El hombre que mató a su reflejo.
Hoy sé que es imposible vivir en absoluta soledad. Lo sé porque lo intenté, y porque fracasé miserablemente.
Me aislé de todo, de todos, con el pretexto de escribir mi novela. Me recluí en un cuarto miserable, no sin haber tomado la precaución de comprar los víveres necesarios para sobrevivir, según mis cálculos, durante exactamente un año, ni un día más, ni uno menos. Si me ajustaba a un estricto régimen garbanzos y encurtidos, la comida no sería un problema.
Para beber contaba con el agua corriente, que en este cuarto de mala muerte sabe a leche cuajada; no obstante, no sufrí malestares estomacales. Cuando uno acostumbra al organismo a la austeridad extrema, es posible untarse mierda en una herida abierta y no sufrir una infección.
Obturé la puerta de entrada con tablas de madera. Nadie podría entrar, y, lo que es aún más importante, nadie podría salir. Naturalmente, me deshice de mis herramientas para evitar que un brote psicótico me indujera a escapar. Las arrojé por la ventana hacia el terreno baldío que está al lado.
Mi último objetivo era la ventana, pequeña, claustrofóbica, carcelaria. Era imposible que mi cuerpo pasara por allí, pero quién sabe, a lo mejor después de cuatro o cinco meses alimentándome con raciones ínfimas quizás podría hacerlo. En cualquier caso, corté el cuero de la persiana metálica para que ya no pudiera ser levantada.
Acto seguido me deshice de cualquier posibilidad de conectarme con el exterior. Cortar los cables del teléfono sería absurdo, habida cuenta que en un posible rapto de desesperación tal vez hallara la forma de repararlos. No, lo que hice fue destruir a golpes el aparato. Apliqué la misma lógica con el televisor y la computadora. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar el ingenio de un tipo alienado. Si existía la más remota posibilidad de conectarme a la web es probable que obtuviera la información indispensable para fabricar un transmisor de radio y pedir ayuda.
Lo mejor era tomar todas las precauciones necesarias.
No puedo siquiera empezar a describir la sensación de euforia que experimenté durante los primeros días en soledad. Fueron instantes mágicos, de profunda creatividad y frenética actividad masturbatoria. Entonces advertí, releyendo unos versos de Borges, que en realidad no estaba completamente solo:
Si entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo.
Hay otro. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso teatro.
Hay otro. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso teatro.
El ciego tenía razón. ¿Cómo es posible estar solo en un lugar si hay un espejo? De hecho, hasta podemos pensar que la existencia de los espejos excluye por completo la soledad.
Hice añicos el espejo del cuarto de baño. Luego envolví los restos en una toalla y los escondí en un cajón. Nunca más reflejaría mi rostro, ningún rostro.
Pero la novela avanzaba poco, y mal.
Los párrafos tenían un tufo a naftalina insoportable. Le atribuí a ese hedor la influencia siniestra de algo que no llegué a identificar claramente al principio. Fueron meses duros. Me entregué a vagas ensoñaciones que, de a poco, se fueron transformando en ritos blasfemos. Tomaba mis libros favoritos, los llevaba a la cama, los abría delicadamente por la mitad, formando una perfecta V, un cáliz cultural entre dos almohadas, y luego los penetraba enloquecidamente.
En seis meses ya me había cogido a la mitad de mi biblioteca.
Tipos como García Márquez me producían un tremendo ardor en la uretra. Otros me causaban disfunciones más predecibles, como Freud y Marie Bonaparte. Incluso organicé categorías que prescindían por completo de los géneros literarios. Estaban los autores excitantes, como Kafka o Cervantes o Macedonio; los interesantes, los discretos, los anodinos, y los directamente incogibles, como Vargas Llosa.
Y fue haciéndole el amor a una gastada edición de las obras completas de Virginia Woolf que advertí, acaso demasiado tarde, que la solapa del libro tenía una fotografía de la autora. ¿Eran esos rostros imperturbables la causa de mi vacío creativo? ¡Por supuesto! Si hay rostros, si hay ojos, entonces uno no está solo.
