«El Ídolo de las Moscas»: Jane Rice; relato y análisis.
El Ídolo de las Moscas (The Idol of the Flies) es un relato de terror de la escritora norteamericana Jane Rice (1913-2003), publicado originalmente en la edición de junio de 1942 de la revista Unknown Worlds, y luego reeditado por Alfred Hitchcock en la antología de: Historias que mi madre nunca me contó (Stories My Mother Never Told Me).
El Ídolo de las Moscas, sin lugar a dudas uno de los mejores cuentos de Jane Rice, relata la historia de Pruitt, un niño malcriado que tiene el pernicioso hábito de invocar regularmente a Asmodeo.
SPOILERS.
Si existiera un subgénero del terror dedicado exclusivamente a los niños malignos, Pruitt, el protagonista de El Ídolo de las Moscas de Jane Rice, sería el más demoníaco de todos.
Pruitt es un niño huérfano que vive con su tía, enferma y extremadamente ingenua. Su tutora, la señorita Bittner, tiene algunos problemas de audición, y un miedo mortal a las moscas. El chico, hay que decirlo con claridad, es un pequeño monstruo, vicioso y sádico. Entre sus actividades preferidas está la tortura de animales, como empalar pequeños lagartos y arrancarle las alas a las moscas para luego agregarlas a la limonada de la señorita Bittner. Entre otras simpáticas bromas juveniles, le rompe la espalda a la cocinera, colocando una cuerda en la escalera del sótano, e intenta asfixiar a su tía colocando cáscaras de nuez en la preparación de sus galletas favoritas. Ciertamente es eficaz a la hora de planear sus tropelías. Muy eficaz; de hecho, ha planeado tan cuidadosamente el asesinato de sus padres que nadie ha sospechado de él.
Ahora bien, Pruitt ha creado una especie de culto exclusivo al mal, representado en una estatuilla con forma de mosca, a la cual le reza diariamente. Esta entidad, el Ídolo de las Moscas, al parecer responde a esa adoración ayudándolo en sus diabólicos planes. No obstante, cada vez que le reza a la estatuilla, Pruitt entra en una especie de trance, de ensueño, donde intenta atrapar unas criaturas oníricas con forma de renacuajo (ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción). Y un día lo hace. Entonces se nos revela que el culto infantil al Ídolo de las Moscas ha despertado la atención de Belcebú, el señor de las moscas.
Pruitt y las moscas que adora destruyen el equilibrio ecológico del hogar. En efecto, la presencia intrusiva y violenta de Pruitt no solo evidencia el nacimiento de un joven psicópata emergente que usa moscas para aterrorizar a las mujeres en el hogar, sino de la ausencia de herramientas en los adultos para enfrentarse al mal cuando su intérprete es un niño (ver: Horror Doméstico: cuando lo desconocido se cuela por las grietas de lo cotidiano)
En cierto modo, El Ídolo de las Moscas de Jane Rice es una inversión del relato clásico de Saki: Srendi Vashtar (Srendi Vashtar), donde un niño frágil y sensible crea una religión personal para escapar del dominio de su tía solterona. Aquí, Pruitt no es exactamente un amante de los animales ni es frágil. Su religión personal no se centra en un hurón cautivo, sino en un fetiche hecho de cera y alquitrán que mantiene escondido en un cobertizo, y su crueldad se extiende a los humanos que trabajan para su rica pero débil tía. Los actos de Pruitt son tan aberrantes que incluso ofenden a la entidad demoníaca que adora intuitivamente, y es destruido por ella, con la colaboración de los insectos y otras pequeñas criaturas que ha estado torturando.
La maldad de Pruitt no parece tener causa. En cierto punto imaginamos que sus actos constituyen un exagerado acto de rebeldía por la muerte de sus padres, pero luego nos enteramos que él mismo ha sido la causa de su muerte. Este es, quizás, el aspecto más interesante de El Ídolo de las Moscas: la posibilidad de que un niño esté genéticamente predestinado a convertirse en un psicópata. En contraste, los adultos que conforman el mundo de Pruitt parecen estar ciegos ante esas tendencias. Bueno, no todos. La cocinera y el jorobado saben perfectamente de lo que es capaz. Ambos extremos, el mal y la inocencia, parecen necesitarse mutuamente para existir.
Por momentos, la prosa de Jane Rice es cruda y sofisticada al mismo tiempo, y esa combinación funciona a la perfección. Cuando uno se va acostumbrando a su estilo, de repente irrumpen párrafos extraordinarios que cortan la respiración, y que en cierta forma cierran los presagios que la autora ha dejado ocultos aquí y allí: la artimaña con la limonada, las reflexiones de la señora Bittner, las cáscaras en las galletas, la muerte de los padres de Pruitt, la trampa para la cocinera. Jane Rice deja un rastro de migas que permite que la realización de cada pequeño crimen de Pruitt tenga mayor impacto.
Lo que eleva al El Ídolo de las Moscas por encima de todo eso, sin embargo, es el ritual imaginario de Pruitt, el cual termina invocando a Asmodeo durante este trance, este estado de ensoñación, que Pruitt llama tiempo de no pensar. La naturaleza viscosa y sensible de los pensamientos que Pruitt ve en sus sueños representados como renacuajos, y sus esfuerzos por capturar uno, son elementos profundamente significativos. Todavía no estoy seguro de qué hacer con ellos. Parecen una contribución tan original que me pregunto si Jane Rice no los tomó de su experiencia personal (ver: Los sueños como subrutinas del subconsciente en la ficción)
No sabemos si estas entidades son el producto conciente de Pruitt o una especie de artimaña de Asmodeo para atraer al niño hacia lo más profundo de su psique. A propósito, también es interesante la versión de Asmodeo [aquí es un epíteto de Belcebú] que presenta Jane Rice, la cual es simplemente aterradora, lejos del estereotipo del demonio que busca hacer tratos a cambio de minucias (ver: El libro de Azathoth: ¿los pactos de sangre son una muestra de ADN para los Antiguos?)
También podemos pensar que la psicopatía de Pruitt, la cual toma la forma de un culto satánico personal, en cierto modo es estimulada por el negacionismo de los adultos. O más aun, que la fobia a las moscas de la señorita Pruitt eventualmente tuvo un efecto catalizador en el chico. ¿El miedo de una persona [en este caso, a las moscas] puede desencadenar [o enfocar] las habilidades sobrenaturales de otra en función de esos miedos? Es una interpretación provocativa, sin dudas. Hay cosas en el mundo que no son evidentes para la observación cotidiana, pero ciertas circunstancias quizás pueden activar el potencial latente en ciertas personas. A su vez, este potencial podría verse afectado por las motivaciones e intenciones individuales, en este caso, por la psicopatía de Pruitt.
El mundo que Jane Rice insinúa en El Ídolo de las Moscas es más interesante que la historia que se desarrolla en él. En definitiva, Pruitt es un psicópata que se destruye a sí mismo al derrochar poderes que no comprende, que bien pueden ser sobrenaturales como parte de su psique retorcida, tal es así que su muerte resulta casi reconfortante. Pero la visión del mundo que revela El Ídolo de las Moscas es mucho menos tranquilizadora. Algunos de los actos malignos de Pruitt pueden explicarse sin recurrir a lo sobrenatural [la muerte de sus padres, la caída de la cocinera], pero otros no: la tutora rompiendo su audífono, la invasión de moscas al final, la misteriosa cita sobre Belcebú en el libro que la señorita Bittner está leyendo.
