«El silencio de Erika Zann»: James Wade; relato y análisis.
El silencio de Erika Zann (The Silence of Erika Zann) es un relato de terror del escritor norteamericano James Wade (1930-1983), publicado por Arkham House en la antología de 1976: Los discípulos de Cthulhu (The Disciples of Cthulhu).
Como muchos habrán podido adivinar a propósito de su título, El silencio de Erika Zann es la continuación del clásico de H.P. Lovecraft: La música de Erich Zann (The Music of Erich Zann), publicado en 1922 [ver: El limbo de la Rue d’Auseil: análisis de «La música de Erich Zann»]
Este notable relato de H.P. Lovecraft pertenece a los Mitos de Cthulhu, y narra la historia de un viejo músico mudo, llamado Erich Zann, capaz de componer melodías tan extraordinarias que su violín finalmente termina por abrir un portal interdimensional, desde el cual se contacta con criaturas inconcebibles.
En este sentido, El silencio de Erika Zann retoma el argumento principal del cuento de H.P. Lovecraft pero a través de una descendiente de aquel músico atormentado. Los violines y la música clásica han quedado atrás, solo persiste la misma obsesión pero en la voz de Erika Zann, vocalista de una banda de rock alternativo, cuyos acordes disonantes consiguen el mismo efecto estremecedor que la delicada música de su ancestro.
El silencio de Erika Zann.
The Silence of Erika Zann, James Wade (1930-1983)
De tanto en tanto me gusta pasear hasta la calle Ashford y mirar el baldío donde solía estar La Mancha Púrpura. En su tiempo había sido uno de los primeros clubes psicodélicos. Pero la escena del rock cambia rápido y el perfil de San Francisco más rápido todavía. La última vez que estuve allí me sorprendió ver que se habían puesto los cimientos de un nuevo edificio. Tuve la sensación de que aquellas excavadoras estaban enterrando una parte de mi vida, una parte que todavía estaba viva y gritaba allí abajo en silencio.
Todo el mundo, excepto yo, parece haber olvidado que existió La Mancha Púrpura, pero yo nunca olvidaré aquel viejo lugar, con aquellas luces deslumbrantes y su música atronadora, ya que fue allí donde viví el acontecimiento más trágico y asombroso de mi vida: el silencio de Erika Zann.
En realidad nunca me interesó el rock, y menos los alucinógenos, nunca fueron lo mío. Me metí en algunos de aquellos grupos absurdos, alternativos, y durante un tiempo tragué o fumé casi cualquier cosa que me daban, solo para ver lo que era. Pero ya estaba por encima de los treinta, y era lo que se dice un tipo normal, promedio, de manera tal que ni siquiera me sentía muy cómodo con el lenguaje que empleaban.
Lo aclaro porque, si realmente voy a escribir mi historia, y la de Erika, tendré que meterme hasta el fondo, pero no en el sentido del argot actual.
Lo que en realidad hacía durante aquellos tiempos, después de ocuparme de mi aburrido trabajo de nueve a cinco, era quedarme sentado como un espectador divertido que contempla todas aquellas vistas y sonidos nuevos a los que se había aficionado la zona de la Bahía en aquellos tiempos, hace apenas unos años, aunque ahora parecen siglos. Los jóvenes necesitaban un público en lugar de más exhibicionistas y bichos raros. Dado que era un recién llegado relativo del medio oeste, supongo que me sentía lo bastante solo como para que un papel en su mayor parte pasivo me pareciera mejor que no tomar parte alguna en todas aquellas emociones.
Así fue cómo empecé a ir a La Mancha Púrpura y cómo conocí a la vocalista de la banda de rock estrella del lugar, que se llamaba, con la extravagancia elefantina habitual, el Váter Eléctrico.
