«Tal vez soñar»: Charles Beaumont; relato y análisis.
Tal vez soñar (Perchance to Dream) es un relato de terror psicológico del escritor norteamericano Charles Beaumont (1929-1967), publicado originalmente en la edición de octubre de 1958 de la revista Playboy, y luego reeditado en la antología de 1960: Paseo nocturno y otros viajes (Night Ride and Other Journeys). Finalmente, Tal vez soñar sería adaptado por la prestigiosa serie The Twilight Zone en el episodio 9 de la temporada de 1959.
Tal vez soñar, uno de los grandes cuentos de Charles Beaumont, relata la historia de Philip Hall, un paciente cardíaco que asiste a una consulta con su psiquiatra, creyendo que si se queda dormido, morirá. Por otro lado, ya lleva despierto unas setenta y dos horas, con lo cual no le queda demasiado tiempo hasta que su corazón finalmente colapse.
SPOILERS.
Ahora bien, Philip Hall es un individuo con una prodigosa capacidad para soñar, a tal punto que fácilmente puede retomar el mismo sueño, noche tras noche, exactamente en el punto donde lo dejó (ver: Los sueños como subrutinas del subconsciente en la ficción). En que su último sueño, Hall fue seducido por una misteriosa mujer en un parque de diversiones, quien lo convence para subirse a la montaña rusa. Despierta abruptamente justo cuando él y la muchacha, ya a bordo del carrito de la montaña rusa, están a punto de llegar a la cima y de precipitarse al vacío.
Hall sabe que, si se queda dormido, retomará el sueño exactamente en ese punto, y que su corazón no resistirá un descenso por la montaña rusa. Por otro lado, ya lleva tres días despierto, con lo cual su corazón también está al borde del infarto si sigue así. Este es el dilema que da título al relato: Tal vez soñar, el cual pertenece al famoso monólogo de Hamlet:
Morir es dormir... y tal vez soñar.
Tal vez soñar es uno de esos relatos de Charles Beaumont donde podemos observar una gran cantidad de motivos que luego serían desarrollados extensamente en el género. Por ejemplo, la idea de que si mueres en un sueño, mueres en la vida real, que rápidamente podemos asociar al clásico de Wes Craven: Pesadilla en Elm Street (Nightmare on Elm Street) (ver: Si la vida es sueño, ¿la muerte es el despertar?); o la posibilidad de que el tiempo del sueño sea distinto del tiempo que experimentamos estando despiertos, es decir que toda una vida, o varias vidas, pueden desarrollarse en un sueño de apenas unos segundos; motivo que forma parte del eje del argumento de la película de Chris Nolan: El origen (Inception).
Charles Beaumont fue un autor profético, capaz de crear argumentos fascinantes con muy pocos recursos, y finales que cortan el aliento. Tal vez soñar es uno de los mejores ejemplos de su capacidad, aparentemente inagotable, para causar asombro.
Tal vez soñar.
Perchance to Dream, Charles Beaumont (1929-1967)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
—Por favor, siéntese —dijo el psiquiatra, indicando un sofá de cuero algo desgastado.
Automáticamente, Hall se sentó. Instintivamente, se echó hacia atrás. El mareo lo asaltó, sus párpados cayeron como persianas. Llegó la oscuridad. Se incorporó rápidamente y se dio una fuerte palmada en la mejilla derecha, luego otra en la izquierda.
—Lo siento, doctor —dijo.
El psiquiatra, que era alto y joven, asintió.
—¿Prefieres permanecer de pie? —preguntó gentilmente.
—¿Preferir? —Hall echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. Eso es bueno —dijo—. ¡Preferir!
—Me temo que no entiendo.
—Yo tampoco, doctor —se pellizcó la carne de la mano izquierda hasta que le dolió—. No, eso no es cierto. Entiendo perfectamente. Ese es todo el problema.
—¿Quieres decirme algo al respecto?
Es una tontería, pensó Hall; no puedes ayudarme. Nadie puede. ¡Estoy solo!
—Olvídalo —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
El psiquiatra lo interceptó:
—Espera un minuto —su voz era amigable, preocupada; pero no condescendiente—. Huir no te hará mucho bien, ¿verdad?
Hall vaciló.
—Perdona el cliché. En realidad, huir es a menudo la mejor respuesta. Pero aún no sé si el tuyo es ese tipo de problema.
—¿El doctor Jackson te habló de mí?
