a Strutt.
—Bueno, entra antes de que te congeles —dijo el otro y cerró la puerta detrás de ellos.
El librero —supuso Strutt— se alzaba detrás de él, una cabeza más alto. Abajo, en la penumbra, entre los rincones vagos y vengativos de las mesas, Strutt sintió una oscura compulsión por imponerse de alguna manera, y comentó:
—Espero que hayas encontrado el dinero para el libro. Tu empleado no parecía querer que lo pagara. Algunas personas le hubieran tomado la palabra.
—No está con nosotros hoy.
El librero encendió la luz del interior de su oficina. A medida que se iluminaba su cara llena de arrugas, parecía crecer; los ojos estaban hundidos entre arrugas; las mejillas y la frente se hinchaban en los surcos; la cabeza flotaba como un globo medio inflado sobre el traje de tweed. Debajo de la bombilla sin pantalla, las paredes se apretaban, rodeando un escritorio destartalado del que se desbordaban copias dactilares a un lado de una máquina de escribir, junto a la cual había un trozo de lacre y una caja abierta de cerillas.
Dos sillas enfrentadas al otro lado del escritorio, detrás del cual había una puerta cerrada. Strutt se sentó ante el escritorio.
El librero se paseó a su alrededor y de repente, como si le hubiera sorprendido la pregunta, preguntó:
—Dime, ¿por qué lees estos libros?
Ésta era una pregunta dirigida a Strutt por el maestro de inglés en la sala de profesores hasta que dejó de leer novelas en los descansos. Su repentina reaparición lo tomó por sorpresa, y solo pudo recurrir a su vieja respuesta:
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?
—No estaba siendo crítico —se apresuró el otro, moviéndose inquieto alrededor del escritorio—. Estoy realmente interesado. Iba a preguntarte si realmente quisieras que suceda lo que lees.
—Bien, quizás —Strutt sospechaba de la tendencia de esta discusión y deseaba poder dominarla; sus palabras parecieron hundirse en el silencio cubierto de nieve dentro de las paredes polvorientas para desvanecerse de inmediato, sin dejar ninguna impresión.
—Quiero decir esto: cuando lees un libro, ¿no haces que suceda en tu mente? Particularmente si intentas visualizar conscientemente, pero eso no es esencial. Por supuesto, podrías arrojar el libro lejos de ti. Conocí a un librero que trabajaba en esta teoría; no tienes mucho tiempo para ser tú mismo en este tipo de área, pero cuando pudo, trabajó en ello, aunque nunca formuló del todo... Espera un minuto, te mostraré algo.
Saltó lejos del escritorio y entró en la tienda. Strutt se preguntó qué había más allá de la puerta detrás del escritorio. Se levantó a medias, pero, mirando hacia atrás, vio que el librero ya regresaba a través de las sombras flotantes con un volumen extraído de entre los Lovecraft y los Derleth.
—Esto se relaciona con sus libros de Ultimate Press, de verdad —dijo el otro, golpeando la puerta de la oficina cuando entró—. El año que viene van a publicar un libro de Johannes Henricus Pott, según nos enteramos, y eso también tiene que ver con la tradición prohibida, como este. Debería interesarte; es la única copia. Probablemente no conozcas las Revelaciones de Glaaki; es una especie de Biblia escrita bajo una guía sobrenatural. Solo había once volúmenes, pero este es el duodécimo, escrito por un hombre en la cima de Mercy Hill guiado a través de sus sueños.
Su voz se volvió más inestable mientras continuaba.
—No sé cómo llegó aquí. Supongo que la familia del hombre pudo haberlo encontrado en algún ático después de su muerte y pensó que valía la pena, ¿quién sabe? Mi librero... bueno, él conocía las Revelaciones y se dio cuenta de que esto no tenía precio; pero no quería que el vendedor se diera cuenta de que tenía un hallazgo y tal vez lo llevara a la biblioteca o a la Universidad, por lo que se lo quitó de las manos como parte de un lote. Cuando lo leyó… Bueno, había un pasaje que, para probar su teoría, parecía un regalo del cielo. Mira.
El librero volvió a rodear a Strutt y colocó el libro en su regazo, con los brazos descansando sobre los hombros de Strutt.
Strutt apretó los labios y miró el rostro del otro; pero sus fuerzas se debilitaron, negándose a apoyar su desaprobación, y abrió el libro. Era un viejo libro de cuentas, con las bisagras agrietadas y las páginas amarillentas cubiertas por líneas irregulares de letra escuálida.
A lo largo del monólogo introductorio, Strutt se había sentido desconcertado; ahora que el libro estaba frente a él, recordaba vagamente esos paquetes de hojas mecanografiadas que habían pasado por los baños en su adolescencia.
