«La viajera»: Ray Bradbury; relato y análisis


«La viajera»: Ray Bradbury; relato y análisis.




La viajera (The Traveller) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Ray Bradbury (1920-2012), publicado originalmente en la edición de marzo de 1946 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1947: Carnaval oscuro (Dark Carnival). Finalmente reaparecería en la colección de 1961: El País de Octubre (The October Country).

La viajera, posiblemente uno de los cuentos de Ray Bradbury menos conocidos, relata la historia de Cecy Elliott, una vampiresa de diecisiete años con habilidades extraordinarias.

SPOILERS.

La viajera de Ray Bradbury pertenece al ciclo de historias de los Elliott, una familia de vampiros [sin colmillos], brujas y otras criaturas de pesadilla. Cecy Elliott es una vampiresa con un poder particularmente inusual, es capaz de realizar una especie de proyección astral que le permite habitar por un tiempo en cualquier ser vivo, desde una ameba a un ser humano, e incluso poseer a su anfitrión. La premisa del relato es bastante simple: el tío John está experimentando un lento e irreversible descenso a la locura, de manera tal que quiere que Cecy desaloje su consciencia, la habite, y elimine todos aquellos elementos de su psique que lo están perturbando. Desafortunadamente, el pasado del tío John es un poco... sórdido, y los Elliott no quieren tener mucho que ver con él [se cree que ha delatado la identidad de varios miembros de la familia a cazadores de vampiros]. Desesperado, John comienza una infructuosa búsqueda de Cecy; la cual, recordemos, puede estar en cualquier parte, incluso en un organismo unicelular [ver: Cómo funciona el Vampirismo Psíquico]

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el concepto de Familia asumió una importancia cultural y política sin precedentes en la historia de los Estados Unidos. Había familias felices en todas partes, al menos en apariencia. Sin embargo, mientras que la típica familia de la posguerra puede evocar imágenes publicitarias de acogedoras casas en los suburbios, cercas blancas, niños jugando en el césped y pasteles enfriándose en los alféizares de las ventanas, Ray Bradbury explora el lado más oscuro de la vida doméstica estadounidense en todos los relatos de la familia Elliott; y La viajera no es la excepción.

En esta serie de historias, escritas entre 1946 y 1988, Ray Bradbury trasladó a la arquetípica familia estadounidense de los suburbios a las sombras de una vieja mansión decrépita. De hecho, los Elliott ocupan una posición única en toda la obra de Ray Bradbury en términos de un proyecto gótico en curso que abarcó toda su carrera literaria. ¿Quiénes son los Elliott? Básicamente un clan de vampiros, brujas y otras monstruosidades que vive en una zona rural del Medio Oeste, deconstruyendo en cada historia el arquetipo de la idílica familia estadounidense de aquellos años.

Si bien durante buena parte de La viajera seguimos la búsqueda desesperada del tío John, el personaje más interesante es Cecy Elliott, una chica de 17 años que tiene la capacidad de proyectar su mente fuera de su cuerpo. Al parecer, disfruta mucho de esos viajes extracorporales en los que su conciencia puede moverse libremente de un cuerpo a otro, habitando animales, vegetales, gotas de lluvia e incluso el viento; experimentando la vida desde diferentes perspectivas mientras su cuerpo real permanece dormido en su cama. Solo ella entre todos los Elliott tiene la habilidad de separar su conciencia de su cuerpo y ocupar el de otros [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror]

No está claro si Cecy es realmente una hija biológica de los Elliott [en este relato el tema se omite], pero es muy leal a la familia. En Desde el polvo regresa (From the Dust Returns, 2001), se revela que ella fue el segundo ser vivo que se estableció en la Casa, inmediatamente después del gato, Anuba. Cuando habita en una persona, Cecy es capaz de influir en sus pensamientos e incluso controlar sus acciones, aunque esto parece demandarle un gran esfuerzo. Si pierde la concentración, aunque sea por un instante, la persona recupera el control, aunque Cecy puede asumirlo nuevamente. Aquí, el tío John es consciente de que algo extraño le está sucediendo, y puede sentir la presencia de pensamientos y miedos provenientes de afuera, pero nunca sospecha de que podría tratarse de Cecy [ver: Vampiros antiage: cómo mantenerse joven con el paso de los siglos]

