«El último hombre»: Seabury Quinn; relato y análisis.
El último hombre (The Last Man) es un relato fantástico del escritor norteamericano Seabury Quinn (1889-1969), publicado en la edición de mayo de 1950 de la revista Weird Tales.
El último hombre, uno de los más importantes cuentos de Seabury Quinn por fuera del ciclo de Jules de Grandin, aquel fantástico detective paranormal del relato pulp, narra la historia de Roger Mycroft, un veterano de guerra que visita a monsieur Toussaint, un espiritista que, según él, es capaz de hablar con los muertos.
Años atrás, todos los hombres de la compañía se enamoraron de una mujer, Juanita, la cual prometió entregarse al último hombre que quedara con vida. Roger Mycroft es el último, y probablemente el único capaz de hacer cumplir aquella promesa aún cuando la muchacha esté muerta.
El último hombre.
The Last Man, Seabury Quinn (1889-1969)
Una copa por éste que acaba de morir.
Brindemos por el próximo muerto.
(La algazara, Bartolomé Dowling)
Brindemos por el próximo muerto.
(La algazara, Bartolomé Dowling)
Mycroft se detuvo, dubitativo, ante la pequena placa de bronce, en la que estaba grabada simplemente el nombre de TOUSSAINT, sin atreverse a pulsar el botón del timbre de aquella gran mansión de piedra rojiza, situada en la calle 136 East. Se sentía extremadamente tímido,como un hombre disfrazado en una fiesta de máscaras de chiquillos, o como un improvisado orador que nunca ha hablado en público. Las personas —las personas de su clase— no acostumbran a asumir este tipo de actitudes. Finalmente. resolvió sus dudas, y con decisión pulsó el botón del timbre. Un mayordomo negro, correcto como un funcionario de la Saint John's Wood vestido con un traje de botones de plata y un chaleco de rayas negras, le abrió la puerta.
—¿Está en casa el señor... monsieur Toussaint? —le preguntó Mycroff, un poco nervioso.
—¿Quién pregunta por el señor? —le contestó el mayordomo con acento seco y tajante.
—Pues... señor Smith... no, señor Jones —respondió Mycroft, mientras una sonrisa escéptica se esbozaba en la comisura de los labios del joven.
—Un momento, por favor —respondió el mayordomo.
El hombre se volvió, entró en el salón y cerró la puerta tras de él. Instantes después regresó, abrió la puerta de par en par y le dijo:
—Por favor, pase usted.
Mycroft no estaba completamente seguro de lo que iba a encontrar allí dentro, pero de lo que estaba convencido era de que se trataba de un asunto bastante complicado. Se imaginó que la mansión estaría perfumada con incienso, con los muros cubiertos de extraños tapices o piezas exóticas, y una bola de cristal sobre una mesa guarnecida con un raro mantel de color verde esmeralda. Por este motivo quedó pasmado al verse introducido en un salón que se destacaba por su sobria magnificencia y refinado mobiliario.
El suelo se hallaba cubierto con sobrias y bellas alfombras persas de Samarkanda, los muebles eran indudabemente de estilo francés, en madera opaca barnizada de pintura de oro, y de las paredes colgaban auténticos cuadros de Renoir y Picasso, o de lo contrario eran imitaciones lo suficientemente buenas como para engañar a un experto en cuadros famosos. Encima de la chimenea, donde ardían hermosos troncos de abeto gigante, colgaba un bello tapiz ricamente bordado en negro y verde, y la cenefa de la primera imitaba perfectamente una serpiente. Estaba mucho más en consonancia con aquella extraña estancia un enorme gato persa acostado, junto al ruego, sobre un fino tapete de terciopelo de Bokara, con las garras abiertas, el rabo enroscado y los ojos sulfurosos.
—Buenos días, señor Mycroft, ¿deseaba verme?
Al oír estas palabras, Mycroft se sobresaltó como si hubiera sido picado por una cobra. No se había dado cuenta de la entrada en el salón de aquel individuo que le había saludado y, sobre todo, no esperaba ciertamente ser llamado por su verdadero nombre. El propietario de aquella hermosa mansión se encontraba de pie a la puerta del salón, sonriendo correctamente a su inesperado visitante. Era un hombre de elevada estatura y de indefinida edad, vestido pulcramente con un elegante y bien confeccionado traje de noche. Los botones de su blanca camisa inmaculada eran de zafiros que imitaban pequeñas estrellitas, lo mismo que sus gemelos y el broche que sujetaba la cinta de la Légion d'Honneur.