Me entregué a la destrucción metódica de toda imagen, de toda fotografía, de todo, básicamente, que tuviera ojos para verme.
Pero la hoja en blanco continuó castigándome. El texto ya no olía simplemente mal, sino que su hedor nauseabundo se alojaba en el paladar, se saboreaba.
Pasé varias semanas más tratando de encontrar una explicación. ¿Qué podía ser? Después de todo, había hecho pedazos el puto espejo del baño; de manera tal que mi reflejo...
¡Eso!
¡Mi reflejo!
¡Tenía que matar a mi reflejo!
¿Qué es un espejo, después de todo, si no un dispositivo que emite un reflejo más o menos acabado? Destruirlo fue el primer paso para encontrarme completamente solo. Lo que debía hacer es destrozar toda superficie refractaria: cubiertos, Cds, botellas de vidrio, vasos, cuadros. Decirlo es fácil, pero la cifra de cosas que uno tiene en casa que pueden devolver nuestro reflejo es elevadísima. Haga el cálculo.
¿Sabía usted que al observar el charco de orina acumulado en el inodoro uno puede ver su rostro con relativa y ambarina claridad?
Lo destruí casi todo, y lo que no pude destruir lo envolví en telas y trapos y cuanta fibra textil opaca pude encontrar. Si no lo hacía, mi reflejo seguiría acechándome, y nunca estaría solo.
Finalmente la novela empezó a fluir.
Las páginas se sucedían en patrones regulares. En los siguientes meses escribí todo lo que había soñado, y aún más: escenas grotescas que ningún autor se hubiese atrevido a concebir, precisamente porque ninguno de ellos había conocido la soledad absoluta, extrema, la total ausencia de referencias en la mirada del otro.
El año de reclusión coincidió con la escritura del último capítulo, un episodio bucólico, pretencioso, pero finamente articulado, acerca de un matarife obsesionado con ensartar cascarudos. Me disponía a encarnar esa descripción ambiciosa cuando alguien golpeó a la puerta.
Grité que se fuera —a la mierda, a la concha puta de su madre—, pero mi extraño visitante continuó llamando a la puerta: un golpe tras otro, una y otra vez; golpes sordos, metódicos, como pasos descalzos en la noche, como el pausado parpadeo de un metrónomo.
Las horas del último día de soledad se diluían. Imposible escribir. Imposible pensar. Desesperado, me dispuse a asesinar a mi inoportuno visitante.
Arranqué las tablas que obturaban la puerta con mis propias manos, gritando como un lunático. Ensangrentado, no pude aferrar el picaporte. Mis dedos resbalaban. Eso sirvió para calmar mi ansiedad homicida y considerar la importancia de conseguir un arma para el enfrentamiento. Después de todo, había pasado un año comiendo garbanzos y magros encurtidos. Era probable que mi visitante estuviese en mejores condiciones físicas que yo.
Recordé el espejo. Fui hasta el cajón, retiré los restos del cristal envueltos en la toalla, y tomé un fragmento para utilizarlo como daga.
Recién lo noté al llegar nuevamente hasta la puerta. No pude ver mi rostro en el cristal. Mi reflejo no estaba.
Los golpes continuaron.
Una y otra vez.
Me propuse rastrear el paradero de mis viejos CDs, incluso me asomé al charco de orina acumulado en el inodoro: nada.
Mi reflejo no estaba.
Y los golpes continuaron.
Hace un instante volví a buscarme en los restos del espejo. No estoy. Siguen golpeando a la puerta, incansablemente. No me atrevo a observar por la mirilla. Sé que soy yo del otro lado.
Egosofía: filosofía del Yo. I Diarios de antiayuda.
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Maravilloso, atrapante y un final contundente. Una lectura excitante.
ResponderEliminar¿Cómo se llama esa parafilia de coger con libros? ¿Leer?
ResponderEliminarMe encantó. Gracias Sebastián.
Bravo ¡¡¡
ResponderEliminarExtraordinario
ResponderEliminarDiablos xD como no se me habia ocurrido antes el tener sexo con libros ... fue una lecura interesante y creativa :D
ResponderEliminarLos espejos y la paternidad son abominables
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