«La cabaña de Landor»: Edgar Allan Poe; relato y análisis.
La cabaña de Landor (Landor's Cottage) es un relato fantástico del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), publicado originalmente en la edición del 9 de junio de 1849 del periódico Flag of Our Union, y luego reeditado en la antología de 1850: Las obras del difunto Edgar Allan Poe (The Works of the Late Edgar Allan Poe).
La cabaña de Landor, posiblemente uno de los cuentos de Edgar Allan Poe menos conocidos, es también su último relato. Aquí, el autor nos hace retroceder, como en muchos eventos ligados a la muerte, a una escena familiar, en este caso, una escena hogareña de la vida de Edgar Allan Poe. El cuento nos ubica en el denominado Poe Cottage, es decir, la vieja casa de E.A. Poe sobre Kingsbridge Road, hoy en día parte central del parque dedicado exclusivamente al poeta: el Poe Park.
La cabaña de Landor.
Landor's Cottage, Edgar Allan Poe (1809-1849)
Durante una excursión a pie, que realicé el pasado verano a través de uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al caer el día, un tanto desorientado acerca del camino que debía seguir. La tierra se ondulaba de un modo considerable y durante la última hora mi senda había dado vueltas y más vueltas de aquí para allá, tan confusamente en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no tardé mucho en ignorar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B..., donde había decidido pernoctar. El sol casi no había brillado durante el día —en el más estricto sentido de la palabra—, a pesar de lo cual había estado desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego, contribuía a mi incertidumbre.
No es que me preocupara mucho por eso. Si. no llegaba a la aldea antes de la puesta del sol o aun antes de que oscureciese, sería más que posible que surgiera por allí una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededores estaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser estos parajes más pintorescos que fértiles. De todos modos, con mi mochila por almohada y mi perro de centinela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que debería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis anchas, haciéndose Ponto cargo de mi escopeta, hasta que, finalmente, en el momento que yo había empezado a considerar si los pequeños senderos que se abrían aquí y allí eran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía el más prometedor, me condujo a un verdadero camino de carros.
No podía haber equivocación. Las ligeras huellas de ruedas eran evidentes, y aunque los altos arbustos y la maleza excesivamente crecida se entrecruzaban formando una maraña elevada, no había obstrucción alguna por abajo, incluso para el paso de una galera de Virginia, que es el vehículo con más aspiraciones de todos cuantos conozco de su clase. Sin embargo, la carretera, excepto en lo de estar trazada a través del bosque —si ésta no es una palabra demasiado importante para tan pequeña agrupación de árboles— y excepto en los detalles de evidentes huellas de ruedas, no guardaba la menor relación con todas las carreteras que yo había visto hasta entonces. Las huellas de las que hablo no eran sino débilmente perceptibles, habiendo sido impresas sobre la superficie firme, pero desagradablemente mojada, que era más parecida al verde terciopelo de Génova que a ninguna otra cosa.
Naturalmente, era césped, pero un césped que raras veces vemos en Inglaterra —tan corto, tan espeso, tan nivelado y tan vivo de color—. En aquella vía de ruedas no existía ni un solo obstáculo, ¡ni siquiera una piedra o una ramita seca! Las piedras que una vez obstruyeron el camino habían sido cuidadosamente colocadas, no tiradas a lo largo de las cunetas, sino puestas alrededor como para señalar sus límites, con una clase de definición medio precisa, medio negligente y totalmente pintoresca. Por todas partes crecían grupos de flores entre las piedras con una gran exuberancia. Desde luego, yo no sabía qué sacar de todo aquello. Sin duda alguna era arte, lo que no me sorprendía, pues todas las carreteras son obras de arte en el sentido corriente de la palabra. No puedo decir que hubiera mucho para maravillarse en el simple exceso de arte manifestado; todo parecía haber sido hecho, debería haber sido hecho allí, con "recursos naturales", tal como se dice en los libros de jardinería del paisaje, con muy poco trabajo y gasto.