Era un hombre extremadamente negro. No obstante, y a pesar de esta llamativa apariencia, su aspecto no tenía nada de cómico, ni de extravagante. Lucía su elegante traje de corte inglés como alguien que está acostumbrado a ello desde siempre, y había una distinción y una nobleza, tan patente y marcada en su aspecto exterior, que Mycroft creyó estar delante de un antiguo emperador romano, o quizá de un estadista de la Época Dorada de la República, tallados en piedra basáltica.
Mycroft habla planeado presentarse ante él adoptando un aire humorístico, jocoso, pero al verse frente a aquel hombre cuya gravedad imponía demasiado respeto, casi se asustó.
—Yo he oído hablar de usted —balbuceó Mycroft—, señor... monsieur Toussaint. Unos amigos míos me dijeron que usted...
—Continúe, señor —intervino monsieur Toussaint al comprobar la turbación de su visitante—. ¿Qué es lo que usted desea de mí?
—He oído decir que es capaz de realizar cosas maravillosas —respondió Mycroft, e hizo una nueva interrupción, que irritó a su interlocutor.
—¿Es cierto esto que me dice, señor Mycroft?
—He oído decir que usted tiene poder para invocar a los espíritus —continuó Mycroft, algo tembloroso—. Me han informado que puede comunicarse con los espíritus de las personas muertas.
Una vez más, Mycroft se detuvo, irritado consigo mismo por el miedo que sentía y que le resecaba la garganta, dificultándole el hablar.
—¿Es posible hacer esto? Quiero decir; ¿puede usted hacerlo, monsieur Toussaint?
—Naturalmente que sí —respondió éste con el mismo acento que si le hubieran preguntado si podría proporcionar unos músicos para una fiesta familiar—. ¿Qué espíritu es el que usted quiere invocar? ¿Cuándo y cómo murió la persona a la que usted se refiere?
Ahora Mycroft se sentía afirmado a un terreno más seguro. Ahora se daba cuenta que no era un engaño lo que le habían contado sobre monsieur Toussaint, que no era un vulgar charlatán. Era simplemente un hombre de negocios hablando de negocios.
—Bueno, pues verá usted, monsieur Toussaint —continuó Mycroft—, no se trata de una persona, sino de varias, veinticinco o veintiséis. Murieron... de diferentes maneras. Bueno, sirvieron conmigo en...
—Muy bien, míster Mycroft —respondió Toussaint—. Venga aquí pasado mañana por la noche, exactamente a las doce menos diez. Todo debe ser llevado a cabo con exactitud, y no debe retrasarse ni un solo minuto. Déjele a mi mayordomo su dirección y teléfono por si acaso necesitara ponerme en contacto con usted.
—¿Cuánto me cobrará usted?
—Quinientos dólares pagaderos después de la sesión espiritista, siempre que usted quede satisfecho de ella. De lo contrario, no le cobraré nada. Buenas tardes, señor Mycroft.
Esta determinación la había tomado aquella tarde mientras se paseaba por el Park de camino a su club en la calle East 86. La primavera había llegado a Nueva York como una bailarina de ballet danzando sur les pointes, adornando los árboles con terciopelo verde y enjoyando las plantas con doradas y polícromas flores. Sin embargo, Mycroft no sintió ningún gozo ante este despertar de la Naturaleza. ni ninguna alegría en la dulce suavidad del aire.
Aquella mañana, mientras hojeaba el periódico en el Metro, camino a la ciudad, se había enterado de la muerte de Roy Hardy. Éste hacía el número veintiséis. Era el último hombre. Cincuenta años antes habían desfilado por la Gran Avenida, orgullosos, con el rostro risueño, luciendo sus brillantes uniformes, aclamados por la multitud en las aceras. Marchaban a Cuba, a luchar por la Libertad, a cumplir con su deber de patriotas, de hombres. Aún le parecía oír la música de la banda de su regimiento mientras cantaban aquello de:
Cuando oigas las campanas repicar alegremente,
y estemos todos juntos, con dulzura cantaremos.
Cuando oigas las campanas repicar alegremente
en nuestro pueblecito una noche cálida tendremos.
y estemos todos juntos, con dulzura cantaremos.
Cuando oigas las campanas repicar alegremente
en nuestro pueblecito una noche cálida tendremos.
