«La última canción de Casonetto»: Robert E. Howard; relato y análisis.
La última canción de Casonetto (Casonetto's Last Song) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado de manera póstuma en la revista Etchings and Odysseys en 1973, y luego reeditado en la antología de 1979: Los dioses de Bal-Sagoth (The Gods of Bal-Sagoth). También aparecería en distintas reediciones de El hombre oscuro y otros relatos (The Dark Man and Others).
La última canción de Casonetto, quizás uno de los cuentos de Robert E. Howard menos conocidos —perteneciente al ciclo de Steve Costigan—, mantiene una estrecha relación con el clásico de H.P. Lovecraft: La música de Erich Zann (The Music of Erich Zann), aunque de hecho no pertenece a los Mitos de Cthulhu.
En La música de Erich Zann, un pobre estudiante de metafísica entabla amistad con un viejo músico llamado Erich Zann, quien toca su violonchelo con sobrenatural excelencia. En definitiva, la música que interpreta no procede de su talento e ingenio, sino más bien de fuerzas de otras dimensiones.
Por otro lado, en La última canción de Casonetto, la interpretación del músico procede de la misma fuente, aunque con algunas diferencias. Casonetto aparece en el relato de Robert E. Howard solo como una grabación en un fonógrafo. De este modo, el virtuoso cantante de ópera, recientemente ejecutado debido a su pertenencia a un grupo de ocultismo, casi logra una forma de venganza realmente única a través del poder de su voz.
Aquella última canción de Casonetto es, en definitiva, una versión singular de la invocación de un ritual ancestral, oscuro, la cual busca inducir a sus oyentes a practicar los mismos ritos odiosos que llevaron al vocalista a ser ejecutado.
La última canción de Casonetto.
Casonetto's Last Song, Robert E. Howard (1906-1936)
Observé con curiosidad el paquete. Era fino y plano, y la dirección estaba escrita con la misma letra elegante que había llegado a odiar, con la misma mano que ahora yacía mortalmente fría.
—Será mejor que tengas cuidado, Gordon —dijo mi amigo Costigan—. ¿Qué otra cosa podría mandarte ese sujeto diabólico si no es algo para hacerte daño?
—Cuando lo vi pensé lo mismo —respondí—, pero es un paquete demasiado fino para contener algo de ese tipo. Lo voy a abrir.
—¡Por todos los cielos! —Costigan dejó escapar una breve risotada—. ¡Te ha enviado una de sus canciones!
Ante nuestros ojos apareció un ordinario disco de fonógrafo.
¿Ordinario, dije?
Debería haber dicho el más extraordinario disco del mundo. Porque, según tenía entendido, era el único que había capturado la voz de oro de Giovanni Casonetto, aquel gran genio siniestro cuyo canto operístico había asombrado al mundo, y cuyos oscuros crímenes lo habían conmocionado.
—La celda de los condenados a muerte que Casonetto ocupó espera ya al siguiente inquilino, y el oscuro cantante yace muerto —dijo Costigan—. ¿Qué tipo de maleficio contendrá este disco enviado al hombre que lo mandó a la horca?
Me encogí de hombros.
No por mérito propio, sino por la más pura casualidad, tropecé con el monstruoso secreto de Casonetto.
Involuntariamente encontré la caverna en la que practicaba abominaciones milenarias y ofrecía sacrificios al demonio que adoraba. Todo cuanto vi fue testificado en el juicio, y antes de que el verdugo corriera el nudo de la soga, Casonetto juró que me tenía preparado un destino nunca antes sufrido por mortal alguno.
Todo el mundo conocía las atrocidades practicadas por el culto del que Casonetto era el sumo sacerdote; y ahora que estaba muerto, sus grabaciones eran muy apreciadas por los coleccionistas. Sin embargo, y siguiendo sus últimos deseos, todos habían sido destruidos. O al menos eso pensaba hasta ese momento.
El disco que sostenía en la mano probaba que al menos uno había sobrevivido a la quema.
Lo volví a mirar, pero no se leía título alguno.
—Lee la nota —sugirió Costigan.
Una pequeña hoja había sido incluida junto al disco. La examiné detenidamente. Era la letra de Casonetto.
Para mi amigo Stephen Gordon, con el deseo de que lo escuche a solas en su estudio.
—Eso es todo —dije tras leer la petición en voz alta.
—Es más que suficiente. ¿No habrá utilizado algún tipo de magia negra? Si no, ¿por qué iba a querer que escuchases sus aullidos a solas?
—No lo sé. Pero creo que lo haré.
—Estás loco —dijo Costigan con total franqueza—. Si no sigues mi consejo y lo tiras al mar, entonces yo estaré contigo cuando lo escuches en tu fonógrafo. ¡Y no voy a ceder en esto!
No intenté contradecirle.
En realidad sentía cierta aprensión ante la prometida venganza de Casonetto, aunque no acertaba a imaginar cómo podría llevarla a cabo mediante la simple reproducción de una canción en el fonógrafo.
Costigan y yo quedamos en mi estudio. Colocamos en el aparato el último disco con la voz de oro de Giovanni Casonetto. Pude ver cómo los músculos de la mandíbula de Costigan se adelantaban en ademán beligerante. El disco comenzó a girar y el diamante rodó sobre los surcos circulares. Me tensé sin querer, como si me preparase para una pelea inminente.