No eran la cantidad del arte, sino su carácter, lo que me indujo a tomar asiento sobre una de las floridas piedras y mirar de arriba abajo aquella avenida que parecía de hadas, durante media hora o más, con maravillosa admiración. Cualquier cosa se iba haciendo más y más evidente conforme la miraba: aquellos arreglos deberían haber sido dirigidos por un artista, y uno de gusto muy exigente para las formas. Se intentó conservar un equilibrio entre lo delicado y gracioso, por una parte, y lo pintoresco, en el verdadero sentido del término italiano, por la otra. Había pocas líneas rectas y pocas líneas continuas. El mismo efecto de curvatura o de color aparecía repetido en general dos veces, pero no aparecía con más frecuencia, desde ningún punto de vista.
Por todas partes había variedad en la uniformidad. Era una pieza de composición a la que el gusto del crítico más exigente apenas hubiera podido sugerir la más pequeña enmienda. Cuando entré por aquella carretera había torcido a la derecha y ahora, al levantarme, continué en la misma dirección. La senda era tan sinuosa que en ningún momento, desde luego, podía andar más de dos o tres pasos en línea recta. Su carácter no experimentaba ningún cambio material.
De forma repentina, el murmullo del agua se oyó suavemente y algunos momentos después, cuando el camino torcía de forma algo más brusca que la de antes, divisé un edificio de cierta categoría que se alzaba al pie del suave declive, precisamente delante de mí. No podía ver nada claramente a causa de la niebla que ocupaba todo el pequeño valle que se hallaba a mis pies. Sin embargo, ahora que el sol iba a ponerse, se levantaba una suave brisa, y mientras permanecía de pie sobre la cima de la ladera, la niebla se iba disipando gradualmente en espirales y de ese modo flotaba sobre el paisaje. Cuando el escenario fue haciéndose más visible, de forma gradual como lo describo, parte por parte, aquí un árbol, allí un resplandor de agua y aquí de nuevo el final de una chimenea, no pude menos de imaginar que todo no era sino una de esas ilusiones ingeniosas que algunas veces se exhiben bajo el nombre de "cuadros desvanecientes".
Sin embargo, durante ese tiempo la niebla había desaparecido totalmente, el sol se había ocultado detrás de las suaves colinas y desde allí, como con un ligero paso hacia el sur, se había vuelto a hacer visible, brillando con reflejos purpúreos a través de una hondonada, por la que se penetraba al valle del Oeste. De repente, y como por arte de magia, todo el valle y todo lo que en él había se hizo visible. La primera ojeada, mientras el sol se deslizaba en la posición descrita, me impresionó mucho más de lo que me hubiera impresionado, siendo colegial, el final de una buena representación de teatro o melodrama. Ni siquiera se echaba de menos la monstruosidad de color, pues la luz del sol salía a través de la hondonada, coloreada por completo de anaranjado y púrpura, mientras el vivo verde del césped del valle era reflejado más o menos sobre los objetos, desde la cortina de vapor que aún colgaba por encima, como si le costase trabajo abandonar escena de tan encantadora belleza.
El pequeño valle que yo curioseaba a mis pies desde aquel dosel de niebla, puede que no tuviera más de cuatrocientos metros de longitud, mientras que su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o tal vez doscientos. Era más estrecho en su extremo norte, abriéndose conforme se acercaba hacia el sur, aunque con regularidad no muy precisa. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas del extremo sur. Las laderas que cerraban el valle no podían llamarse propiamente colinas, al menos en su cara norte. Aquí se elevaba un precipicio de granito escarpado con una altura de unos noventa pies y, como ya he dicho, el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies de ancho. A medida que el visitante avanzaba hacia el sur desde el acantilado, encontraba a derecha e izquierda declives de menos altura, menos escarpados y menos rocosos. En una palabra, todo se inclinaba y se suavizaba hacia el sur, y a pesar de ello el valle estaba rodeado por eminencias más o menos altas, excepto en dos puntos. De uno ya he hablado. Se encontraba considerablemente al noroeste y estaba allí donde el sol poniente se abría camino, como ya lo he descrito, en el anfiteatro a través de una grieta natural lisamente trazada en el terraplén de granito; esta grieta tendría diez yardas por su parte más ancha, hasta donde el ojo era capaz de ver.