—No. Jim dijo que te estaba enviando, pero pensó que sería mejor conocer los detalles de tu propia boca. Solo sé que te llamas Philip Hall. Tienes treinta y un años, y no has podido dormir en mucho tiempo.
—Sí. Mucho tiempo.
Para ser exactos, setenta y dos horas, pensó Hall, mirando el reloj. Setenta y dos horas horribles.
El psiquiatra apagó un cigarrillo.
—¿Y no estás cansado? —comenzó.
—¿Cansado? Dios sí. ¡Soy el hombre más cansado de la Tierra! Podría dormir para siempre. Si fuese por mí, nunca me despertaría.
—Por favor —dijo el psiquiatra.
Hall se mordió el labio. Supuso que no tenía mucho sentido hablar de eso. Pero, después de todo, ¿qué más podía hacer? ¿A dónde iría?
—¿Te importa si me pongo de pie?
—Párate sobre tu cabeza, si quieres.
—Está bien. Tomaré uno de tus cigarrillos.
Atrajo el humo a sus pulmones y se acercó a la ventana. Catorce pisos más abajo, la gente y los autos de juguete se movieron. Los miró y pensó, este tipo está bien. Agudo. Inteligente. Nada como lo que esperaba. ¿Quién sabe? Tal vez sea bueno.
—No estoy seguro por dónde empezar.
—No importa. El principio suele ser la mejor manera.
Hall sacudió la cabeza violentamente. El principio, pensó. ¿Había tal cosa?
—Relájate.
Después de una larga pausa, Hall dijo:
—Descubrí el poder de la mente humana cuando tenía diez años, o al menos cerca de esa edad, de todos modos. Teníamos un tapiz en la habitación. Era enorme, con flecos en los bordes, y todo eso. Mostraba a un grupo de soldados —soldados napoleónicos— a caballo. Estaban al borde de algún tipo de acantilado. El primer caballo estaba encabritado. Mi madre me contó algo. Me dijo que si miraba el tapiz el tiempo suficiente, los caballos comenzarían a moverse. Irían directamente hacia el precipicio, dijo. Lo intenté, pero no pasó nada. Ella dijo: Tienes que tomarte el tiempo necesario.
»Entonces, todas las noches, antes de acostarme, me sentaba y miraba ese maldito tapiz. Y, finalmente, sucedió. Todos los caballos, todos los hombres fueron hasta el borde del acantilado.
Hall apagó el cigarrillo y comenzó a caminar.
—Me asustó muchísimo —dijo—. Cuando volví a mirar, todos estaban de vuelta en sus lugares. Más tarde lo intenté con fotos en revistas, y muy pronto pude mover locomotoras y enviar globos volando y hacer que los perros abrieran la boca; todo lo que quisiera.
Hizo una pausa y se pasó una mano por el pelo.
—No es demasiado inusual, estás pensando —dijo—. Todos los niños lo hacen. Como pararse en un armario y jugar a que uno puede volar y cosas así, cosas comunes, ¿verdad?
El psiquiatra se encogió de hombros.
—Pero hay una diferencia —dijo Hall—. Un día se salió de control. Estaba mirando un libro para colorear. Una de las imágenes mostraba a un caballero y un dragón luchando. Por diversión, decidí hacer que el caballero dejara caer su lanza. Lo hizo. El dragón comenzó a perseguirlo, respirando fuego. En otro instante la boca del dragón estaba abierta y se estaba preparando para comerse al caballero. Parpadeé y sacudí la cabeza, como siempre, solo que... no pasó nada. Quiero decir, la imagen no volvió. Ni siquiera cuando cerré el libro y lo abrí de nuevo. Pero no pensé demasiado en eso, incluso entonces.
Se acercó al escritorio y tomó otro cigarrillo. Se deslizó de su manos.
—Has estado tomando Dexedrine —dijo el psiquiatra, mirando como Hall intentaba levantar el cigarrillo.
—Sí.
—¿Cuántos al día?
—Muchos, no lo sé.
—Potente. Noquea tu coordinación. ¿Supongo que Jim te lo advirtió?
—Sí, él me lo advirtió.
—Bueno, ¿qué pasó entonces?
—Nada —Hall permitió que el psiquiatra encendiera su cigarrillo—. Por un tiempo me olvidé del juego casi por completo. Luego, cuando cumplí trece años, me enfermé. El corazón...
El psiquiatra se inclinó hacia delante y frunció el ceño.
—¿Y Jim te permitió tomar Dexe?
—¡No interrumpas!
