«El fin de la evolución»: Robert Arthur; relato y análisis.
El fin de la evolución (Evolution's End) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert Arthur (1909-1969), publicado originalmente en la edición de abril de1941 de la revista Thrilling Wonder Stories, y luego reeditado en la antología de 1951: Aventuras del mañana (Adventures in Tomorrow).
El fin de la evolución, acaso el cuento de Robert Arthur más conocido, emplea con increíble eficiencia un cliché de la ciencia ficción. La historia ns sitúa en el futuro, donde la humanidad ha evolucionado hasta convertirse en una especie de homínido híper-racional. Este grado de super-inteligencia, sin embargo, trae consigo una sociedad en donde las emociones más elementales están ausentes.
Los seres humanos del futuro consideran que esa trayectoria evolutiva ha llegado a su fin, de modo tal que articulan la destrucción de aquella sociedad eficiente pero sin sentimientos, no sin antes dejar dos especímenes, un hombre y una mujer, llamados Aydem y Ayve, para repoblar el planeta y permitir que la evolución recorra un camino diferente.
El fin de la evolución es, sin dudas, un verdadero clásico del relato pulp, y uno de los mejores en emplear las figuras míticas de Adán y Eva —en este caso, futuristas, bajo los nombres de Aydem y Ayve— dentro de la ciencia ficción de aquellos años.
El fin de la evolución.
Evolution's End, Robert Arthur (1909-1969)
Aydem arrastraba la aspiradora por los eternos corredores del sótano del Depósito de Historia Natural, cuando Ayve, tras él, le puso las manos sobre los ojos. Giró en redondo, y vio el alegre rostro de Ayve, que sonreía picaramente.
—¡Ayve! —exclamó complacido—. ¿Qué haces aquí? Está prohibido que una mujer...
—Ya lo sé.
Ayve echó atrás la cabeza. Su larga y dorada cabellera caída sobre los hombros, en contraste con el color verde manzana de la túnica que vestía, idéntica a la de Aydem, el atuendo universal de los esclavos humanos de los Amos sobrehumanos que gobernaban el Mundo. El suyo era un mundo subterráneo. Hacía varias generaciones que los Amos, con su desmesurado cráneo de huesos delgados y poderosos cerebros, excesivamente vulnerables a los ordinarios rayos del Sol, se habían retirado al subsuelo.
—Dmu Dran quiere verte, Aydem —continuó Ayve—, y me ha enviado a buscarte. Espera unos visitantes y debes ir a buscarles a la tuboestación para enseñarles las cámaras de demostración. Son personajes de suma importancia.
—¿Y por qué no me ha transmitido la orden telepáticamente? —se extrañó Aydem—. Aquí, en la Sección I puedo recibirla.
—Tal vez me haya enviado porque supo que quería verte —sugirió Ayve—. Y porque tú también lo sabías. Hay ocasiones, Aydem, en que Dmu Dran parece comprender nuestros sentimientos.
—¿Comprender un Amo los sentimientos? —el tono de Aydem era desdeñoso—. Los Amos sólo poseen cerebro. Grandes máquinas de pensar, que no sienten ni la alegría ni la pena de los demás hombres.
—¡Silencio! —asustada, Ayve se llevó el índice a los labios—. No debes hablar así. Pese a que Dmu Dran es muy generoso, no deja de ser un Amo, y si por casualidad te escuchase su mente, tendría que castigarte. Podría enviarte a las cámaras de combustible.
Aydem besó los dedos que habían frenado su discurso. Después, observando el temor en la cara de Ayve, la atrajo hacia sí y la besó ardientemente, saboreando la dulzura de aquellos labios hasta que sintió latir como un martillo su garganta.
Inquieta, Ayve se liberó del brutal y apasionado abrazo, temiendo que alguien pudiera sorprenderles. No había nadie. Los corredores de las cámaras de exhibición de aquel impresionante museo, cuyo encargado, era su Amo, se perdían a lo largo entre las tinieblas, excepto la zona iluminada donde se hallaban.
—No hay nadie —la tranquilizó Aydem—. Sólo yo estoy a cargo de estas cámaras, y puedo abandonar la residencia del Amo sin órdenes concretas. Y si alguien nos viese, ¿qué importaría?
—Si fuese Ekno... —susurró la joven—. Nos delataría. Le gustaría verte en las cámaras de combustible porque sabe que nosotros... nosotros...
Le falló la voz y contempló anhelosamente a Aydem. Este le devolvió la mirada, admirando su hermosura, antes de volver a hablar. Medía un metro ochenta de estatura y su obscuro cabello era como una melena suelta sobre sus espaldas. No llevaba barba, ya que todo el vello facial había sido eliminado por un ungüento en su juventud... un capricho de Dmu Dran, aunque muchos Amos eran más fastidiosos.
