«El amante demoníaco»: Shirley Jackson; relato y análisis.
El amante demoníaco (The Daemon Lover) es un relato de terror de la escritora norteamericana Shirley Jackson (1916-1965), publicado originalmente en la edición de febrero de 1949 de la revista Woman's Home Companion, con el título: El amante fantasma (The Phantom Lover), y luego reeditado en la antología de ese mismo año: La lotería o Las aventuras de James Harris (The Lottery, or, The Adventures of James Harris).
El amante demoníaco, uno de los mejores cuentos de Shirley Jackson, relata la historia de una mujer de unos treinta y cuatro años, que despierta el día de su boda y, a medida que transcurren las horas, se vuelve evidente que su misterioso prometido no aparecerá. A partir de allí, el relato nos lleva a acompañar a la protagonista en una búsqueda desesperada, onírica, a través de la ciudad, donde la fibra de la realidad, de su realidad, parece deshacerse a medida que avanzamos.
En este contexto, El amante demoníaco de Shirley Jackson bien podría encuadrarse dentro del Horror Doméstico, es decir, un relato que plantea ciertas desigualdades de género y que nos permite conocer, a través de la protagonista, dificultades que serían inimaginables en un personaje masculino (ver: El Machismo en el Horror).
Shirley Jackson emplea una sutileza formidable para que lo desconocido se filtre poco a poco en su relato. De este modo somos partícipes del creciente estado de ansiedad de la protagonista, que quizás tenga que ver con el mensaje subyacente de El amante demoníaco: cómo los mandatos patriarcales, disimulados en pequeños comentarios, observaciones inocentes, expresan expectativas capaces de destrozar la psique de una mujer.
En este sentido, El amante demoníaco es un ejemplo brillante del Feminismo en el Horror. La historia explora la ansiedad, la inquietud, como si se tratara de un estudio psicológico del pánico moderado de una mujer que experimenta la confirmación de sus peores miedos. De este modo, Shirley Jackson expone las actitudes sociales machistas hacia las mujeres, que además son solteras, que trabajan, y que salen de la casa en busca de su hombre, que luchan para conocer la verdad. En cierta manera, la protagonista de El amante demoníaco sufre las consecuencias de su audacia por existir en público.
Si el protagonista de El amante demoníaco hubiese sido un hombre, quizás estaríamos hablando de una historia heroica sobre un sujeto que rastrea desesperadamente el paradero de su novia desaparecida. Existiría, como mínimo, un sentido heroico en esa búsqueda, y el protagonista seguramente no tendría que enfrentarse a cuestiones secundarias. Tendría derecho a recorrer las calles, a interpelar a extraños, a golpear puertas, que sin dudas se abrirían. El espacio público no le estaría prohibido
La protagonista de El amante demoníaco, en cambio, sufre el peso de la deshumanización. Nadie la escucha realmente, nadie presta atención a su búsqueda. A lo sumo, es vista como una persona desesperada, patética.
(SPOILERS)
Finalmente la protagonista de El amante demoníaco rastrea el paradero de su misterioso amante hasta una pocilga. No hay nadie allí, excepto una rata. Cerca se oyen voces, quizás las de un hombre y una mujer. Se ríen, tal vez se burlan. Ella golpea la puerta pero nadie atiende. Nunca. Solo se oyen risas, susurros en la oscuridad. En última instancia, El amante demoníaco de Shirley Jackson nos invita a pensar que, quizás, estamos condenados golpear puertas que nunca se abrirán.
El amante demoníaco.
The Daemon Lover, Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Ella no había dormido bien; desde la una y media, cuando Jamie se fue a la cama, hasta las siete, cuando por fin se permitió levantarse y preparar café, había dormido a intervalos, despertando para abrir los ojos y mirar en la penumbra, recordando una y otra vez, volviendo a caer en un sueño febril.
Pasó casi una hora tomando su café. Iban a tomar un desayuno de verdad en el camino, y luego, a menos que quisiera vestirse temprano, no tenía nada que hacer. Se lavó la taza e hizo la cama, mirando cuidadosamente la ropa que planeaba ponerse, preocupada innecesariamente en el clima. Se sentó a leer, pensó que podría escribirle una carta a su hermana, y comenzó, con su mejor letra: «Querida Anne, para cuando recibas esto, me casaré. ¿No suena gracioso? Apenas puedo creerlo, pero cuando te cuente cómo sucedió verás que es aún más extraño que eso...»