Revelaciones sugería algo prohibido. Así, intrigado, leyó al azar.
La bombilla desnuda definía cada trozo de pintura descascarada en la puerta de enfrente, y las manos se movían sobre sus hombros. En algún lugar, a través de la oscuridad, oyó pasos. Cuando se volvió para mirar, una figura resplandeciente e hinchada estaba sobre él. ¿De qué se trataba todo esto? Una mano le agarró el hombro izquierdo y la derecha pasó las páginas; finalmente un dedo subrayó una frase:
«Más allá de un golfo en la noche subterránea, un pasaje conduce a una pared de ladrillos macizos, y más allá de la pared se eleva Y'golonac para ser servido por las andrajosas figuras sin ojos de la oscuridad. Durante mucho tiempo ha dormido más allá del muro, y los que se arrastran sobre los ladrillos se escabullen por su cuerpo sin saber que se trata de Y'golonac; pero cuando se pronuncia o se lee su nombre, sale para ser adorado o para alimentarse y tomar la forma y el alma de aquellos de quienes se alimenta. Para aquellos que leen sobre el mal y buscan su forma dentro de sus mentes, invocan el mal, y así Y'golonac puede regresar para caminar entre los hombres y esperar el momento en que la tierra sea despejada y Cthulhu se levante de su tumba, Glaaki abre la trampilla de cristal, la prole de Eihort nace a la luz del día, Shub-Niggurath avanza para romper la lente lunar, Byatis sale de su prisión, Daoloth arranca la ilusión para exponer la realidad oculta detrás.»
Las manos sobre sus hombros se movían constantemente, aflojando y apretando. La voz fluctuaba:
—¿Qué te pareció?
Strutt pensó que era una tontería, pero en alguna parte se le había escapado el valor; respondió de manera desigual:
—Bueno, no es el tipo de cosas que ves en oferta.
—¿Lo encontraste interesante?
La voz se hacía más profunda; ahora era un bajo abrumador. El otro se volvió detrás del escritorio; parecía más alto: su cabeza golpeó la bombilla, creando sombras que miraban desde los rincones y se retiraban y volvían a mirar.
—¿Estás interesado?
Su expresión era intensa, hasta donde se podía distinguir; porque la luz movía la oscuridad en los huecos de su rostro, como si la estructura ósea se derritiera visiblemente.
En la oscuridad de la mente de Strutt apareció una sospecha; ¿No había oído de su querido amigo muerto, el librero de Goatswood, que existía un culto de magia negra en Brichester, un círculo de jóvenes dominado por alguien como Franklin o Franklyn? ¿Estaba siendo entrevistado para esto?
—Yo no diría eso —respondió.
—Escucha. Había un librero que leyó esto y le dije que tal vez podría ser el sumo sacerdote de Y'golonac. Llamaría a las formas de la noche para adorarlo en las épocas del año; se postraría ante él y, a cambio, sobreviviría cuando la tierra sea despejada para los Grandes Antiguos; iría más allá del borde hacia lo que se mueve fuera de la luz...
Antes de que pudiera considerarlo, Strutt soltó:
—¿Estás hablando de mí?
Se había dado cuenta de que estaba solo en una habitación con un loco.
—No, no, me refiero al librero. Pero la oferta ahora es para ti.
—Bueno, lo siento, tengo otras cosas que hacer.
Strutt se preparó para ponerse de pie.
—Él también se negó —el timbre de la voz chirrió en los oídos de Strutt—. Tuve que matarlo.
Strutt se quedó helado. ¿Cómo se trata a los locos? Tranquilizándolos.
—Espera un minuto...
—¿Cómo puede beneficiarte dudar? Tengo más pruebas a mi disposición de las que podrías soportar. Serás mi sumo sacerdote o nunca saldrás de esta habitación.
Por primera vez en su vida, mientras las sombras entre los duros y opresivos muros se movían más lentamente, Strutt luchó por controlar una emoción; dominó con calma su mezcla de miedo e ira.
—Si no te importa, tengo que ver a alguien.
—No cuando todo lo que necesitas se encuentra aquí entre estos muros.
La voz se estaba volviendo más espesa.