Su cuerpo ostentaba la corpulencia de un roble, árbol que, por cierto, jamás había visto. Y aunque sus obligaciones eran pocas y livianas en aquel mundo mecanizado y subterráneo al que se habían retirado los hombres, abandonando la Madre Tierra con la evolución de los Amos, los músculos parecían querer estallar bajo su piel, escondidos bajo los pliegues de su túnica.
Ahora había tensión en sus músculos, como deseosos de entrar en actividad.
—Ayve, he visto los formularios de aparejamiento. Los tomé de la máquina del Amo hace un período. Nuestra solicitud ha sido denegada. De acuerdo con la Máquina Selectiva, he sido asignado a Teema, tu ayudante en el servicio de la casa del Amo, y tú a Ekno, el responsable de las reparaciones menores.
—¿Ese sujeto velludo? —se horrorizó Ayve—. ¿Que huele tan mal y siempre me sigue con la mirada? ¡No! ¡Antes me mataría!
—Yo... —había salvajismo en el acento de Aydem—, ¡antes mataría a los Amos!
—¡Oh, no! —jadeó la joven, aterrada—. No hables así. Si perjudicases de alguna manera a Dmu Dran, si descubren sólo que lo deseas, nos destruirían a todos. No en las cámaras de combustible. Iríamos a parar a las celdas de castigo. Y no moriríamos durante largo tiempo.
—Mejor esto —filosofó Aydem— que ser esclavos, que ser aparejados con quienes despreciamos, que guardar eternamente silencio y obedecer órdenes, viviendo y muriendo como bestias.
Ayve soltó entonces un respingo de terror y Aydem dio media vuelta. Su rostro palideció, ya que Dmu Dran, el Amo, acababa de llegar silenciosamente, mientras hablaban, en la silla a suspensión de aire que le trasladaba sin ruido alguno. Dmu Dran, con su rostro inexpresivo, y sus ojos saltones, observó a Aydem con una intensidad desusada. Sin embargo, no surgían pensamientos de su mente encerrada dentro del vasto cráneo de huesos finos, provisto sólo de un mechón de cabello aplastado como el heno seco.
¿Le habría oído Dmu Dran? ¿Habría captado las emanaciones de la violenta emoción que debían haberse esparcido en torno a Aydem? ¿Estaba sondeando sus mentes en busca de las frases pronunciadas? Si las conocía o adivinaba, el destino del esclavo sería terrible. Pero cuando Dmu Dran estableció comunicación telepática con la mente subdesarrollada del esclavo, sus maneras fueron cansinas, y blandas.
—Temo —dijo— que mis siervos no sean felices. ¿Tal vez están angustiados por las órdenes de aparejamiento que han llegado?
Se suponía que Aydem ignoraba el contenido de las órdenes, ya que teóricamente carecía de habilidad para leerlas. Pero Dmu Dran sabía taxativamente que podía hacerlo, gracias a las enseñanzas de un viejo y sabio esclavo muerto largo tiempo atrás, y el atrevimiento le pareció a Aydem la actitud más conveniente.
—Amo —dijo—, la joven Ayve y yo esperábamos ser compañeros. Es cierto que no somos felices, pero porque nos han destinado a otras personas.
—La felicidad —reflexionó Dmu Dran en voz alta— no debe ser experimentada. ¿Sabéis que las emociones son una característica muy poco deseable en los esclavos?
—Sí, Amo —admitió sumisamente Aydem.
—La máquina de selección —prosiguió Dmu Dran— demuestra que tú y Ayve tenéis una gran capacidad emocional. También revela en ambos una inteligencia excesiva para un esclavo. Por estas razones se os ha negado el aparejamiento. Se pretende que los esclavos sean fuertes, estén sanos y posean inteligencia, pero no demasiada, y sobre todo, que carezcan de emociones para que no puedan sentirse descontentos. Lo entendéis, ¿no es verdad?
—Sí, Amo —asintió Aydem.
Ayve estaba junto a él, atemorizada por la extraña conducta de Dmu Dran. Jamás un Amo había hablado con tanta familiaridad a un esclavo. Dmu Dran permaneció largo tiempo silencioso, en aparente meditación. Mientras esperaba, Aydem pensó que su Amo no era exactamente como los otros. Para un observador poco perspicaz, todos los Amos eran semejantes: una enorme cabeza globular sobre un cuerpo sin cuello, ya que éste había desaparecido en el proceso de evolución, por lo que su peso descansaba sobre la poderosa espalda y los músculos de los hombros.