Había oído hablar de Erika Zann antes de conocerla. Había grabado unos cuantos discos bastante oscuros, cosas mucho más alternativas que el primer material que utilizó con El Váter. Recuerdo que había un disco dedicado totalmente a la misa satánica, y Erika estaba metida en aquello, junto con una serie realmente asombrosa de efectos de sonido además de ululaciones humanas que expresaban éxtasis, miedo y otros sentimientos menos identificables. Más tarde me dijo que había roto con el grupo de magia negra, pero no me dijo por qué, aunque creo que insinuó que había problemas de dinero.
Dado que el satanismo nunca me ha interesado demasiado no es que eso me impresionara, pero el simple hecho de tener durante aquellos primeros días en un sitio como La Mancha a una artista que hubiera grabado algo ya daba un cierto prestigio, así que a Erika le dieron tratamiento de estrella, aunque no empezó ganando ninguna encuesta de popularidad. De hecho, para un lugar como aquél, su interpretación al principio parecía bastante suave y apagada, aunque no siguió así mucho tiempo.
Recuerdo que entré tranquilamente una noche, saludé con la cabeza al gerente, Pete Muzio, y pedí una cerveza en la barra. El sitio había sido antes una taberna y todavía tenía licencia para vender alcohol, aunque los hippies del Hansbury ya se traían de casa sus propias emociones dentro de los pastilleros y las bolsas de hierba. Muchos de aquellos tipos barbudos y vestidos con ropa rara estaban sentados en las mesas, más o menos colocados (no hace falta que te describa a los especímenes de la contracultura de los últimos tiempos) mientras un guitarrista y un intérprete de bongo largaban en el escenario improvisaciones imitadas, recogidas de segunda mano de los discos de los Beatles. No había mucho que ver, excepto, quizás, dentro de los cráneos de los que ya habían subido a la órbita del ácido.
El gerente se acercó a mí en el bar. Si yo hubiera sido él y tuviera tantos dientes rotos, no sonreiría tan abiertamente.
—Tengo un nuevo grupo a bordo desde la última vez que te vi por aquí —murmuró.
Para ser gerente de un garito de muchos decibeles hablaba bastante bajo, lo que con frecuencia resultaba un inconveniente en la comunicación.
—¿Quiénes son? —pregunté por educación.
Pete Muzio era una atracción de La Mancha Púrpura que no me gustaba demasiado.
—Se llaman El Váter Eléctrico. Nada especial hasta ahora, pero tienen una vocalista nueva que ha hecho un par de cosas. Aún no he tenido tiempo de colgar los carteles pero se llama Zann, Erika Zann, una tipa alemana según creo.
Al poco rato subió el grupo y Erika cantó unos cuantos temas ruidosos pero olvidables. Aquel año se llevaban los arreglos de rock ácido, y si estabas al día sabías de dónde estaba mangando El Váter Eléctrico los acordes. En aquel momento La Mancha estaba entre especialistas de iluminación, así que Pete se las apañaba solo con las luces, lo que no aportaba mucho al efecto final. Después de la actuación, trajo a Erika a la barra y farfulló una presentación. Dado que tenía un trabajo normal y dinero para gastar, al contrario que muchos de sus clientes habituales, Pete intentaba mostrarse agradable conmigo.
La invité a una cerveza y le ofrecí unos cuantos cumplidos formales. Ella respondió de inmediato.
—Ahora cantamos cosas bastante normales, pero Tommy (el guitarrista) acaba de contratar a un nuevo arreglista. Está trabajando en unas cosas fantásticas, alternativas de verdad, con muchos más efectos electrónicos. Espera a oírlas.
Medí con la mirada a Erika Zann. El vestido de lentejuelas de siempre, bonita figura pero demasiado delgada. Una frente amplia acentuada por una llamarada poblada de peinado rubio ceniza. Unos ojos grandes, de un violeta profundo, su única pretensión de belleza; admitió que el color se lo daban unas lentillas. Una barbilla diminuta y puntiaguda bajo una boca que parecía demasiado pequeña para la voz que salía de ella. Definitivamente nerviosa, quizá un tic, como muchos de los intérpretes que se subían a un escenario.