John W. Campbell, quien es conocido por impulsar la carrera de autores como Isaac Asimov, Robert A. Heinlein y Theodore Sturgeon, entre otros, consideraba a Jane Rice la mayor estrella de Unknown Worlds, y elogiaba su prosa con entusiasmo. Desde aquí, en El Espejo Gótico, suscribimos esa opinión, y también lamentamos que, al menos por ahora, solo hayamos traducido dos relatos de Jane Rice: El Ídolo de las Moscas y El refugiado (The Refugee).
El Ídolo de las Moscas.
The Idol of the Flies, Jane Rice (1913-2003)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Pruitt vio una mosca en la esquina de la mesa. Se mantuvo muy quieta. Limpiaba sus alas con movimientos cortos de sus patas traseras. Pruitt pensó que se parecía al marido de la cocinera del restaurante al que solían ir. Odiaba ese restaurante. Lo odiaba casi tanto como a la tía Mona. Pero odiaba sobre todo a la señorita Bittner.
Levantó la cabeza y enseñó los dientes en la nuca de la señorita Bittner. Odiaba la forma en que ella se quedaba allí borrando la pizarra en grandes círculos. Odiaba la forma en que sobresalían sus omóplatos. Odiaba el gran peinetón metido en su fino cabello, no lo suficientemente profundo, de modo que parte del cabello ondeaba. Y odiaba la forma en que ella lo colocaba alrededor de su rostro cetrino para ocultar ese pequeño artilugio prendido de sus enormes lóbulos. Le gustaban esos lóbulos, y el artilugio, porque la señorita Bittner los odiaba.
Fingía que no le importaba ser sorda. Pero le importaba. No le costaba ponerla nerviosa. Era fácil. Todo lo que tenía que hacer era abrir bien los ojos sin pestañear. Era deliciosamente simple. Demasiado simple, tanto que ya no era divertido.
Se alegró de haber descubierto lo de las moscas. La señorita Bittner colocó el borrador precisamente en el centro del canal de la pizarra, se limpió el polvo de las manos y se volvió hacia Pruitt.
Pruitt abrió mucho los ojos y la miró sin pestañear. La señorita Bittner se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Eso será todo, Pruitt. Mañana comenzaremos con los derivados.
—Sí, señorita Bittner —dijo Pruitt en voz alta, formando meticulosamente las palabras con los labios.
La señorita Bittner se sonrojó. Enderezó el cuello de su vestido.
—Tu tía dijo que podrías darte un baño.
—Sí, señorita Bittner.
—Buenas tardes, Pruitt. Té a las cinco.
—Sí, señorita Bittner. Buenas tardes, señorita Bittner.
Pruitt bajó la mirada hasta un punto a tres pulgadas por debajo de las rodillas de la señorita Bittner. Permitió que una leve expresión de sorpresa controlada arrugara su frente. Involuntariamente, la señorita Bittner miró hacia abajo.
Pruitt, rápido como un relámpago, pasó la mano por la mesa y recogió la mosca. Cuando la señorita Bittner volvió a levantar la cabeza, Pruitt la miraba con indiferencia.
—Hay un poco de limonada en la parte superior de la nevera del porche trasero. ¿Puedo tomar un poco?
—Sí, Pruitt, puedes.
Pruitt cruzó la habitación hacia la puerta.
—Pruitt.
Pruitt se detuvo, giró lentamente sobre sus talones y miró sin pestañear a su tutora.
—¿Sí, señorita Bittner?
—Recordemos no cerrar la puerta mosquitera, ¿de acuerdo? Eso molesta a tu tía, ya sabes.
La señorita Bittner torció sus pálidos labios en lo que creyó erróneamente que era la sonrisa de un conspirador amistoso.
Pruitt la miró fijamente.
—Sí, señorita Bittner.
—Está bien —dijo Clara Bittner con falsa cordialidad.
—¿Eso es todo, señorita Bittner?
—Sí, Pruitt.
Pruitt, sin relajar su mirada de basilisco, contó hasta doce, luego se volvió y salió de la habitación. Clara Bittner miró un buen rato la puerta vacía y luego se estremeció. Si hubiera sido presionada para dar una explicación de ese escalofrío, no podría haber dado una respuesta satisfactoria.
La señorita Bittner era una acérrima defensora de la psicología. Había tomado un curso de verano —hace diez años— y, como le gustaba repetir, había recibido las calificaciones más altas de la clase. Nunca se le ocurrió que esto se debía a su capacidad para memorizar párrafos enteros y ser capaz de trasladarlos a sus exámenes sin haber asimilado nunca los núcleos de pensamiento contenidos en ellos.
La señorita Bittner se agachó y desató un Oxford. Exhaló un suspiro de alivio. Se sentó erguida, se bajó el vestido por la espalda y luego sintió con las yemas de los dedos el cordón negro y gomoso que colgaba contra su cuello. La señorita Bittner suspiró de nuevo. Un zumbido en una de las ventanas llamó su atención.
Se dirigió a un armario. Tomó un matamoscas de alambre, se acercó a la ventana, se echó hacia atrás, cerró los ojos y dio un golpe. La mosca, muy maltratada, cayó al suelo. Yacía sobre sus alas, con las patas dobladas. Desenganchó la pantalla y con el extremo del matamoscas instó a salir delicadamente al cadáver.
—Uf —dijo la señorita Bittner.
Y si la señorita Bittner hubiera sido presionada para dar una explicación de eso, uf, ella tampoco habría podido encontrar una respuesta satisfactoria. Era extraño lo que sentía por las moscas. La afectaban tanto como lo habrían hecho las serpientes de cascabel. No era que tuvieran gérmenes, o que sus ojos fueran de un naranja rojizo y, según había oído, reflejaban la luz como un prisma; no era que tuvieran la odiosa costumbre de regurgitar una gota de su última comida antes de empezar con una nueva; no eran las patas peludas y torcidas, ni la probóscide; era... bueno, era la criatura misma. Posiblemente, la señorita Bittner podría haber dicho, sonriendo para demostrar que realmente no lo decía en serio, tengo fobia a las moscas.
La verdad era que les tenía miedo. Miedo de muerte. Como algunas personas tienen miedo a las áreas cerradas, como otras tienen miedo a las alturas, la señorita Bittner tenía miedo a las moscas. Infantilmente, sin sentido, pero horriblemente.
Devolvió el matamoscas al armario y de inmediato se frotó las manos en el fregadero. Era extraño, pensó, cuántas moscas había encontrado últimamente. Casi parecía como si alguien estuviera desviando deliberadamente un canal de moscas en su dirección. Sonrió para sí misma ante este estúpido capricho, se secó las manos y se arregló el cabello.
Ahora iría por un poco de esa limonada. Estaba complacida de que Pruitt lo hubiera mencionado. Si no lo hubiera hecho, no habría sabido que estaba allí y le encantaba la limonada.
