«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.


«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.




«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio
que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»



El gato (The Cat) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado originalmente en la edición de mayo de 1900 de la revista Harper's New Monthly.

El gato, uno de los cuentos de Mary Wilkins Freeman menos conocidos, está elaborado con astucia y paciencia, atributos de su protagonista felino. Trata, fundamentalmente, sobre la necesidad de compañía y afecto, incluso por parte de aquellos que pueden sobrevivir solos en las condiciones más duras.

El cuento nos sitúa en pleno invierno en las montañas. El dueño del Gato [un anciano] abandona la cabaña que comparte con el animal y se retira al pueblo hasta el final de la estación [«el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera»]. Cuando conocemos al Gato está hambriento pero de ningún modo desesperado: aguarda pacientemente que el conejo que ha estado rastreando salga de su madriguera. Su inmovilidad, la espera, parecen detener el tiempo [«todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa»]. Está solo en las peores condiciones, «no había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo», pero el Gato es un depredador excepcional.


«Caía la nieve, y el pelo del gato estaba rígido y en punta, pero seguía imperturbable. Permanecía sentado, preparado para el último salto, y así llevaba horas.»


El Gato piensa de vez en cuando en al anciano, a quien considera un buen hombre, pero no porque fuera su fuente de sustento, sino porque ambos se brindaban compañía. Mary Wilkins Freeman hace un trabajo soberbio al retratar la psique del animal en este aspecto: «su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería».

De vuelta en la cabaña, el Gato se dispone a comerse el conejo cuando escucha una voz, afuera, entre las ráfagas de viento. Responde con un maullido que admite «la duda, el aviso, el miedo y, por fin, la camaradería». Al final el extraño consigue forzar la puerta. Es un hombre demacrado, famélico, que tiembla mientras trata de encender un fuego. El Gato sale de su escondite, desde donde ha estado evaluando la situación, y salta sobre el regazo del hombre con el conejo. El extraño se sobresalta, pero el Gato insiste en compartir su presa mientras se frota contra sus piernas y sus zapatos rotos.

Mary Wilkins Freeman describe al hombre como un «Ismael», es decir, un marginado de la sociedad; pero es amable y acepta el regalo. Cocina el conejo y lo divide por la mitad para que cada uno coma su parte. Esa noche, el hombre y el Gato duermen juntos en el catre, dándose calor mutuamente.


«El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas. Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato lo aceptó sin cuestionarlo y lo amó.»


El hombre está demasiado débil y enfermo para cazar, así que el Gato comparte con él sus presas [que a veces le toman días de acechar a la intemperie] durante todo el invierno, excepto los ratones. A cambio, el hombre mantiene la cabaña caliente. Cada noche cenan y duermen juntos.

Un día, el Gato consigue cazar tres presas [un conejo, una perdiz y un ratón], que deposita en la puerta de la cabaña en varios viajes. Maulla para que el hombre le abra, pero nadie responde. Al cabo de un rato, el animal entra por una ventana. El hombre se ha ido.

El Gato se come al ratón, recupera fuerzas, y lleva al conejo y la perdiz al interior de la cabaña. Espera, pero no viene nadie. A los dos días empieza a comer el resto. Duerme, despierta, pero el hombre no vuelve. Sale a cazar de nuevo, consigue un pájaro, y al volver ve una luz en la ventana. Se detiene en la puerta y maulla. Su amo original ha regresado.

Este hombre lo trata como un compañero, pero no le dispensa ningún gesto de afecto. «Nunca lo acarició como ese paria más gentil». De todas formas, el Gato se frota contra sus piernas, pero no comparte el pájaro. Después de cenar, el hombre nota que la cabaña está distinta. Hay cosas que faltan [leña y tabaco, sobre todo], pero esto no parece molestarle. Al final, se sienta cerca del fuego:


«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»