—Sabes que maté al librero. Huyó a la iglesia en ruinas, pero lo agarré con las manos. Entonces dejé el libro en la tienda para que lo leyeran, pero el único que lo recogió por error fue el hombre que te trajo aquí. ¡Tonto! ¡Se volvió loco y se encogió en un rincón cuando vio las bocas! Lo conservé porque pensé que podría traer algunos de sus amigos que se revuelcan en tabúes físicos y pierden las verdaderas experiencias, esos lugares prohibidos al espíritu. Pero solo se comunicó contigo y te trajo aquí mientras yo me alimentaba. De vez en cuando hay comida; muchachos que vienen aquí a buscar libros en secreto. ¡Se aseguran de que nadie sepa lo que leen! Y se les puede persuadir para que lean las Revelaciones. ¡Imbécil! Ya no puede traicionarme con su torpeza, pero sabía que regresarías. Ahora serás mío.
Los dientes de Strutt rechinaron en silencio, tanto que pensó que sus mandíbulas se romperían. Se puso de pie, asintió con la cabeza y entregó el volumen de las Revelaciones a la figura; estaba preparado, y cuando la mano se cerraba sobre el libro mayor, se lanzó hacia la puerta de la oficina.
—No puedes salir. Está cerrada.
El librero se balanceó sobre sus pies, pero no se dirigió hacia él; las sombras ahora eran despiadadamente claras y el polvo colgaba en el silencio.
—No tienes miedo, te ves demasiado calculador. ¿Es posible que todavía no creas? Está bien —puso las manos en el pomo de la puerta detrás del escritorio—: ¿quieres ver lo que queda de mi comida?
Se abrió una puerta en la mente de Strutt, y retrocedió ante lo que podría haber más allá.
—¡No! ¡No! —chilló.
La furia siguió a su exhibición involuntaria de miedo; deseaba tener un bastón para subyugar a la figura que se burlaba de él.
A juzgar por el rostro, pensó, los bultos que llenaban el traje de tweed debían de ser de grasa; si luchaban, Strutt probablemente ganaría.
—Dejemos esto en claro —gritó—, ¡hemos jugado bastante tiempo! Me dejarás salir de aquí o yo…
Pero se encontró mirando a su alrededor buscando un arma. De repente pensó en el libro que aún tenía en la mano. Tomó una caja de cerillas del escritorio, detrás de la cual la figura miraba, ominosamente impasible.
Strutt encendió una cerilla y la acercó a las páginas.
—¡Quemaré el libro! —amenazó.
La figura se tensó y Strutt se quedó helado de miedo por su próximo movimiento. Tocó el papel con la llama, y las páginas se curvaron y se consumieron tan rápidamente que Strutt solo tuvo la impresión de un fuego brillante y sombras que crecían inestablemente masivas en las paredes antes de sacudir las cenizas al suelo.
Por un momento se enfrentaron, inmóviles. Después de las llamas, una oscuridad se precipitó en los ojos de Strutt. A través de ella vio que el tweed se rasgaba a medida que la figura se expandía.
Strutt se arrojó contra la puerta de la oficina, que resistió. Echó el puño hacia atrás y observó con una extraña indiferencia atemporal cómo rompía el vidrio esmerilado; el acto parecía aislarlo, como si suspendiera toda acción fuera de él. A través de los cuchillos de vidrio, sobre los que relucían gotas de sangre, vio que los copos de nieve se posaban a través de la luz ambarina, infinitamente lejanos para pedir ayuda.
El horror de ser dominado por la espalda lo llenó. Desde el fondo de la oficina llegó un sonido; Strutt se dio la vuelta y, al hacerlo, cerró los ojos, aterrorizado al enfrentarse a la fuente de tal sonido, pero cuando los abrió vio por qué la sombra del cristal escarchado de ayer no tenía cabeza, y gritó.
Cuando el escritorio fue arrojado a un lado por la imponente figura desnuda, sobre cuya superficie todavía colgaban jirones del traje de tweed, el último pensamiento de Strutt fue la convicción, paradójicamente incrédula, de que esto estaba sucediendo porque había leído las Revelaciones; en algún lugar, alguien había querido que esto le sucediera.
No estaba jugando limpio, no había hecho nada para merecer esto, pero antes de que pudiera gritar su protesta se le cortó el aliento, las manos descendieron sobre su rostro y las bocas rojas, húmedas, se abrieron en sus palmas.
Ramsey Campbell (1946— )
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Ramsey Campbell.
Más literatura gótica:
- Relatos de horror cósmico.
- Relatos de los Mitos de Cthulhu.
- Relatos pulp.
- Relatos ingleses de terror.
Ramsey Campbell es un excelente escritor, espero que prosigan con sus cuentos.
ResponderEliminarSiempre tengo esta pagina abierta en la chamba, aun no lo leo, pero sirve para que piensen que lo estoy leyendo mientras duermo jaja. El modo oscuro funciona para que no se irriten mis ojos tan rapido.
ResponderEliminarPero si he leido otros relatos del mismo blog. Una joya.