Pruitt estaba en lo alto de la escalera. Trabajó convulsivamente las mandíbulas, luego frunció la boca, se inclinó sobre la barandilla pulida y escupió. El glóbulo de saliva se alargó hasta convertirse en una lágrima en forma de pera y se aplastó con un golpe húmedo en el suelo de abajo.
Pruitt bajó las escaleras. Podía sentir cómo la mosca se movía furiosamente en su cálida y húmeda prisión. Se llevó la mano fuertemente curvada a los labios y sopló en el túnel formado por el pulgar y el índice. La mosca se aferró con fuerza a su palma arrugada. Al pie de las escaleras, Pruitt se detuvo el tiempo suficiente para exprimir cada una de las pequeñas bolas verdes en los extremos del helecho que estaba en una maceta de cobre. Luego entró en la cocina.
—Dame un vaso —le dijo a la mujer de amplios pechos que estaba sentada en un taburete recogiendo frutos secos y poniéndolos en un cuenco de cristal.
La mujer se puso de pie.
—Decir por favor no te hará daño —dijo la mujer.
—No tengo que decirte nada. Tú eres la cocinera.
La cocinera se puso las manos en las caderas.
—Lo que necesitas es una paliza —dijo sombríamente—. Una buena paliza.
A modo de respuesta, Pruitt arrebató la bolsa de papel con cáscaras y deliberadamente la arrojó en el cuenco de frutos secos ya pelados.
La mujer hizo movimiento inútil por impedirlo. Su rostro pesado se llenó de una ola de color intenso. Abrió la mano y la levantó en un arco oscilante.
Pruitt plantó los pies firmemente en el linóleo y dijo en voz baja:
—Gritaré. Ya sabes lo que eso le hará a mi tía.
La mujer sostuvo su mano así por un segundo y luego la dejó caer sobre su delantal.
—Mocoso —siseó ella—. ¡Escurridizo, mocoso de ojos rosados!
—Dame un vaso.
La mujer se acercó a un estante del gabinete, tomó un vaso y sin decir palabra se lo entregó al niño.
—No quiero ese —dijo Pruitt—, quiero, ese —Señaló el gemelo idéntico del vaso en el estante superior.
Silenciosamente, la mujer empujó una escalera corta de cocina hasta el armario. Silenciosamente, la subió. Silenciosamente, entregó el vaso designado. Pruitt lo aceptó.
—Voy a decirle a la tía Mona que te andabas descalza otra vez.
La mujer bajó la escalera, la guardó y volvió al cuenco.
—Lo haré —dijo Pruitt.
La mujer siguió sacando las cáscaras de las nueces.
—Apestas —dijo Pruitt.
La mujer siguió sacando las cáscaras de las nueces.
—Realmente apestas, como Harry.
La mujer siguió sacando las cáscaras de las nueces.
El chico tomó su vaso y se dirigió al porche trasero. La cocinera lo tenía entre ojos, pero ella no se quejaría. La tía Mona les permitió quedarse durante el invierno sin pagar el alquiler, sin nadie más que ellos mismos para cuidar, y Harry era un lisiado que no podía ganarse la vida. Ella no se atrevería a quejarse.
Pruitt levantó la jarra de limonada y se sirvió un vaso. Se bebió la mitad y dejó que el resto goteara por una grieta, sosteniendo el vaso cerca del suelo para que no goteara. Al secarse, quedaría dulce y pegajoso. Muchas moscas.
Recién entonces relajó su mano y hábilmente liberó a su cautivo. Tarareó furiosamente. Le arrancó una de las alas y dejó caer al insecto mutilado en la limonada. La criatura pataleó ineficazmente, se quedó en quieta, volvió a patalear. flotando sobre la superficie del líquido, hundiéndose hacia un lado, con el ala restante extendida como una vela inútil.
El chico la atrapó y la empujó hacia abajo.
—Te bautizo: Señorita Bittner —dijo.
Soltó su agarre y la mosca apareció en la parte superior con un trozo de pulpa de limón en su espalda. Pataleó de nuevo, débilmente, y se quedó quieta.
Pruitt volvió a poner la limonada y abrió la puerta mosquitera. La tiró de modo que el resorte tintineara en protesta. Se soltó y bajó los escalones de un salto. La puerta se abrió con un fuerte golpe detrás de él. Ese fue el final de la siesta de la tía Mona. Se puso en cuclillas y escuchó. Una sombra de nube flotaba sobre la hierba. Una mariposa se balanceaba insegura sobre una hoja cerosa y se alejaba revoloteando, siguiendo su propio rastro de aire errático.
Un insecto de junio tamborileó a través de la cálida tarde, su vientre blindado como una brillante botella verde a la luz del sol. Pruitt desmenuzó el cono de un hormiguero y observó las excitadas maniobras de sus habitantes. Se oyó el lento arrastre de pasos en algún lugar arriba: la apertura de una contraventana. Pruitt sonrió.
La cocinera subiría dos tramos de escaleras para llevarle hielo a la tía. ¿Por qué no dejaba que la tía Mona llenara su propia maldita bolsa de hielo?
Habría tiempo para entrar y volver a mezclar las cáscaras de nueces. Pero no, podría encontrarse con la señorita Bittner preparándose un bocado para acompañar la limonada. Podría adivinar su asunto con la mosca. Además, se había demorado demasiado. Tenía asuntos que atender. Negocios serios.
Se levantó, se estiró, apretó los talones en el hormiguero y se alejó en dirección a la casa de baños.
Dos veces se detuvo ante un petirrojo regordete, arrojándole algunas piedras, y una vez se congeló como una estatua cuando hubo un movimiento en el camino frente a él. Sus ojos rápidos se clavaron en un sapo agachado, sus lados abultados entrando y saliendo, entrando y saliendo, entrando y saliendo, como un fuelle en miniatura.
Pruitt partió sigilosamente una ramita.
Dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera.
Pruitt se inclinó hacia adelante.
Dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera.
Podía ver los dedos de los pies muy separados, las manchas en su piel fría.
Dentro y fuera, dentro y fuera.
Podía ver los músculos de las piernas se tensaron mientras el sapo se preparaba para dar otro salto. Pruitt saltó como una pantera y bajó la mano. El sapo emitió un grito agudo y agónico.
Pruitt se puso de pie y miró al sapo con diversión. La ramita sobresalía de su espalda inclinada. El animal ensayó un salto inestable, dejando una mancha oscura a su paso. De nuevo saltó. La ramita permaneció firmemente erguida. El tercer salto fue más corto. Apenas de su propia longitud. Pruitt lo hundió en la hierba con el zapato. Entraban y salían los costados del sapo, entraban y salían, entraban y salían, entraban… mientras Pruitt se iba.
El hombre lisiado que remendaba su red de pesca en el muelle de madera sintió sus pasos acercándose. Con tanta prisa como se lo permitió su atormentada columna, el hombre se puso de pie. Pruitt escuchó el ruido y aceleró el paso.
—Hola —dijo inocentemente.
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí, señor Pruitt.
—¿Remendando sus redes?
—Sí, señor Pruitt.
—Supongo que el muelle es un buen lugar para hacerlo.
—Sí, señor Pruitt.
El hombre se pasó la lengua por los labios y sus ojos recorrieron rápidamente los alrededores, como si buscara un medio de escape.