Sentada, con la pluma en la mano, dudó sobre qué decir a continuación, leyó las líneas ya escritas y rompió la carta. Se acercó a la ventana y vio que sin duda era un lindo día. Se le ocurrió que tal vez no debería usar el vestido de seda azul; era demasiado simple, casi rústico, y ella quería ser suave, femenina. Ansiosamente, sacó el vestido del armario y dudó sobre una tela que había usado el verano anterior; era demasiado joven para ella, tenía el cuello fruncido, y era muy temprano en el año para un vestido estampado, pero aun así...
Colgó los dos vestidos uno al lado del otro en la parte exterior de la puerta del armario, y abrió los compartimientos de vidrio cuidadosamente cerrados sobre la cocina. Encendió la hornilla debajo de la cafetera y fue hacia la ventana; estaba soleado. Cuando la cafetera comenzó a crujir, regresó y se sirvió café en una taza limpia. Me dará dolor de cabeza si no obtengo algo de comida sólida pronto, pensó, con todo este café y fumando demasiado.
Un dolor de cabeza el día de su boda. Fue y sacó la caja de lata de aspirina del armario del baño y la guardó en su bolsillo. Tendría que cambiarse a una cartera marrón si usara el vestido estampado, y la única que tenía estaba en mal estado. Impotente, se quedó mirando el vestido estampado, y se sentó cerca de la ventana, bebió su café y miró alrededor del apartamento de una habitación.
Planeaban volver aquí esta noche y todo debía estar en orden. Con repentino horror se dio cuenta de que se había olvidado de poner sábanas limpias en la cama. Lo hizo, evitando pensar conscientemente por qué lo hacía. Tomó las sábanas y fundas de almohada viejas en el baño y las metió en la canasta, y también puso las toallas de baño en la canasta y las toallas limpias en los estantes del baño. Su café estaba frío cuando regresó, pero lo bebió de todos modos.
Cuando miró el reloj, finalmente, y vio que eran más de las nueve, comenzó a darse prisa. Se bañó y usó una de las toallas limpias, que puso en el cesto y reemplazó por otra. Se vistió con cuidado, toda su ropa interior fresca y la mayor parte nueva; puso todo lo que había usado el día anterior, incluido su camisón, en el cesto. Cuando estuvo lista para su vestido, vaciló ante la puerta del armario. El vestido azul era ciertamente decente, limpio y bastante atractivo, pero lo había usado varias veces con Jamie, y no había nada en él que lo hiciera especial para el día de una boda.
El vestido estampado era demasiado bonito y nuevo para Jamie, y sin embargo, llevar ese estampado tan temprano en la temporada ciertamente no era adecuado. Entonces pensó: Este es el día de mi boda, puedo vestirme como me plazca.
Sacó el vestido estampado de la percha. Cuando se lo puso sobre la cabeza, se sentía fresco y ligero, pero cuando se miró en el espejo recordó que los volantes alrededor del cuello no le favorecían, y la amplia falda oscilante parecía irresistiblemente hecha para una niña, para alguien que corría libremente, bailaba, la balanceaba con las caderas cuando caminaba. Mirándose en el espejo, pensó con repugnancia: Es como si estuviera tratando de parecer más bonita de lo que soy, solo para él; él pensará que quiero parecer más joven porque se va a casar conmigo.
Se quitó el vestido estampado tan rápido que se rasgó una costura debajo del brazo. Con el viejo vestido azul se sentía cómoda y familiar, pero poco emocionante. No es lo que llevas puesto lo que importa, se dijo con firmeza, y se volvió consternada al armario para ver si podía haber algo más. No había nada ni remotamente adecuado. Por un momento pensó en salir rápidamente a una pequeña tienda cercana para comprarse un vestido. Entonces vio que eran casi las diez, y no tuvo tiempo para más que su cabello y su maquillaje.
Su cabello era fácil, recogido en un nudo en la nuca, pero su maquillaje era otro asunto delicado. Requería equilibrio entre verse lo mejor posible y engañar lo menos posible. No podía tratar de disfrazar las líneas alrededor de sus ojos, justo hoy, cuando podría parecer que solo lo estaba haciendo para su boda, y sin embargo, no podía soportar la idea de que Jamie se casara con una mujer demacrada. Después de todo, tienes treinta y cuatro años, se dijo cruelmente en el espejo del baño. Treinta, decía en la licencia.
Eran las diez y dos minutos; no estaba satisfecha con su ropa, su cara, su departamento. Volvió a calentar el café y se sentó en la silla junto a la ventana. No puedo hacer nada más ahora, pensó, no tenía sentido tratar de mejorar nada en el último minuto.