A decir verdad, no se parecían mucho a auténticos soldados; en su mayoría, eran contables, oficinistas y agentes de cambio. Los corresponsales de los periódicos ingleses y franceses se sonreían con tolerancia ante sus esfuerzos por aparentar ser auténticos militares; los alemanes se rieron descaradamente ante ellos, y los veteranos españoles, armados y entrenados por los alemanes, los despreciaron. Pero después de las batallas de El Caney y de la Colina de San Juan se modificó la situación. Confusos y desmoralizados, los españoles se rindieron en bandadas, los extranjeros empezaron a mostrarse corteses con nosotros, los cubanos acogieron calurosamente en sus corazones a los valientes americanos, y ninguno fue más hospitalario que don José Rosales y Montalvo, cuya casa, en la calle O'Brien, se transformó en el cuartel general extra oficial para los jefes y soldados de nuestro regimiento.
La mesa de don José estaba tan extraordinariamente provista de los más exquisitos manjares, que muchos de los jóvenes soldados neoyorquinos nunca habían visto u oído hablar siquiera de ellos, y los vinos de sus bodegas parecían inagotables. Aquellos chicos que sólo habían bebido cerveza en su vida, o en escasas ocasiones whisky o ginebra, quedaron pasmados al probar vinos extraordinarios como St. Estephe, Nuits St. Georges, Madeira y Mallorca, que corrían como el agua, igual que el champaña. Pero mucho más excitante que estos ricos caldos era doña Juanita María, la hija de don José.
Era una española rubia, de finos y lustrosos cabellos, tan dorados como la crucecita de oro que lucía en su cuello de cisne. Pequeñita, más bien delgada, caminaba con la gracia de una gacela, y su voz era tan dulce como esas que sólo se pueden encontrar entre las mujeres de los países meridionales. Cuando tocaba la guitarra y cantaba, ponía tanto calor y pasión en su voz que cortaba la respiración a los que la oían.
Todos los de mi regimiento estaban enamorados de ella, y raro era el que no había aprendido ya la frase española: Te amo, Juanita. Y pocos eran los que no recibían una dulce sonrisa como compensación a esta galantería, y los más afortunados, un casto beso en la mejilla. La víspera de la marcha de nuestros soldados, don José dio una gran fiesta de despedida. El patio de la casa estaba tan claro como con la luz del día, dada la hermosa noche de luna que hacía, y de los arcos sarracenos entre las columnas pendían hermosos farolillos chinos, que desparramaban sus delicados rayos amarillos por todos los rincones.
Una larga mesa, cubierta con un exquisito mantel bordado de Madeira, brillantes cubiertos de plata y valiosas copas de cristal de Bohemia, había sido colocada en el centro del patio, y en medio de la misma, un gran jarrón de rosas rojas como la sangre. Cerca de la mesa había un gran barril de vino.
—Este vino es el famoso Pedro Jiménez —nos dijo don José—, y tiene una solera de más de cien años. Lo tengo reservado para las grandes ocasiones, como la presente. ¿A qué honor más grande podía aspirar que el ser paladeado por los valientes soldados que han venido a liberar mi patria, en víspera de su marcha?
Después de la comida se brindó por Cuba libre, por don José y por doña Juanita. A ruegos de todos, la bella hija del propietario de la casa consintió en cantarles una hermosa canción de despedida:
Pregúntale a las estrellas,
si de noche no me ven llorar.
Pregúntale si no busco,
para adorarte, la soledad...
si de noche no me ven llorar.
Pregúntale si no busco,
para adorarte, la soledad...
Todos desenvainaron sus sables, y gritaron:
—¡Viva Juanita! ¡Viva Juanita! Todos te queremos.
—Y yo os quiero a todos, queridos amigos —respondió ella alegremente—. Os quiero tanto a cada uno de vosotros que no quiero darle mi corazón a ninguno para no herir a los demás. De modo que voy a deciros lo único que voy a daros —continuó; la voz era más dulce que una caricia—. Seré del último de ustedes. Quiero decir que ciertamente uno de ustedes sobrevivirá a todos los demás, y a ése le daré mi corazón. Lo juro.
Acto seguido llevó sus delicadas manos a su boca y les dio un beso colectivo.
Como todos eran muy jóvenes y estaban muy borrachos y también muy enamorados de la linda cubanita, decidieron fundar en aquel mismo instante el Club del Último Hombre. Y todos los años, en el aniversario de aquella famosa noche, acostumbraban a reunirse, charlaban, bebían más de la cuenta y se despedían prometiéndose volver a ver el próximo año. Los años transcurrieron como las aguas de un plácido río. Y durante este tiempo a todos les fueron bien las cosas. Algunos llegaron a triunfar en el campo de las finanzas, y otros se destacaron por su oratoria en los tribunales de justicia como famosos abogados.