Pruitt raspó con el zapato las tablas de madera.
—Excepto que todo tiene escamas de pescado —dijo en voz baja—, y no me gustan las escamas de pescado.
La nuez del hombre se movió hacia arriba y abajo mientras tragaba tres veces en rápida sucesión. Se secó las manos en los pantalones.
—Dije que no me gustan las escamas de pescado.
—Sí, señor Pruitt, no quise…
—Así que supongo que será mejor que lo limpie para que ya no haya escamas de pescado.
—Señor Pruitt, por favor, yo no...
Su voz se apagó cuando el chico tomó un extremo de la red.
—Nunca más escamas de pescado —dijo Pruitt.
—Cuidado —suplicó el hombre—, se enganchará en el muelle.
—No voy a engancharla —dijo Pruitt, sonriéndole a Harry—. Porque si la enganchara, la sacarías de nuevo y luego habría más escamas de pescado, y no me gustan las escamas de pescado —apretando la red en sus puños, la arrastró hasta el borde del muelle—. Así que la arrojaré al agua y luego supongo que no habrá más escamas de pescado.
La mandíbula de Harry se aflojó con asombrada incredulidad.
—Señor Pruitt... —comenzó.
—Me gusta esto —dijo Pruitt, soltando la red en el agua.
Con un grito inarticulado, el hombre se arrojó torpemente sobre las tablas en un vano intento de recuperar su propiedad, que se desvanecía lentamente.
—Ahora no habrá más escamas de pescado —dijo Pruitt—. Nunca más.
Harry se puso de rodillas. Su rostro estaba pálido. Durante un minuto miró a su torturador. Luego luchó por ponerse de pie y se alejó cojeando sin decir una palabra. Pruitt consideró su postura deformada con ojos de conocedor.
—Harry es un jorobado —cantó infantilmente—. Harry es un jorobado, Harry es un jorobado.
El hombre siguió cojeando, con su camisa tosca estirada sobre su espalda deforme. Una curva en el camino lo ocultaba de la vista.
Pruitt abrió la puerta de la casa de baños y entró. Cerró la puerta detrás de él y echó el pestillo. Esperó hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, después de lo cual se acercó a un catre contra la pared, levantó su colcha de cretona descolorida, palpó debajo y sacó dos cajas. Se sentó y profundizó en su contenido.
Sacó una rebanada de pan, cuatro clavijas y seis velas de cumpleaños que parecían mordisqueadas. Colocó el pan encima de las clavijas, las velas las dispuso en semicírculo. Contempló el resultado con aprobación. De otra caja sacó un objeto grotesco compuesto de alquitrán. Se posó temblorosamente sobre las patas de una tubería, con dos tiras de celofán a sus costados y una banda de goma negra que colgaba hacia debajo de una especie de cabeza incrustada.
El observador casual habría visto en esta escultura los toscos esfuerzos de un niño por emular las características de la mosca doméstica común. El observador casual, si se hubiera sentido inclinado a continuar con su observación, también habría visto que Pruitt estaba de humor. Incluso podría haber observado en voz alta:
—Ese niño parece positivamente febril. No debería permitírsele jugar con fósforos.
Pero, por el momento, no hubo ningún observador casual. Sólo Pruitt, absorto en encender las velas de cumpleaños. Depositó la escultura sobre el pan. Se sentó con las piernas cruzadas, la barbilla hacia abajo y los brazos cruzados. Se mecía de un lado a otro. Comenzó a cantar. De vez en cuando ponía los ojos en blanco, pero sólo de vez en cuando. Había descubierto que, si lo hacía con demasiada frecuencia, se mareaba.
—Oh, Ídolo de las Moscas —entonó Pruitt—, hahnee-mahneemo —Se rascó el tobillo con aire pensativo—. Hahneeweemahneemo —mejoró—. Haz que la limonada se seque en la grieta del porche trasero, y haz que la señorita Bittner encuentre la mosca chamuscada después de que ya haya bebido un poco, y haz que la cocinera baje al sótano por un poco de mermelada y caiga sobre la cuerda que até en la escalera. Haz que la tía se ahogue con un pedazo de cáscara en sus nueces. Que antes tosa como en el infierno —Pruitt reflexionó sobre esto—. Infierno —dijo—, infierno, infierno, infierno, infierno, INFIERNO.
Meditó en silencio.
—Supongo que eso es todo —dijo finalmente—, excepto que tal vez sea mejor que llene mi cazador de moscas en caso de que tengamos galletas de grosella para el té. Hahneeweemahneemo, oh, Ídolo de las Moscas, ¡eres libre de irte!
Pruitt fijó la mirada en la distancia. Inmóvil, apenas respirando, con los labios entreabiertos, se acurrucó sobre las tablas desnudas: una pequeña esfinge con pantalones cortos de color caqui. Esto era lo que Pruitt llamaba tiempo de no pensar.
Muy pronto, completamente sin voluntad, extrañas cosas oníricas a medio formar flotarían en su mente. Como renacuajos oscuros, impulsándose con la cola, insinuando secretos que nadie conocía, ni siquiera los adultos. Algún día podría atrapar uno, rápidamente, antes de que se escabullera hacia la cámara oculta donde tenían un nido. Lo atraparía en una red de pensamientos, como la red de Harry atrapaba peces, y sin importar cómo se retorciera lo clavaría en el cráneo. Una vez casi había atrapado uno. Pero la señorita Bittner había bajado a traerle unos sándwiches de mantequilla de maní y se había escapado a ese lugar profundo y extraño en su mente, donde vivían. Solo lo había tenido por una fracción de segundo, pero recordaba que tenía ojos ciegos y llorosos y era suave.
Si la señorita Bittner no hubiera venido...
Le había vomitado las medias.
Aquí llegaba uno de Ellos, venía rápido, demasiado rápido para atraparlo. Se había ido, dejando tras de sí una euforia embriagadora. Aquí venía otro, girando, retorciéndose como una serpiente de mar, indistinto, sombrío. Déjalo ir, el siguiente podría ser atraído a la red. Ahí venía, dos de ellos, revolviéndose en los huecos del sueño. Fácilmente ahora, fácil, fácil, cerca, fácilmente, para que no haya ondas de advertencia, más cerca, ellos no estaban mirando, murmurando entre sí, ¡ahí! ¡Los tenía!
—Pruitt. Oh, Pruitt.
Las cosas se desviaron, sus colas azotaron su intelecto en una masa giratoria de caótico frenesí.
—Pruitt. ¿Dónde estás? Pruitt.
El chico parpadeó.
—Pruitt. Oh, Pruitt. ¿Estás ahí?
—Sí, señorita Bittner.
Las palabras eran gruesas y carnosas en su boca. Si mordía, pensó Pruitt, podría morder uno de cada dos, masticarlo y aplastarlo entre los dientes.
—Quítale el seguro a la puerta.
—Sí, señorita Bittner.
Pruitt apagó las velas y barrió sus tesoros debajo del catre. Reconsideró esta acción. Rompió la mosca de alquitrán y se la metió en la camisa.
—¿Me escuchas, Pruitt? Abre esta puerta.
El pomo traqueteó.
—Lo hago lo más rápido que puedo —dijo.
