Platón y la teoría de la Tierra como un organismo vivo.
Los ecologistas, salvo deshonrosas excepciones, son bienvenidos al universo de Platón.
El filósofo fue el primero en concebir la teoría de que la Tierra es un ser vivo. Otros, antes que él, lo habían sugerido, pero casi siempre como excusa para versificar o mitificar sobre la generosidad y crueldad del planeta. En el Timeo, Platón dejó de lado esos pretextos y declaró que nuestro planeta es un organismo vivo, integral, y acaso consciente.
Platón, hay que decirlo, estaba obsesionado con la forma esférica, el más perfecto de los cuerpos sólidos, ya que todos los puntos de su superficie son equidistantes a su centro. De ahí que aprobara sin reparos la decisión del Creador de hacer de nuestro lugar en el universo una esfera consciente de sí misma.
Platón sostiene que el mundo es un ser vivo, un vasto organismo capaz de respirar, de alimentarse, y probablemente de defecar, aunque el filósofo se abstiene de brindar referencias concretas al respecto.
Siglos después, los neoplatónicos tomaron la teoría de la Tierra como un organismo vivo. Para referirse a las montañas, los bosques, las desconocidas geografías subterráneas, Marsilio Ficino empleó audaces metáforas como: «dientes», «pelos» y «huesos de la Tierra».
A su vez, Giordano Bruno declaró que todos los planetas y estrellas eran en realidad animales ciclópeos, cuyos movimientos corresponden al hábito pastoril o predatorio, dependiendo del caso, y no a las burdas leyes sugeridas por los astrónomos.
Johannes Kepler, célebre por sus leyes acerca del movimiento de los planetas alrededor del sol, también describió a la Tierra como una enorme criatura viva, cuyo ciclo respiratorio se evidencia en el flujo de las mareas.
Todos estos hombres aceptaron el concepto platónico de la Tierra como un ser vivo, un organismo que puede ser benevolente o despiadado con sus habitantes, del mismo modo en que el ser humano puede aceptar la proliferación de colonias de piojos en sus cabellos, o bien hacer algo para exterminarlas.
Platón se abstuvo de explicar la enorme tolerancia de la Tierra con aquellos que saquean sus riquezas como ávidos parásitos, probablemente porque en aquella época era poco lo que podía obtenerse del suelo sin dejar la vida en el intento.
Desde aquí nos parece inoportuno desdeñar la hipótesis platónica, sobre todo cuando nosotros mismos somos parte de aquel organismo gigantesco.
El ser humano se ha dedicado durante milenios a tratar de buscarle un sentido a su existencia, cuando en realidad nuestro lugar en el universo, así como nuestra función, podrían justificarse en el concepto platónico del mundo.
Somos, en esencia, la red neuronal de la Tierra, células dispersas pero conectadas entre sí. A cada uno de nosotros nos corresponde un breve fragmento del pensamiento global, una parte, que puede ser de amor, de odio, de ambición, de creatividad, de insoportable tedio.
Lo curioso, en todo caso, es que a medida que la cifra de neuronas aumenta, el pensamiento se reduce, se vuelve maniático, violento, autodestructivo.
En términos platónicos, la Tierra no solo es un organismo vivo, sino que también ha perdido la cordura, y nosotros, su extraña y errática forma de pensar, somos el síntoma más evidente de su desequilibrio.
Egosofía. I Diarios de antiayuda.
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