«Fuera de la Tierra»: Arthur Machen; relato y análisis.
Fuera de la Tierra (Out of the Earth) —A veces publicado en español como Desde las profundidades de la tierra— es un relato de terror del escritor galés Arthur Machen (1863-1947), publicado en la edición del 27 de noviembre de 1915 de la revista T.P.'s Weekly, y posteriormente en la antología de 1923: La pirámide brillante (The Shining Pyramid).
Fuera de la Tierra, uno de los mejores relatos de terror de Arthur Machen, cuenta la historia de una serie de apariciones fantasmales de niños en las costas de Gales, durante la Primera Guerra Mundial, que a su vez llegarían a considerarse una leyenda real, conocida como la leyenda de los Ángeles de Mons.
Fuera de la Tierra.
Out of the Earth; Arthur Machen (1863-1947)
Durante agosto hubo una confusa queja acerca de la mala conducta de los niños en ciertos balnearios de Gales. Semejantes informes son sumamente difíciles de rastrear; y nadie tiene mejor razón que yo para saberlo. No necesito recorrer el ancestral suelo galés; pero temo que en estas fechas mucha gente desearía no haber oído nunca mi nombre.
Por otro lado, un considerable número de personas están preocupadas seriamente, desde mi punto de vista, por mi bienestar. Me escriben cartas, algunas con amables censuras, rogándome que no prive a las pobres almas enfermas del pequeño consuelo que encuentran en medio de sus penas. Otros me envían folletos izquierdistas; los demás son violenta y anónimamente injuriosos. Y además, con escritura espaciada, en hermosa forma de libro, el señor Begbie se ha enfrentado a mí, en mi opinión, severamente.
De mi parte, todo era completamente inocente, más bien casual. Yo, que en prosa soy un pardillo, no hice sino expresar mi insignificante lamento en el Evening News, porque así lo quise, pues sentía que la historia de los arqueros debía ser contada. Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de fantasmas es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura; pero pensé que, de todos modos, a nadie perjudicaría que yo atestiguara, a la manera del arte fantástico, mi creencia en la heroica gesta de las huestes inglesas que regresaron de Mons tras combatir y vencer.
De un modo u otro, fue como si hubiera pulsado un botón y puesto en funcionamiento un terrible y complicado mecanismo de rumores que se pretendían auténticos, de murmuraciones que se las daban de evidentes, de extravagantes disparates, en los que la buena gente creía. El supuesto testimonio de esa hija de un canónigo muy conocido tomó por asalto las revistas parroquiales, e igualmente disfrutó de la confianza de los eclesiásticos disidentes.
La hija negó saber algo del asunto, pero la gente todavía citaba sus supuestas palabras; y las publicaciones se enredaban con los relatos, probablemente verídicos, de las angustiosas alucinaciones y delirios de nuestros soldados en retirada, hombres fatigados y destruidos hasta el borde de la muerte. Todo resultó peor que los mitos rusos, y como en las fábulas rusas, parecía imposible seguir el curso del engaño hasta su fuente.
Y eso ocurrirá, en mi opinión, con este extraño asunto de los impertinentes niños de una ciudad galesa de la costa, o mejor de un grupo de pueblos situados en determinada región o comarca que no voy a precisar tanto como quisiera, pues amo a este país y mis recientes experiencias con Los arqueros me han enseñado que ningún cuento es demasiado fútil para ser creído. Y, por supuesto, para empezar nadie sabía cómo se originó este extraño y malicioso chisme. Que yo sepa, se parece más a los mitos rusos que el cuento de los ángeles de Mons. Es decir, el rumor precedió a la impresión; se habló del asunto y pasó de una carta a otra mucho antes de que los periódicos advirtieran su existencia. Y —aquí se asemeja bastante al incidente de Mons— Londres y Manchester, Leeds y Birmingham murmuraron cosas desagradables mientras los pequeños pueblos implicados disfrutaban inocentemente de una prosperidad desacostumbrada.