El Gato de Mary Wilkins Freeman es un ejemplo de los de su especie: fuerte, independiente, ingenioso y respetuoso de sí mismo. Posee, como todos los gatos, una psicología que tiene pocos puntos de contacto con la psicología humana; excepto en su anhelo [no necesidad] de compañía y afecto. Los perros de la ficción son capaces de realizar verdaderas proezas humanísticas, desde salvar bebés de un incendio a proteger a sus amos de feroces lobos, pero el comportamiento habitual de los gatos, que posee otras virtudes, no admite tales hazañas. Mary Wilkins Freeman supera por lejos a otros relatos de gatos al centrarse específicamente en este punto donde psicología humana y la felina se fusionan [ver: La verdadera diferencia entre perros y gatos]

El Gato de la historia no es un animal domesticado. Considera que la cabaña y los terrenos adyacentes son su territorio y no se siente abandonado cuando el anciano se va. Desde luego, lo aprecia, pero no lo necesita para subsistir. Tampoco se siente amenazado ante la presencia intrusiva del extraño. La cabaña es suya y no hay nada que el hombre pueda hacer para desestabilizar su dominio. De hecho, Mary Wilkins Freeman establece que es el Gato quien acoge al extraño; es él quien acepta el vínculo y retribuye su compañía con la mitad de sus presas [excepto los ratones]. En cierto sentido, es el Gato quien domestica al hombre, ofreciéndole el conejo mientras el humano demuestra su docilidad al cocinarlo para los dos [ver: Lovecraft, los gatos y un paseo por Ulthar]

El Gato comienza con la ausencia de la civilización, que se vislumbra únicamente en las elipses del texto. Por ejemplo, el extraño lleva consigo «los recuerdos del mal», algo en su pasado entre los hombres que lo ha dejado con un sentimiento de misantropía, pero nunca se arroja luz sobre esto. Nada de eso importa para el comportamiento aristocrático del Gato. Nada de lo que el hombre haya podido hacer, nada que haya sufrido, tiene ninguna influencia ni interés para el Gato. Llega a amarlo por lo que es; es decir, por la forma en la que se relaciona con él; mejor dicho, por la forma en la que el hombre va reaccionando ante el proceso de domesticación que el animal ha iniciado desde que se conocen.

El foco de este relato de Mary Wilkins Freeman se desplaza del habitual antropocentrismo y se centra en su protagonista felino. Conocemos sus frustraciones, deseos y pensamientos, mientras que el universo interior de los dos hombres está ausente. Esto, además, modifica la concepción del tiempo. Por ejemplo, la temporalidad felina se mide en términos de satisfacción pendiente de sus deseos [de comida, de compañía, de refugio], no en horas, días y semanas.

El punto de encuentro entre la naturaleza y la civilización es la cabaña y los rituales que tienen lugar en ella [como compartir la comida y dormir juntos]. En este espacio, tanto el Gato [naturaleza] como el hombre [civilización] cambian, se aproximan mutuamente. El Gato que encontramos al principio de la historia es un cazador implacable, solitario, independiente; pero cuando se aproxima a la civilización [contacto afectivo con el hombre], decide ofrecerle el conejo que acaba de matar. En unos pocos párrafos, el Gato se ha vuelto más doméstico, incluso concede que se lo acaricie, mientras que el misántropo aprende a vivir con el felino y se vuelve más «humano», curiosamente, algo que logra junto a un animal, no con sus pares.

A simple vista, el final de El Gato es decepcionantemente conservador: el felino y el antiguo amo regresan a sus posiciones iniciales. Comparten la cabaña y se miran «a través de esa barrera infranqueable de silencio que se ha establecido entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo». El hombre renuncia a averiguar qué ha pasado en su cabaña, a pesar de percibir una atmósfera extraña, objetos que no están en su lugar, o que directamente han desaparecido. En esencia, se rehúsa a tratar de comprender el pasado; sin embargo, el lector conoce la historia del gato y puede entender que ese pasado, en el presente, constituye una pérdida para el animal.




El gato.
The Cat, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La nieve caía y el pelaje del Gato estaba tieso y puntiagudo, pero él permanecía imperturbable. Estaba agachado, listo para la primavera de la muerte, como lo había estado sentado durante horas.