Pero Dmu Dran era visiblemente más alto que los demás Amos. Aydem lo sabía. Aunque sólo había visto a unos pocos, pues sumaban un millar únicamente y vivían en pequeños grupos en las granjas y dominios de los Centros del subsuelo, cuando no enteramente solos, como Dmu Dran. El cráneo de éste también era de diámetro algo menor. De pronto, una expresión extraña se asomó al pétreo rostro del Amo.
—Aydem has visto lo que contiene este museo innumerables veces. Pero Ayve no. Así que los dos vendréis ahora conmigo. Disponemos de algún tiempo, y deseo examinar unos ejemplares, que hace años no he visto.
Hizo girar su silla, y Aydem, intercambiando una mirada de estupor con Ayve, le siguió por entre las vitrinas enormes, encristaladas, y herméticamente selladas. Mientras andaban, la luz les iba siguiendo, activada por el calor de sus cuerpos en los acoplamientos térmicos, apagándose cada sector en cuanto ellos se alejaban. El Amo les guió durante varios centenares de metros, para al final detenerse en una sección dedicada a los antiguos animales de la Tierra en su juventud.
Había una gran número de bestias, enormes y de feroz aspecto, reproducidas en su ambiente natural, que, excepto por Aydem, únicamente eran visitadas una media docena de veces al año. Sólo seis nuevos Amos nacían anualmente, los suficientes para impedir la extinción o el aumento de los mil, y visitaban el Depósito de Historia Natural en el curso de sus estudios educativos.
En las vitrinas de cristal que se sucedían a lo largo de kilómetros de corredores, muchos de los cuadros que se exhibían estaban animados tan hábilmente, que las réplicas artificiales del hombre y los animales del pasado parecían dotadas de vida propia, constituyendo todo un curso de historia natural desde los albores del tiempo, millones de años atrás, hasta la actualidad. Pero a los cerebros de los Amos les bastaba ver una cosa una sola vez para no olvidarla ya jamás. De hecho ningún Amo necesitaba visitar aquel museo en más de una ocasión durante su existencia.
Dmu Dran, Aydem y Ayve llegaron delante una bestia enorme, de color naranja, y estrías negras, cuya ferocidad era evidente en sus rasgos, con grandes colmillos de varios centímetros de longitud que sobresalían de sus mandíbulas. No era más que una reproducción de un animal desaparecido muchos milenios antes, pero Ayve instintivamente se apretó a Aydem, como si el animal fuese a saltar. Por un momento creyó formar parte del grupo de hombres y mujeres, parecidos a sus actuales compañeros esclavos, que contemplaban la bestia con desesperación, pretendiendo defenderse de su ataque con largos y puntiagudos palos.
—El tigre dientes de sable —explicó Dmu Dran—. Durante su reinado en la Tierra hace innumerables siglos, era el amo de Aiden, el mundo superior, y los demás animales le temían y odiaban. Fue poderoso muchos, muchos años y su dominio apenas puesto en duda por los demás. Todos conocían sus potentes colmillos, terribles armas que desgarraban violentamente su presa. Pero al fin, dejó de existir. ¿Por qué se extinguió, me preguntó, una bestia semejante, que carecía de enemigo natural?
—Algún enemigo poderoso lo venció, Amo —aventuró Ayve.
Lo que podía haber sido una sonrisa, si un Amo supiera reír, se concretó en el pálido semblante de Dmu Dran.
—Lo mató la Naturaleza —explicó el Amo—. La Naturaleza lo destruyó con su gran generosidad. Estos colmillos que observáis, y que le dieron su nombre se fueron alargando y fortaleciendo. Pero se hicieron tan largos con el tiempo, que el tigre terminó por no poder cerrar las mandíbulas, quedó imposibilitado de comer, hasta que se extinguió. Sí, la Naturaleza negó la existencia a uno de sus mayores y más feroces hijos.
—Es muy extraño —Aydem frunció el ceño—, y no lo entiendo. ¿Por qué?
—La Naturaleza posee objetivos ocultos —Dmu Dran se encogió de hombros—. Y como posee toda la eternidad del tiempo, puede realizar infinitas experiencias. Lo que no le satisface, aunque sea perfecto, lo destruye —Dmu Dran llevó su silla unos metros a su izquierda—. Y aquí hay otro gigantesco animal que llegó a ser dueño y señor, cuando el Mundo era joven.
La criatura señalada sobrepasaba la cabeza de un hombre, incluso la de un esclavo. Era tres, cuatro, cinco veces más alta que un esclavo.
—El gran dinosaurio de la infancia de la Tierra —continuó Dmu Dran—. La enorme bestia que hacía temblar el suelo con sus pisadas. Este es el animal terrestre mayor entre los conocidos. Tenía muy pocos enemigos, casi ninguno, capaces de dominarlo. Fuera del alcance de los demás animales, diurnos o nocturnos, gobernaba la Tierra con su poderosa mole. Y, sin embargo, se extinguió. ¿Por qué?