Por hablar de algo comenté:
—Según Pete eres alemana.
Se echó a reír de forma mecánica.
—La verdad es que no. Nací en Europa justo después de la guerra. Mis parientes eran refugiados y llegaron a los Estados Unidos unos años después, yo ni siquiera me acuerdo.
—¿Músicos?
—Mi padre ya está muerto pero era violinista. Igual que mi abuelo, pero ya hace mucho que murió. Es irónico.
—¿El qué?
—El abuelo Erich Zann dejó a su familia en la década de los 20 y se instaló en París. Tocaba en una banda de teatro aunque papá decía que era bastante bueno. Era mudo, no sordo claro, pero no podía emitir ni un solo sonido. Ya ves, me llamaron Erika por un mudo y me gano la vida chillando como una loca.
Hablamos de más cosas pero nada memorable, y desde luego no me enamoré a primera vista de aquella rubia fibrosa y tensa.
Lo cierto es que tardé una semana o dos en volver a La Mancha después de aquel encuentro y cuando volví fue sólo por curiosidad, para oír los nuevos sonidos que según había oído estaban surgiendo de allí. Las cosas habían cambiado mucho. Entraban en el local de Pete a oleadas y la sonrisa nudosa del gerente era más amplia que nunca mientras examinaba la multitud de todas las especies que se agitaba bajo las tenues luces del techo y contaba los ingresos que había conseguido con la entrada que había empezado a cobrar en cuanto pensó que podía salirle bien.
Había carteles de Erika por todas partes. Cuando entrabas la peste a marihuana te hacía llorar los ojos; los penachos de humo enmarañados y viscosos eran lo bastante gruesos como para atenuar aún más las luces. Pete Muzio debía utilizar parte de los beneficios para pagar a la bofia local porque, que yo sepa, nunca registraron el local.
También había utilizado parte de la pasta para contratar a un buen iluminador, y había sustituido al dúo de la guitarra por un virtuoso del órgano Hammond. Precisamente ahora le estaba haciendo unas cosas a una fuga de Bach con percusión de jazz añadida que jamás habrían soñado Disney ni Stokowski. Si pensabas que aquello era salvaje, sólo tenías que esperar al acontecimiento principal. No cabía duda de que el Váter Eléctrico se había tropezado con un arreglista nuevo, aunque nadie supo jamás cómo se llamaba.
Lo primero que se percibía en el nuevo sonido es que era ruidoso, tan ruidoso que si ya te habías volado el cerebro, aquella música podría volverlo a colocar en su sitio a base de estruendo. En segundo lugar, era eléctrico. Había media decena de instrumentos nuevos para apoyar las guitarras, el saxo, la trompeta y la batería, nadie había visto ni oído nada parecido jamás, excepto quizá en el laboratorio del doctor Frankenstein.
Y en tercer lugar estaba Erika. No sé si siempre lo había llevado dentro o los trucos nuevos le añadían algo, pero aquello no eran sólo vagidos. En los puntos culminantes de aquellas largas series, que la dejaban agotada y temblando, despegaba en unos vuelos estratosféricos y sin letra alguna que te recordaban a Yma Sumac, aquella extraña soprano peruana de hace algún tiempo.
El efecto global, si bien no era exactamente rock (o no del todo rock) no dejaba de ser abrasador. Algunos de los clientes habituales tenían convulsiones, literalmente, pero dado que seguían volviendo supongo que estaban allí por eso. De vez en cuando se oía lo que parecía un efecto de sonido creado fuera del escenario, una especie de gruñido de amplio alcance que surgía en todas direcciones y que crecía cada vez más, como si hubiera alguien tirado sobre el teclado del gran órgano de una catedral. Nadie sabía lo que era y sólo había una cosa segura: el sonido no provenía de aquel pequeño Hammond trucado del escenario.
