«La casa de Asterión»: J.L. Borges; relato y análisis.
La casa de Asterión (La casa de Asterión) es un relato fantástico del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), publicado originalmente en 1947 en el periódico Anales de Buenos Aires, y luego reeditado en la antología de 1949: El Aleph (El Aleph).
La casa de Asterión, sin dudas uno de los grandes cuentos de J.L. Borges, narra la historia de un hombre que vaga por los laberintos de su casa. Temeroso de salir al exterior, deambula por las habitaciones, se esconde, recorre como un espectro las vastas galerías, finge dormir. En una palabra: aguarda.
Esa espera está repleta de misterios. Se habla de nueve hombres, que lo visitan cada nueve años, cuyos cadáveres Asterión deposita en cuartos vacíos mientras reflexiona acerca de su propia muerte, sobre la llegada de aquel que por fin lo liberará de esa existencia triste.
El nombre del protagonista del relato es Asterión, nombre que refiere a varios personajes de los mitos griegos. Sin embargo, al final de cuento se devela el misterio de su identidad: Asterión es en realidad el Minotauro, la extensa casona y sus incontables habitaciones son el Laberinto, y el último de los nueve es nada menos que Teseo.
De este modo, J.L. Borges cuenta la historia desde la perspectiva del Monstruo (el Minotauro) —con un frondoso vocabulario que homenajea a Edgar Allan Poe—, no desde la del héroe (Teseo), y al final esclarece lo que realmente ocurrió entre ambos en el centro del Laberinto, donde no hubo lucha ni actos heróicos, sino simplemente un Monstruo que aguarda la espada, que se deja matar, para ser libre.
La casa de Asterión.
La casa de Asterión, J.L. Borges (1899-1986)
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias.
Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad.
Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras.
Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones.
Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos).
Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión.
Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca.
A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas.
¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
J.L. Borges (1899-1986)
Relatos góticos. I Relatos de J.L. Borges.
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El análisis y resumen del cuento de Jorge Luis Borges: La casa de Asterión (La casa de Asterión), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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