En algunas historias, Cecy también tiene la capacidad de proyectar la mente de otras personas fuera de sus cuerpos, aunque esto no sucede en La viajera. A pesar de sus habilidades sobrenaturales, Cecy actúa como una típica chica de su edad. Es alegre y servicial con los demás miembros de la familia, y hasta es comprensiva con los traidores, como el tío John. Su padre la considera un poco despreocupada, pero lo cierto es que ella está fascinada con pasar su tiempo habitando otras conciencias; desde cangrejos de río, amebas y humanos, incluso aquellos que están internados en el manicomio local, cuyas ideas y pensamientos aparentemente erráticos la cautivan [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]

La viajera de Ray Bradbury no es un relato de terror, ni pretende serlo. Sin embargo, introduce algunos elementos que luego volverían a aparecer en el relato de vampiros, como este extraordinario poder sobrenatural de Cecy para controlar a sus víctimas. Más allá de esto, Ray Bradbury cambia todas las reglas del relato pulp aquí, sobre todo en términos de estilo, el cual es sumamente ágil y económico.




La viajera.
The Traveller, Ray Bradbury (1920-2012)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Padre miró en la habitación de Cecy justo antes del amanecer. Ella estaba acostada en su cama. Él sacudió la cabeza con irritación. La saludó con la mano.

—Si puedes decirme qué tan bueno puede ser quedarse acostada allí —dijo—, me comeré el crespón de mi ataúd de caoba. Dormiré toda la noche, desayunaré y luego me acostaré todo el día.

—Oh, pero ella es muy útil —dijo Madre, llevándolo por el pasillo, lejos de la figura pálida y dormida de Cecy—. Es uno de los miembros más talentosos de la Familia. ¿De qué sirven tus hermanos? Duermen todo el día y no hacen nada. Al menos Cecy está activa.

Bajaron las escaleras a través del aroma de las velas, la barandilla susurró al pasar. Padre se desató la corbata, exhausto.

—Bueno, trabajamos de noche —dijo—. ¿Cómo podríamos evitarlo si, como dices, estamos pasados de moda?

—Por supuesto que no. Todos los miembros de la familia no pueden ser modernos —abrió la puerta del sótano, bajaron a la oscuridad tomados del brazo. Miró su rostro pálido y delgado, sonriendo—. Es realmente muy afortunado que no tenga que dormir nada. Si estuvieras casado con una persona que duerme por la noche, piensa en el matrimonio que sería. Guarda silencio, ahora. Y en cuanto a Cecy, me ayuda en un millón de formas cada día. Ella envía su mente a la tienda de comestibles para que vea lo que tiene. Ella pone su mente dentro del carnicero. Eso me ahorra un largo viaje. Me advierte cuando la gente viene a visitarme. Y... bueno, hay una docena de otras cosas.

Se detuvieron en el sótano húmedo cerca de la gran caja de caoba. Su tapa estaba abierta, la caja, vacía. Se acomodó en ella, todavía no convencido.

—Tengo un poco de miedo, Alice, tendré que pedirle que salga y consiga un trabajo.

—Duerme —dijo ella—. Piénsalo. Puedes cambiar de opinión cuando se ponga el sol. Duerme.

Ella estaba cerrando la tapa sobre él.

—Bueno —dijo pensativamente.

—Buenas noches, querido.

—Buenas noches —dijo, ahogado, lejos, dentro de la caja.

Salió el sol. Subió las escaleras a buscar el desayuno.

Cecy Elliott parecía una chica normal de dieciocho años. Pero entonces ninguno de los miembros de la Familia se parecía a lo que eran. No tenían nada de colmillos ni alas de murciélago. Vivían en pequeñas ciudades de todo el mundo, de forma sencilla, semi-moderna, en una oscuridad planificada.

Cecy Elliott se despertó. Bajó por la casa.

—¡Buenos días madre! —caminó hasta el sótano para volver a revisar cada una de las grandes cajas de caoba, desempolvarlas y asegurarse de que estuvieran bien selladas—. Padre —dijo, puliendo una caja—. Primo Willard —dijo, examinando a otro—. Y… —golpeó suavemente a un tercero— Abuela Elliott.

Hubo un crujido en el interior, como un trozo de papiro.

—Es una familia extraña —reflexionó, subiendo de nuevo a la cocina.

—Algunos de nosotros dormimos durante el día y caminamos por la noche. Algunos dormimos por la noche y caminamos durante el día. Algunos no duermen en absoluto. Yo duermo todo el tiempo. Diferentes tipos de sueño.

Ella desayunó. En medio de un plato de albaricoques, sorprendió a su madre mirándola. Dejó su cuchara.