Decidió no mencionar que había recibido el medicamento de su tía, que el doctor Jackson no sabía nada al respecto.
—Tuve que quedarme mucho en la cama, sin actividad. Podría matarme. Así que leí libros y escuché la radio. Una noche escuché una historia de fantasmas. La cueva del ermitaño, se llamaba. Era sobre un hombre que se ahoga y vuelve para perseguir a su esposa. Mis padres se habían ido al cine. Estaba solo. Y seguí pensando en esa historia, imaginando el fantasma. Tal vez, pensé para mí mismo, él está en ese armario.
»Sabía que no lo estaba, desde luego. Sabía que no existía tal cosa como un fantasma, pero había una pequeña parte de mi mente que decía: Mira el armario. Mira la puerta. Está allí, Philip, y va a salir.
»Tomé un libro e intenté leer, pero no pude evitar mirar la puerta del armario. Estaba abierta un poco, solo un poco. Entonces...
—Entonces la puerta se abrió del todo.
—Así es.
—¿Entiendes que no hay nada terriblemente inusual en lo que has dicho hasta ahora?
—Lo sé —dijo Hall—. Era mi imaginación. Lo era, y me di cuenta incluso entonces. Pero me asusté. Estaba tan asustado como si un fantasma realmente hubiese abierto esa puerta. Y ese es todo el punto. La mente, doctor. La mente lo es todo. Si crees que tienes un dolor en el brazo y no hay razón física para ello, no te duele menos. Mi madre murió porque pensó que tenía una enfermedad mortal. La autopsia mostró desnutrición, nada más. ¡Pero ella murió igual!
—No discutiré ese punto.
—Está bien. Simplemente no quiero que me digas que todo está en mi mente. Yo lo sé.
—Continúa, por favor.
—Me dijeron que nunca me recuperaría realmente, que tendría que tomarlo con calma el resto de mi vida. Debido al corazón. Sin ejercicios extenuantes, sin escaleras, sin largas caminatas. Sin emociones fuertes. Producen adrenalina en exceso, dijeron. Así fue que, al salir de la escuela, tomé un trabajo de escritorio. No es emocionante sumar números.
»Las cosas salieron bien durante unos años. Entonces comenzó de nuevo. Leí acerca de una mujer que se subió a su auto por la noche y encontró a un hombre escondido en el asiento trasero, esperando. La idea se quedó conmigo. Empecé a soñar sobre eso. Entonces, cada noche, cuando me subía a mi auto, acariciaba automáticamente el asiento trasero y las tablas del piso. Me satisfizo por un tiempo, hasta que comencé a pensar: ¿Qué pasa si me olvido de verificar? O: ¿Qué pasa si hay algo allá atrás que no es humano?
»Tuve que conducir a través de Laurel Canyon para llegar a casa, y sabes lo retorcido que es ese tramo. De treinta a cincuenta pies caída, por lo menos. Mientras conducía pensaba: Hay alguien, alguna cosa, en la parte de atrás del auto, escondido, en la oscuridad. Miraré por el espejo retrovisor y veré sus manos listas para rodear mi garganta.
»Insisto, doctor, sabía que era mi imaginación. No tenía ninguna duda de que el asiento trasero estaba vacío. ¡Demonios, siempre mantuve el auto cerrado y además lo revisaba dos veces! Pero, me dije, sigues pensando de esta manera, Hall, terminarás viendo esas manos. Será un reflejo, o los faros de alguien, o nada en absoluto, pero los verás.
»Finalmente, una noche, las vi. Perdí el control del auto y caí por el terraplén.
El psiquiatra dijo:
—Espera un minuto —se levantó y puso una cinta en una pequeña máquina grabadora.
—Entonces supe lo poderosa que era la mente —continuó Hall—. sé que los fantasmas y los demonios existen, si solo piensas en ellos lo suficiente. ¡Después de todo, uno de ellos casi me mata! —apagó el cigarrillo—. El doctor Jackson me dijo que otro shock como ese me acabaría. Y fue entonces cuando comencé a tener este sueño.
Hubo un silencio en la sala, roto por bocinas lejanas, el tictac del reloj, el golpeteo de la máquina de escribir de la recepcionista, la propia respiración torturada de Hall.
—Dicen que los sueños solo duran un par de segundos —dijo—. No sé si eso es cierto o no. No importa. Parecen durar más. A veces he soñado toda una vida. A veces han pasado generaciones. De vez en cuando, el tiempo se detiene por completo. Un instante helado, que dura para siempre. Cuando era niño vi las series de Flash Gordon, ¿recuerdas? Las amaba, y cuando terminó el último episodio, me fui a casa y comencé a soñar más episodios.