Era de noche, pero eso no importaba: todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa. Además, no estaba sujeto a ninguna voluntad humana, porque vivía solo ese invierno. No había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo. Era completamente libre, salvo por sus propios deseos, que lo tiranizaban cuando no estaban satisfechos, como ahora.

El Gato tenía mucha hambre; estaba casi famélico, de hecho. Durante días el clima había sido muy severo, y todos los animales salvajes más débiles, que eran sus presas por herencia, se habían mantenido en sus madrigueras y nidos, y la larga caza del Gato no le había servido de nada. Pero siguió esperando con la inconcebible paciencia y persistencia de su raza.

El Gato era una criatura de convicciones absolutas, y su fe en sus deducciones nunca vaciló. El conejo había entrado allí, entre aquellas ramas bajas de pino. Ahora su pequeña abertura tenía ante sí una densa cortina de nieve, pero allí estaba. El Gato lo había visto entrar, tan parecido a una veloz sombra gris que incluso sus ojos agudos habían mirado hacia atrás en busca de la sustancia que lo seguía.

Así que se sentó y esperó y esperó en la blanca noche, escuchando con enojo el viento del norte que se iniciaba en las alturas superiores de las montañas con gritos distantes, y luego se hinchaba en un terrible crescendo de rabia y descendía en furiosas alas blancas de nieve como una bandada de feroces águilas sobre los valles y barrancos.

El Gato estaba en la ladera de una montaña, en una terraza boscosa. A unos cuantos pies de distancia, por encima de él, se alzaba una pendiente rocosa tan empinada como la pared de una catedral. El Gato nunca la había escalado: los árboles eran las escaleras que conducían a las alturas de su vida. A menudo había contemplado la roca con asombro y maullado amargamente y con resentimiento, como hace el hombre ante una Providencia amenazadora.

A su izquierda estaba el precipicio. Detrás de él, con un pequeño trecho de vegetación leñosa en medio, estaba la helada pared perpendicular de un arroyo de montaña. Delante estaba el camino hacia su casa. Cuando el conejo salió, estaba atrapado; sus pequeñas patas hendidas no podían escalar pendientes tan continuas.

Así que el Gato esperó.

El lugar en el que se encontraba parecía un torbellino del bosque. La maraña de árboles y arbustos que se aferraban a la ladera de la montaña con un severo manojo de raíces, los troncos y ramas caídos, las enredaderas que lo abrazaban todo con fuertes nudos y espirales de crecimiento, tenían un efecto curioso, como si fueran cosas que hubieran girado durante siglos en una corriente de agua furiosa, solo que no era agua, sino viento, que había dispuesto todo en líneas circulares para ceder a sus puntos de ataque más feroces.

Y ahora, sobre todo este remolino de madera y roca, troncos muertos y ramas y enredaderas, descendía la nieve. Soplaba como humo sobre la cresta de la roca que había encima; se erguía en una columna giratoria como un espectro de la muerte de la naturaleza, luego se desplomaba por el borde del precipicio y el Gato se encogía ante su feroz retroceso. Era como si agujas de hielo le pincharan la piel a través de su hermoso y espeso pelaje, pero nunca vaciló y nunca lloró. No tenía nada que ganar con llorar, y todo que perder; el conejo lo oiría y sabría que lo estaba esperando.

La oscuridad se fue haciendo cada vez más espesa, con una extraña negrura blanca. Era una noche de tormenta y muerte, añadida a la noche de la naturaleza. Las montañas estaban ocultas, envueltas, intimidadas y tumultuosamente dominadas por ella, pero en medio de todo eso aguardaba, completamente invicta, esta pequeña, inquebrantable, viva paciencia y poder bajo una capa de pelo gris.

Una ráfaga más feroz barrió la roca, giró sobre un poderoso pie de torbellino y luego se desplomó sobre el precipicio.