—Padre cambiará de opinión —dijo—. Demostraré lo valiosa que soy, espera y verás.

La madre dijo:

—¿Estabas dentro de mí hace un momento cuando hablé con tu padre?

—Sí.

—Pensé que te sentía mirando desde el interior de mi cabeza —dijo la madre asintiendo.

Eso fue todo. Cecy terminó la comida y se fue a la cama. Lo hizo con cuidado, doblando todas las mantas y sábanas frescas y limpias. Luego se echó encima, cerró los ojos, apoyó los finos dedos blancos sobre su pequeño pecho y apoyó su cabeza delgada y exquisitamente esculpida sobre su espesa melena castaña.

Y comenzó a viajar.

Su mente se deslizó de la habitación, sobre la pequeña ciudad somnolienta de césped verde, hacia el viento y más allá de la depresión verde del barranco. Todo el día volaba y deambulaba. Su mente entraba en perros, se sentaba allí, y sentía los sentimientos de un perro, saboreaba buenos huesos, olfateaba árboles. Oiría como un perro oye. Olvidaría su cuerpo humano por completo. Ella sería un perro. No era telepatía, sino una separación completa de su entorno corporal. Entraba en perros, hombres, solteronas, pájaros, niños, amantes en sus camas, trabajadores sudorosos, entraba en los cerebros rosados y oníricos de los niños no nacidos.

¿A dónde iría hoy? Ella tomó su decisión y se fue.

Cuando Modier subió de puntillas las escaleras un momento después para mirar dentro de la habitación, vio el cuerpo de Cecy, el pecho inmóvil, la cara tranquila. Cecy ya se había ido. Madre asintió y sonrió.

Las tres hermanas menores de Cecy Elliott estaban jugando a Tisket Tasket Coffin Coffin en el patio, al mediodía, cuando el hombre alto y ruidoso golpeó la puerta principal y entró directamente cuando Madre respondió.

—¡Es el tío John! —dijo la niña más pequeña, sin aliento.

—¿El que odiamos? —preguntó el segundo.

—¿Qué es lo que quiere? —gritó el tercero—. Parecía loco.

—Deberíamos estar enojados con él —explicó el más pequeño—. Por lo que le hizo a la familia hace cien años.

—¡Escuchen! —ellos escucharon—. ¡Está corriendo arriba!

—Suena como si estuviera llorando.

—¿Los adultos lloran?

—¡Claro, tonto!

—¡Está en la habitación de Cecy! ¡Está gritando, riendo y llorando, y suena loco y triste y como un gato asustadizo, todo junto!

La más pequeña empezó a llorar ella misma. Corrió hacia la puerta del sótano.

—¡Papá, papá, sube! ¡Despierta! ¡El tío John está aquí y puede que tenga una estaca de cedro! ¡No quiero una estaca en mi corazón! ¡Papá!

—Shhh —siseó la chica más grande—. ¡No tiene nada que ver! ¡No puedes despertar a papá de todos modos! ¡Escucha!

Sus cabezas se inclinaron, sus ojos brillaban, hacia arriba, esperando.

—¡Aléjate de la cama! —ordenó Madre, en la puerta.

El tío John se inclinó sobre el cuerpo dormido de Cecy. Sus labios temblaron y había una locura salvaje en sus ojos verdes.

—¿Llego demasiado tarde? —preguntó, roncamente, sollozando—. ¿Se ha ido?

—Por supuesto —espetó Madre—. ¿Estás ciego? Ella se ha ido desde temprano en la mañana. Puede que no regrese por días. A veces se queda ahí por una semana. No tengo que alimentar el cuerpo. Ella se alimenta de lo que sea o de quien sea. Retrocede. ¡ahora!

El tío John se puso rígido, con una rodilla presionada contra la cama.

—¿Por qué no esperó, por qué no pudo estar aquí? —quiso saber, frenéticamente, cerrando los ojos. Estiró una mano hacia ella.

—¡Me escuchas! —declaró Madre—. Ella no debe ser tocada. Debe dejarse como está. Entonces, si llega a casa, puede volver a entrar en su cuerpo exactamente como está.

El tío John volvió la cabeza. Su cara larga, dura y morena estaba llena de arrugas, con profundos surcos negros bajo los ojos preocupados.

—¿A dónde se fue? —preguntó—. ¡Tengo que encontrarla!

Madre le habló directamente.