Reconciliada, trató de pensar en Jamie y no pudo ver su rostro con claridad ni oír su voz. Siempre es así con alguien a quien amas, pensó, y dejó que su mente se proyectara hacia un futuro más lejano, cuando Jamie se estableciera con sus escritos y ella haya renunciado a su trabajo.
—Solía ser una cocinera maravillosa —le había prometido a Jamie—, con un poco de tiempo y práctica podría recordar cómo hacer un pastel. Y pollo frito —dijo, sabiendo cómo las palabras permanecerían en la mente de Jamie, con ternura—. Y salsa holandesa.
Diez treinta. Se puso de pie y fue decididamente al teléfono. Marcó y esperó, y una voz femenina, metálica, respondió: Diez y treinta y nueve. A medias consciente, retrasó su reloj un minuto; ella recordaba su propia voz, anoche, que dijo al dejarla en casa:
—Diez en punto entonces. Estaré lista. ¿Es realmente cierto?
Y Jamie riéndose por el pasillo.
A las once en punto, había cosido la costura rasgada del vestido estampado y había guardado su caja de costura en el armario. Con el vestido estampado puesto, estaba sentada junto a la ventana tomando otra taza de café. Después de todo, podría haberme tomado más tiempo para vestirme, pensó; pero ahora era tan tarde que él podría llegar en cualquier momento. No había nada para comer en el apartamento, excepto la comida que había almacenado para comenzar juntos: el paquete de tocino sin abrir, la docena de huevos en su caja, el pan sin abrir y la mantequilla sin abrir; estaban para el desayuno mañana. Pensó en bajar corriendo a la tienda para comer algo, dejando una nota en la puerta. Luego decidió esperar un poco más.
A las once y media estaba tan mareada y débil que tuvo que bajar las escaleras. Si Jamie hubiera tenido un teléfono al alcance, entonces lo habría llamado. En cambio, abrió su escritorio y escribió una nota: Jamie, bajé a la tienda. Vuelvo en cinco minutos. Después fue al baño y se lavó, usando una toalla limpia que reemplazó. Pegó la nota en la puerta, inspeccionó el apartamento una vez más para asegurarse de que todo estuviera perfecto, y cerró la puerta sin llave, en caso de que él viniera.
En la tienda descubrió que no había nada que quisiera comer, excepto más café, y lo dejó a medio terminar porque de repente se dio cuenta que probablemente Jamie ya estaba arriba esperando, e impaciente. Pero arriba todo estaba preparado y tranquilo, tal como lo había dejado, su nota no leída en la puerta, el aire en el apartamento un poco rancio por el exceso de cigarrillos. Abrió la ventana y se sentó hasta que se dio cuenta que había estado dormida y eran la una menos veinte.
Ahora, de repente, estaba asustada. Despertándose sin preparación en la sala, todo limpio y sin tocar desde las diez en punto, se asustó, y casi corrió por la habitación hacia el baño, se echó agua fría en la cara y usó una toalla limpia; esta vez volvió a poner la toalla cuidadosamente en el estante sin cambiarla; habría tiempo suficiente para eso más tarde. Sin sombrero, todavía con el vestido estampado y un abrigo puesto encima, el bolsillo azul equivocado con la aspirina adentro en la mano, cerró la puerta del apartamento detrás de ella, esta vez sin dejar notas, y bajó corriendo las escaleras. Tomó un taxi en la esquina y le dio al conductor la dirección de Jamie.
No era un trayecto largo. Podría haber caminado si no hubiese sentido tan débil, pero en el taxi se dio cuenta de lo imprudente que sería ir descaradamente hasta la puerta de Jamie, exigiéndole su presencia. Le pidió al conductor, por lo tanto, que la dejara en una esquina cercana y, después de pagarle, esperó hasta que el vehículo se alejara antes de comenzar a caminar por la cuadra. Ella nunca había estado aquí antes; el edificio era agradable y antiguo, y el nombre de Jamie no figuraba en ninguno de los buzones del vestíbulo ni en los timbres de las puertas.
Comprobó la dirección; era correcta, y finalmente tocó el timbre marcado como Superintendente. Después de un minuto o dos sonó el timbre, abrió la puerta y entró en el pasillo oscuro donde dudó hasta que una puerta al final se abrió y alguien dijo:
—¿Si?
Sabía en el mismo momento que no tenía idea de qué preguntar, así que avanzó hacia la figura que esperaba a la luz de la puerta abierta. Cuando estaba muy cerca, la figura dijo:
—¿Sí?
Vio que era un hombre en mangas de camisa, incapaz de verla más claramente de lo que ella podía verlo. Con repentino coraje, dijo:
—Estoy tratando de ponerme en contacto con alguien que vive en este edificio y no puedo encontrar su nombre afuera.
