Claves para descifrar la muerte de un hombre abandonado


Claves para descifrar la muerte de un hombre abandonado.




No es ninguna novedad que la policía suele recurrir al profesor Lugano para resolver aquellos misterios que desafían al pensamiento científico, a tal punto que algunos medios inescrupulosos lo han llamado el Dupin de la Chacarita. Pero lo cierto es que el profesor jamás se inmiscuye en los procedimientos forenses, y mucho menos en los vericuetos legales de los crímenes que investiga, sino que se ocupa únicamente de los móviles desconocidos que justifican el sueldo de peritos y fiscales.

Recientemente, el profesor fue convocado para visitar una escena que, desde lo criminológico, no revestía ningún interés, pero cuyos móviles habían desconcertado a las mentes más afiladas de la policía. Naturalmente, yo asistí al proceso en calidad de amanuense.

—Ya lo ve, profesor —dijo el comisario, visiblemente perturbado—: no hay señales de robo, o de ningún tipo de violencia. Todo está en perfecto orden.

—¿Dónde fue encontrado el cuerpo?

El comisario nos condujo a la sala principal. Luego señaló con el dedo un sillón de tres cuerpos.

—¿Causa de muerte? —preguntó el profesor.

—Insuficiencia cardíaca.

—Siempre se muere de insuficiencia cardíaca, comisario. Detalles, hágame el favor.

El comisario extrajo un anotador del bolsillo trasero:

—Carlos Moreira. Cincuenta años. Soltero. Por su historial clínico sabemos que padecía algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo. El cuerpo fue hallado por nosotros después de que una vecina denunciara olores nauseabundos. Falleció hace una semana. ¿La causa? La autopsia no revela heridas, externas e internas; ni señales de forcejeo. Tampoco se encontraron rastros de veneno. Todo parece indicar que fue simplemente un infarto...

—Pero...

—Pero hay algo más.

—Sea específico, comisario.

—Sígame.

Atravesamos dos habitaciones enormes, de unos veinte metros de longitud, hasta llegar a la cocina.

—La llave del departamento fue encontrada abajo —dijo el comisario—. El occiso la arrojó por esta ventana.

—Es decir, se encerró voluntariamente.

—Así es. Resulta inimaginable que se le haya caído por accidente. Además, hubiese podido llamar por teléfono a alguien para que lo ayude, o gritar, pero nadie en el edificio oyó gritos, ni se han encontrado llamadas salientes del departamento.

—Tampoco se ha encontrado comida, ¿verdad?

El comisario vaciló, pero enseguida asintió en silencio.

—¿Me permite? —preguntó el profesor, señalando la heladera.

—Adelante.

En este punto diré que, además de la heladera, revisamos cada alacena, cada cajón, y que no hallamos ni el más ínfimo rastro de comida.

—Lo que aún no se le ha dicho —dijo el comisario—, es que junto al cadáver, al pie del sillón, encontramos restos de comida: paquetes de galletitas vacíos, latas de atún, barras de cereal, botellas de gasesosa, y toda clase de porquerías.

—Hay otra cosa que no se me ha dicho —dijo el profesor—, y es que el forense considera que este pobre diablo murió de inanición.

El comisario volvió a asentir en silencio.

—Eso es lo que resulta inexplicable —dijo el comisario—. El sujeto trasladó todo el alimento disponible en el departamento hasta la sala principal. El forense deduce que allí sobrevivió unos veinte días, aproximadamente, y que luego murió de un paro cardíaco; y no por inanición, sino por falta de agua. Estaba completamente deshidratado.

—¿Debemos deducir que el agua corriente funciona normalmente?

—Con total normalidad.

—Y que el sujeto no poseía un teléfono móvil.

El comisario levantó las cejas, como si ese dato fuese completamente superfluo.

—Muchas personas de su edad no poseen móviles —dijo—. Pero sí hay un teléfono de línea, sobre el mueble que está frente al sillón.

—Ya lo había notado. ¿Tiene a mano el número de teléfono del departamento?

El comisario volvió a revisar el anotador.

—Aquí lo tiene —dijo.

—Aguárdeme aquí, comisario; y usted —dijo, refiriéndose a mí—, acompáñeme.

Volvimos a atravesar las dos habitaciones enormes hasta llegar a la cocina. El profesor tomó su celular y marcó el número del departamento. Después de unos instantes, regresamos a la sala.

—Le diré, querido comisario, lo que he descubierto hasta ahora —dijo el profesor—: El sujeto se encerró voluntariamente; luego llevó todas las provisiones de la casa a la sala principal. Cuando estas se agotaron, murió.

—Eso ya lo sabemos, profesor. Lo que no sabemos es por qué.

—Muy simple: porque desde la cocina no se oye el timbre del teléfono de línea. Acabamos de verificarlo. Simplemente no podía darse el lujo de que el teléfono sonara en su ausencia.

—Vamos, profesor, en ese caso pudo haber llamado a la empresa telefónica para que le instale una nueva línea.

—¿Y bajar a abrirle al técnico? En esos minutos preciosos de ausencia el teléfono podría sonar.

—¿Acaso usted sostiene que este hombre murió de sed, de hambre, incluso luego de haberse alimentado con sus excrementos y bebido su propia orina, solo porque esperaba una llamada telefónica?

—Todo lo contrario: lo que digo es que este hombre murió junto al teléfono sólo para asegurarse de que ella, la mujer que lo abandonó, no lo volviera a llamar.




Filosofía del profesor Lugano. I Egosofía: filosofía del Yo.


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