Se levantó, se acercó a la puerta, abrió el cerrojo y se quedó de pie, entrecerrando los ojos, a la brillante luz del día, ante la señorita Bittner.
—¿Qué diablos estás haciendo ahí?
—Supongo que debo haberme quedado dormido.
La señorita Bittner se asomó a los lóbregos confines de la casa de baños. Ella resopló inquisitivamente.
—Pruitt —dijo—, ¿has estado fumando?
—No, señorita Bittner.
—No debemos decir mentiras, Pruitt. Es mucho mejor decir la verdad y aceptar las consecuencias.
—No he fumado.
Pruitt podía sentir que su estómago se movía dentro de él. Iba a enfermarse de nuevo. Como si la última vez. La señorita Bittner vacilaba frente a él. Sus bordes exteriores estaban todos borrosos.
Su estómago dio un violento vuelco. Pruitt vomitó sobre las medias de la señorita Bittner.
Su boca se distorsionó como la de un animal enfurecido. Sacó la lengua y siseó a la puerta cerrada. La manija giró.
—Corre a la casa, Pruitt —dijo amablemente—. Estaré arriba ahora.
—Sí, señorita Bittner.
—Y no le diremos nada sobre fumar a tu tía. Creo que has sido suficientemente castigado.
—Sí, señorita Bittner.
—Corre, ahora.
Pruitt subió lánguidamente por el sendero, consciente de los ojos de la señorita Bittner clavados en él. Cuando dobló la curva, se detuvo y se arrastró sigilosamente entre los arbustos. Regresó hacia el cobertizo para botes, apartando las ramas con cuidado para evitar que se partieran.
La señorita Bittner se sentó en los escalones y se quitó las medias. Se enjuagó las piernas en el agua y se las secó con su pañuelo. Metió sus huesudos pies en sus Health Eases de charol, se levantó, se cepilló el vestido y desapareció en la casa de baños.
Pruitt se acercó un poco más.
La señorita Bittner se acercó a la puerta y examinó algo que tenía en las manos. Parecía perpleja. Desde su posición ventajosa, Pruitt vislumbró las rechonchas mechas de las velas.
—Te odio —susurró Pruitt con veneno—, te odio, te odio.
Con ternura, retiró la imagen de alquitrán de su camisa. La colocó contra su mejilla.
—Rompe su oreja —murmuró—. Rómpela en pedazos para que ella tenga que actuar como sorda. Rómpela, rómpela, hahneeweemahneemo, rómpela bien.
Con cautela se arrastró hacia atrás hasta que recuperó el camino.
Avanzó penosamente, deteniéndose solo dos veces. Una vez, en una brecha en el seto donde metió la mano en la abertura y sacó un artilugio en forma de cono untado con jarabe. Cinco moscas se aferraron a esto, sus alas pegajosas, sus patas pegajosas. Las despegó, ignorando los alevines menores de mosquitos y mosquitos que habían encontrado un destino similar, y devolvió la trampa a su guarida. La segunda interrupción fue una especie de interludio durante el cual rompió la columna vertebral de un lagarto de jardín y la colgó de una zarza donde el animal realizó convulsiones increíblemente tortuosas con la mitad inferior de su cuerpo.
Mona Eagleston salió de su dormitorio y cerró la puerta suavemente detrás de ella. Todo en Mona era suave desde la parte superior de su cabeza castaña hasta las pantuflas en sus ridículamente diminutos pies. Era más bien como un cervatillo. Un cervatillo envejecido con ojos líquidos que, a pesar de los años, no había logrado perder su mirada expectante.
Uno sabía instintivamente que Mona Eagleston era un fenómeno raro. Cuando estaba muy cerca de su sobrino, una mirada de perplejidad ensombrecía ese rostro delicado, pero no era más que una nube pasajera. Los niños eran inherentemente buenos. Si parecían lo contrario, era simplemente porque sus acciones fueron mal entendidas. Ellos... él... Pruitt, no tenía la intención de hacer cosas malas.
Bueno, eso de cerrar la puerta mosquitera, por ejemplo, podría enviar una punzada de dolor espantoso a través de una cabeza atormentada por la migraña. No se podía esperar que él supiera eso, el pobre cordero huérfano. El pobre, querido cordero huérfano.
Si tan solo no tuviera que servir a la hora del té. Si tan solo pudiera permanecer quieta, con una compresa fría en la cabeza y las contraventanas cerradas. Qué egoísta era. La hora del té para un niño era un momento de descanso, un momento para ser apreciado para siempre en el patrón de la memoria. Como coloridos bucles de hilo de bordar que embellecen el conjunto. Una madeja de tés dorados y resplandecientes con la puesta de sol tiñendo las ventanas y resaltando la jarra de leche de lados gruesos. El sabor de la mermelada, las migas marrones que quedan en el plato de las galletas, las tazas de té, frágiles cáscaras de huevo, con asas como anillos de boda.
Todos estos eran preciosos recuerdos para un niño. En el fondo, sin saber muy bien por qué, absorbían cosas como las esponjas, absorbían agua y, como las esponjas, podían exprimir esos recuerdos cuando envejecían. Como hacía ella, a veces. Qué desgraciada era al envidiarle la hora del té a Pruitt, el querido y pequeño Pruitt, el hijo de su propio hermano muerto.
Ella bajó las escaleras, con una mano blanca sobre la barandilla. El helecho, notó, estaba muriendo. Este era el tercer helecho. Siempre había tenido mucha suerte con los helechos, hasta hace poco. Su pez dorado también. Había muerto. Fue casi un presagio. Y las tortugas de Pruitt. Las había comprado en el pueblo. Habían muerto. Pero no debía pensar en la muerte. El médico le había dicho que era malo para ella.
Cruzó el gran salón:
—Querido Pruitt —le dijo al niño que balanceaba las piernas desde el borde de una silla de brocado.
Ella lo besó. O al menos había tenido la intención de besar su mejilla tibia por el sol, pero él se había movido, de repente, y el beso había encontrado un oído que no respondía. Los niños eran pequeñas cosas nerviosas.
—¿Tuviste un buen día?
—Sí, tía.
—¿Y usted, señorita Bittner? ¿Ha tenido un buen día? ¿Y cómo han ido las conjugaciones esta mañana? ¿Nuestro joven... querida, qué te pasa?
—Se rompió la oreja —dijo Pruitt. Se volvió hacia su tutora y enunció de manera exagerada—: ¿No es así, señorita Bittner?
La señorita Bittner enrojeció. Habló con la voz anodina y anormalmente fuerte de los sordos:
—Se me cayó el audífono —explicó—. En el piso del baño. Me temo que, hasta que lo arregle, tendrá que tener paciencia conmigo.
Sonrió con una sonrisa tensa para mostrar que realmente era una gran broma para ella.
—Qué pena —dijo Mona Eagleston—, pero me atrevería a decir que se puede reparar en el pueblo. Harry puede llevarlo mañana.
La señorita Bittner siguió el movimiento de los labios de Mona Eagleston casi desesperadamente.
—No —dijo, vacilante—. Harry no lo hizo. Yo lo hice. El azulejo del baño, ya sabe. Fue espantosamente torpe de mi parte.