—No lo sé. Ella tiene lugares favoritos. Puedes encontrarla en un niño corriendo por un sendero o columpiándose en una enredadera. Puedes encontrarla en un cangrejo de río debajo de una roca, mirándote. O podría estar jugando al ajedrez dentro de un anciano en la plaza del juzgado. Sabes tan bien como yo que ella puede estar en cualquier lugar.

Una mirada extraña apareció en los labios de mamá.

—Ella podría estar aquí, dentro de mí ahora, mirándote, riendo. Esta podría ser ella hablándote y divirtiéndose. Y tú no lo sabrías.

—¿Por qué? —dijo, pesadamente, balanceándose, como una enorme piedra. Sus grandes manos se levantaron—. Si yo pensara...

Madre siguió hablando en voz baja.

—Por supuesto que ella no está en mí, ahora. Y si lo estuviera, no habría forma de saberlo —sus ojos brillaron con malicia. Ella se mantuvo erguida y con gracia, mirándolo sin miedo—. ¿Ahora supongo que me explicarás qué quieres de ella?

Parecía estar escuchando el tañido de una campana distante. Sacudió la cabeza con enojo. Luego gruñó.

—Algo... dentro de mí... —se interrumpió. Se inclinó sobre el cuerpo frío y dormido—. ¡Cecy! ¡Vuelve, me oyes! ¡Puedes volver si quieres!

El viento soplaba suavemente a través de los altos sauces fuera de las ventanas bañadas por el sol. La cama crujió bajo su peso. La campana distante volvió a sonar, la estaba escuchando, pero Madre no pudo oírla. Sólo él escuchó los sonidos somnolientos de los días de verano, muy lejos. Su boca se abrió, aturdida:

—Hay algo que ella puede hacer por mí. Durante el último mes me he estado volviendo un poco loco. Tengo ideas extrañas. Iba a tomar un tren e ir a la gran ciudad y hablar con un psiquiatra, pero no me ayudaría. Sé que Cecy puede entrar en mi cabeza y exorcizar estos miedos que tengo. Puede limpiarlos como una aspiradora, si quiere ayudarme. Ella es la única que puede quitarme la suciedad y las telarañas. Por eso la necesito, ¿entiendes? —dijo con voz tensa y ronca. Se humedeció los labios—. ¡Ella TIENE que ayudarme!

—¿Después de lo que le has hecho a la familia? —dijo Madre.

Él sacudió la cabeza con saña.

—¡Nunca le hice nada a la familia!

—Cuenta la historia —dijo Madre—, que en los malos tiempos, siempre que necesitabas dinero, te pagaban cien dólares por cada uno de los miembros de la Familia que entregaste a la ley para los ensartaran en el corazón.

—¡Mientes! —dijo, moviendo la cabeza como un luchador golpeado con fuerza—. Nunca se ha probado. ¡Mientes!

—Sin embargo, no creo que Cecy quiera ayudarte. Su familia no querría que ella lo hiciera.

—La familia no lo haría, ¿no es así? —su voz apenas hizo temblar las vigas del suelo. Bajó el puño sobre la cama—. ¡Maldita sea la familia! ¡No me volveré loco porque la familia quiere que lo haga! ¡Necesito ayuda, maldita sea, y la conseguiré! O…

Madre lo miró, su rostro era reservado, sus manos estaban cruzadas sobre su pecho.

—Escúcheme, señora Elliott —dijo él—. Y tu también, Cecy —le dijo al cuerpo dormido—. Si estás ahí, escucha esto. Si no estás aquí a las seis de la tarde, lista para ayudarme a limpiar mi mente y hacerme cuerdo, lo haré, iré a la policía. Tengo una lista de las direcciones de todos los Elliott que viven en Mellin Town. La policía puede cortar suficientes estacas de cedro nuevas en una hora para atravesar una docena de corazones.

Se detuvo y se secó el sudor de la cara. La campana distante empezó a sonar de nuevo. La escuchó. Sacudió un poco la cabeza. Luego se subió los pantalones, apretó el cierre de la hebilla con un tirón y pasó junto a Madre hasta la puerta.

—¿Me escuchas? —preguntó.

—Sí —dijo—. Escuché. Pero ni siquiera yo puedo traer a Cecy aquí si ella no quiere venir. Ella volverá, eventualmente. Se paciente. No vayas corriendo a la policía.

Él la interrumpió.

—No puedo esperar. ¡No puedo soportarlo más! —miró el reloj—. Me voy. Intentaré encontrar a Cecy en la ciudad. Si no la encuentro en Sixwell, ya sabes cómo es una estaca de cedro.