Parecía llevar hacia arriba, como una calzada natural, a los recónditos lugares de inexploradas montañas y bosques. La otra abertura estaba situada directamente en el otro extremo sur del valle. Allí, por regla general, las pendientes no eran sino suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en unas cincuenta yardas, aproximadamente. En medio de esta extensión había una depresión al nivel corriente del suelo del valle. En cuanto a la vegetación, así como a todo lo demás, la escena se suavizaba y ondulaba hacia el sur. Hacia el norte, y sobre el precipicio escarpado, se alzaban a algunos pasos del borde magníficos troncos de numerosos nogales americanos, nogales negros y castaños, entremezclados con algún otro roble. Las fuertes ramas laterales de los castaños, especialmente, sobresalían en mucho sobre el borde del acantilado. Continuando su marcha hacia el sur, el viajero veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos elevados. Luego veía el olmo apacible, seguido por el sasafrás; el algarrobo y el curbaril, y éstos a su vez por el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y éstos de nuevo por otras variedades más graciosas y modestas.
Toda la cara del declive sur estaba cubierta sólo de arbustos salvajes, con excepción de algún sauce plateado o álamo blanco. En el fondo del mismo valle (pues debe recordarse que la vegetación mencionada hasta ahora sólo crecía en los precipicios o laderas de los montes) podían verse tres árboles aislados. Uno era un olmo de hermoso tamaño y exquisita forma que se alzaba como si guardase la entrada sur del valle. Otro era un nogal americano, mucho mayor que el anterior y en su conjunto mucho más hermoso, aunque ambos eran muy bellos. Éste parecía tener a su cargo la entrada noroeste, brotando de un montón de rocas en la misma embocadura del precipicio y proyectando su graciosa figura en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados, a lo lejos, sobre el iluminado anfiteatro. Casi a unas treinta yardas al este de dicho árbol se levantaba el orgullo del valle, y por encima de toda discusión, el árbol más magnífico que yo he visto jamás, salvo, tal vez, entre los cipreses de Ilchiatuckanee.
Era un tulípero de triple tronco, el Liriodendron. Tulipiferurn, perteneciente a la familia de las magnolias. Los tres troncos estaban separados del padre unos tres pies del suelo, aproximadamente, y se apartaban muy suave y gradualmente, apenas distando entre ellos cuatro pies de donde el tronco más ancho extendía su follaje; esto ocurría a una altura de unos ochenta pies. La altura del tronco principal era de ciento veinticinco. Nada hay que supere en belleza a la forma y el color verde brillante de las hojas del tulipero. En el ejemplar al que me refiero tenían muy bien ocho pies de anchura, pero su gloria estaba completamente eclipsada por el magnífico esplendor de su profusa floración. ¡Imaginad, congregados en un denso ramillete, un millón de tulipanes de los más grandes y espléndidos! Sólo así puede el lector hacerse una idea del cuadro que intento describir; y luego, la gracia firme de los lisos troncos, finamente pulidos como columnas, el más ancho de los cuales medía cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables florescencias, mczclándose con las de los otros árboles de parecida belleza, aunque infinitamente de menor majestad, llenaban el valle de aromas más agradables que los perfumes de Arabia.
El suelo del anfiteatro tenía un césped de la misma clase que el de la carretera y aún más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y de un verde milagroso. Era difícil de concebir cómo se había logrado toda esa belleza. He hablado de las dos aberturas que tenía el valle. En una de ellas, la situada al noroeste, fluía un riachuelo que, con un murmullo suave y espumoso, llegaba hasta estrellarse contra el grupo de rocas sobre las que brotaba el nogal americano. Allí, después de rodear el árbol, pasaba un, poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies hacia el sur y no sufriendo otra alteración en su curso hasta que se aproximaba al centro entre los límites orientales y occidentales del valle. En este punto, después de una serie de revueltas, doblaba en ángulo recto y proseguía generalmente en dirección sur, serpenteando en su cauce hasta llegar a perderse en un pequeño lago de forma irregular (aunque ásperamente ovalado) que se extendía resplandeciente cerca de la extremidad inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez cien yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal podía ser más claro que sus aguas. Su fondo, que podía verse con claridad, estaba formado todo él de guijarros de un blanco brillante.