En esta última circunstancia, como creen algunos, hay que buscar el fundamento. Es sabido que ciertas ciudades de la costa este padecieron el terror de los ataques aéreos, y que una buena parte de sus visitantes usuales se dirigieron al oeste. Así pues, existe la teoría de que la costa este fue lo bastante ruin como para divulgar rumores contra el oeste por pura malicia. Puede que así sea; no pretendo saberlo. Pero ahí va una experiencia personal, que ilustra la forma en que se divulgó el rumor. Estaba yo un día almorzando en mi taberna de Fleet Street —a comienzos de julio— cuando entró un amigo mío, abogado de la firma Serjeants Inn, y se sentó a mi mesa. Empezamos a hablar de las vacaciones y mi amigo Eddis me preguntó adónde pensaba ir.
—Al mismo lugar de siempre —dije.
—¿De veras? —dijo el jurista—. Pensé que la costa había dejado de gustar. Mi esposa tiene un amigo que ha oído decir que no es ni mucho menos lo que era.
Me asombró oír eso, pues no entendía que una ciudad como Manavon pudiera dejar de gustar. La había conocido durante diez años, habiéndome alojado en ella en mis veinte visitas, y no podía creer que hubieran surgido alborotos en las casas de huéspedes desde agosto de 1914. No obstante, hice una pregunta a Eddis:
—¿Turistas? —lo pregunté sabiendo, en primer lugar, que los turistas odian los lugares solitarios, tanto en el campo como en la playa; en segundo lugar, que no había ciudades industriales a una distancia asequible y cómoda, y, en tercer lugar, que los ferrocarriles no expedían billetes de ida y vuelta durante la guerra.
—No, no exactamente turistas —replicó el abogado—. Pero el amigo de mi esposa conoce a un clérigo que afirma que la playa de Tremaen no es ahora en modo alguno agradable, y Tremaen está sólo a unas cuantas millas de Manavon, ¿no es así?
—¿De qué forma no es agradable? —proseguí con mi interrogatorio— ¿Payasos, ferias y esa clase de cosas? Pienso que no puede ser así, ya que las solemnes rocas de Tremaen convertirían en piedra al más animado Pierrot. Se quedaría inmóvil sobre la playa, y las gaviotas se llevarían su canción y la convertirían en un lamento a través de las solitarias y resonantes cavernas que miran hacia Avalon. Eddis dijo que no había oído nada acerca de los feriantes, pero tenía entendido que desde la guerra los niños del distrito estaban completamente fuera de control.
—Palabrotas, ya sabe —dijo—, y todo ese género de cosas, peores que los niños de los suburbios de Londres. Nadie desea que su esposa e hijos escuchen conversaciones groseras, mucho menos durante sus vacaciones. Y se dice que Castell Coch está verdaderamente imposible; ninguna mujer decente se dejaría ver por allí.
—Realmente es una pena —dije yo, y cambié de tema.
Pero no podía entenderlo del todo. Conocía bien Castell Coch: una pequeña bahía, rodeada de dunas y acantilados de arena roja repletos de verdor. Una corriente de agua fría desciende hasta el mar; allí se encuentran el castillo Norman en ruinas, la antigua iglesia y la dispersa aldea; en conjunto es un lugar pacífico, tranquilo y de gran belleza.
Allí la gente, tanto los niños como los adultos, no es simplemente amable, sino atenta. No había creído los chismes del jurista; por mucho que lo intentase no podía comprender lo que insinuaba. Y, para evitar cualquier misterio innecesario, puedo añadir que tanto mi esposa como mi hijo y yo mismo fuimos el pasado agosto a Manavon y pasamos unas deliciosas vacaciones. Entonces no fuimos conscientes, por supuesto, de ningún tipo de molestia o desavenencia. Después, lo confieso, me contaron una historia que me desconcertó y todavía me desconcierta, y esta historia, si la aceptamos, puede proporcionar su propia interpretación a una o dos circunstancias que en sí mismas parecían completamente insignificantes.