Sus pesados zapatos se alejaron por el pasillo, desvaneciéndose escaleras abajo, fuera de la casa. Cuando todos los ruidos desaparecieron, Madre se volvió y miró, seria y dolorosamente, hacia la cama.

—Cecy —llamó en voz baja, con insistencia—, ¡Cecy, vuelve a casa!

No hubo respuesta. Cecy permaneció allí, sin moverse, mientras su madre esperó.

Él caminó por las calles de Mellin Town buscándola en cada niño que lamía un helado y en cada perrito blanco que pasaba de camino a algún destino desconocido.

La ciudad se extendía como un cementerio elegante. En realidad, no había mucho: casas altas y viejas, esbeltas, estrechas y sabiamente pálidas. Había una farmacia llena de pintorescas fuentes de refrescos con el memorable olor claro y agudo que solía encontrarse en estos establecimientos. Y había una peluquería con un pilar con cintas rojas que giraba dentro de una crisálida de vidrio. También una tienda de comestibles llena de cajas polvorientas y con el olor de una anciana, que era como el olor de un centavo oxidado. La ciudad estaba bajo los sauces y los árboles de hojas suaves, sin prisa, y en algún lugar de la ciudad estaba Cecy, la que viajaba.

El tío John se detuvo, se compró una botella de jugo de naranja, se lo bebió, se secó la cara con las manos.

—Tengo miedo —pensó.

Vio un grupo de pájaros sobre los altos cables telefónicos. ¿Cecy se estaba riendo de él con ojos agudos de pájaro, agitando sus plumas, cantándole? Sospechaba de la tabaquería india. No había animación en esa imagen fría, tallada y de color marrón.

A lo lejos, como en una somnolienta mañana de domingo, oyó sonar las campanas en un valle de su cabeza. Sintió momentaneos relpámpagos de ceguera. Estaba de pie en un manto de negrura y blanco, rostros torturados flotaban a través de su visión interna.

—¡Cecy! —gritó, salvajemente, a todo, en todas partes—. ¡Sé que puedes ayudarme! ¡Límpiame, sacúdeme como un árbol! ¡Cecy! —la ceguera pasó. Estaba bañado en un sudor frío que no cesaba, sino que corría como un grifo—. Sé que puedes hacerlo. Te vi ayudar a la prima Marianne hace años. Hace diez años, ¿no?

Se puso de pie, concentrándose.

Marianne había sido una chica tímida, con el cabello retorcido como raíces en su redonda cabeza, que casi no se movía cuando caminaba; simplemente avanzaba, un talón tras otro. Su madre desesperaba ante la posibilidad de que se casara o tuviera éxito.

Entonces, todo dependía de Cecy.

Cecy se metió en Marianne como una mano en un guante.

Marianne saltó y corrió, gritó y sus ojos amarillos brillaron. Agitó sus faldas, se desató el cabello y lo dejó colgar en un velo reluciente sobre sus hombros medio desnudos. Se rió como un badajo dentro de la campana de su vestido. Marianne cambió sus gestos de timidez por alegría, inteligencia, felicidad materna y amor.

Los chicos corrieron detrás de Marianne.

Marianne se casó.

Cecy se retiró.

Marianne estaba histérica. Yacía como un corsé flácido todo el día. Pero el hábito estaba en ella ahora. Algo de Cecy se había quedado como una huella fósil en la roca blanda; y Marianne comenzó a rastrear esos hábitos, a pensar en ellos y a recordar cómo era tener a Cecy dentro de ella, y muy pronto estaba corriendo y riendo sola. Marianne había vivido con alegría a partir de entonces.

Permaneciendo con el indio de la tienda de puros, el tío John ahora negó con la cabeza violentamente. Decenas de pequeñas burbujas flotaban ante sus ojos como diminutos glóbulos microscópicos.

¿Y si nunca encontraba a Cecy?

A lo lejos, en la distancia de la tarde, un gran silbido de metal suspiró y resonó, mientras un tren atravesaba el valle, sobre ríos fríos, atravesando maizales maduros, hacia arcos de nogales relucientes. John se puso de pie, asustado. ¿Y si Cecy estuviera ahora en la cabina del maquinista? Le encantaba montar las locomotoras monstruosas por todo el país, hacer sonar el silbato hasta que rebotara a través de la noche y el día soñoliento.