»Cada noche, otro episodio. También eran vívidos, y los recordaba a despertar. Incluso los escribí para asegurarme de no olvidarlos. Loco, ¿verdad?
—No —dijo el psiquiatra.
—Lo hice, de todos modos. Lo mismo sucedió con los libros de Oz y los libros de Burroughs. Los mantendría en funcionamiento. Pero después de los quince años, más o menos, no soñé mucho. Solo de vez en cuando. Luego, hace una semana...
Hall dejó de hablar. Preguntó la ubicación del baño, fue allí y se echó agua fría en la cara. Luego regresó y se paró junto a la ventana.
—¿Hace una semana? —dijo el psiquiatra, volviendo a encender la grabadora.
—Me fui a la cama alrededor de las once y media. No estaba demasiado cansado, pero necesitaba descansar a causa de mi corazón. De inmediato comenzó el sueño. Estaba caminando por Venice Pier. Era cerca de la medianoche. El lugar estaba lleno de gente por todas partes; sabes, el tipo de gente que solía andar por ahí: marineros, damas de aspecto regordete, niños con chaquetas de cuero. Podías escuchar las montañas rusas retumbando a lo largo de las vías, y a las personas dentro de las montañas rusas, gritando; podías escuchar el sonido de las campanas y el ruido de las pistolas y las canciones locas. Y, lejos, el océano, moviéndose. Todo era brillante, llamativo y barato. Caminé un rato, pisando chicle y manzanas dulces, preguntándome por qué estaba allí.
Los ojos de Hall se cerraron. Los abrió rápidamente y los frotó.
—A medio camino del final, pasando la sala de juegos, vi a una chica. Tenía unos veintidós o tres años. Vestido blanco, muy fino y ajustado, y un divertido sombrero blanco. Tenía las piernas desnudas, bien torneadas y bronceadas. Ella estaba sola. Me detuve y la observé, y recuerdo haber pensado: Debe tener un novio. Debe estar aquí en alguna parte. Pero ella no parecía estar esperando a nadie. Inconscientemente, comencé a seguirla.
»Pasó por un par de juegos, y luego se detuvo en uno llamado El látigo y entró. El aire estaba caliente. Atrapó su vestido mientras daba vueltas y lo hizo girar. Parecía no molestarle en absoluto. Ella solo se aferró a la barra y cerró los ojos.
»No sé, una especie de éxtasis pareció invadirla. Se echó a reír. Un sonido musical agudo. Me detuve junto a la cerca y la miré, preguntándome por qué una chica tan hermosa debería reírse en un paseo barato de carnaval, en medio de la noche, sola. Entonces mis manos se congelaron en la cerca, porque de repente vi que ella me estaba mirando, cada vez que la vuelta se lo permitía. Y había algo que decía: No te vayas, no te vayas, no te muevas...
»El juego se detuvo y ella salió y se acercó a mí, tan naturalmente como si nos hubiéramos conocido desde hace años. Puso su brazo en el mío y dijo: Lo hemos estado esperando, señor Hall.
»Su voz era profunda y suave, y su rostro, de cerca, era aún más hermoso de lo que parecía. Labios gruesos, un poco húmedos, ojos oscuros, y un brillo cálido en su piel. No respondí; ella se rio de nuevo y tiró de mi manga. Vamos, cariño —dijo—; no tenemos mucho tiempo.
»Y caminamos, casi corriendo, hasta The Silver Flash, una montaña rusa, la más alta del parque. Sabía que no debía hacerlo debido a mi afección cardíaca, pero ella no me escuchó. Dijo que tenía que hacerlo por ella. Así que compramos dos boletos y nos subimos al primer asiento del automóvil.
Hall contuvo el aliento por un momento, luego lo dejó escapar lentamente. Cuando revivió el episodio, descubrió que era más fácil mantenerse despierto. Más fácil.
—Ese —dijo—, fue el final del primer sueño. Me desperté sudando y temblando, y pensé en ello la mayor parte del día, preguntándome de dónde había salido todo. Solo había estado en Venice Pier una vez en mi vida, con mi madre, hace años. Pero esa noche, tal como sucedió con las series, el sueño continuó exactamente donde lo había dejado. Nos estábamos acomodando en el asiento de cuero áspero, agrietado. Me aferré al hierro de la barra de agarre, pintado de negro, descascarado en el centro.