En aquellos momentos las luces de colores de la sala empezaban a saltar y surcar todo el espacio como reflejos del corazón del infierno y Erika se superaba a sí misma para elevarse por encima de todo aquel jaleo. Casi juraría que la mezcla de miedo y exultación que había en su cara no era fingida.
El público devoraba todo aquello y La Mancha se convirtió en el local más «in» de la ciudad, atrayendo con naturalidad a periodistas, turistas y escoria, por ese orden. Pete Muzio compró el café de al lado y derribó la pared medianera para conseguir más espacio. Yo también estaba enganchado y volvía semana tras semana, incluso cuando me di cuenta de que no era la música lo que me atraía (empezó a parecerme vagamente inquietante cuando no odiosa), sino la propia Erika.
Había llegado a conocerla un poco mejor por el simple método de invitar a la banda a unas copas entre pases o bien pasándoles hierba. Era una cría extraña, evasiva, pero yo estaba cada vez más seguro de que en ocasiones estaba muerta de miedo, así que supongo que lo que sentía por ella lo profundizó una especie de pena o instinto protector.
Una noche bebíamos solos en una mesa lateral y por fin empezó a sincerarse conmigo. Yo había hecho algún comentario fatuo, como que parecía nerviosa, lo cual no era más que un modo propio de derribar aquel endiosamiento; en realidad Erika siempre parecía igual de nerviosa.
—¿Nerviosa? Supongo que lo estoy. —Le dio una calada al cigarrillo, esta vez uno normal—. Es parte del negocio. Sólo que antes podía relajarme con algo de hierba o unos dedos de ginebra. Ahora nada parece ayudarme.
—¿Cuál es el problema?
—Bueno, montones de pequeñas cosas —Respiró a fondo y dejó escapar el aire con lentitud—. Ese horripilante manager que tenemos no nos está dando lo que nos corresponde. Y el batería me está tirando los tejos, o a Tommy, o quizá a los dos… ¿quién sabe? Tommy también ha cambiado. No nos quiere decir de dónde saca los arreglos o esos instrumentos tan chiflados. ¿Sabías que los instrumentistas nuevos y el tipo de las luces ni siquiera hablan de los sitios donde tocaron antes?
—¿Y eso te asusta?
—Quizá debería. Estuve bastante metida en la banda de adoradores del diablo de la que te hablé. Y tampoco se dedicaban sólo a eso. Algunos me la tienen muy jurada y creí haber reconocido en el tipo nuevo del vibráfono a uno de aquéllos, pero no quiere hablar, igual que los demás y no estoy segura. El tipo del vibráfono es muy amigo de Pete Muzio, parece que tienen asuntos privados. Pero lo peor es la música.
—¿La música? —exclamé yo—. Eso es lo que te ha convertido en una estrella.
—Lo sé, pero me sigue asustando. Cuando estoy en el escenario no sé de dónde viene la mitad del sonido. No es de esas cajas absurdas con rejillas y tubos de neón; son en su mayor parte postizos o simples decoraciones alternativas para los instrumentos electrónicos normales. Son esos rugidos y esos gemidos de fuera del escenario los que me ponen de los nervios.
»Te juro que he registrado cada centímetro cuadrado de ahí dentro, no hay tanto espacio. A menos que alguien se haya tomado la molestia de meter un juego de altavoces dentro de una pared de ladrillos sólidos y luego ocultar la salida de algún modo, es que no hay ninguna fuente para esos sonidos. ¿Y por qué iban a hacer algo así? Ni siquiera tiene sentido como golpe publicitario, ya que Tommy no deja que nadie hable de ello. Pensé en lo que me había dicho aquel chiflado de la alta fidelidad del público; había intentado grabar el concierto con un transistor escondido pero nunca podía recoger los sonidos que provenían de fuera del escenario.
Erika se terminó el martini con hielo que para entonces ya era sobre todo agua y continuó hablando.