—¿Cuál es el nombre que buscas? —preguntó el hombre, y ella se dio cuenta que tendría que responder.
—Harris —dijo—. James Harris.
El hombre guardó silencio por un minuto y luego dijo:
—Harris —se volvió hacia la habitación dentro de la puerta iluminada y dijo—: Margie, ven aquí un minuto.
—¿Qué pasa ahora? —dijo una voz desde adentro, y después de esperar lo suficiente para que alguien saliera de una silla cómoda, una mujer se unió a él en la puerta, con respecto al oscuro pasillo.
—La señora aquí —dijo el hombre— busca a un tipo llamado Harris. Dice que vive aquí.
—No —respondió la mujer. Su voz sonaba divertida—. No hay ningún hombre llamado Harris aquí.
—Lo siento — dijo el hombre, y comenzó a cerrar la puerta—. Se ha equivocado de casa, señora —y agregó en voz baja—, o de tipo —y él y la mujer se rieron.
Cuando la puerta estaba casi cerrada, dejándola sola en el pasillo oscuro, ella alcanzó a decirle a la delgada grieta iluminada que aún quedaba:
—Pero él vive aquí. Lo sé.
—Mira —dijo la mujer, volviendo a abrir la puerta un poco—, sucede todo el tiempo.
—Por favor, no se equivoque —dijo, y su voz era muy digna, con treinta y cuatro años de orgullo acumulado—. Me temo que no entiende.
—¿Cómo se veía? —dijo la mujer con cansancio, la puerta todavía estaba parcialmente abierta.
—Es bastante alto y apuesto. Lleva un traje azul muy a menudo. Él es escritor.
—No —dijo la mujer—. ¿Podría haber vivido en el tercer piso?
—No estoy seguro.
—Había un compañero —dijo la mujer reflexivamente—. Llevaba mucho traje azul, vivió en el tercer piso por un tiempo. Los Roysters le prestaron su apartamento mientras visitaban a sus amigos en el norte del Estado.
—Eso podría ser; aunque pensé que...
—Este llevaba un traje azul principalmente, pero no sé qué altura tenía —dijo la mujer—. Se quedó allí alrededor de un mes.
—Hace un mes es cuando…
—Le preguntas a los Roysters —dijo la mujer—. Vuelven esta mañana. Apartamento 3B.
La puerta se cerró definitivamente. El pasillo estaba muy oscuro y las escaleras parecían más oscuras todavía.
En el segundo piso había un pequeño resplandor proveniente de un tragaluz situado muy arriba. Las puertas del apartamento estaban alineadas, cuatro en el piso, poco comunicativas y silenciosas. Había una botella de leche afuera de 2C.
En el tercer piso esperó un minuto. Hubo un sonido de música más allá de la puerta de 3B. Ella podía escuchar voces. Finalmente llamó a la puerta. La puerta se abrió y la música se extendió hacia ella, una transmisión sinfónica de la tarde.
—¿Cómo estás? —dijo cortésmente a la mujer en la puerta—. ¿Señora Royster?
—Así es —la mujer vestía una bata y todavía llevaba el maquillaje de anoche, seguramente.
—Me pregunto si podría hablar contigo un minuto.
—Claro —dijo la señora Royster, sin moverse.
—Es sobre el señor Harris.
—¿Qué señor Harris? —dijo la señora Royster rotundamente.
—James Harris El caballero que tomó prestado tu departamento.
—Oh, Señor —dijo la señora Royster. Pareció abrir los ojos por primera vez—. ¿Qué hizo él?
—Nada. Solo estoy tratando de ponerme en contacto con él.
—Oh, Señor —dijo la señora Royster de nuevo. Luego abrió más la puerta y dijo—: Pasa. ¡Ralph!
En el interior, el apartamento todavía estaba lleno de música, y había maletas medio desempacadas en el sofá, en las sillas, en el piso, una mesa en la esquina estaba extendida con los restos de una comida, y el joven sentado allí. Por un momento notó cierto parecido con Jamie. Él se levantó y cruzó la habitación.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Señor. Royster —dijo ella. Fue difícil hablar con tanta música—. El superintendente de abajo me dijo que allí era donde vivía el señor James Harris.
—Claro —dijo— si ese fuera su nombre.
—Pensé que le usted le habría prestado su apartamento —dijo ella, sorprendida.
—No sé nada de él —dijo Royster—. Es uno de los amigos de Dottie.
