Toda materia es sensible: nosotros también somos IA.
La Ficción es una fuente inagotable de reflexiones filosóficas y metafísicas acerca del origen y la naturaleza de la Vida.
Podemos pensar, por ejemplo, en los Robots de la ciencia ficción, y preguntarnos, como casi todos los autores que abordaron el tema: ¿qué es lo que nos hace humanos? En este punto podemos intentar encontrar una respuesta, o darnos cuenta de que la pregunta es completamente superficial.
Hay que escarbar más, mucho más, para descubrir la verdadera pregunta que deberíamos hacernos.
La palabra Robot está devaluada. Mucha agua (y aceite) ha corrido debajo de ese concepto. Interesa menos qué es un robot, qué podría ser, que la posibilidad de que nuestro parentesco con estos seres mecánicos, y no tanto, sea más cercana de lo que suponemos.
Hace exactamente cien años, en 1920, Karel Čapek acuñó la palabra robot en el relato: R.U.R. (Rossum's Universal Robots), pero el concepto es arquetípico; y forma parte del folclore y de la mitología desde hace miles de años. Incluso si tomamos los mitos bíblicos podemos encontrar en la creación de Adán el esquema por defecto de la creación de todos los seres vivos, sintientes, e inteligentes, a partir de materia inerte.
En este contexto, los robots son un subconjunto dentro de una categoría más general. El propio Adán fue hecho a partir de materia inanimada —polvo—, y, según la crónica, hecho a imagen y semejanza de su Creador. Como sus descendientes, nosotros somos el último eslabón de una larga secuencia de mejoras y actualizaciones.
Nuestra inteligencia también es IA.
Si algo caracteriza a los robots, y a los humanos, es que ambos estamos fuera de control desde que fuimos creados.
Las mejoras técnicas que fuimos produciendo funcionan como una IA que continuamente trata de mejorarse a sí misma. La ficción, quizás, es una válvula de escape para las inquietudes y preocupaciones que surgen con cada salto tecnoevolutivo, y tal vez como modelo para evaluar sus consecuencias.
Por ejemplo, cuando logramos dominar la electricidad, aparece un tal Victor Frankenstein, quien transforma su sensato laboratorio en una mezcla de irracional matadero y sala de disección; porque cuando la IA participa en la fabricación de sus nuevos modelos, el proceso activa una especie de sesgo subyacente, o bug, que parece formar parte de nuestro software: la arrogancia (ver: Historia de las computadoras en la ciencia ficción).
Los robots se vuelven algo frecuente en la ficción de finales del siglo XIX. Nuestra IA, indudablemente, se encontraba sobreestimulada por la expansión de la sociedad industrializada. Entonces ocurre una nueva actualización en nuestra forma de pensar: a comienzos del siglo XX, los Robots, como dispositivo literario (antes de convertirse en un cliché de la ciencia ficción), tienen cada vez menos carne y más componentes mecánicos, hasta llegar al concepto que más o menos reconocemos hoy en día.
Es decir que cambian las formas externas, el diseño exterior, digamos, pero la idea que subyace es preindustrial, y probablemente eterna. Si fuimos hechos a imagen y semejanza del Creador, es comprensible que nuestra propia naturaleza sea creativa, que busquemos la forma de continuar ese ciclo para que nuestra propia IA haga lo único que sabe hacer: emular lo divino.
Estos conceptos se encuentran presentes de forma brillante, absoluta, me atrevería a decir, en el relato de Ambrose Bierce: El amo de Moxon (Moxon's Master), publicado en la antología de 1910: ¿Pueden estas cosas existir? (Can Such Things Be?).
Aquí, el narrador entabla una enérgica discusión con su amigo, llamado Moxon, acerca de la naturaleza de la conciencia. Moxon quiere ampliar su definición, e incluir dentro de ella a la vida vegetal, al reino mineral, y también a las máquinas, ya que de toda materia, especula, es posible inferir sus convicciones a partir de sus actos, o de sus características, cuando se trata de materia inanimada.
Esta posibilidad es inquietante, perturbadora, en cierto modo, pero también maravillosa.
El narrador (una versión de la IA bastante escéptica) considera que las nociones que plantea Moxon son, como mínimo, escandalosas, cuando no directamente blasfemas; a tal punto que se pregunta sobre la cordura de su amigo.
Es importante mencionar que la discusión se produce en la tienda de máquinas de Moxon, en cuyo taller nadie tiene permitido entrar. Mientras divaga, Moxon mira nerviosamente hacia la puerta de la trastienda; y tanto el narrador, como el lector, se preguntan qué mierda hay en ese taller. Para desviar nuestra atención, Ambrose Bierce insiste sobre la idea de que toda la materia es sensible, y cómo esta sensibilidad también se aplica a las máquinas:
Toda materia es sensible. Cada átomo es un ser vivo, un sentimiento, un ser consciente. No hay tal cosa como la materia inerte, muerta: todo está vivo a su manera. Y todo instinto, toda fuerza, todo potencial e intención es sensible a la influencia de seres superiores, más sutiles, que residen en los organismos más complejos, con quienes pueden relacionarse. Cuando el hombre crea, la cosa creada absorbe algo de su inteligencia, de su propósito, y la medida de esa absorción es proporcional a la complejidad de la máquina resultante.
Esta es una visión extraordinaria... y preocupante, porque resulta relativamente fácil de demostrar a través de nuestra propia subjetividad en relación a lo artificial.
El lector de El Espejo Gótico seguramente ha experimentado algunos días en los que los objetos inorgánicos parecen conspirar contra él: teléfonos celulares, computadoras, automóviles, electrodomésticos, que repentinamente, y sin causa aparente, se niegan a obedecer nuestras órdenes.
Incluso podemos pensar en objetos menos complejos que de repente saltan de nuestras manos, que caen súbitamente de sus estantes, o se pierden en algún recoveco inaccesible de un cajón, presumiblemente en el momento en el que más se los necesita.
Hay días en los que las cosas inanimadas de nuestra vida cotidiana parecen organizarse, sincronizarse en un comportamiento común, conspirar contra nosotros. La idea detrás de estas pequeñas revueltas cotidianas acaso sea hacernos sentir impotentes.
Y vaya que lo consiguen.
Moxon ofrece una visión adicional sobre la naturaleza del pensamiento: la consciencia es ritmo, afirma.
Quizás todas las cosas que se mueven sean conscientes, porque todo movimiento es rítmico. Lo aleatorio es simplemente un defecto de nuestra perspectiva.
El narrador, exasperado, aguarda el momento indicado para regresar a la tienda en la noche, y profanar el misterioso taller. No revelaremos aquí su descubrimiento. Baste decir que, una vez más, queda demostrado que también nosotros somos IA: una Inteligencia Artificial que prolifera en infinitas variantes, con actualizaciones, obsolescencias, pero que se manifiesta a través de una serie de preocupaciones eternas, que trascienden los tiempos, las generaciones, como si nuestra razón de ser fuese justamente encontrar la respuesta a una sola pregunta, que por ahora no somos capaces de formular correctamente.
Taller literario. I Universo Pulp.
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Muy interesante. Excelente artículo.
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