Sus orillas, de césped esmeralda, ya descritas, redondeadas más bien que cortadas, se hundían en el claro cielo de debajo, y tan claro era éste y tan perfectamente reflejaba a veces los objetos que estaban por encima, que era un punto difícil de determinar dónde acababa la orilla verdadera y dónde comenzaba su reflejo. Las truchas y otras variedades de peces, de las que aquella laguna parecía estar incomprensiblemente repleta, tenían toda la apariencia de auténticos peces voladores. Resultaba casi imposible de creer que no estaban suspendidos del aire. Una ligera canoa de corteza de abedul que descansaba plácidamente sobre el agua, era reflejada hasta en sus más minuciosas fibras con una fidelidad superior al espejo más pulido.
Una pequeña isla, que reía bellamente con flores en todo su apogeo y que ofrecía muy poco más espacio que el justo para sostener alguna pequeña y pintoresca edificación, como una casita de patos, se levantaba sobre la superficie del lago, no muy lejos de la orilla norte, a la cual estaba unida por medio de un puente inconcebiblemente ligero y rústico. Estaba formado por una tabla única, ancha y gruesa, de madera de tulípero que medía cuarenta pies de larga y que salvaba el espacio comprendido entre orilla y orilla con un ligero, como perceptible arco que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una prolongación del arroyo que después de serpentear tal vez treinta yardas, pasaba, finalmente, a través de la depresión (ya descrita) en medio de la pendiente sur, y lanzándose por un abrupto precipicio de cien pies, seguía su áspera y desconocida ruta hacia el Hudson.
El lago era profundo —en algunos puntos, treinta pies—, pero el arroyo raras veces excedía de tres, mientras su anchura mayor era casi de ocho. El fondo y las orillas eran semejantes a las del lago, y si se les debiera atribuir algún defecto, de acuerdo con su pintoresquismo, sería el de su excesiva pulcritud. La extensión del verde césped estaba suavizada aquí y allí por algún bonito arbusto, tal como la hortensia, la corriente bola de nieve o la aromática lila; o más frecuentemente por un macizo de geranios floreciendo magníficos en grandes variedades. Estos últimos crecían en tiestos que estaban cuidadosamente enterrados en el suelo, como para dar a las plantas la apariencia de ser naturales. Además de esto, el terciopelo del césped estaba exquisitamente moteado por un rebaño considerable que pastaba por el valle en compañía de tres gamos domesticados y un gran número de patos de brillantes plumas. Un mastín enorme parecía estar vigilando a cada uno de aquellos animales.
A lo largo de las colinas de la parte este y oeste, hacia la parte superior del anfiteatro, donde eran más o menos escarpados los linderos, crecía una gran profusión de brillante hierba —de modo que sólo de tarde en tarde se podía descubrir algún sitio de la roca que hubiera quedado desnuda—. El precipicio norte estaba del mismo modo enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas brotaban en la base del acantilado y otras sobre los bordes de sus paredes laterales. La ligera elevación que formaba el límite más bajo de esta pequeña posesión estaba coronada por un muro de piedra uniforme, de altura suficiente como para prevenir que escaparan los gamos. Por ningún lado se veía algo que pudiera ser un vallado; es que en realidad no era en modo alguno necesario, pues si, por ejemplo, llegaba a extraviarse alguna oveja que hubiese intentado salir del valle por medio del precipicio, después de unas cuantas yardas, habría encontrado interrumpido su caminar por el borde de la roca, sobre el cual se precipitaba la cascada que había atraído mi atención cuando por vez primera me acerqué a la finca.