Caminó por una calle sombreada y, por el rabillo del ojo, creyó ver a una anciana, arrugada como un higo seco, desnuda como una semilla de cardo, flotando entre las ramas de un espino, con una estaca de cedro clavada en su pecho. ¡Alguien gritó!

Sintió que algo le golpeaba la cabeza. ¡Un mirlo, volando hacia el cielo, se llevó un mechón de su pelo! Sacudió el puño y le arrojó una piedra.

—¡Asústame, si quieres!

Luego, con la respiración entrecortada, vio al pájaro volar detrás de él para sentarse en una rama, esperando otra oportunidad de zambullirse. Escuchó el zumbido de las alas. Dio un salto y lo atrapó:

—¡Cecy! —tenía al pájaro, que aleteó en sus grandes manos—. ¡Cecy! —gritó, mirando entre sus dedos a la salvaje criatura negra.

El pájaro extrajo sangre con su pico.

—¡Cecy, te mataré si no me ayudas!

El pájaro chilló y siguió picoteando.

Cerró las manos con fuerza, fuerza, fuerza.

Se alejó de donde finalmente dejó caer el pájaro muerto y no miró hacia atrás, ni siquiera una vez.

Caminó hacia el barranco que atravesaba el centro de la ciudad. ¿Qué está pasando ahora?, se preguntó. ¿Tienen miedo los Elliott? Se balanceó, borracho, grandes lagos de sudor estallaron bajo sus axilas. Bueno, que tengan miedo un rato. Estaba cansado de tener miedo. Examinaría bien aqul asunto de ir a la policía.

Ahora estaba parado al borde del arroyo. Se rió cuando pensó en los Elliott corriendo como locos, tratando de encontrar una forma de rodearlo. Pero no había manera. Se encargarían de que Cecy viniera y lo ayudara. Sí, señor, ellos se ocuparían de ello. No podían permitirse el lujo de dejar que el tío John muriera loco; no, señor.

Miró las lentas aguas.

En los calurosos mediodía de verano, Cecy se había adentrado a menudo en el gris de caparazón blando de las cabezas de cangrejo de río. A menudo se había asomado por los ojos de huevo negro sobre sus sensibles tallos filimentarios y había sentido la esclusa del arroyo a su lado, de manera constante y en fluidos velos de frescura y luz capturada. Exhalando y en las partículas de materia que flotaban en el agua, sosteniendo ante ella sus garras calientes y liquenizadas como unos elegantes cubiertos de ensalada, hinchados y afilados como tijeras.

Escuchó el grito débil y espeso de los niños en busca de cangrejos de río, pinchando sus pálidos dedos hacia abajo, tirando piedras a un lado, arrojando latas de metal abiertas hacia donde una veintena de cangrejos de río que se escurrían hacia el agua.

Observó pálidos tallos de piernas de niño posarse sobre una roca, vio las sombras desnudas de los lomos de un niño arrojadas sobre el lodo arenoso del suelo del arroyo, vio la mano llena de suspenso flotando, escuchó el susurro sugerente de un niño que había espiado algo debajo de una piedra. Luego, cuando la mano se hundió, la piedra rodó, dio una patada, Cecy coqueteó con el abanico prestado de su cuerpo entristecido, se echó hacia atrás en una pequeña explosión de arena y desapareció río abajo.

Se fue a otra roca a sentarse, abanicando la arena, sosteniendo sus garras delante de ella, orgullosa de ellas, su diminuta bombilla de vidrio brillaba negra mientras el agua de un arroyo llenaba su boca burbujeante, fresca, fresca, fresca.

Fue la comprensión de que Cecy podría estar en cualquier lugar cercano, en cualquier cosa viva, lo que volvió casi loco de furia al tío John. En cualquier ardilla, en un germen, incluso en su cuerpo adolorido. Incluso podría entrar en amebas.

En algunos ardientes mediodía de verano, Cecy estaría en una ameba, vacilando en las profundidades de las viejas, cansadas y filosóficas aguas de un pozo. Arriba, los árboles eran como imágenes quemadas en un fuego verde. Los pájaros eran como sellos de bronce. Las casas humeaban como cobertizos de estiércol. Cuando una puerta se cerraba, era como un disparo de rifle. El único sonido en un día caluroso era la succión asmática del agua de pozo extraída en una taza de porcelana, para ser inhalada a través de los dientes de porcelana de una anciana decrépita. Por encima podía oír el golpe seco de los zapatos, la voz suspirante de la anciana cocida al sol de agosto. Entonces, y sólo entonces, Cecy se retiró, justo cuando los labios bajaron, la taza se inclinó y la porcelana se encontró con la porcelana.