Entonces el Gato vio dos ojos luminosos de terror, frenéticos por el impulso de huir, vio una pequeña nariz temblorosa y dilatada, dos orejas puntiagudas, y se quedó quieto, con todos sus finos nervios y músculos tensos como cables. Entonces el conejo salió, hubo una larga línea de huida y terror encarnados, y el Gato lo atrapó.

El Gato volvió a casa, siguiendo el rastro por la nieve.

El Gato vivía en la casa que su amo había construido, tan rudimentariamente como un fortín infantil, pero lo suficientemente resistente. La nieve caía pesada sobre la leve pendiente del techo, pero no se asentaba debajo. Las dos ventanas y la puerta estaban bien cerradas, pero el Gato sabía cómo entrar. Subió a un pino que había detrás de la casa, aunque era un trabajo duro con su conejo, y se metió en su abertura debajo del alero, luego bajó la habitación de abajo, y se subió a la cama de su amo con un salto y un gran grito de triunfo, con conejo y todo.

Pero su amo no estaba allí; había estado fuera desde principios de otoño y ahora era febrero. No volvería hasta la primavera, porque era un hombre viejo y el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera. Se había ido al pueblo a pasar el invierno.

El Gato sabía desde hacía mucho tiempo que su amo se había ido, pero su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería.

Cuando vio que seguía desaparecido, arrastró al conejo desde el tosco sofá hasta el suelo, puso una patita sobre el cadáver para mantenerlo firme y empezó a roer con la cabeza ladeada para apoyar sus dientes más fuertes.

En la casa estaba más oscuro que en el bosque y el frío era igual de mortal, aunque no tan feroz. Si el Gato no hubiera recibido su abrigo de piel sin cuestionarlo de la Providencia, habría estado agradecido de tenerlo. Era de un gris moteado, blanco en la cara y el pecho, y tan espeso como el pelo puede crecer.

El viento empujaba la nieve contra las ventanas con tanta fuerza que la casa temblaba un poco. De pronto, el Gato oyó un ruido y dejó de mordisquear al conejo y escuchó, con sus brillantes ojos verdes fijos en una ventana. Entonces oyó un grito ronco, un alarido de desesperación y súplica; pero sabía que no era su amo que volvía a casa, y esperó, con una pata todavía sobre el conejo.

Luego se oyó el alarido de nuevo, y entonces el Gato respondió.

Dijo todo lo que era esencial para su propia comprensión. En su grito de respuesta había pregunta, información, advertencia, terror y, por último, la oferta de camaradería; pero el hombre que estaba fuera no lo oyó, a causa del aullido de la tormenta.

Entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta, luego otro, y otro. El Gato arrastró a su conejo debajo de la cama. Los golpes se hicieron más fuertes y más rápidos. Era un brazo débil el que los daba, pero estaba fortalecido por la desesperación. Finalmente, la cerradura cedió y el extraño entró. Entonces el Gato, mirando desde debajo de la cama, parpadeó con una luz repentina y sus ojos verdes se entrecerraron.

El extraño encendió una cerilla y miró a su alrededor. El Gato vio un rostro salvaje y azul por el hambre y el frío, y un hombre que parecía más pobre y mayor que su pobre amo, que era un paria entre los hombres por su pobreza y el misterio de sus antecedentes; y oyó un murmullo ininteligible de angustia proveniente de la boca áspera y lastimera. Había en él tanto blasfemia como plegaria, pero el Gato no sabía nada de eso.

El extraño aseguró la puerta que había forzado, recogió un poco de leña del rincón y encendió un fuego en la vieja estufa tan rápido como sus manos medio congeladas se lo permitieron. Temblaba tan lastimosamente mientras trabajaba que el Gato sintió sus espasmos. Entonces el hombre, que era pequeño y débil y estaba marcado por las cicatrices del sufrimiento, se sentó en una de las viejas sillas y se agazapó sobre el fuego como si fuera el único amor y deseo de su alma, extendiendo sus manos amarillas como garras amarillas, y gimió.