En resumen: las únicas entradas o salidas sólo eran posibles a través de una verja que ocupaba un paso rocoso en la carretera a algunas yardas por debajo del lugar donde yo me había detenido para contemplar el paisaje. He descrito el arroyo que serpenteaba de modo muy irregular a lo largo de su curso. Sus dos direcciones principales eran, como dije. primero de oeste a este y luego de norte a sur. En la revuelta, la corriente, retrocediendo en su marcha, describía una curva casi circular, de forma como de península o tal vez como una isla, y que incluía en su interior una extensión de la sexta parte de un acre. Sobre esta península se asentaba una casa, y cuando vi que esta casa, como la terraza infernal vista por Vathek; était d'une architecture inconnue dans les annales de la terre, quiero decir simplemente que todo su conjunto me impresionó con el más agudo sentido de una combinación de novedad y de propiedad —de poesía, en una palabra (en el término más abstracto y riguroso)—, y no es mi intención indicar que el soutre fuera tomado en cuenta en algún momento. De hecho, nada podría ser más sencillo, ni más completamente carente de ambición, que aquel cottage. Su maravilloso efecto radicaba principalmente en la artística disposición, como la de un cuadro. Mientras la miraba, podía haber imaginado que algún eminente paisajista la había creado con su pincel.
El sitio desde el cual vi el valle por vez primera no era por completo, aunque no faltara mucho para ello, el mejor punto desde el cual se pudiera contemplar la casa. Por tanto, la describiré como la vi más tarde, colocándome sobre las piedras en el extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía cerca de veinticuatro pies de largo y dieciséis de ancho. Su altura total, desde el suelo a la cúspide del tejado, no debería exceder de dieciocho pies. Al extremo oeste de esta estructura se le unía otra un tercio más pequeña en todas sus proporciones; la línea de su fachada retrocedía cerca de dos yardas en relación con la casa mayor, y la línea del tejado era también considerablemente más baja que el tejado de su compañera. A la derecha de este edificio, y detrás del principal —no exactamente en medio —, se extendía una tercera edificación, muy pequeña, y en general un tercio inferior que la situada en el ala oeste. Los tejados de las dos casas mayores eran muy empinados, descendiendo desde la cima con una larga curva cóncava y extendiéndose, por último, cuatro pies más allá de las paredes de la fachada, como para cubrir los tejados de dos galerías. Estos últimos no necesitaban soportes, desde luego, pero como tenían el aspecto de necesitarlos, unos ligeros y bien pulidos pilares se habían insertado sólo en las esquinas. El tejado del ala norte era simple prolongación de una parte del tejado principal.
Entre el edificio principal y el ala oeste se alzaba una chimenea muy alta y esbelta de consistentes ladrillos holandeses que se alternaban en rojo y en negro; una ligera cornisa que sobresalía remataba el tejado. Los tejados se proyectaban mucho sobre los caballetes, haciéndolo en el edificio principal como cuatro pies al este y como dos al oeste. La puerta principal no estaba precisamente en el centro de la edificación principal, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas quedaban al oeste. Éstas no bajaban al terreno, sino que, mucho más largas y estrechas que las corrientes, tenían hojas únicas, como las puertas, y cristales con forma de rombos, pero muy anchos. La puerta era de cristal en su medio panel superior, también en forma de rombos, y con una hoja movible, que se aseguraba por la noche. La puerta del ala oeste estaba en esta pared y era muy sencilla, con una única ventana que miraba hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, y sólo una ventana orientada hacia el este. El muro de sujeción del caballete oriental estaba realzado por una escalera de balaustrada que la cruzaba en diagonal.
Bajo el tejado del amplio alero, esta escalera daba acceso a una puerta que conducía a la buhardilla, o mejor, al desván, pues éste se iluminaba únicamente por la luz de una ventana orientada al norte y parecía haber sido ideado como almacén. Las galerías del edificio principal y del ala oeste no tenían el suelo que acostumbran tener, pero ante las puertas y ventanas, anchas losas de granito de forma irregular, quedaban encajadas en el delicioso césped, proporcionando en cualquier tiempo un confortable pavimento. Excelentes senderos del mismo material, no ajustado, sino dejando que el césped aterciopelado llenara los frecuentes espacios entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa a un manantial cristalino que manaba a muy pocos pasos, a la carretera o a uno de los dos pabellones que se extendían al norte, más allá del arroyo y completamente tapados por algunos algarrobos y catalpas.