—Te voy a decir algo que no le he contado jamás a nadie. Después de la muerte de papá encontré una caja de cartas de su padre, Erich Zann, dirigidas a mi abuela y escritas desde Paris, sobre todo en 1924 y 1925. Sé leer un poco de alemán porque solíamos hablarlo por casa. Las cartas hablan sobre las experiencias que tuvo el viejo mientras tocaba su violín a solas, por la noche, en el viejo almacén en el que vivía. Parece insinuar que había algo que iba tras él y que lo único que lo mantenía a raya era el sonido de su música. Hay una carta que menciona lo culpable que se sentía por meterse en cosas que es mejor dejar en paz.
»Suena muy peculiar en alemán. Y un párrafo que traduje con la ayuda de un diccionario habla de que miraba por la ventana a medianoche y veía sombras de sátiros y bacanales que bailan y giran como locos en abismos hirvientes de nubes, humo y relámpagos. Una locura, ¿eh? Debía estar realmente chiflado. Pero encontré otra carta en la caja, un informe de la policía de París que decía que Erich Zann había desaparecido y no lo podían localizar. Debía de ser una respuesta a una consulta sobre personas desaparecidas que envió la abuela Zann desde Stuttgart.
Pete Muzio se materializó desde detrás de unas nubes de humo de marihuana, como un diablo del escenario que hace su gran entrada.
—¿Todo listo, Erika? Es hora del último pase.
Aquella sonrisa lobuna parecía burlarse de nosotros, aunque no sé cómo podría haber oído algo.
Mientras esperaba allí sentado a que empezara la música se me ocurrió que aunque era difícil decir en aquella coyuntura si el viejo Erich Zann había estado loco o no, los paralelismos que insinuaba la rara de su nieta eran lo bastante extraños como para que la ingresaran en un manicomio si se lo contaba a mucha gente. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que aquellos aparentes paralelismos podían empujar a alguien, que ya estaba bastante nerviosa y tensa para empezar, al otro lado de la cordura.
Empecé a buscar un modo de que Erika se alejara de La Mancha Púrpura, quizá con la excusa de unas vacaciones y luego para siempre. Pero había un dilema: allí se estaba multiplicando el éxito del grupo y Pete Muzio, benditos sean sus colmillos, los tenía atrapados en un contrato blindado. Por alguna razón el líder, Tommy, se negaba a grabar discos o a explicar esa negativa, aunque había rechazado ofertas que podrían haberlos llevado a la cima de verdad.
Tommy, con aquel peinado a lo Jesucristo y aquellos ojos introvertidos y medio ciegos, ahora parecía colocado todo el tiempo, y si ya estaba demasiado puesto para cuidar de sus propios intereses, ¿cómo iba alguien a pedirle que se preocupara por los de Erika?
Las cosas continuaron pero no mejoraron mucho. Erika parecía cada vez más delgada y más tensa y los juegos de sonidos combinados que se interpretaban tras ella eran cada vez más salvajes, mientras ella gemía y su voz adquiría un mayor color por encima del ritmo machacón y aquel rugido horrible y sin tono que parecía presionarla sobre el escenario y provenía de todas partes y ninguna. La novedad empezaba a desaparecer y el negocio (aunque bastante bueno) se basaba sobre todo en los admiradores fanáticos, o adictos, para quienes una velada con la lucha simbólica de Erika sobre el escenario era el equivalente a una especie de viaje emocional catártico. Los periodistas y empresarios discográficos se habían desvanecido en busca de otros grupos peculiares que quisieran colaborar en su propia explotación.
Aquella última velada, sin embargo, la sala estaba completa porque era viernes (no era trece pero no dejaba de ser un viernes negro). Llegué bastante tarde y vislumbré a Erika al otro lado de la sala justo antes de que empezara el último pase. Mientras me abría camino a empujones entre la multitud para acercarme a ella, me dejó sorprendido su expresión destrozada y el brillo desconcentrado de aquellos ojos violeta sobre el mohín tenso de la boca. Pensé por un momento que se había metido algo pero pareció reconocerme, y mientras el organista terminaba con el calipso politonal, la tomé del brazo y me la llevé a un lado.