—No es mi amigo —dijo la señora Royster. Se había acercado a la mesa y estaba untando mantequilla de maní en un trozo de pan. Le dio un mordisco y agregó—. Definitivamente no es mi amigo.
—Ella lo recogió en una de esas malditas reuniones —dijo Royster. Empujó una maleta de la silla y se sentó, recogiendo una revista del piso a su lado—. Nunca crucé más de diez palabras con él.
—Dijiste que estaba bien prestarle el lugar —dijo la señora Royster, mordiendo una tostada—. Nunca dijiste una palabra contra él, después de todo.
—Nunca hablo mal de tus amigos —dijo Royster.
—Si hubiera sido amigo mío, hubieras dicho mucho, créeme —dijo la señora Royster sombríamente. Le dio otro mordisco a la tostada—. Créeme, él habría dicho mucho.
—Eso es todo lo que quiero escuchar sobre el asunto —dijo Royster, con la mirada clavada en la revista.
—Ya ves —la señora Royster señaló el pan y la mantequilla de maní a su marido—. Así son las cosas, día y noche.
Hubo silencio, excepto por la música que salía de la radio al lado del señor Royster, y luego ella dijo, con una voz apenas audible:
—¿Se ha ido, entonces?
—¿Quién? —preguntó la señora Royster, levantando la vista del tarro de mantequilla de maní.
—James. El señor Harris.
—Cierto. Debe haberse ido esta mañana, antes de que regresemos. No hay señales de él en ningún lado.
—¿Ido?
—Sin embargo, dejó todo en orden. Te lo dije —le dijo al señor Royster—. Te dije que él dejaría todo en orden.
—Tuviste suerte —dijo Royster.
—No hay nada fuera de lugar —dijo la señora Royster, agitando la tostada en el aire—. Todo tal como lo dejamos.
—¿Sabes dónde podría estar ahora?
—Ni la menor idea —dijo la señora Royster alegremente—. ¿Por qué? —preguntó de repente—. ¿Para qué lo estás buscando?
—Oh, nada importante.
—Lamento que no esté aquí —dijo la señora Royster. Dio un paso hacia adelante cortésmente cuando vio a su visitante girarse hacia la puerta.
—Tal vez el súper lo vio —le dijo Royster a la revista.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, el pasillo estaba oscuro otra vez. El sonido de la radio era como un golpe sordo. Estaba a medio camino del primer tramo de escaleras cuando se abrió la puerta y la señora Royster gritó por el hueco de la escalera:
—Si lo veo, le diré que lo estás buscando.
¿Qué puedo hacer? Pensó, otra vez en la calle. Era imposible volver a casa, no con Jamie en algún lugar entre aquí y allá. Permaneció tanto tiempo en la acera que una mujer, que se asomaba por la ventana del otro lado, se volvió y llamó a alguien para que entrara a ver. Finalmente, por impulso, entró en la pequeña tienda de delicatessen al lado del edificio de apartamentos. Había un hombre pequeño leyendo un periódico, apoyado contra el mostrador. Cuando ella entró, él levantó la vista y bajó al mostrador para encontrarse con ella.
Sobre la vitrina de embutidos y queso, dijo tímidamente:
—Estoy tratando de ponerme en contacto con un hombre que vivía en el edificio de al lado, y me preguntaba si usted lo conocía.
—¿Por qué no le preguntas a la gente de allí? —dijo el hombre, con los ojos entrecerrados, inspeccionándola.
Es porque no estoy comprando nada, pensó, y dijo:
—Lo siento. Les pregunté, pero no saben nada de él. Creen que se fue esta mañana.
—No sé qué quieres que haga —dijo el hombre, retrocediendo un poco hacia su periódico—. No estoy aquí para hacer un seguimiento de los chicos que entran y salen al lado.
—Pensé que tal vez lo habría visto, eso es todo. Habría pasado por aquí, un poco antes de las diez en punto. Es bastante alto, y usualmente viste un traje azul.
—¿Cuántos hombres con trajes azules pasan aquí todos los días, señora? —preguntó el hombre—. ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que…
—Lo siento.
—Por el amor de Dios —lo oyó decir, mientras ella salía por la puerta.
Mientras caminaba hacia la esquina intentó pensar en Jamie: ¿dónde habría cruzado la calle? ¿Qué clase de persona era en realidad? ¿Cruzaría frente a su propio edificio de apartamentos, al azar en el medio de la cuadra, en la esquina?