—Y bebió una limonada que tenía una mosca. ¿No es así, señorita Bittner? Dije que bebió una limonada que tenía una mosca, ¿no es así?
La señorita Bittner asintió cortésmente. Sus ojos se enfocaron en la boca de Pruitt.
—¿Llorar? —aventuró—. No, no lloré.
Mona Eagleston se preparó para servir. Debía advertir a la cocinera, en lo sucesivo, que ponga una tapa aceitada sobre la limonada. Uno no podía ser demasiado particular en lo que respecta a los niños. Eran susceptibles a todo tipo de enfermedades y las moscas eran portadoras notorias. Si Pruitt se enfermaba por su falta de previsión, nunca se lo perdonaría. Nunca.
—¿Podrías darme mermelada? —preguntó Pruitt.
—Tenemos galletas de grosella, querido, y pan de nueces. ¿Crees que necesitamos mermelada?
—Me encanta la mermelada, tía. A la señorita Bittner también. ¿No es así, señorita Bittner?
La señorita Bittner sonrió estoicamente y aceptó su taza con un agradable murmullo evasivo que esperaba fervientemente que sirviera como una respuesta adecuada a cualquier pregunta de Pruitt.
—Muy bien, querida —Mona hizo sonar una campanilla.
—Voy a servir las galletas, tía.
—Gracias, Pruitt. Eres muy considerado.
El niño tomó el plato y se lo llevó a la señorita Bittner. Una expresión de profundo sufrimiento cruzó el semblante de la tutora cuando el niño la pisó pesadamente.
—Toma unas galletas —Pruitt le arrojó el plato.
—Gracias —dijo la señorita Bittner.
Ella miró las galletas. Después de ese episodio de limonada, había sentido que no podía volver a comer, pero eran tentadoras.
—Aquí tienes una buena.
Pruitt hizo estallar una galleta en su plato.
—Gracias, Pruitt.
La cocinera entró en la sala.
—¿Llamó, señorita Mona?
—Sí, Bertha. ¿Podrías traerle mermelada a Pruitt, por favor?
Bertha le lanzó una mirada venenosa a Pruitt.
—No hay, señora.
Pruitt soltó un suspiro de tristeza.
—Me encanta la mermelada, tía —y luego felizmente, como si fuera una ocurrencia tardía—. ¿No hay algo de mermelada en el sótano?
—¿Te importaría —dijo Mona— traerle al muchacho algo de mermelada del sótano? Ya sabes cómo son los niños.
—Sí, señora, sé cómo son los niños —dijo la cocinera con voz plana.
—Gracias, Bertha. De piña servirá.
—Sí, señora —Bertha se alejó pesadamente.
—Ella estaba caminando descalza otra vez hoy —dijo Pruitt.
Su tía meneó la cabeza con tristeza.
—No sé qué hacer —le dijo a la señorita Bittner—. No me gusta estar enfadada, pero desde que pisó ese clavo —Mona Eagleston sonrió rápidamente a su sobrino—, no es que quisieras dejarlo ahí, cariño, pero... bueno... ¿quiere un trozo de pan de nueces, señorita Bittner?
Pruitt se lamió una sonrisa.
—La tía dijo que si le gustaría una rebanada de pan de nueces, señorita Bittner —repitió con tono sonoro.
La señorita Bittner no le prestó atención. Parecía estar en un trance, rígidamente erguida y mirando fijamente su plato con horror. Ella se levantó.
—Yo... no me siento bien —dijo—, creo que... creo que será mejor que me acueste.
Pruitt saltó de su silla y tomó su plato. Mona Eagleston emitió un cosquilleo angustiado.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—No es nada —dijo la señorita Bittner con voz ronca—. Yo... creo que es algo que... comí. No dejen que les arruine la hora del té.
Se tapó la boca con la servilleta y salió cojeando de la habitación.
—Debería ver que esté bien —dijo Mona Eagleston.
—Oh, no arruinemos la hora del té —se apresuró a intervenir Pruitt—. Toma, toma un poco de pan de nueces. Se ve terriblemente bueno.
—Muy bien, Pruitt —Mona eligió una rebanada de pan—. ¿La hora del té significa mucho para ti? Lo fue para mí cuando era pequeña.
—Sí, tía.
La vio partir un pedazo de pan, untarlo con mantequilla y llevárselo a la boca.
—Solía vivir para la hora del té. Era tan acogedor...
Mona Eagleston se llevó una mano pálida a la garganta. Comenzó a toser. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró salvajemente a su alrededor en busca de agua. Trató de decir agua pero no pudo hacer que la palabra pasara por el ahogo en sus pulmones. Si Pruitt lo hiciera... pero era solo un niño. No se podía esperar que supiera qué hacer durante un ataque de tos.
Pobre, querido Pruitt, tenía ese aspecto... tan... perturbado.
Mona, con el rostro fruncido, bebió un gran trago del líquido hirviendo. Su cuerpo delgado se apoderó de un paroxismo de tos. ¡Misericordia! Debió haberle puesto sal por error, en lugar de azúcar.
Se secó los ojos llenos de lágrimas.
—Cáscara de nuez —jadeó, poniéndose de pie—. Atrá ... ahora...
Tosiendo violentamente, ella también abandonó la habitación.
De algún lugar debajo de los pies de Pruitt, en lo más profundo de las entrañas de la casa, llegó un ruido sordo y lejano. Pruitt recogió las moscas de la galleta de la señorita Bittner. Donde había cinco, ahora había cuatro y media. Se guardó los restos en el bolsillo. Podían ser útiles.
Vagamente escuchó a la cocinera pidiendo ayuda. Fue una llamada histérica y sofocada. Si la tía Mona no regresaba; podría durar bastante tiempo antes de ser atendida.
—Hahneeweemahneemo —canturreó—. Oh, Ídolo de las Moscas, me has servido de verdad, sí, sí, doble, sí.
Pruitt se sirvió una cucharada llena de azúcar.
El cielo rosado se llenó de graznidos. Los grajos giraron y giraron, alisaron sus alas en abanicos negros y se instalaron en las grandes y viejas hayas para gritar chismes unos a otros. Pruitt se rascó el zapato en los escalones de piedra y deseó tener un rifle de aire. Pediría uno en su cumpleaños. Primero pediría un montón de cosas imposibles y luego diría, con aire triste: Bueno, ¿podría tener un rifle de aire al menos?
La tía se enamoraba de eso. Ella era tan tonta como lo había sido su madre. Más tonta. Su madre había sido simplemente tonta, lo cual era bastante malo. La tía era enfermizamente tonta, lo cual era muy tonto en verdad. Esta clase de personas siempre veían el lado bueno de las cosas. Eran los más tontos de todos. Eran sumisos.
Pruitt cambió de posición cuando llegó a sus oídos el roce de pasos en el pasillo. Ese sonido de arrastre sería la cocinera. Se preguntó si ella realmente había aflojado la cuerda.
Llegó Harry con el auto. Debían llevarla al médico. La corazonada de Harry lo hacía parecer como si tuviera una almohada detrás de él.
—No debemos dejar que Pruitt se entere de la cuerda —escuchó decir a su tía—. Le haría sentir mal saber que él ha sido la causa.