A menos de seis pasos de la entrada principal del cottage se levantaba el tronco muerto de un fantástico peral, tan recubierto de pies a cabeza por espléndidas flores de bignonia, que uno precisaba una gran atención para determinar qué clase de cosa podía ser aquello. De diversas ramas de este árbol colgaban jaulas de clases diferentes. En una de ellas, un sinsonte se removía con gran algazara en un gran cilindro de mimbre con una anilla en su parte superior; en otra, una oropéndola, y en una tercera, el descarado gorrión de los arrozales, mientras que tres o cuatro más delicadas prisiones estaban ocupadas por canarios de potente canto. Los pilares de las galerías estaban enguirnaldados con jazmines y madreselvas, mientras que enfrente del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste brotaba una parra de exuberancia sin igual. Desafiando toda limitación, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más elevado, y después, a lo largo del alero de este último, seguía retorciéndose, proyectando zarcillos a derecha e izquierda, hasta alcanzar, por último, el caballete del este y caer rastreando por las escaleras.
Toda la casa, con sus alas, fue construida con arreglo a la vieja moda holandesa de ancho entablado y bordes sin redondear. La particularidad de este material es dar a las casas construidas con él todo el aspecto de ser más anchas en la base que en la parte superior —como en la arquitectura egipcia—, y en el caso presente, aquel efecto, extraordinariamente pintoresco, se basaba en los numerosos tiestos de magníficas flores que casi circundaban la base de los edificios. El entablado estaba pintado de gris oscuro y un artista puede fácilmente imaginar el magnífico efecto que este tono neutro producía, mezclado con el vivo verde de las hojas de los tulíperos que parcialmente sombreaban el cottage.
Desde una posición cercana a la valla de piedra, tal como he descrito, se podían ver con gran facilidad los edificios., pues el ángulo sudeste avanzaba hacia adelante y la vista podía abarcar en seguida el conjunto de las dos fachadas, junto con el pintoresco caballete del este y, al mismo tiempo, tenía una vista suficiente del ala norte, con retazos del bonito tejado del invernadero y casi la mitad de un puentecillo, puente que se arqueaba sobre el arroyo en las cercanías de los edificios principales. No permanecí mucho tiempo en la cumbre de la colina, aunque sí el suficiente como para hacer una concienzuda recopilación del escenario que tenía a mis pies. Era evidente que me había apartado de la carretera de la aldea, y así tenía una buena disculpa de viajero para abrir la verja que estaba ante mí y preguntar el camino, lo cual hice sin la menor vacilación.
La carretera, después de cruzar la puerta, quedaba sobre un reborde natural que descendía gradualmente por la cara de los acantilados del nordeste. Me llevó al pie del precipicio norte, y de allí, luego de cruzar el puente y rodear el caballete norte, a la puerta de la fachada. Mientras avanzaba pude darme cuenta de que no se podían ver los pabellones. Cuando doblé la esquina del caballete, un mastín saltó hacia mí silenciosamente, pero con la vista y todo el aire de un tigre. Sin embargo, le alargué mi mano en señal de amistad —pues no he conocido perro alguno que se mostrase reacio a una llamada a su cortesía— y no sólo cerró su boca y meneó su cola, sino que me ofreció de verdad su pata, extendiendo después sus muestras de civilidad a Ponto.
No se veía ninguna campanilla y golpeé con mi bastón la puerta, que estaba entornada. Instantáneamente, la figura más bien delgada o ligera y de estatura superior a la media, de una joven de unos veintiocho años, avanzó hacia el umbral. Cuando se acercaba, con cierta humilde decisión, con su paso del todo indescriptible, me dije a mí mismo: "Con seguridad he encontrado aquí la perfección de lo natural, en contraposición a la gracia artificial". La segunda impresión que me causó, y la más viva de las dos, fue la del entusiasmo. Una impresión de romanticismo o tal vez de espiritualidad, tan intensa como aquella que brillaba en sus profundos ojos, jamás se había hundido en el fondo de mi corazón de aquel modo. No sé cómo fue, pero esa peculiar expresión de ojos, que a veces se refleja en los labios, es el atractivo más enérgico, sino el único, que despierta mi mayor interés hacia una mujer. "Romanticismo', hará comprender a mis lectores, lo que quiero decir con la palabra. Romanticismo y feminidad son para mí términos sinónimos, y después de todo, lo que un hombre ama en la mujer es simplemente su "feminidad". Los ojos de Annie (yo oí a alguien que desde el interior le llamaba "Annie querida. . ..." eran de un "gris espiritual"; su cabello, castaño claro; esto fue todo lo que tuve tiempo de observar en ella.