—Erika, estás enferma —le solté, demasiado inquieto para ser educado—. Discúlpate y vámonos de aquí. Ya debes haber ahorrado lo suficiente para rescindir el contrato, con Tommy, con Pete o con los dos. No deberías hacer esto, te está matando poco a poco. Yo te ayudaré, ya sabes que me gustas —añadí, la única declaración de lo que sentía por ella que hice jamás.
Esbozó una sonrisa agradecida, la única respuesta que me dio jamás a esos sentimientos, pero estaba totalmente ronca y los vapores de ginebra cabalgaban en aquella voz.
—Estoy asustada, no enferma. Cada vez es más alto y yo no puedo subir más. Viene a por mí, está cada vez más cerca. Creo que sé lo que quiere, ¡y tengo miedo!
—¡Entonces huyamos de aquí!
—Quizá después de esta noche. Me falla la voz, en serio, pero tengo que hacerlo bien, conseguir un certificado médico. Así no habrá problemas, no como la última vez...
El organista terminó la melodía con un chapuzón de escalas atrapadas en unas disonancias que giraban como peonzas y las luces llameaban con la rapidez de una metralleta, convirtiendo al mundo en una serie de instantáneas. Erika se apartó de mí y caminó tensa, a sacudidas, hasta el escenario, una parodia de una secuencia de película muda surrealista.
El telón se alzó ante el Váter Eléctrico y las luces de toda la sala explotaron en locos patrones, como un bombardeo nocturno de la Segunda Guerra Mundial. Los gritos ahogados y abrumadores del combinado se metieron en medio, un chillido de pánico capaz de destrozarle los nervios a cualquiera, y yo sabía que aquel pase no iba a ser habitual, ni siquiera para aquel grupo.
Erika se embarcó en unos tonos dispersos que iba subiendo y rozando con ligereza unos acordes erizados que sonaban como los préstamos que tomaba Kenton de Stravinsky en la década de los años cuarenta. Casi de inmediato el rugido profundo, casi subaural empezó a presionarla desde fuera del escenario, más alto de lo que nunca lo había oído, desalmado, rapaz, implacable. Un hippie con un pelo que parecía una peluca sobresaltada y con el ácido brillándole en los ojos permanecía a mi lado gritando algo ininteligible. Me incliné hacia él y capté algunos fragmentos de frases:
—Negrura... ¡Negrura del espacio ilimitado! Espacio inimaginable repleto de música y movimiento… no hay nada parecido en la Tierra…
Erika luchaba por superar la marea, por llegar a la cima de las olas del sonido. Su voz remontaba los tonos cada vez más rápido, cada vez más alto, pero la oleada de sonido la sobrepasaba, se acurrucaba en los rompientes que tenía por delante, se apiñaba en olas rápidas y encrestadas suspendidas a ambos lados de ella. Las luces se atenuaron hasta alcanzar una especie de verde submarino y crepitante, salpicado por ráfagas lívidas de escarlata, magenta y violeta. Nadie podía soportar semejante tensión.
Me abrí camino hasta la barra donde acechaba Pete Muzio en una esquina oscura con aquella sonrisa de cuchillo en los labios. Lo agarré por el hombro, le pegué la cara y grité en medio del estrépito.
—¡Apaga ese ruido! Ese altavoz trucado o lo que tengas metido ahí detrás, tienes que tener un control de los amplificadores por aquí. ¡Apágalo! ¡La va a matar!
Pete ya no sonreía, sudaba y estaba muerto de miedo y por una vez en su vida chillaba para que lo oyera.