Alta y clara, una voz habló:
—¡Stephen Gordon!
No logré evitar un sobresalto. De hecho, estuve a punto estuve de responder. Qué extraño y aterrador es oír tu nombre pronunciado por la voz de un hombre que sabes que está muerto.
—Stephen Gordon —la nítida, dorada y odiada voz continuó hablando—, si estás oyendo, es que estoy muerto, porque si consigo seguir viviendo, dispondré de ti de otra forma. La policía llegará pronto, y han cerrado cualquier vía de escape. No tengo más alternativa que esperar aquí y enfrentarme al juicio, y tus palabras serán las que me pongan la soga alrededor del cuello. Pero aún queda tiempo para una última canción.
»Capturaré esta canción en el disco que ahora está en la grabadora, y antes de que llegue la policía te la enviaré con un mensajero. La recibirás en el correo un día después de que me ahorquen.
»Querido amigo, ¡qué escenario tan apropiado para la última canción del sumo sacerdote de Satán! Me hallo en la oscura capilla en la que me sorprendiste. Mis torpes seguidores permitieron que escaparas, pero quizás debía ser así. Ante mí se alza el santuario del Innombrable, aquí, en el altar donde muchas almas se han elevado a las estrellas.
»En cada rincón rondan extrañas criaturas, y escucho el revoloteo de poderosas alas en la noche. El Innombrable, señor de la oscuridad, ciñe mi alma con la maldad y ejecuta notas de horror en mi dorada canción. Stephen Gordon, ¡escucha!
Rica, honda y triunfante, la voz de oro surgió, se elevó en un extraño canto rítmico, indescriptiblemente amenazante.
—¡Dios mío! —susurró Costigan—. ¡Está cantando la Invocación!
No respondí.
Las extrañas notas de aquella canción me habían conmocionado. En las oscuras cavernas de mi alma algo monstruoso se movía a ciegas, como un dragón desperezándose. La habitación se difuminó. Se hacía difícil distinguirla, mientras yo caía bajo el hipnótico poder del canto.
A mi alrededor, fuerzas inhumanas parecían planear y casi podía sentir el tacto de alas semejantes a las de murciélagos rozándome el rostro en su vuelo, como si con su canto el muerto hubiera invocado antiguos y terribles demonios para que me persiguieran.
Volví a ver la sombría capilla, iluminada por una pequeña hoguera que centelleaba sobre el altar tras el cual se cernía el Horror, la cosa Innombrable con cuernos y alas ante la que sus adoradores se postraban. Vi de nuevo el altar manchado de rojo, la daga empuñada en la mano de un acólito, el vaivén de las túnicas de los adoradores.
La voz se hizo más y más alta, escalando hasta una explosión triunfal. Llenaba la estancia, el mundo, los cielos, el universo. Cubría las estrellas con un velo tangible de oscuridad.
Me alejé tambaleándome como si me arrastrase una fuerza física. Si fuera posible que el odio y la maldad pudieran ser encarnados en un sonido, entonces yo lo oí en esos momentos. Aquella voz me arrastraba a profundidades jamás soñadas. Abominables abismos se abrían ante mí.
Tuve fugaces visiones de vacíos inhumanos y dimensiones sacrílegas más allá de toda experiencia humana. Toda la esencia concentrada del Purgatorio manaba hacia mí desde aquel disco giratorio, sobre las alas de aquella maravillosa y terrible voz.
Un sudor frío se adhirió a mi cuerpo al ser consciente de estar experimentando los sentimientos de una víctima condenada. Yo era la víctima, estaba tendido sobre el altar y la mano del verdugo planeaba sobre mí, empuñando la daga.
La voz que brotaba de aquel disco me arrastraba irremediablemente hacia un funesto final, emitiendo notas más y más altas, más y más profundas, adquiriendo matices de locura al aproximarse a su cima.
Entonces fui consciente del peligro que corría. Noté cómo mi mente se desmoronaba ante la embestida del sonido. Intenté hablar, gritar, pero mi boca se abría sin emitir sonido alguno. Intenté dar un paso adelante para apagar el fonógrafo, para romper aquel maldito disco. Pero era incapaz de moverme.
En ese momento el canto se había alzado a indescriptibles e insoportables alturas. Una abominable sensación de triunfo impregnaba todas las notas; un millón de demonios burlones me gritaban y aullaban, atrayéndome a través de la música demoníaca, como si el canto fuera una puerta por la que las hordas del Infierno se derramasen, rugiendo con las manos ensangrentadas.
Entonces avanzó a vertiginosa velocidad hacia el momento en que la daga ansía la ofrenda, y en un último esfuerzo, que dejó exhausta mi alma desvaída, rompí las cadenas hipnóticas. ¡Grité! Un alarido ultraterreno, el grito de un alma que está siendo arrastrada al Infierno, de una mente arrojada a la locura.
Y tras mi angustioso aullido pude oír el grito de Costigan, que corría hacia mí y lanzaba su puño de martillo sobre el aparato, haciéndolo añicos, condenando al olvido aquella terrible voz de oro para siempre.
Robert E. Howard (1906-1936)
Relatos góticos. I Relatos de Robert E. Howard.
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El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: La última canción de Casonetto (Casonetto's Last Song), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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