Atendiendo su cortés invitación, entré, pasando primero a un vestíbulo muy espacioso. Habiendo ido allí principalmente para observar, me fijé que a la derecha, al entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de la casa; que a la izquierda, una puerta conducía a la habitación principal, mientras enfrente de mí una puerta abierta me permitía ver un pequeño apartamiento, precisamente del tamaño del vestíbulo, arreglado como estudio y con una ancha ventana saliente que daba al norte. Pasando al saloncito me encontré con míster Landor, pues éste, como supe después, era su nombre. Era un hombre educado y cordial en su modo de reír; pero precisamente entonces estaba yo más interesado en observar el decorado de la casa que tanto me había atraído, que no presté atención a sus ocupantes. El ala norte, como vi entonces, tenía un dormitorio cuya puerta comunicaba con el saloncito. Al oeste de esta puerta se veía una ventana que daba al arroyo. En el extremo oeste del saloncito había una chimenea y una puerta que conducía al ala oeste, probablemente a la cocina.
Nada podía ser más rigurosamente simple que el mobiliario del saloncito. En el suelo, una alfombra de nudo de excelente tejido, con fondo blanco salpicado de pequeñas figuras circulares verdes. En las ventanas había cortinas de muselina de inmaculada blancura, de anchura aceptable y que colgaban formando pliegues rectos y paralelos hasta el suelo. Las paredes estaban empapeladas con papel francés de eran delicadeza: fondo plateado con listas de color verde pálido, corriendo en zigzag de un lado a otro. Sobre él sólo había tres exquisitas litografías de Julien, a tres colores, colgadas de la pared, sin marcos. Uno de los cuadros representaba una escena de lujo oriental, llena de voluptuosidad; la otra era una escena de carnaval, de una fuerza incomparable; la tercera, una cabeza de mujer griega, un rostro tan divinamente hermoso y, sin embargo, con una expresión de inconstancia tan provocativa como jamás mis ojos habían visto hasta entonces.
Los muebles más importantes consistían en una mesa redonda, unas cuantas sillas (incluyendo una mecedora> y un sofá, o mejor, canapé de madera de arce lisa pintada de un tono blanco —crema, ligeramente ribeteado de verde, con asiento de enea. Las sillas y la mesa hacían juego. No cabía duda de que todo había sido designado por el mismo cerebro que planeó los terrenos; de otro modo sería imposible concebir algo tan delicado. Sobre la mesa había unos cuantos libros, una botella de cristal ancha y cuadrada en algún perfume nuevo, una lámpara de cristal esmerilado (no solar) con una pantalla de estilo italiano y un gran vaso repleto de espléndidas flores. Estas, de magníficos colores y suave aroma , constituían en verdad la única decoración del departamento. La repisa de la chimenea estaba enteramente repleta de un florero de geranios. Sobre una estantería triangular en cada ángulo de la habitación se veían vasos semejantes que sólo variaban en su bello contenido. Uno o dos pequeños bouquets, adornaban el mantel y tardías violetas se apretaban en las ventanas abiertas.
El propósito de este trabajo no ha sido sino el de dar con detalle una descripción de la residencia de míster Landor, tal y como yo la encontré.
Edgar Allan Poe (1809-1849)
Relatos de Edgar Allan Poe. I Relatos góticos.
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de pronto me dieron ganas de estar alli,en ese hermoso pueblito.
ResponderEliminarnesecito ideas importantes de este libro
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