—No hay ninguna cinta, ni altavoces. ¡Te juro por Dios que no sé lo que es! Al principio pensé que era la banda la que lo hacía y ellos pensaban que era yo. Entonces el tío nuevo me advirtió que me metiera en mis propios asuntos si quería quedarme con algo...
Lo aparté de un empujón y me dirigí al escenario.
El estruendo sónico había subido hasta alcanzar el nivel de un chillido capaz de romperle los tímpanos a cualquiera; los músicos del combinado tiraron consternados los instrumentos. Incluso el espectáculo de luces se apagó horrorizado y dejó un único haz diminuto que jugaba sobre la figura de Erika y reflejaba las lentejuelas metálicas de su traje que centelleaban desde aquellos ojos enormes y acosados. Permanecía con los pies separados y firmes, los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás, aquel bramido alienígena se retorcía a su alrededor como un nimbo visible. Contuvo la respiración, torció los labios y se inclinó mientras luchaba para sacar la última nota alta y torturada de aquella cadencia histérica.
Nada.
Ni un sonido, ni un chirrido, ni siquiera un gruñido salió del cuadrado de su boca. La voz, su única protección contra el cazador desconocido, al final se había roto.
Exultante, aquel rugido que todo lo inundaba pareció precipitarse sobre ella, que se tambaleó hacia atrás y cayó sobre la guitarra desechada de Tommy para luego tropezar con el súperamplificador que cargaba todos los instrumentos eléctricos y los altavoces, Hubo una erupción de chispas y vi que la mano se apresuraba a detener la caída y agarraba uno de los extraños instrumentos nuevos que permanecían allí como un coro siniestro de robots que supervisaran la escena.
Al instante toda la carga de corriente tocó tierra y chisporroteó de forma letal a través de las lentejuelas de metal del traje de Erika. El olor a quemado y ozono atravesó la peste a hierba. El telón del escenario estalló en llamas mientras los miembros de la banda huían (salvo por Tommy, que no lo consiguió) y el público se debatía drogado y asombrado para llegar a las salidas. Las serpentinas baratas y la psicodélica decoración de papel maché y estopilla canalizaron el fuego hacia cada esquina de La Mancha Púrpura, iluminando aquella pesadilla de motín con un fulgor siniestro, y de repente se fundieron los plomos.
Yo me encontraba cerca de la entrada y, aunque sabía que Erika estaba condenada sin remisión, intenté llegar por la fuerza al escenario a pesar de la presión de la multitud. Fue un gesto tan absurdo como fútil, el empuje de la masa me llevó hacia una seguridad que yo ni codiciaba ni valoraba. No fue demasiado espectacular en lo que a fuegos en lugares atestados se refiere. Además de Erika y Tommy, cuyos cuerpos estaban casi calcinados, aquella noche sólo murió Pete Muzio. No lo encontraron hasta el día siguiente, agachado tras la barra que había cerca de la entrada. No tenía ni una marca así que supusieron que había sufrido un ataque al corazón.
Dicen que todavía lucía en la cara la mueca rota habitual que siempre había confundido con una sonrisa.
Nadie salió malherido de la estampida de hippies colocados, lo que demuestra que (como dice el viejo proverbio) Dios cuida de los tontos y los niños. El interior de La Mancha Púrpura quedó totalmente destripado pero los bomberos no tuvieron demasiados problemas para controlar las llamas. Sin embargo, más tarde se juzgó que la estructura no era segura y se derribó el armazón del edificio.
Me alegro de que haya desaparecido, aunque no lo pueda olvidar jamás; ni tampoco olvidaré lo que pasó allí dentro, ni a las personas a las que les pasó. Y sobre todo no olvidaré (aunque tengo la sensación de que según pase el tiempo desearé cada vez más poder olvidarlo) el silencio de Erika Zann.
James Wade (1930-1983)
Relatos góticos. I Relatos fantásticos.
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El análisis y resumen del cuento de James Wade: El silencio de Erika Zann (The Silence of Erika Zann), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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