John tropezó, cayó de bruces sobre las aguas del arroyo.

No se levantó, sino que se sentó, goteando, mirando estúpidamente. Luego comenzó a estrellar rocas, gritar, agarrar y perder cangrejos de río, maldiciendo. Las campanas comenzaron a sonar más fuerte en sus oídos y ahora, una por una, una procesión de cosas que no podrían existir, pero que parecían ser verde azulado, flotaban en la superficie del arroyo. Cuerpos blancos como gusanos, volteados de espaldas, flotando como marionetas. Mientras pasaban, la marea les dio la vuelta y tenían el rostro del típico miembro de la familia Elliott.

Ahora comenzó a llorar, sentado en el agua. Había querido la ayuda de Cecy, pero ahora, ¿cómo podía esperar conseguirla, actuando como un tonto, maldiciéndola, odiándola, amenazándola?

Se puso de pie, chillando a sí mismo. Subió la colina. Ahora solo quedaba una cosa por hacer. Suplicar a los miembros individuales de la familia. Pedirles que intercedan por él. Que le pidan a Cecy que vuelva a casa, rápido.

Llegó a un establecimiento en Court Avenue. El empresario de pompas fúnebres, un hombre bajo, bien tonificado, con bigote y manos delicadamente delgadas, miró hacia arriba. Su rostro decayó.

—Oh, eres tú, John —dijo.

—Timothy —dijo John, todavía mojado por el riachuelo—. Necesito tu ayuda. ¿Has visto a Cecy?

—¿Visto? —el empresario de pompas fúnebres se apoyó en la losa de mármol donde estaba trabajando sobre un cuerpo y se echó a reír—. Dios, ¿qué pregunta es esa? —resopló—. Mírame, mírame de cerca. ¿Me conoces?

John se erizó.

—¡Eres Timothy!

El empresario de pompas fúnebres negó con la cabeza.

—Soy Bion, el carnicero. Sí, el carnicero —sus ojos brillaron. Se llevó la mano a la cabez—. Aquí adentro, donde cuenta. Esta mañana estaba trabajando en el refrigerador cuando, de repente, Cecy estaba dentro de mí. Tomó prestada mi mente, como una taza de azúcar. Me trajo aquí y me metió en el cuerpo de Timothy. ¡Pobre Timotliy! ¡Qué broma!

—¡Tú no eres Timothy!

—¡Cecy probablemente puso la mente de Timothy en mi cuerpo! ¿Ves la broma? ¡Un carnicero desalojado por un funebrero. Ah, esa Cecy —se secó las lágrimas de felicidad de su rostro—. Me quedé aquí una hora preguntándome qué hacer. ¿Sabes algo? El trabajo no es difícil. ¡No mucho más que cortar carne! Oh, Timothy se enojará. Cecy probablemente nos volverá a cambiar más tarde . ¡Timothy nunca fue de los que se tomaban a bien una broma!

John parecía confundido.

—¿Tú... ni siquiera tú puedes controlar a Cecy?

—Dioses, no, hombre. Ella juega sus bromas donde quiere. Estamos indefensos.

John se volvió y se dirigió a la puerta.

—Tengo que encontrarla de alguna manera. Si ella puede hacerte esto, piensa en cómo podría ayudarme si quisiera.

Las campanas sonaron más fuerte en sus oídos, por el rabillo del ojo un movimiento llamó su atención. ¡El cuerpo sobre la mesa tenía una estaca de cedro atravesada!

—Está bien, adiós.

El hombre que entró tambaleándose en la comisaría a las siete de la noche apenas podía sostenerse. Su voz era solo un susurro y temblaba violentamente como si hubiera tomado veneno. Ya no se parecía al tío John. Las campanas sonaban todo el tiempo ahora y seguía imaginando que la gente caminaba detrás de él, una docena de personas, que desaparecían cada vez que se volvía y miraba.

El sheriff levantó la vista de una revista, se limpió el bigote marrón con el dorso de una mano con forma de garra, bajó los pies de un escritorio destartalado y esperó a que John hablara.

—Quiero informar —susurró el tío John lentamente—. Quiero informar sobre una familia que vive aquí. Una familia enferma que vive bajo falsas pretensiones.

El sheriff se aclaró la garganta.

—¿Cuál es el nombre de la familia?

John se detuvo.

—¿Qué?

El sheriff lo repitió.

—¿Cómo se llama la familia?