La Primera Guerra Mundial cubrió de honor y gloria a algunos; otros consiguieron fundar grandes fábricas cuyos productos ostentaban sus nombres. Pero el dios Cronos también cobra sus tributos. Cada vez que se reunían había más sillas vacantes y los que iban quedando vivos mostraban ya sus sienes plateadas por las canas o una calvicie bien avanzada. Durante la reunión del último año sólo quedaban ya tres: Mycroft, Rice y Hardy. Dos meses después, Hardy y Mycroft asistieron al entierro de Rice, y ahora Hardy había fallecido.
Le costaba trabajo comprender cuál era el motivo que le habla impulsado a consultar a Toussaint. El día anterior se había encontrado con su amigo Dick Prior en el Club India, y después de cenar, sin saber cómo, la conversación había girado sobre el espiritismo y los médiums.
—A mi juicio, todos estos espiritistas no son más que una banda de pillos y engañabobos —dijo Mycroft.
—Algunos de ellos probablemente lo son —respondió su amigo—, pero existen ciertas cosas, querido Roger, difíciles de explicar. Por ejemplo, ahí tienes el caso de ese famoso negro llamado Toussaint. Es posible que sea un engañabobos como tú afirmas, pero...
—¿Pero qué? ¿Quién es ese Toussaint?
—Pues parece ser que es haitiano; existe una leyenda que asegura que es descendiente de Cristóbal, el Emperador Negro. Yo no me atrevería a asegurar si esto es cierto o no, cómo tampoco eso de que ha sido un papaloi, ya sabes, un sacerdote brujo, pero lo que sí puedo garantizarte es que se trata de un hombre muy culto, graduado en Lima y en la Sorbona, muy correcto y educado. Aparte de esto...
—¿Qué milagros ha hecho? —le preguntó Mycroft, interrumpiéndole—. Te digo esto porque acabas de decirme que ha hecho cosas maravillosas.
—En efecto, las ha hecho. ¿Te acuerdas del viejo Meson, de Noble Meson y del sistema que utilizó su primera esposa para solventar la cuestión de la herencia?
—No me acuerdo muy bien —respondió Mycroft—. Creo que hubo un lío con el testamento.
—Yo no lo creo; lo aseguro —afirmó Dick—. El viejo Meson, cuando ya tenía sesenta años, se hizo mujeriego. Esa debilidad tenía un nombre: Suzanne Langdon. El sistema que esta mujer utilizó para apartarlo de su esposa fue nada menos que un puro ladronicio. No duró mucho después de haberse divorciado de Dorothy y casarse con Suzanne. Esto suele ocurrirles casi siempre a los hombres viejos que se casan con mujeres jóvenes. El viejo Meson se las ingenió para eliminar a cualquier persona con derecho a heredarle, con el objeto de que su segunda esposa fuese su única heredera.
»Cuando Meson murió y Suzanne se disponía ya a recoger la herencia, he aquí que la primera esposa, Dorothy, se presentó con un nuevo y posterior testamento, firmado, sellado, publicado y declarado, amén de inapelable, en Gibraltar. Parece ser que el viejo Meson sintió remordimientos de conciencia cuando vio llegar la hora de su muerte e hizo un nuevo testamento que anulaba al anterior, desheredando por consiguiente a Suzanne y dejando toda su fortuna a su primera esposa.
»Dicho testamento lo hallaron en el bolsillo de un abrigo suyo en su chalet de la isla, y también encontraron a las personas que habían servido de testigos, un pescador de Long Island y el mecánico de un garaje de Smithtown.
—¿Cómo? —preguntó Mycroft—. Quiero decir ¿cómo consiguieron adivinar dónde estaba el testamento y dónde vivían esos dos testigos?
—Pues gracias al famoso Toussaint. Dorothy había oído hablar de él y fue a Harlem a consultarle. Ella le contó todo esto a mi tía Matilde. Parece ser que Toussaint se puso en contacto con el espíritu de Meson, éste le dijo dónde estaba el testamento y dónde vivían los testigos. Toussaint le cobró unos honorarios muy elevados por su «trabajo», pero Dorothy quedó satisfecha y los pagó muy a gusto, ya que era muy grande la herencia que había dejado el viejo Meson.