Aydem y Ayve permanecieron silenciosos, y Dmu continuó:
—La Naturaleza, de nuevo, se mostró excesivamente generosa. Esta criatura cuya mole la hacía soberana, se hizo todavía mayor. Con el tiempo, llegó a aumentar tanto de tamaño, que no conseguía alimentarse lo suficiente, aunque estuviese comiendo las veinticuatro horas del día. Simplemente, no podía ingerir el combustible que necesitaba su cuerpo. Y al final, se extinguió.
El muchacho y la joven callaron, muy abiertos sus ojos por el estupor. Dmu Dran, bruscamente, hizo avanzar su silla unos cuantos centenares de metros por el corredor, hasta que volvió a detenerse. Las luces se encendieron automáticamente tan pronto como se detuvo. Se hallaban ahora en el sector dedicado a la evolución del hombre, que contenía desde una criatura mitad hombre, mitad animal, hasta una reproducción de los Amos que dominaban el Mundo.
A pesar de su falta de cultura, Aydem y Ayve vieron y comprendieron la procesión de figuras, cada una más erguida que la anterior, cada una menos velluda, cada una con una cabeza más grande que la precedente. Casi al final de la línea había una figura muy erguida que sobresaltó a Ayve, debido a su semejanza con Aydem.
—El hombre de la Edad de la Máquina Primitiva.
Dmu Dran leyó la inscripción grabada en el zócalo de metal imperecedero, al pie de la estatua.
—Sí, Aydem se le parece mucho, por que el hombre de aquel período, equilibrado entre la ignorancia y la sabiduría, fue el modelo elegido por los Amos para servirles como esclavos. Pero aquí tenéis el grupo que más me ha hecho meditar.
Avanzó unos metros, y los tres se detuvieron ante las últimas seis figuras.
—Estos fueron los primeros Amos. Un mutante, cuyo cerebro pesaba el doble que el de los hombres anteriores. Se llamaba John Master, un nombre muy apropiado. Durantes los últimos diez mil años, todos los humanos, a excepción de los esclavos, fueron sus descendientes; no ya hombres, sino Amos. A veces he reflexionado respeto a la probabilidad que le hizo nacer, preguntándome si, de no haber sido concebido, la especie humana no se habría orientado en otra dirección.
Dmu Dran comenzó a meditar en silencio, y los dos esclavos no se atrevieron a inmiscuirse en sus pensamientos. Estudiaron, en cambio, las reproducciones que seguían a John Master, cada una con el cráneo mayor que la anterior, el cuerpo más pequeño y el cuello más corto, hasta la última, que representaba al propio Dran.
—Es un extremo muy interesante a considerar —inquirió el Amo—. ¿Cómo habría evolucionado la humanidad de no haber nacido mi antepasado? Los archivos demuestran que era un hombre cruel y frío, sin sentimientos. Gracias al poder de su mente y con la ayuda de sus hijos se apoderó del gobierno del Mundo, e hizo a sus descendientes superiores para siempre. Mejor dicho, superiores desde entonces. Y ahora, nosotros, los Amos, la especie animal más evolucionada, somos los despóticos señores del Mundo, y, si quisiéramos, del Sistema Solar, del Universo entero. Pero no lo deseamos.
»El Sistema Solar, aparte de este planeta, no tiene vida, y jamás hemos pensado en ir a las estrellas. No sentimos nada, no gozamos, ya que toda capacidad de emoción ha sido arrancada a través de la evolución, durante miles de años. Nos limitamos a pensar, con nuestros cerebros casi perfectos, ocultos en las entrañas de la Tierra, servidos por nuestros esclavos, en un Mundo que apenas requiere, ni aun para ellos, el menor esfuerzo. Somos, por lo que sabemos y poco hay que no sepamos, los Amos, el producto natural más elevado, el fin de la evolución.
De pronto calló la voz sibilante de Dmu Dran, dejando de oírse su eco a lo largo del corredor. Aydem y Ayve estaban alarmados e inquietos. ¿Es que Dmu Dran habría enloquecido? La locura afligía algunas veces a los Amos, aunque era raro que se presentase a la edad de Dmu Dran. Usualmente, sólo se presentaba en los muy jóvenes o muy viejos, siendo la demencia la única enfermedad que los Amos todavía no habían podido dominar.