En la esquina había un puesto de periódicos; podrían haberlo visto allí. Se apresuró y esperó mientras un hombre compraba un periódico y una mujer preguntaba cómo llegar a alguna parte. Cuando el hombre del quiosco la miró, ella dijo:
—¿Puedes decirme si un joven bastante alto con traje azul pasó por aquí esta mañana alrededor de las diez?
Cuando el hombre solo la miró con los ojos muy abiertos, y también la boca, agregó:
—Es muy importante, por favor. No te estoy tomando el pelo.
—Mire, señora… —comenzó el hombre, y ella lo interrumpió ansiosamente:
—Es un escritor. Podría haber comprado revistas aquí.
—¿Para qué lo buscas? —preguntó el hombre.
Él la miró sonriendo y ella se dio cuenta de que había otro hombre esperando detrás de ella, y que la sonrisa del vendedor de periódicos lo incluyó.
—No importa.
—Escucha, tal vez él vino por aquí.
Su sonrisa era consciente y sus ojos se movieron sobre su hombro hacia el hombre detrás de ella. De repente, se dio cuenta de su vestido estampado demasiado joven, y se puso el abrigo rápidamente. El vendedor de diarios dijo, con gran consideración:
—Ahora no lo sé con certeza, eso sí, pero podría haber venido alguien como su amigo esta mañana.
—¿Como a las diez?
—Alrededor de las diez —coincidió el otro—. Un tipo alto, traje azul. No me sorprendería en absoluto.
—¿Por dónde se fue? —preguntó ella ansiosamente—. ¿Por la zona residencial?
—Al centro. Se fue a la ciudad. Eso es. ¿Qué puedo hacer por usted señor?
Dio un paso atrás, sosteniendo su abrigo a su alrededor. El hombre que había estado parado detrás de ella la miró por encima del hombro y luego él y el vendedor se miraron. Se preguntó por un minuto si dar propina o no, pero cuando ambos hombres comenzaron a reír, ella se apresuró a cruzar la calle.
En el centro de la ciudad, pensó, es cierto, y comenzó a subir la avenida, pensando: No tendría que cruzar la avenida, solo subir seis cuadras y bajar por mi calle, siempre que él comenzara a subir.
Aproximadamente una cuadra más adelante, pasó junto a una floristería; había una exhibición de bodas en la ventana y ella pensó: Después de todo, este es el día de mi boda, él podría haber conseguido flores para traerme, así que entró.
El florista salió de la parte de atrás de la tienda, sonriente y elegante, y ella dijo, antes de que él pudiera hablar, para que no tuviera la oportunidad de pensar que estaba comprando algo:
—Es muy importante que me ponga en contacto con un caballero que pudo haberse detenido aquí para comprar flores esta mañana. Terriblemente importante.
Se detuvo para respirar, y el florista dijo:
—Sí, ¿qué tipo de flores eran?
—No sé —dijo ella, sorprendida—. Él nunca... —se detuvo y agregó—: Era un joven bastante alto, con un traje azul. Eran como las diez en punto.
—Ya veo —dijo el florista—. Bueno, de verdad, me temo que...
—Pero es muy importante —dijo—. Pudo haber tenido prisa.
—Bueno —dijo el florista. Él sonrió amablemente, mostrando todos sus dientes pequeños—. Para una dama —dijo, mientras abría un libro grande de registros—. ¿Dónde se supone que las flores iban a ser enviadas?
—No creo que las haya enviado. Verá, él venía, es decir, las traería puesto…
—Señora —dijo el florista; estaba ofendido. Su sonrisa se volvió despectiva—: realmente tengo mejores cosas que hacer.
—Por favor, trate de recordar —rogó—. Es alto, seguramente llevaba un traje azul. Eran alrededor de las diez de la mañana.
El florista cerró los ojos, con un dedo en la boca, y pensó profundamente. Luego sacudió la cabeza.
—Simplemente no lo recuerdo —dijo.
—Gracias —dijo ella, abatida, y se dirigió hacia la puerta. Entonces volvió a escuchar la voz aguda y excitada del florista:
—¡Espere! Espere un momento, señora —Se volvió y el florista, pensando de nuevo, dijo finalmente—: ¿Crisantemos?
Él la miró inquisitivamente.
—Oh, no —dijo ella; su voz tembló un poco y esperó un minuto antes de continuar—. No para una ocasión como esta, estoy segura.
El florista apretó los labios y apartó la mirada con frialdad.
—Bueno, por supuesto que no sé la ocasión —dijo—, pero estoy casi seguro de que el caballero por el que estaba preguntando vino esta mañana y compró una docena de crisantemos. No hay entrega.
—¿Está seguro?