El Gato salió de debajo de la cama y saltó sobre su regazo con el conejo. El hombre lanzó un gran grito y se sobresaltó de terror, y el Gato resbaló arañando hasta el suelo. El conejo cayó inerte, y el hombre, jadeante y espantado, se apoyó contra la pared. El Gato agarró al conejo por el cuello flojo y lo arrastró hasta los pies del hombre. Entonces levantó su grito agudo e insistente, arqueó la espalda y su cola era una espléndida pluma ondulante. Se frotó con los pies del hombre, que se le salían de los zapatos rotos.

El hombre apartó al Gato con bastante suavidad y empezó a buscar por la pequeña cabaña. Incluso subió con esfuerzo la escalera hasta el desván, encendió una cerilla y miró hacia arriba en la oscuridad con ojos forzados. Temía que pudiera haber un hombre, ya que había un Gato. Su experiencia con los hombres no había sido agradable. Era un viejo Ismael errante entre los de su especie; había tropezado con la casa de un hermano, y el hermano no estaba en casa, y estaba contento.

Volvió junto al Gato, se inclinó rígidamente y le acarició la espalda, que el animal arqueó como el resorte de un arco.

Luego tomó al conejo y lo miró ansiosamente a la luz del fuego. Sus mandíbulas se movían. Casi podría haberlo devorado crudo. Buscó a tientas, con el Gato pisándole los talones, entre unas estanterías rústicas y una mesa, y, con un gruñido de satisfacción, encontró una lámpara con aceite. La encendió; luego encontró una sartén y un cuchillo, despellejó al conejo y lo preparó para cocinarlo, con el Gato siempre a sus pies.

Cuando el olor de la carne cocinándose llenó la cabaña, tanto el hombre como el Gato parecieron lobos. El hombre dio vueltas al conejo con una mano y se agachó para acariciar al Gato con la otra. El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas.

Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato aceptó al hombre sin cuestionarlo y lo amó. Cuando el conejo estuvo medio cocido, ni el hombre ni el gato pudieron esperar más. El hombre lo sacó del fuego, lo partió exactamente en dos mitades, le dio una al Gato y tomó la otra para él.

Comieron.

Luego el hombre apagó la luz, llamó al Gato, se subió a la cama, levantó las sábanas y se durmió con el animal en su regazo.

El hombre fue huésped del Gato durante el resto del invierno, y el invierno es largo en las montañas. El legítimo dueño de la pequeña cabaña no regresó hasta mayo. Durante todo ese tiempo el Gato trabajó duro y él mismo adelgazó bastante, porque compartía todo con su huésped, excepto los ratones. A veces la caza era cautelosa, y el fruto de la paciencia de días era muy poco para dos. Sin embargo, el hombre estaba enfermo y débil, y no podía comer mucho, lo cual era una suerte, ya que no podía cazar por sí mismo. Todo el día estaba acostado en la cama, o bien sentado junto al fuego. Era una suerte que la leña estuviera a un tiro de piedra de la puerta, porque tenía que ocuparse de eso solo.

El Gato buscaba comida incansablemente. A veces se ausentaba durante días seguidos, y al principio el hombre solía aterrorizarse, pensando que nunca volvería. Entonces oía el grito familiar en la puerta, se ponía de pie, lo dejaba entrar y los dos cenaban juntos, compartiendo por igual; luego el Gato descansaba y ronroneaba, y finalmente dormía en los brazos del hombre.

Hacia la primavera, la caza se hizo abundante; más presas salvajes se vieron tentadas a salir de sus hogares en busca de amor y de comida. Un día el Gato tuvo suerte: un conejo, una perdiz y un ratón. No pudo llevarlos todos a la vez, pero finalmente los reunió en la puerta de la casa. Entonces gritó, pero nadie respondió.

Todos los arroyos de la montaña se aflojaron y el aire estaba lleno del gorgoteo de muchas aguas, atravesado ocasionalmente por el silbido de un pájaro. Los árboles susurraban con un sonido nuevo al viento primaveral; había un rubor de color rosa y verde dorado en la superficie de una montaña distante vista a través de una abertura en el bosque. Las puntas de los arbustos estaban hinchadas y brillaban de un rojo rojizo, y de vez en cuando había una flor; pero el Gato no tenía nada que ver con las flores.