—A veces pienso —añadió Dmu Dran— que, si bien nos consideramos como el último eslabón en la cadena de la evolución, podemos estar equivocados. ¿Sabemos, acaso, cuáles son los planes de la Naturaleza? En absoluto. Pero los descubriremos. Voy a efectuar una prueba, una gran prueba que decidirá todo el futuro del Mundo, sí, y también del Universo. Debéis saber que los visitantes que hoy espero son los Amos del Consejo Supremo, a quienes he invitado a examinar una máquina que he estado perfeccionando durante toda mi vida. Consiste en un conjunto de electricidad y rayos que estimula el último cambio que permanecía latente en todas las plantas y animales.
»En una sola generación, un animal podrá evolucionar desde la forma en que haya nacido a la que sus descendientes adoptarán miles de generaciones después. ¡Sí, en menos de una generación, en unos cuantos períodos! Pienso proponer al Consejo Supremo la elección de unos Amos que se sujeten a la influencia de esta máquina, a fin de descubrir en qué nos convertiremos, según el esquema de la Naturaleza, en tiempo de nuestros nietos, dentro de muchos milenios. Les propondré que nos elevemos a la gloria de la forma final reservada a los Amos, y creo que accederán a mi propuesta. Porque a nosotros, los Amos, hijos predilectos de la Naturaleza, apenas nos falta mucho para conseguir la posición que nuestros filósofos han previsto como definitiva.
La excitación brilló momentáneamente en los saltones ojos de Dmu Dran. Pero se extinguió al punto. Hizo un leve ademán.
—Regresad a vuestras habitaciones, esclavos. Yo mismo saldré al encuentro de mis visitantes, Aydem. Por favor, no contéis a nadie lo que acabáis de oír. Y, por el momento, no os inquietéis sobre vuestro aparejamiento. No se hará nada al respecto, por ahora.
Con esta observación se alejó por el corredor en su silla de suspensión, mientras Aydem y Ayve se contemplaban mutuamente, perplejos y con cierta esperanza. En los períodos de espera que siguieron, hubo cierta tensión en las viviendas de los esclavos. Todos estaban enterados de la inesperada visita del Consejo Supremo, y también se había dicho algo acerca de los apareamientos, aunque ello no había sido anunciado oficialmente por Dmu Dran.
La curiosidad por aquellos temas, sin embargo, hubiera sido mayor, de no estar los esclavos educados, desde varias generaciones atrás, para la docilidad y la falta de emociones. Los compañeros de Aydem y Ayve mostraban escaso interés y, cuando no trabajaban, la mayor parte del tiempo se contentaban con comer, dormir y divertirse con algunos juegos sencillos. Sólo Ekno, el esclavo de pelo hirsuto que adoraba a Ayve, poseía un cerebro más despierto. Con el odio pintado en su semblante al vigilar a Aydem encubiertamente, Ekno sabía que se estaba tramando algo de suma importancia. Apenas podía contenerse, y llegó a correr un gran riesgo al penetrar en la morada particular de Dmu Dran, con el pretexto de efectuar unas reparaciones, esperando descubrir alguna cosa.
A su debido tiempo, después de varias sesiones secretas con la máquina de Dmu Dran en la cámara de demostraciones, el Consejo Supremo se retiró, y todos los Amos, a través de los innumerables túneles que perforaban la Tierra, se trasladaron a sus hogares del centro. El Presidente del Consejo, el Amo más anciano, se llevó un paquete que Aydem transportó a su coche con sumo cuidado, sin imaginar que su destino, el de Ayve, y de innumerables millones de descendientes suyos se hallaban entre aquella envoltura.
Después, durante algunos períodos, no ocurrió nada. Los otros esclavos se olvidaron de todo y sólo Ekno vigiló todos los movimientos de Aydem, afanoso de descubrir alguna prueba de lo sucedido, así cómo de averiguar algún falso movimiento de su rival, para delatarlo ante Dmu Dran, y también a la Junta de Apareamiento, suprema autoridad sobre los esclavos. Pero las extrañas palabras de Dmu Dran no se apartaban de la memoria de Aydem, quien no dio a Ekno motivo de sospecha. Aydem y Ayve no cruzaron palabra alguna.
El principal deber de Aydem era mantener los interminables corredores del museo libres del polvillo de roca natural, y sólo a él se permitía la entrada. Ekno no se atrevía a seguirle allí, por lo que el museo era el lugar donde Aydem y Ayve se reunían. Ella corría un gran riesgo, ya que a ninguna mujer se le permitía abandonar las viviendas. Pero las palabras de Dmu Dran le habían dado valor, y podía escurrirse de las viviendas gracias a su calidad de jefe de las mujeres, que proporcionaba a Ayve algunos momentos libres.