Bertha dio una respuesta baja e ininteligible.
—¡Bertha! —exclamó su tía horrorizada—. Me avergüenzo de ti. Es sólo un niño.
Pruitt dibujó una línea fina con los labios. Si le contaba lo de las cáscaras de nuez, él podría arreglarlo. Subió los escalones y mantuvo abierta la puerta mosquitera. Pero Bertha no habló de las cáscaras. Estaba demasiado ocupada apretando los dientes contra el tirón desgarrador en su espalda.
—¿Puedo ayudar? —dijo Pruitt con tono preocupado.
Su tía le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Podemos arreglárnoslas, querido, gracias —la señorita Bittner le sonrió con benevolencia.
—Puedes cuidarme mientras ellos no estén —dijo.
—Tendremos una cena de picnic. ¿No será divertido?
—Sí, señorita Bittner. Muy divertido.
Vio a las dos mujeres ayudar a su compañera herido a bajar los escalones con la colaboración de Harry. Besó a su tía con los dedos mientras el coche se alejaba y entrelazó su brazo con el de la señorita Bittner. Él la miró como un querubín.
—Eres un desastre asqueroso —dijo acariciándola—, y te odio.
La señorita Bittner le sonrió. No era frecuente que Pruitt le demostrara afecto abiertamente.
—Lo siento, Pruitt, pero no puedo oír muy bien ahora, ya sabes. Quizás quieras que te lea un rato.
Pruitt negó con la cabeza.
—Solo jugaré —dijo en voz alta y clara y luego, en voz baja—, vieja hiena sin hígado.
—¿Jugar?
Pruitt asintió.
—Muy bien, cariño. Pero no vayas muy lejos. Pronto será la hora de la cena.
—Sí, señorita Bittner —bajó corriendo los escalones—. Adiós, vieja bruja.
—Adiós —dijo la señorita Bittner, asintiendo y sonriendo.
Pruitt colocó el pan sobre las clavijas y dispuso las velas en semicírculo. Una de ellos se negó a permanecer vertical. Había sido pisada. Pruitt la examinó con enojo. Luego la trabajó hasta que alcanzó un estado suficientemente maleable. Hurgó en la pechera de su camisa y extrajo la mosca del alquitrán. La comprimió para darle forma, y la colocó sobre el pan.
Se cruzó de brazos y comenzó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, las velas sudorosas extendían su sombra detrás de él como una capa espesa y oscura.
—Hahneeweemahneemo. Oh Ídolo de las Moscas, escucha, escucha, oh escucha, acércate y escucha. La señorita Bittner pisó una de tus velas. Así que envíame muchas moscas, muchas y muchas moscas, millones, trillones de moscas. Cuatrillones. Hazlas también sin color para que pueda mezclarlas en la sopa sin que se vean mucho; las negros se ven. Envíame las pálidas que no zumban y tienen antenas. ¡Escúchame, escúchame, Ídolo de las Moscas, acércate y escucha!
Pruitt masticó la vela y la contempló. Su rostro se iluminó cuando lo asaltó un pensamiento brillante.
—Y haz que una cosa de mis sueños se quede quieta para que pueda atraparla. Supongo que eso es todo. Hahneeweemahneemo, oh Ídolo de las Moscas, ¡eres libre de irte!
Como había hecho al principio de la tarde, Pruitt se quedó quieto. Sus ojos, felinos, estaban fijos y mirando, mirando, mirando, mirando fijamente a la nada.
No parecía emocionado. Parecía un niño pequeño comprometido en su juego. Pero estaba emocionado. La emoción corría por sus venas y resonaba en sus oídos. La boca de su estómago estaba fría y las palmas de sus manos estaban tan húmedas como el interior de su boca estaba seco.
Así se sintió cuando supo que su padre y su madre iban a morir. Lo había sabido con una especie de lucidez clara y resplandeciente, allí, de pie, a la luz del sol, saludándolos con la mano. Había visto la pluma color ciruela en el sombrero de su madre, el vestido, el bigote puntiagudo de su padre y sus esbeltas manos de artista agarrando las riendas. Había visto el reluciente arnés, el alegre movimiento de la cabeza del caballo, sus pisadas. Ginger era su nombre. Había visto el fleco que se balanceaba en la parte superior del carruaje y el pasador de la rueda trasera derecha, el pasador que había aflojado diligentemente y con paciente perseverancia con el destornillador de su caja de herramientas de juguete. Él los había visto alejarse, bajar por el camino, salir por las puertas de hierro forjado. Se había preguntado si se darían la vuelta cuando doblaran la curva.
Él no había oído el estrépito. Había estado en la casa comiendo la guinda del pastel. Pero sabía que iban a morir. El conocimiento había sido casi más de lo que podía controlar, y que incluso ahora era más intenso al pensar en que iba a atrapar una cosa onírica.
Él lo sabía. Lo sabía. Lo sabía. Con cada nervio tenso de su cuerpo, lo sabía. Aquí vino uno. Atravesó su mente, dejando una serie de burbujas fosforescentes a su paso, y las burbujas subieron y estallaron y había manchas oscuras y sanguinolentas donde habían estado. Otra, moviendo la cola. Otra, y otra, y otra, y luego un torbellino hirviente de ellas.
Nunca había habido tantos renacuajos. Espinosos, pulposos, resbaladizos y parecidos a una anguila, algunos con antenas como el bagre, algunos con bocas blancas y abiertas y brazos embrionarios acortados. Sus contorsiones obstruyeron sus pensamientos con llanto. Pero había uno en la parte negra de su mente que lo observaba. Sabía lo que quería. Y estaba ciego. Pero lo estaba mirando a través de su ceguera. Estaba llegando. Su mente estaba loca por su llanto depravado. Los orificios de la nariz entraban y salían, entraban y salían, entraban y salían, como algo que había conocido mucho tiempo atrás en alguna otra vida pasada y misteriosa, y gimoteó cuando llegó y le susurró cosas. Cosas desconectadas que hincharon su corazón y corrieron como jugo por las grietas de su cráneo. En un momento estaría bastante cerca, en un momento lo sabría.
—Pruitt, Pruitt —las palabras eran gotas de miel—. Pruitt. Pruitt —palabras de polen, nectáreas, salpicadas de polvo de flores.
La cosa del sueño esperaba. No se alejó, como el resto, asustadas.
—Pruitt, Pruitt.
La voz venía de fuera de él. Desde lejos y hacia abajo, desde una profundidad increíble como el lugar en su mente donde tenían un nido, solo que estaba distante y profundo.
Caliente y profundo.
Con un inmenso esfuerzo, Pruitt parpadeó.
—Mírame —la voz era dulce y seductora.
Pruitt volvió a parpadear y, cuando su ingenio se desvaneció como una marea lenta que arrastraba consigo al objeto onírico que lo observaba, vio a un hombre. Se mantuvo erguido e imponente y de la barbilla a los pies estaba envuelto en una capa que fluía a la luz parpadeante de las velas. La capa tenía los contornos exactos de la sombra de Pruitt, y dentro y alrededor de la capa nadaba la cosa onírica que miraba. Por encima de la capa, el rostro del hombre era una máscara sonriente. A través de la boca, las fosas nasales y las rendijas de los ojos se derramaba una luz rojiza.