Pero durante todo julio encontré perversos rumores que afectaban a este grato rincón de la tierra. Algunos coincidían con los chismes de Eddis; otros ampliaban su vaga historia y la precisaban aún más. Por supuesto, no se disponía de ninguna prueba. En estos casos nunca existen pruebas. Pero A conocía a B, que había oído decir a C que la hija menor de su primo segundo había sido atacada y golpeada por una pandilla de jóvenes salvajes galeses. Luego, la gente mencionó a un doctor con una numerosa clientela en una ciudad muy conocida de las Midlands, en el sentido de que Tremaen era una cloaca de depravación juvenil. Opinaban que la prueba de un médico responsable era terminante y convincente; pero no se molestaron en averiguar quién era el doctor, ni siquiera si había algún doctor relacionado con la cuestión. Entonces el asunto comenzó a aparecer en los periódicos de forma indirecta. La gente mencionó el caso de estos imaginarios niños traviesos en apoyo de sus opiniones en materia de educación.
Alguien dijo que estos desgraciados pequeños se habrían portado bien si no hubieran tenido ningún tipo de educación; la oposición declaró que la permanencia en la escuela los reformaría, transformándolos en ciudadanos admirables. Luego, los pobres niños del condado de Arfon parecieron verse envueltos en disputas acerca de la separación de la Iglesia y el Estado en Gales y la cuestión minera; y todo el tiempo se preocuparon de comportarse cortés y admirablemente como siempre hacían. Supe todo el tiempo que todo era un disparate, pero no pude comprender en lo más mínimo lo que quería decir, ni quién movía los hilos del rumor. Empecé a pensar si la presión, la ansiedad y la tensión de una terrible guerra no habrían desquiciado a la opinión pública, de manera que estuviera dispuesta a creer cualquier fábula, a discutir los motivos de unos sucesos que nunca habían ocurrido.
Finalmente empezaron las murmuraciones acerca de cosas del todo increíbles: los niños visitantes no solamente habían sido golpeados, sino también torturados; un chico fue encontrado empalado con una estaca en un campo solitario cercano a Manavon; otro niño había sido incitado con engaño a despeñarse por los acantilados de Castell Coch.
Un periódico de Londres envió discretamente a Arfon a un competente investigador. Estuvo ausente una semana, y al final de ese período volvió a su oficina y, en sus propias palabras, echó por tierra toda la historia. No existía una sola palabra de verdad, dijo, en ninguno de esos rumores. Nunca había visto un país tan hermoso; jamás encontró hombres, mujeres y niños más agradables; no había ni un solo caso de enfado o inquietud en ninguna de sus formas.
Sin embargo, la historia siguió creciendo, haciéndose cada vez más monstruosa e increíble. Yo estaba demasiado ocupado en observar el avance de mi propio monstruo mitológico para prestarle atención. El secretario del ayuntamiento de Tremaen, al que finalmente alcanzó la leyenda, escribió una breve carta a la prensa negando que existiera la más mínima base para los desagradables rumores, y casi por aquella fecha fuimos nosotros a Manavon y, como dije antes, lo disfrutamos. El tiempo fue perfecto: azules paradisíacos en el cielo, el mar todo un prodigio reluciente, con verdes oliva y esmeraldas, violetas vivos y zafiros cristalinos alternando entre las rocas; y a lo lejos una confusión de mágicas luces y colores en la confluencia de mar y cielo.
El trabajo y la preocupación me acosaban; no encontré nada mejor que detenerme junto a la costa repleta de tomillo, donde hallaba alivio y descanso infinitos en la gran extensión de mar frente a mí y en las minúsculas flores a mi lado. O nos quedábamos toda la tarde en un alto sobre los acantilados grises, observando la marea al encresparse entre las rocas, y escuchando su bramido en las cuevas del fondo. Más tarde, hubo una o dos cosas que me sobrecogieron.
Pero entonces no les hice caso. Ves pasar a un hombre con un extraño sombrero blanco y piensas muy poco o nada en él. Después, cuando te enteras de que un hombre que llevaba un sombrero así ha cometido un asesinato en una calle próxima cinco minutos antes, descubres en ese sombrero un cierto interés e importancia. Extraños niños fue la frase utilizada por mi hijo pequeño; y empecé a pensar que verdaderamente eran extraños.