En tales ocasiones intercambiaban pocas frases. Sus corazones hablaban por ellos, así que sus lenguas podían estar quietas. Aydem le enseñaba en cada ocasión algunas de las vitrinas en qué se reunía la evolución del hombre en su planeta. Siempre le habían fascinado aquellas vitrinas. Había pasado muchos períodos estudiándolas y leyendo las placas de metal en donde se exponían los detalles acerca dé cada especie. Aunque Ayve no sabía leer, Aydem se lo traducía al lenguaje hablado. Y muchas vitrinas hablaban por sí mismas. Casi todas eran animadas. La pulsación de un botón ponía en movimiento las figuras, e innumerables réplicas de géneros humanos que ya se habían extinguido, cobraban vida de nuevo.
En silencio, Aydem y Ayve contemplaban a los hombres de pelo hirsuto de la infancia de la Tierra, que se defendían con fuego, lanzas y flechas, de los animales salvajes. Otros hombres, ya más arriba en la escala de la evolución, construían sus moradas, arrancaban chispas del pedernal, o lo fabricaban con otras materias, cazando, plantando semillas, cosiendo trajes, guisando, y subviniendo a las necesidades de su existencia. Pero Aydem se sentía fascinado ante todo, por las vitrinas que mostraban el Mundo en los días anteriores a la aparición de los Amos. Trataba de explicar a Ayve que se sentía emparentado con aquellos hombres que fabricaban arcos y flechas, que plantaban y recogían las cosechas con sus manos, que domaban a los caballos salvajes y luchaban contra las serpientes y los lobos y que, con lanzas y flechas, se defendían de sus enemigos.
Aydem extendía los brazos y sus poderosos músculos se tensaban como cables de acero.
—A veces, cuando sueño —le dijo una vez a Ayve—, no me encuentro ya en estos subterráneos de los Amos, sino que estoy libre en el Aiden, la superñcie de la Tierra. Conozco su aspecto, ya que lo veo en todos mis sueños. Puedo sentir el calor de lo que llaman Sol, y la rudeza y suavidad de lo que llaman hierba. Los animales, no artificiales como éstos, sino vivos, merodean por la Tierra, y en mis sueños combato con ellos.
—Debe de ser un lugar maravilloso —susurró Ayve, pensativa—. Tan extraño y tan distinto de éste.
—A veces me parece que voy a estallar, siempre encerrado entre estos muros de piedra que los Amos eligieron —exclamó Aydem—. Me gustaría trabajar, pelear, conquistar.
Muy cerca oyeron un leve rumor. Ayve se aterrorizó, y Aydem giró sobre sí mismo. El sonido de unos pies que corrían resonó por el corredor. Aydem se precipitó en su dirección, y captó la fugaz imagen de una figura que corría hacia las viviendas de los esclavos. Cobró más velocidad, pero el otro logró distanciarle y atravesó una puerta antes de que Aydem se acercase lo suficiente para identificarle.
—Era Ekno —explicó a Ayve—. Y nos estaba espiando. Lo ha oído todo. Nos delatará a Dmu Dran.
—Pero quizá el Amo no le hará caso.
Aydem le tomó una mano.
—No es posible predecir los actos de un Amo. Puede haberse divertido con nosotros, simplemente. Tenemos que estar preparados. No dormiremos en este período. Espérame detrás de la puerta que conduce desde las viviendas al museo. Ven cuando te llame. Tengo comida para ti.
—¡Pero, Aydem! No te atreverás a desafiar un decreto de un Amo, ¿verdad?
—Si Dmu Dran me condena a las cámaras de combustible lo mataré y huiré. ¡Mira!
Debajo de su túnica extrajo un cuchillo de larga y reluciente hoja, con un pesado mango.
—Hace tiempo que lo tengo. Formaba parte de una vitrina que dejó de funcionar. La arreglé según las instrucciones de Dmu Dran, y robé este cuchillo, sin que se diese cuenta. Mataré a Dmu Dran, si me veo obligado a hacerlo. Aquí hay muchos túneles abandonados, que parten del centro. El viejo Temu, que fue mi maestro de adolescencia, me contó que uno de ellos conduce al Mundo superior. Lo buscaremos. Y trataremos de huir. Y si no lo logramos, moriremos. Pero no iré a las cámaras de combustible —contempló el pálido rostro de su amada—. Pero no quisiera irme solo.
Ayve se arrojó en sus brazos.
—¡No, Aydem, no! —exclamó—. Donde tú vayas, iré yo. Si tú vives, yo viviré. Si mueres, moriré contigo.
Aydem la besó apasionadamente. Y mientras la besaba, llegó la orden. Por telepatía. Debía presentarse inmediatamente a Dmu Dran. Con paso incierto, Aydem penetró en la morada personal de Dmu Dran. Pasó por delante de Ekno, que estaba en la antecámara, con una mueca cínica en su semblante. Aydem no se dignó mirarlo. La puerta se cerró a sus espaldas y se halló en presencia del Amo. La cara lisa e inexpresiva de Dmu Dran parecía de mármol.