Un resplandor. Como la de una cabeza de calabaza de Halloween, solo que mil veces más intensa.
—Pruitt. Mira, Pruitt.
Los pliegues de la capa se levantaron y cayeron como si un brazo invisible hubiera hecho un gesto.
Pruitt siguió el gesto hipnóticamente. Su cuello se giró, lenta, lentamente, hasta que su mirada abarcó una lluvia de insectos. Una cortina viviente de ellos. Una cascada reluciente y silenciosa de moscas incoloras, de alas vaporosas, de cuerpo alargado.
—Moscas, Pruitt. Millones de moscas.
Pruitt volvió a girar el cuello hasta que se enfrentó al extraño. La cosa ciega del sueño se rió de él y nadó hacia un pliegue de oscuridad.
—¿Quién... eres?
Las palabras eran gruesas y dulces en la lengua de Pruitt, como otras palabras que medio recordaba haber dicho hace mil años en algún plano oscuro, en algún nebuloso mundo crepuscular.
—Mi nombre es Asmodeo, Pruitt. Asmodeo. ¿No es un nombre hermoso?
—Sí.
—Dilo, Pruitt.
—Asmodeo.
—De nuevo.
—Asmodeo.
—De nuevo, Pruitt.
—Asmodeo.
—¿Qué ves en mi capa?
—Un renacuajo… un pensamiento de sueños.
—¿Y qué está haciendo?
—Me está balbuceando algo.
—¿Por qué?
—Porque tu manto tiene el poder de las tinieblas y no puedo entrar hasta...
—¿Hasta qué, Pruitt?
—Hasta que te mire a los ojos y vea…
—¿Ver qué, Pruitt?
—Lo que está escrito en ellos.
—¿Y qué está escrito allí? Mírame a los ojos, Pruitt. Míralos bien. ¿Qué está escrito allí?
—Está escrito lo que deseo saber. Está escrito...
—¿Qué está escrito, Pruitt?
—Está escrito sobre lo ilimitado, lo eterno, lo eterno, lo que es y fue ordenado para ser siempre, incesantemente, más allá de los fines del tiempo para... para…
—¿Para quién, Pruitt?
El chico apartó la mirada.
—No —dijo, y con un crescendo—. ¡No, no, no, no, no! —se deslizó hacia atrás por el suelo, empujando con las manos, con los talones, con la cara contraída por el terror—. No —balbuceó—. ¡No, no, no, no, no, no, no, no, no, no!
—Sí, Pruitt. ¿Para quién?
El niño llegó a la puerta y se puso de pie, con la mandíbula flácida y los ojos saliéndose de sus cuencas. Se dio la vuelta y huyó por el camino, sin hacer caso de las moscas que se aferraban a su ropa y se enredaban en su cabello, tocando su piel como dedos fantasmales, crujiendo bajo sus pies mientras seguía corriendo, sin aliento, sollozando.
—Señorita Bittner... ayuda... Señorita Bittner... tía... Harry... ayuda...
En la curva, esperándolo, estaba la figura que había dejado en la casa de baños.
—¿Para quién, Pruitt?
—No, no, no.
—¿Para quién, Pruitt?
—¡No, oh no, no!
—¿Para quién, Pruitt?
—Para los MALDITOS —chilló el chico y, girando, corrió de regreso por donde había venido, las moscas pegadas a su piel, mientras trataba frenéticamente de deshacerse de ellas.
El hombre detrás de él comenzó a cantar. Alto, estridente y burlón, y el pensamiento del sueño se apoderó de él, y la tierra, los árboles y el cielo que goteaba moscas, y los pilotes del muelle se agruparon con sus cuerpos palpitantes, y el agua con islas coaguladas de moscas, moscas, moscas. Y de su propia garganta salió una risa, enloquecida y desenfrenada. Repique tras repique de una risa infernal que no paraba lo siguió hasta el agua.
Un petirrojo de pecho rojo, con una mosca en su pico, observó las ondas cada vez mayores. Un lagarto de jardín correteó sobre un mechón de hierba y se unió a un sapo en la orilla del agua, como para prestar su apoyo moral a la tortuga que se deslizaba por la orilla con movimientos espasmódicos para investigar el cosa que estaba entrelazada firmemente en una red de pesca, allí en el fondo arenoso junto al muelle.
La señorita Bittner hojeaba distraídamente un libro de texto sobre derivados. El libro era una reliquia de tiempos pasados, y las páginas estaban tachonadas de flores silvestres prensadas y quebradizas por el tiempo. Con una uña aflojó un trébol de cuatro hojas delgado como un pañuelo. Había dejado su aura verde amarillenta en el texto impreso.
—Belcebú —leyó la señorita Bittner distraídamente—, proviene del hebreo Beel, que significa «ídolo», y Zebub, que significa «moscas»: los sinónimos, menos conocidos, no en uso común, son: Appolyon, Abbadón, Asmodeo…
Pero la atención de la señorita Bittner se apagó.
Cerró el libro, bostezó y se preguntó perezosamente dónde estaría Pruitt.
Se acercó a la ventana e inmediatamente retrocedió con repulsión. Moscas. ¡Cielos, estaban por todas partes!. Las horribles criaturas sobrevolaban el agua. Recordó que el año pasado, cuando estuvo con los Braithwalte en Michigan, habían venido —y en tal multitud— que la gente del pueblo había tenido que sacarlas de las calles con una pala. En realidad, palearlas. Allí estuvo enferma durante tres días completos.
Esperaba que Pruitt no se sintiera consternado por ellas. Debía cuidarse de mostrar su propio pánico indefenso como lo había hecho a la hora del té. Los niños depositaban una fe tan implícita en la invencibilidad de sus mayores.
Jane Rice (1913-2003)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Jane Rice.
Más literatura gótica:
- Relatos de demonios.
- Relatos de terror de insectos.
- Relatos pulp.
- Relatos de terror de mujeres.
- Relatos norteamericanos.
Maravillosa traducción, gracias.
ResponderEliminarHola sebastian, exelente el análisis del relato,quedan como dices cosas en el tintero, esta también esos recuerdos de una vida pasada de Pruitt, incluso menciona un mundo diferente al nuestro, el tema de los renacuajos, por cierto seres sin terminar de evolucionar o sin completar su adultez, me suena a que pertenecen a su propia psique, excepto el último, el más escondido de todos, el ciego, tomando como ejemplo el concepto dual de bien y mal, no sería descabellado que el ciego representa la semilla del mal que por sierto todo humano lleva dentro y que Pruitt a decidido alimentar, gran relato de una gran autora.
ResponderEliminarInteresante aporte, Luis. Ciertamente hay en Pruitt una complejidad notable. Me pregunto si esta entidad oscura, este demonio en su interior, no podría ser su Sombra (en términos jungianos). Saludos!
ResponderEliminarUna versión macabra del Sredni Vashtar de Saki, excelente. No conocía a Jane Rice pero me pareció un muy buen cuento de insectos.
ResponderEliminarLo único que no me cierra es el personaje de Harry, a veces pienso que está de más. Eso me da ganas de leerlo otra vez a ver si encuentro bien a qué viene.
Es como el ayudante de la casa
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