Si existe alguna explicación de todo este turbio asunto, creo que debe buscarse en una conversación que sostuve no hace mucho con un amigo mío llamado Morgan. Como buen galés es un soñador, y algunos dicen que parece un niño que todavía no ha madurado. Aunque no lo supe mientras permanecí en Manavon, mi amigo pasó sus vacaciones en Castell Coch. Era un hombre solitario, amante de los sitios solitarios, y cuando nos vimos en otoño me contó que solía ir, día tras día, a un lejano promontorio en la costa conocido por el Campamento Viejo, llevando en una cesta su pan con queso y su cerveza. Allí, por encima de las aguas, hay impresionantes y enormes murallas cubiertas de césped, así como defensas redondeadas y pulidas por el transcurso de varios millares de años. En un extremo de este lugar tan antiguo existe un túmulo, una torre de observación quizás, y debajo el verde y engañoso foso parece finalizar en el centro del campo, cuando en realidad se precipita hacia las escarpadas rocas y el precipicio sobre las aguas.
A este lugar venía Morgan, según dijo, a soñar con Avalon, a purificarse de la fuliginosa corrupción de las calles.
Y así, según me contó, una tarde, mientras dormitaba y soñaba, abriendo los ojos de vez en cuando para admirar el milagro y la magia del mar, mientras escuchaba los innumerables murmullos de las olas, su meditación fue interrumpida pavorosamente por un repentino estallido de horribles y estridentes gritos, acompañados de gritos infantiles, pero de niños de la peor especie. Morgan dice que se echó a temblar con sólo oírlos.
—Eran para el oído lo que el légamo para el tacto— dijo.
Luego identificó las palabras: todas las groserías y obscenidades posibles del vocabulario; blasfemias que ponían el grito en el cielo, para luego sumergirse en las puras y radiantes profundidades, desafiándolas. Morgan estaba asombrado. Miró con atención la verde muralla de la fortaleza y vio en el fondo un enjambre de repulsivos niños, pequeñas y horribles criaturas con caras de viejo, rostros de ojos hundidos y lascivos. Era peor que destapar una nido de serpientes o una madriguera de gusanos.
No; no llegó a describir lo que eran en realidad.
—Lea usted lo de Bélgica —dijo Morgan— y piense que no podían tener más de cinco o seis años.
No hubo infamia, dijo, que no perpetraran, ni crueldad que escatimaran.
—Vi correr la sangre a raudales, mientras ellos se reían a carcajadas, pero después no pude hallar ni rastro de ella en la hierba.
Morgan dijo que los observó sin hablar; fue como si una mano lo amordazara. Al fin recuperó su voz y les chilló, y ellos estallaron en obscenas carcajadas, devolviéndole los gritos y desapareciendo de su vista. No pudo seguirlos; supone que se ocultaron entre los espesos helechos por detrás del Campamento Viejo.
—A veces no puedo entender a mi casero de Castell Coch —prosiguió Morgan—. Es el administrador de correos del pueblo y tiene una granja propia: una especie de tipo corriente, honrado y agradable. Pero a veces habla extrañamente. Iba a contarle lo de esos niños bestiales y a preguntarle quiénes podían ser, cuando empezó a hablar en galés, algo así como la lucha generacional de siempre; y la gente se deleita con ella.
Morgan no añadió nada más; era evidente que no había entendido nada.
Pero este extraño relato suyo me recordó un par de circunstancias extrañas que había observado: el caso de nuestro pequeño que se extravió más de una vez y anduvo perdido entre las dunas, y que regresó horriblemente asustado, gritando y balbuceando algo acerca de extraños niños. Entonces no le prestamos atención; no nos preocupaba, creo yo, si era o no cierto que algunos niños vagaban por las dunas. Estábamos acostumbrados a sus pequeñas fantasías.
Pero después de oír la historia de Morgan me volvió a interesar el asunto y escribí a mi amigo el anciano doctor Duthoit, de Hereford. Su respuesta fue la siguiente:
—Sólo los pueden ver y oír los niños y los inocentes. He aquí la explicación a lo que le desconcertó al principio: cómo surgieron los rumores. Surgieron de los chismes infantiles, de residuos y sobras del habla semiarticulada de los niños, de los horrores que no entendían, de palabras que avergonzaban a sus niñeras y a sus madres.
—Esta gente pequeña sale del interior de la tierra y disfruta de nuestra época. Pues, como dijo el galés, se alegran cuando saben que los hombres siguen su propio camino.
Arthur Machen (1863-1947)
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