—Aydem, servidor mío, han proferido una acusación contra ti. Una seria acusación. Y mereces un castigo. Si no te castigase, la acusación llegaría a oídos de la Junta de Apareamiento. A la Junta le gustaría saber los motivos de la acusación y enviaría a buscarte, y cuando te sometiesen a los instrumentos, la Junta descubriría también mi culpabilidad. Descubrirían que estás muy por encima del grado de inteligencia permitida a un esclavo, y que falsifiqué tu expediente desde la infancia, como falsifiqué el de la esclava Ayve.
Aydem le miró, atónito por el asombro.
—Estás sorprendido, servidor Aydem —continuó el Amo—. Pero es cierto que yo, un Amo, violé una de nuestras reglas más rígidas. Deliberadamente, preservé de la destrucción en las cámaras de combustible, a un hombre y una mujer de nivel físico y mental tan alto como el que conoce el Mundo desde la aparición de los Amos. Y lo hice por motivos personales. Creo que muy pronto sabremos si yo tuve razón al hacerlo o no...
No concluyó la frase, ya que a sus espaldas, un sector del muro se iluminó, y apareció una figura. Dmu Dran hizo un gesto. Aydem se retiró rápidamente a un lado, fuera del alcance visual del panel de comunicación. El Amo dio media vuelta. Una voz, silbante y severa, habló desde el muro:
—Dmu Dran, te habla Nalu Tah, presidente del Consejo Supremo.
—Dmu Dran te escucha.
—¡Dmu Dran! De los diez sujetos a quienes el Consejo Supremo ha examinado con tu aparato, para la precipitación del cambio evolutivo, el último ha enloquecido. La capacidad cerebral se ha hecho mayor en un cincuenta por ciento, y los cráneos se han ensanchado durante el proceso. Sin embargo, todos ellos, después de un aumento aproximado del cincuenta por ciento, en el tamaño del cerebro, se han visto afectados por la locura. Todos han sido destruidos. Dmu Dran, te ordeno que te presentes al instante en el Centro Judicial para darnos una explicación y ser juzgado.
—Dmu Dran te ha oído.
La luminosidad se extinguió. La figura del presidente del Consejo Supremo se desvaneció. Dmu Dran dejó exhalar un tenue suspiro.
—Locos —susurró—. Todos se han vuelto locos. Como ya están locos algunos, y como dentro de algunos centenares de años, lo estará toda la raza de los Amos. Y entonces desaparecerán. Dentro de miles de años, tal vez, la suprema creación de la Naturaleza, la máquina pensante más poderosa que haya existido jamás, será destruida. Destruida por las irresistibles fuerzas de la propia Naturaleza, que añadirá poder al don que ya nos ha concedido, hasta que el peso de nuestro cráneo nos arrebate la existencia. Sí, el peso de nuestra cabeza nos aplastará.
Se volvió hacia Aydem.
—Aydem, mi servidor, yo tenía razón. Acabo de saber que mis temores estaban bien fundados. He concentrado el desarrollo evolutivo de unos miles de años en algunos Amos seleccionados, y todos se han vuelto locos. Puedo adivinar fácilmente el motivo. Sus cerebros crecieron de tamaño, hasta que su peso aplastó a algunas de sus células. La multiplicación de éstas formó capas y capas de ellas, que, destruyeron a las más delicadas. En otras ocasiones, hemos observado ya este mismo proceso. Y con el tiempo, todos sufriremos la misma suerte. La mole del dinosaurio, que lo convirtió en el ser supremo, lo mató. Los colmillos del tigre sable lo destruyeron. Y el cerebro de los Amos, que les ha dado el poder, está destinado a ser la causa de su extinción. Aydem, eres un hombre tal y como éste era antes de la aparición de los Amos. Formas parte de una rama que, ahora lo sé, no fue más que otro experimento de la Naturaleza, una experiencia sin finalidad alguna.
»Pero la evolución final del hombre todavía tiene que producirse. Sí, aún no ha llegado el hombre a su fase final. Sin embargo, si los Amos viviesen su plena existencia, la Naturaleza podría verse frustrada, o al menos retroceder millones de años en su desarrollo. Ya que, durante miles y millones de años, al desaparecer los Amos, el hombre también podría dejar de existir. Sin embargo, si los Amos desapareciesen ahora, al vivir tú y Ayve, de vuestra semilla podría surgir la descendencia que ha de llegar a las estrellas.