—Tu voz —dijo John.

—¿Qué pasa con mi voz? —dijo el sheriff.

—Suena familiar —dijo John—. Suena como...

—¿Cómo quién?

—¡Suenas como la madre de Cecy! ¡Así es como suenas!

—¿Elliot? ¿Eres John Elliot? —preguntó el sheriff.

—¡Eso es lo que eres por dentro! ¡Cecy también te cambió, como cambió a Bion y Timothy! ¡No puedo informarte de la Familia ahora! ¡No serviría de nada!

—Supongo que no —dijo el sheriff, implacable.

—¡La familia se ha acercado a mí! —gritó el tío John—. ¡Me anticiparon!

—Parece que sí —dijo el alguacil, mojando un lápiz en su lengua y comenzando un nuevo crucigrama—, Bueno, buen día, John Eliott —dijo.

—Dios.

—Dije buenos días.

—Buen día —John se quedó allí, escuchando—. ¿Oyes... oyes algo?

El sheriff escuchó.

—¿Grillos?

—No.

—¿Ranas?

—No —dijo John—. Campanas. Campanas de iglesia. El tipo de campanas que un hombre como yo no soporta oír. Santas campanas de iglesia.

El sheriff escuchó.

—Ten cuidado con esa puerta; se cierra de golpe.

La puerta de la habitación de Cecy se abrió de golpe, un momento después John estaba dentro. El cuerpo silencioso de Cecy yacía sobre la cama, inmóvil. Detrás de él, cuando John agarró la mano de Cecy, apareció su madre.

Corrió hacia él, lo golpeó en la cabeza y los hombros hasta que lo alejó de Cecy. El mundo se llenó de sonidos de campanas. Su visión se oscureció. Buscó a tientas a la madre, moviendo los labios, soltándolos en jadeos, con los ojos llorosos.

—Por favor, por favor, dile que vuelva —dijo—. Lo siento. No quiero lastimar a nadie más.

La madre gritó entre el clamor de las campanas.

—Baja las escaleras. ¡Espérala allí!

—No puedo oírte —gritó más fuerte—. Mi cabeza —se llevó las manos a los oídos—. Tan fuerte, tan fuerte. No puedo soportarlo —se balanceó sobre sus talones—. Si tan solo supiera dónde está Cecy.

Simplemente sacó una navaja y la abrió.

—No puedo continuar —dijo.

Antes de que la madre se moviera, cayó al suelo con el cuchillo en el corazón, la sangre saliendo de sus labios, sus zapatos uno encima del otro. Uno de sus ojos estaba cerrado, el otro, grande y brillante, estaba abierto.

La madre se inclinó sobre él.

—Muerto —susurró finalmente—. Entonces… —murmuró—, así que por fin está muerto.

Miró a su alrededor con temor y gritó en voz alta:

—¡Cecy, vuelve a casa, te necesito!

Un silencio, mientras la luz del sol desaparecía de la habitación.

—¡Cecy, vuelve a casa, niña!

Los labios del muerto se separaron. La voz aguda y clara de Cecy surgió de ellos:

—¡Aquí, madre! ¡He estado aquí durante días! Soy su miedo, y nunca lo adivinó. Dile a papá lo que he hecho; tal vez ahora me considerará digna.

Los labios del muerto se detuvieron.

Un momento después, el cuerpo de Cecy en la cama se puso rígido, habitado de nuevo.

—¿Ya está la cena, Madre? —dijo Cecy, levantándose de la cama.

Ray Bradbury (1920-2012)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Ray Bradbury.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Ray Bradbury: La viajera (The Traveller), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

  1. Astuta resultó ser Cecy y temible, aun para su familia.
    El tal tío John resultó ser lo que se decía de él, alguien capaz de entregar familiares, por su conveniencia.
    Cecy estaba donde no se le había ocurrido buscar, una posibilidad que se había insinuado en el relato, dentro de él.
    Cecy terminó con alguien traicionero, peligroso para la familia.
    Gracias por la traducción.

    ResponderEliminar
  2. Excelente relato para realizar evaluaciones e inferencias globales. Me ha ayudado un montón a desarrollar habilidades de comprensión de lectura, con diversas estructuras de textos. A veces, no me resulta útil por los tópicos. Pero bueno. Te sigo desde hace 5 años(2016, algo tarde, para el debut del Blog en 2005 xd).

    ResponderEliminar
  3. Gracias por la paciencia y la compañía de tantos años, Poky.

    ResponderEliminar