Al día siguiente, Mycroft se había olvidado ya de aquella historia, pero cuando leyó en el periódico la noticia del fallecimiento de su amigo, entonces se decidió a consultar a Toussaint. Aquella noche, cuando atravesaba el Park, tomó esa decisión. Desde luego, seguía pensando que todo aquello era una idea descabellada, sin sentido ni lógica, pero la historia que la víspera le contara su amigo Prior se le había aferrado a la mente como una garrapata a la piel de un perro. Oh, desde luego que iría a ver a ese famoso Toussaint. Si no adivinaba lo que él pretendía saber, al menos pasaría un buen rato divirtiéndose con todos aquellos trucos que utilizan los engañabobos.
Los muebles y las alfombras hablan sido retirados del salón cuando Mycroft llegó a la casa de Toussaint diez minutos antes de la medianoche, dos días después. Delante de la vacía y fría chimenea habla ahora una especie de altar, una mesa alta cubierta con un paño blanco y sobre ella una cruz de plata, como cualquier capilla de un santuario. Pero también había otras cosas. Delante de la cruz había una serpiente negra enroscada, tallada o esculpida en madera negra también, y a cada lado de dicha serpiente habían situado un espeluznante cráneo humano. Altos cirios adornaban ambos lados del altar y prupurcionaban la única luz que iluminaba la habitación.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella semioscuridad, Mycroft observó que en el suelo había sido dibujada, con una tiza roja, una figura hexagonal, y en cada uno de los seis ángulos de dicha figura habían sido colocados seis pequeños platos llenos de una especie de polvo negro. Delante del altar, exactamente en el mismo centro del hexágono, había un sillón plegable como esos que se utilizan en la sala mortuoria de las pompas fúnebres en Estados Unidos.
Impresionado, Mycroft se puso a mirar por todos los rincones de aquel vasto salón tratando de buscar a Toussaint, y, cuando el gran reloj de pared dio la primera de las doce campanadas de la medianoche, oyó unos pasos junto a la puerta. Toussaint penetró en la estancia seguido de dos «asistentes». Los tres portaban casacas de brillante escarlata, y, sobre éstas, llevaban colocadas unas extrañas capas blancas. Por añadidura, los tres llevaban un gorro puntiagudo de color rojo, cual una mitra sobre sus cabezas
—Tome asiento —le dijo Toussaint indicándole el sillón situado en el centro del hexágono, delante del altar, pero todo esto dicho en un tono como si fuera una cosa urgente, necesariamente apremiante—. Y ahora, escúcheme bien: pase lo que pase, vea lo que vea, oiga lo que oiga, no saque ni un solo dedo de los límites del hexágono. Silo hace, será peor que un hombre muerto: estará usted perdido. ¿Me ha comprendido?
Mycroft afirmó con un movimiento de cabeza, y Toussaint se acercó al altar seguido de sus dos acólitos. No se arrodillaron ante el mismo, limitándose simplemente a hacer una profunda inclinación. Luego, Toussaint tomó dos cirios. los encendió y se los entregó a sus asistentes. Casi corriendo de uno a otro punto del hexágono, los acólitos empezaron a prenderle fuego a los polvos negros depositados en aquellos platillos metálicos, utilizando los cirios. A continuación se unieron a Toussaint, que se había situado ante el altar. Cuando el gran reloj de pared dio la última campanada de las doce de la noche, Toussaint gritó con voz estridente:
—Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
Igual que en una congregación religiosa, los acólitos repitieron las palabras de su maestro de ceremonias:
—Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
—Papa Legba, abre completamente la puerta para que ellos puedan pasar —entonó Toussaint, y una vez más los asistentes repitieron sus palabras.
Parecía como ese ruido que produce el Metro, o uno de esos ruidos extraños que suelen oírse por la noche en cualquier ciudad populosa, pero Mycroft se habría atrevido a jurar que acababa de oír el estruendo de un trueno lejano. Una y otra vez, Toussaint volvió a repetir que se abriera «la puerta», mientras los acólitos hacían eco de su invocación. Aquello empezaba ya a ser aburrido. Mycroft cambió de postura en su incómodo sillón y miró por encima de su hombro.