La voz de Dmu Dran languideció en el silencio. Pero no había concluido su discurso, ya que poco después prosiguió:
—Ignoro cómo será el hombre en su evolución final. Pero estoy seguro que no será una máquina pensante. Tendrá un cerebro, sí, pero también un alma y un cuerpo, todo equilibrado en un conjunto que nos superará a nosotros, los Amos. Lo que voy a hacer es duro. Tal vez, yo no sea sino un instrumento de la Naturaleza. Tal vez me haya destinado para sus propósitos, para que la evolución adquiera sus verdaderas proporciones. Aydem, jamás lo entenderás, pero esto no importa. Estas son mis últimas órdenes. Toma a Ayve. Dirigios al final del museo. Allí, en una sección en que las cámaras fueron aplastadas por un alud rocoso, hallaréis una piedra muy redondeada que, al parecer, ni mil hombres podrían mover. A un lado de la misma hay un punto rojizo. Empújalo. La roca se apartará y encontraréis un pasadizo. Descended. Otro corredor os conducirá a lo alto, y poco después llegaréis a Aiden, la superficie de la Tierra, una región en la que los Amos no se han aventurado desde hace mil años.
»Para ello necesitaréis la mitad de un período. Entonces, pulsaré un botón que tengo junto a mí. No hace falta que comprendáis los detalles. Pero cuando apriete el botón, los vastos túneles que los Amos hemos creado en el interior de la Tierra se derrumbarán. Todos los Amos moriremos inmediatamente. Y también todos los esclavos. No quedará ningún ser vivo, excepto vosotros dos, pero vuestra sangre dará vida al Hombre que ha de sobrevenir en la Tierra. Pasarán siglos antes de que el hombre evolucione hasta vuestro nivel actual. Sí, vosotros dos, Aydem y Ayve, seréis ante la historia el primer hombre y la primera mujer. El abismo entre vosotros y vuestros antepasados quedará abierto en cuanto apriete este botón. Vosotros no entenderéis mis motivos. Pero sobreviviréis en la superficie de la Tierra, ya que habéis estudiado el contenido de las vitrinas de este museo, y sabréis cómo alimentaros en la Naturaleza terrestre. Con el tiempo, olvidaréis incluso que hayan existido los Amos. Y vuestra descendencia ascenderá a las estrellas, por unos caminos que han estado cerrados por algún tiempo.
Dmu Dran calló, meditando al parecer, y su pálido rostro le pareció triste a su servidor. Aydem apenas había entendido sus explicaciones. Sin embargo, entendió las instrucciones de Dmu Dran, y el corazón le saltaba dentro del pecho.
Dmu Dran levantó la mirada.
—Ahora, vete.
Aydem se abrió paso por entre la maraña de hierbajos y raíces que ocultaban la entrada de la cueva, y que constituía el final del largo túnel que él y Ayve acababan de recorrer. Iba muy erguido, con Ayve a su espalda. Salieron de noche a la superficie de la Tierra. La Luna, una bola de maravillosa blancura les contemplaba sonriente. Recorría el firmamento, rodeada por las estrellas. La brisa del verano susurraba entre la lujuriante vegetación que les rodeaba y el aroma de las flores parecía inundarlo todo.
El hombre y la mujer respiraron profundamente, mudos por la admiración y el contento. No muy lejos, estaba cantando un pájaro nocturno, y en lontananza se oía el gruñido de un animal desconocido. Y ambos sonidos fueron como música para sus inexpertos oídos.
—¡Libres! —gritó Aydem—. ¡Ayve, somos libres! ¡Ya no somos esclavos!
Bañados por la luz de la Luna, acariciados por la brisa nocturna, estaban muy juntos, rodeándola él con sus brazos, sus ojos y oídos atentos a las maravillas del Mundo exterior.
—Conservaré el cuchillo que robé —prosiguió él—. Con este instrumento conseguiremos lo que necesitamos, matando cuando sea preciso. Oh, Ayve... Ayve...
Sus palabras se vieron interrumpidas. De pronto la tierra pareció temblar bajo sus pies. Todo el globo se estremeció. Una bocanada de aire, como un hondo suspiro, surgió de la caverna ante la que aún se encontraban. Ayve se vio arrojada en brazos de Aydem, el cual la abrazó hasta que la agitación se hubo calmado.
—Dmu Dran ha pulsado el botón —murmuró Aydem—. Ya no existen los Amos. Ayve, compañera mía, ya no existen los Amos. ¡Somos libres y nadie podrá perseguirnos! ¡Lucharemos, trabajaremos y sufriremos, pero somos libres!
La atrajo hacia sí y la besó. Y entonces, por fin tomados de la mano, se internaron por el Mundo que Dmu Dran les había otorgado.
Aydem, el primer hombre. Y Ayve, la primera mujer.
Robert Arthur (1909-1969)
Relatos góticos. I Relatos de Robert Arthur.
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El análisis y resumen del cuento de Robert Arthur: El fin de la evolución (Evolution's End), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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