Se quedó junto a su botín en la puerta de la casa y gritó y gritó con su insistente triunfo, queja y súplica, pero nadie vino a dejarlo entrar. Entonces dejó sus pequeños tesoros en la puerta y se dirigió a la parte trasera de la casa, hacia el pino, y subió al tronco con una carrera salvaje, entró por su pequeña abertura y bajó hasta la habitación.

El hombre se había ido.

El Gato gritó de nuevo, ese grito del animal por la compañía humana que es una de las notas tristes del mundo; miró por todos los rincones; saltó a la silla junto a la ventana y miró hacia afuera; pero nadie vino.

El hombre se fue y nunca volvió.

El Gato se comió su ratón en el césped; llevó el conejo y la perdiz a la casa con mucho esfuerzo, pero el hombre no vino a compartirlos. Finalmente, en el transcurso de un día o dos, se los comió él mismo. Luego durmió largo rato en la cama y cuando despertó el hombre tampoco estaba.

Luego el Gato salió a sus cotos de caza y regresó por la noche con un pájaro gordo, pensando con su incansable persistencia que el hombre estaría allí; había una luz en la ventana y cuando gritó su viejo amo abrió la puerta y lo dejó entrar.

Su amo tenía una fuerte camaradería con el Gato, pero no afecto. Nunca lo acariciaba como ese paria más gentil, pero estaba orgulloso de él y se preocupaba por su bienestar, aunque lo había dejado solo todo el invierno sin escrúpulos. Temía que alguna desgracia le hubiera sucedido, a pesar de que era un poderoso cazador. Por lo tanto, cuando lo vio en la puerta con todo el esplendor de su brillante pelaje de invierno, su pecho blanco y su rostro brillando como la nieve al sol, su propio rostro se iluminó de bienvenida y el Gato abrazó sus pies con su cuerpo sinuoso vibrante con ronroneos de regocijo.

El Gato tenía a su pájaro para él solo, porque su amo ya tenía su propia cena cocinándose en la estufa. Después de comer, el amo tomó su pipa y fue a buscar una pequeña reserva de tabaco que había dejado en la cabaña durante el invierno. Había pensado en ello a menudo; eso y el Gato le parecían algo para volver a casa en primavera. Pero el tabaco se había acabado; no quedaba ni una mota de polvo. El hombre maldijo un poco en un tono monótono y sombrío, lo que hizo que la blasfemia perdiera su efecto habitual. Había sido, y era, un bebedor empedernido; había dado vueltas por el mundo hasta que las marcas de sus esquinas afiladas se le quedaron en el alma, que por ello se había endurecido, hasta que su sensibilidad se embotó. Era un hombre muy viejo.

Buscó el tabaco con una especie de combatividad aburrida, de persistencia; luego miró con estúpido asombro alrededor de la habitación. De repente, le pareció que muchos rasgos habían cambiado. Otra tapa de estufa estaba rota; un viejo trozo de alfombra estaba clavado sobre una ventana para protegerse del frío; la leña se había acabado. Miró y no quedaba aceite en la lata. Miró las mantas de su cama; las levantó y de nuevo emitió aquel extraño ruido gutural. Luego volvió a buscar el tabaco.

Por fin abandonó la tarea. Se sentó junto al fuego, pues en las montañas hace frío en mayo; sostuvo la pipa vacía en la boca, con la frente áspera fruncida, y él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable del silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.

Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Wilkins Freeman.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary E. Wilkins Freeman: El gato (The Cat), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentario:

  1. Hola Sebastián! Como siempre, antes que nada, agradecerte por la existencia del sitio. Ahora bien, ¿que tiene de fantástico u horroroso este cuento para que lo hayas incluido? Es un buen cuento, si, pero no creo que entre en la temática que abarca El Espejo Gótico.

    ResponderEliminar