Su corazón se contrajo bruscamente y la sangre se le revolvió en sus oídos. Alrededor del hexágono marcado con tiza le pareció ver, a través del humo que se desprendía de los platillos metálicos, unas confusas e indefinidas formas, que no parecían humanas, pero eran muy semejantes. No se movieron, no se disiparon al igual que la neblina cuando sopla el viento, sino que permanecieron verticales, inmóviles en aquella apacible atmósfera.
—Papa Legba, abre completamente la puerta para que este hombre tenga la posibilidad de hablar con quien pueda venir a través de ella.
Las anteriores palabras fueron pronunciadas por Toussaint. Inmediatamente las silenciosas formas parecieron transformarse en una especie de sustancia. Mycroft pudo entonces distinguir algunos rostros: Willis Dykes, el herrero; Freddie Pyle, el barbero; Curtis, Sacket, Ernue Proust; todos sus antiguos camaradas, uno tras otro. Mycroft los veía dentro del círculo silencioso al igual que un hombre ve unas imágenes a través de un negativo fotográfico al exponerlo a la luz. En aquel instante la forma de hablar de Toussaint había cambiado. Ahora había dejado de ser una reiterada letanía para convertirse en gritos de victoria:
—¡Damballa Oueddo, Maestro de los Cielos! ¡Estás aquí, oh Damballa! Abre completamente la boca de los muertos, Damballa Oueddo. Dales el suficiente aliento para que puedan hablar y responder a unas preguntas; otorga a este hombre aquí presente el ardiente deseo que anida en su corazón.
Luego, volviéndose de espaldas al altar, Toussaint le dijo a Mycroft:
—Vamos, de prisa, diga rápidamente lo que tenga que decir. Este misterioso poder no durará mucho tiempo.
Mycroft sacudió su cuerpo como un perro mojado al salir del agua. Durante un instante le pareció ver en su mente el patio de la mansión de don José, los rostros de sus camaradas, la hermosa figura de Juanita bañada por los rayos de la luna, encantadora como un hada, mientras les sonreía, prometiendo...
—Juanita, ¿dónde está Juanita? —preguntó suavemente—. Ella prometió que entregaría su corazón al último hombre.
—Estoy aquí, querido,
Hacía cincuenta años, o quizá más, que no oía la voz de Juanita, pero la reconoció como si hubiera sido ayer, o sólo diez minutos antes.
—Juanita —murmuró tenuemente, y el aliento se le quebró en la garganta al pronunciar su rombre.
Juanita avanzó hacia él, rápidamente, pasando a través de aquellas filas de formas difusas, como una persona que camina a través de temblorosas espirales de argéntea neblina. Sus manos avanzaron hacia él. Iba toda vestida de blanco desde la gran peineta de marfil blanco en sus cabellos de oro hasta las pequeñas y blancas sandalias que cubrian sus hermosos pies. Su blanca mantilla, coquetamente le cubría el rostro, pero el temblor de aquélla por su jadeante respirar revelaba su impaciencia.
—Roger —dijo pronunciando su nombre sílaba por sílaba—. Roger, mi amado, mi bienamado.
Mycroft se levantó del sillón, dirigió sus brazos hacia Juanita, e intentó coger sus enguantados dedos, sin darse cuenta de que había transgredido los límites del hexágono marcado con tiza roja.
—Juanita, Juanita, he esperado tanto.
La mantilla le cayó hacia atrás apenas le tocó los dedos. Había algo extraño en su rostro. Esta no era la imagen que él había llevado en su corazón durante más de cincuenta años. Debajo de aquella corona de cabellos de oro, entre los pliegues de aquella blanca mantilla, un cráneo descarnado, sin cabellera amarillento, le miraba. Las cuencas de sus ojos vacías, le miraban fijamente, y unos dientes sin labios gesticulaban una mueca siniestra, sonriéndole diabólicamente. Mycroft se desplomó como si le hubieran dado con un mazo, y cayó tan pesadamente al suelo, que las llamas de los cirios titilaron.
—Maître —dijo uno de los acólitos tirando de la blanca sobrepelliza de Toussaint—, Maître. este hombre está muerto.
Seabury Quinn (1889-1869)
Relatos góticos. I Relatos de Seabury Quinn.
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El análisis y resumen del cuento de Seabury Quinn: El último hombre (The Last Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Muchísimas gracias por todos estos relatos de Seabury Quinn que tanto estoy disfrutando, y, en general, por vuestro trabajo.
ResponderEliminarQuería haceros una pequeña sugerencia. Simplemente que tratéis cada intervención en los diálogos como un párrafo, en vez de acabarla con un salto de línea.
Saludos.