—Positivamente —dijo el florista con énfasis. Él sonrió brillantemente, y ella le devolvió la sonrisa y dijo:
—Bueno, muchas gracias.
La acompañó hasta la puerta.
—¿No quisiera un bonito ramillete? —dijo mientras atravesaban la tienda—. ¿Rosas rojas? ¿Gardenias?
—Fue muy amable de su parte ayudarme.
—Las damas siempre se ven mejor con flores —dijo, inclinando la cabeza hacia ella—. ¿Orquídeas tal vez?
—No, gracias.
—Espero que encuentres a tu hombre.
Mientras subía por la calle pensó: Todo el mundo piensa que es muy divertido.
Se ajustó el abrigo, de modo que solo se veía el volante alrededor de la parte inferior del vestido estampado.
Había un policía en la esquina y ella pensó: ¿Por qué no voy a la policía? Irías a la policía por una persona desaparecida.
Entonces se vio a sí misma en una estación de policía, diciendo: Sí, nos íbamos a casar hoy, pero él no vino; y los policías, tres o cuatro de ellos escuchando, mirándola, el vestido estampado, su maquillaje demasiado fuerte, sonriendo el uno al otro. Ella no podría decirles nada más que eso, no podía decir: Sí, parece una tontería, ¿no? Me vestí y traté de encontrar al joven que prometió casarse conmigo, ¿cuál es el problema? Tengo más que esto, más de lo que ves: talento, tal vez, y humor de algún tipo, y soy una mujer y tengo orgullo, afecto, delicadeza y una cierta visión clara de la vida que puede hacer que un hombre esté satisfecho y sea productivo, y feliz; hay más de lo que ves cuando me miras.
Ir a la policía era obviamente imposible, dejando de lado a Jamie y lo que él podría pensar cuando escuchara que había puesto a la policía detrás de él.
Apuró el paso. Alguien que pasaba se detuvo y la miró. En la esquina, a unas tres cuadras de su propia calle, había un puesto de lustrabotas. Allí estaba un anciano, sentado casi dormido en una de las sillas. Ella se detuvo frente a él y esperó, después de un minuto él abrió los ojos y le sonrió.
—Mire. —dijo, las palabras aparecieron antes de pensar en ellas—, lamento molestarlo, pero estoy buscando a un joven que vino por aquí a las diez de la mañana, ¿lo ha visto? ¿Traje alto, azul, probablemente llevaba un ramo de flores?
El viejo comenzó a asentir antes de que ella terminara.
—Lo vi. ¿Es amigo tuyo?
—Sí —dijo ella, y le devolvió la sonrisa involuntariamente.
El viejo parpadeó.
—Recuerdo que pensé: vas a ver a tu chica, jovencito. Todos van a ver a sus chicas —dijo, y sacudió la cabeza con tolerancia.
—¿Por dónde se fue? ¿Directamente por la avenida?
—Así es —dijo el viejo—. Tenía un brillo, tenía sus flores. Iba con mucha prisa. Tienes una chica, pensé.
—Gracias —dijo, buscando en su bolsillo su cambio suelto.
—Ella seguramente debe haber estado contenta de verlo. Se veía bien.
—Gracias —dijo de nuevo, y sacó la mano vacía de su bolsillo.
Por primera vez estaba realmente segura de que él la estaría esperando. Se apresuró a subir las tres cuadras. La falda del vestido estampado se balanceaba debajo de su abrigo. Desde la esquina no podía ver sus propias ventanas, no podía ver a Jamie mirando hacia afuera, esperándola, y casi corrió los últimos metros para llegar a él. Su llave tembló en sus dedos en la puerta de la planta baja, y cuando miró a la farmacia pensó en su pánico, tomando café allí esta mañana, y casi se echó a reír. En su propia puerta no pudo esperar más, y comenzó a decir:
—Jamie, estoy aquí, estoy tan preocupada —lo dijo incluso antes de que la puerta se abriera.
Su propio departamento la estaba esperando, silencioso, estéril, las sombras de la tarde alargándose desde la ventana. Por un minuto solo vio la taza de café vacía.
—Él ha estado esperando aquí —pensó.
Miró por toda la habitación, hacia el armario, hacia el baño.
El viejo en el puesto de limpiabotas se despertó nuevamente para verla parada frente a él.
—Hola de nuevo —dijo, y sonrió. ¿Está seguro? —exigió—. ¿Subió por la avenida?
—Lo vi —dijo el anciano, digno—. Pensé, hay un joven que tiene una chica, y lo vi directamente ir hacia la casa.
—¿Qué casa?