»Traté de bajarme. Ese era el momento de hacerlo, pensé: ¡hazlo ahora o no llegarás demasiado lejos! Pero la chica me abrazó y me susurró: Estaríamos juntos —dijo—. Muy juntos. Si hiciera esto por ella, sería mía.
»Entonces el auto arrancó. Un pequeño tirón y los niños comenzaron a gritar. Se oyó el clac-clac-clac de la cadena tirando hacia arriba. Era demasiado tarde ahora, pensé, demasiado tarde para hacer algo más que mirar la empinada colina de madera.
»A un tercio del camino hacia la cima, con ella abrazándome, presionándose contra mí, me desperté de nuevo. A la noche siguiente, subimos un poco más. Metro a metro, lentamente, cuesta arriba. La chica comenzó a besarme y a reírse: ¡Mira hacia abajo! —decía—. ¡Mira hacia abajo, Philip!
»Y lo hice. Vi gente pequeña y autos pequeños y todo pequeño e irreal.
»Finalmente estábamos a unos pocos metros de la cresta. La noche era negra y el viento era rápido y frío ahora, y tenía miedo, tanto miedo que no podía moverme. La chica se rio más fuerte que nunca y una expresión extraña apareció en sus ojos. Entonces recordé cómo el empleado que tomó los dos boletos me había mirado inquisitivamente.
»—¿Quién eres? —grité.
»Y ella respondió:
»—¿No lo sabes?
»Y ella se levantó y sacó la barra de sujeción de mis manos. Me incliné hacia adelante, desesperado, para agarrarla de nuevo. Entonces llegamos a la cima. Y vi su rostro y supe lo que iba a hacer, lo supe al instante. Intenté volver al asiento, pero entonces sentí sus manos sobre mí y escuché su voz, riendo, bien fuerte, riendo y gritando de alegría, y...
Hall estrelló su puño contra la pared, se detuvo y esperó a que volviera la calma. Cuando lo hizo, dijo:
—Eso es todo, doctor. Ahora sabe por qué no me importa ir a dormir. Cuando lo haga, y eventualmente tendré que hacerlo, el sueño continuará. ¡Y mi corazón no lo soportará!
El psiquiatra presionó un botón en su escritorio.
—Quienquiera que sea —continuó Hall—, me empujará. Y me caeré. Cientos de pies. Veré que el cemento se apresura en un borrón para encontrarme y sentiré el dolor más espantoso que…
Hubo un clic. La puerta de la oficina se abrió. Entró una muchacha.
—Señorita Thomas —comenzó el psiquiatra—, me gustaría que...
Philip Hall gritó. Miró a la chica con el uniforme de enfermera y dio un paso atrás.
—¡Oh, Cristo! ¡No!
—Señor Hall, esta es mi recepcionista, la señorita Thomas.
—¡No! —gritó Hall—. ¡Es ella! ¡Y ahora sé quién es, Dios me salve! ¡Sé quién es ella!
La chica del uniforme blanco dio un paso tentativo en la habitación. Hall volvió a gritar, se cubrió la cara con las manos, y trató de correr.
Una voz gritó:
—¡Deténganlo!
Hall sintió el dolor agudo del alféizar contra su rodilla, y se dio cuenta en un momento horrible de lo que estaba sucediendo. Ciegamente extendió la mano, tratando de asirse, pero fue demasiado tarde. Como atraído por una fuerza gigante, cayó por la ventana abierta.
—¡Hall!
Durante todo el camino hacia abajo, largo e interminable más allá de los trece pisos hasta el concreto gris, inflexible y duro, su mente siguió trabajando, y sus ojos nunca se cerraron...
—Me temo que está muerto —dijo el psiquiatra, quitando los dedos de la muñeca de Hall.
La chica del uniforme blanco emitió un pequeño jadeo.
—Pero —dijo ella—, lo vi hace solo un minuto, y él estaba...
—Lo sé. Es curioso. Cuando entró al consultorio le dije que se sentara. Lo hizo. Y en menos de dos segundos estaba dormido. Luego dio ese grito que escuchaste y...
—¿Un infarto?
—Sí, probablemente —el psiquiatra se frotó la mejilla pensativamente—. Bueno —dijo—, creo que hay peores formas de morir. Al menos murió en paz.
Charles Beaumont (1929-1967)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Charles Beaumont.
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ResponderEliminarEn efecto, eso comentábamos en la reseña.
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