—Ahí mismo —dijo el viejo. Se inclinó para señalar—. La siguiente cuadra. Con sus flores y sus zapatos lustrados. La casa está alrededor de la mitad de la cuadra —La miró con recelo—: ¿Qué estás tratando de hacer, de todos modos?
Casi corrió, sin detenerse a decir gracias. En la siguiente cuadra caminó rápidamente, buscando en las casas desde afuera para ver si Jamie miraba desde una ventana, escuchando su risa en algún lugar adentro.
Una mujer estaba sentada frente a una de las casas, empujando un cochecito de bebé monótonamente de un lado a otro. El bebé dormía, moviéndose de un lado a otro.
La pregunta ahora fluía con facilidad:
—Lo siento, pero ¿viste a un joven entrar en una de estas casas a eso de las diez de la mañana? Era alto, vestía un traje azul y llevaba un ramo de flores.
Un niño de unos doce años se detuvo para escuchar, mirando ocasionalmente al bebé.
—Escucha —dijo la mujer con cansancio—, el niño se baña a las diez. ¿Tendría tiempo de ver a hombres extraños caminando por aquí? ¿Te lo pregunto sinceramente?
—¿Llevaba un gran ramo de flores? —preguntó el chico, tirando de su abrigo—. Creo que lo vi, señora.
Ella miró hacia abajo y el chico le sonrió insolentemente.
—¿En qué casa entró? —ella preguntó con cansancio.
—¿Vas a divorciarte de él?
—No es bueno preguntarle a la dama —dijo la mujer que mecía el carrito.
—Escuche —dijo el niño—. Lo vi. Él entró allí —Señaló la casa de al lado—. Lo seguí. Me dio una moneda —el niño bajó la voz—. Este es un gran día para mí, señora. Por favor, deme una moneda, por la información.
Ella le dio un billete de un dólar.
—¿Dónde?
—Piso superior —dijo el niño
Retrocedió por la acera, fuera del alcance, con el billete de un dólar flameando en una mano.
—¿Vas a divorciarte de él? —preguntó de nuevo.
—¿Llevaba flores?
—Sí —dijo el niño— ¿Vas a divorciarte?
Y se fue corriendo por la calle, aullando: ¡Vas a divorciarte!
La mujer que acunaba al bebé se echó a reír.
La puerta de la calle del edificio de apartamentos estaba abierta; no había timbre en el vestíbulo exterior ni listas de nombres. Las escaleras eran estrechas y sucias. Había dos puertas en el piso superior. El delantero era el correcto; había un papel arrugado de florista en el piso afuera de la puerta, y una cinta de papel anudada, como una pista, como la pista final.
Llamó a la puerta. Creyó que oía voces dentro, y pensó, de repente, con terror, ¿qué debo decir si Jamie está allí, si él llega a la puerta?
Las voces parecían inquietas. Llamó de nuevo y se hizo el silencio, excepto por algo que podría haber sido una risa a lo lejos.
—Podría haberme visto desde la ventana —pensó—, es el departamento de enfrente y ese niño hizo un ruido terrible.
Esperó y volvió a llamar. Nada. Silencio.
Finalmente fue a la otra puerta en el piso y llamó. La puerta se abrió al golpearla y vio la habitación vacía del ático, listones desnudos en las paredes, pisos sin pintar. Entró y miró a su alrededor; la habitación estaba llena de bolsas de yeso, montones de periódicos viejos, un baúl roto. Hubo un ruido: una rata, y luego la vio, sentada muy cerca de ella, cerca de la pared, con su cara malvada, alerta, sus ojos brillantes, mirándola.
Tropezó en su prisa por salir con la puerta cerrada, y la falda del vestido estampado se enganchó y se rasgó.
Sabía que había alguien dentro del otro apartamento, porque estaba segura de que podía escuchar voces bajas y, a veces, risas. Regresó muchas veces, todos los días durante la primera semana. A veces camino al trabajo, por las mañanas; y por las noches, de regreso a su casa, a cenar sola, pero no importaba con qué frecuencia o cuán firmemente golpeara a la puerta, nadie venía a abrirla.
Shirley Jackson (1916-1965)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Shirley Jackson.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Shirley Jackson: El amante demoníaco (The Daemon Lover), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Parece que se da entender que ella no lo conoció realmente, que fue abandonada en forma premeditada. Y tal vez que hubo un cómplice, por eso las risas.
ResponderEliminarNo hay detalles que hagan suponer una situación de peligro.
Bien por la traducción.
Estas por casarte y tu pareja no aparece. Terror puro. Te uso y te dejo? Lo piso un coche,? Esta con otra? Si q es aterrorizante
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