Los Villanos no mueren, renacen.
Raquel cerró el libro antes de terminarlo. Nunca lograba superar la página en que la damisela en apuros terminaba matando al villano.
Hubiese sido bueno —pensó— tener un hogar en el living para quemar el libro. Para quemarlos a todos —se corrigió.
Después dedujo que habría necesitado algo más que un hogar para quemar a todos los libros que no había terminado a lo largo de los años. Solo un instinto macabro, o una vana esperanza, la impulsaban a seguir comprando esas novelas baratas, a seguir leyéndolas, a seguir abandonándolas al polvo de los anaqueles de su biblioteca en el momento preciso en que la protagonista finalmente conseguía matar a su adversario.
Porque convengamos que, en estas historias, el Villano siempre es boleta, ya sea a manos de la damisela en apuros, del héroe, de la mujer fatal, de la Providencia.
¿Es que a nadie se le ocurrió que el Villano quiere morir? —pensó Raquel—, ¿que toda esa estupidez de andar confesando sus planes, hasta el más mínimo detalle, de prolongar la agonía de su víctima, es en realidad un ardid cuyo propósito es que alguien —cualquiera— acabe con su vida?
Raquel consideraba que aquel cliché literario de que el Villano siempre muere, en general, ya sobre el crepúsculo de la novela, en realidad debería ser el comienzo de la historia.
Al menos así lo fue para ella.
Y así seguramente debía ser para todas las víctimas.
Porque el Villano, el auténtico villano, ése que anda por ahí sin que una pueda hacer mucho para detectarlo, no muere cuando la heroína, o un generoso héroe acartonado, pone fin a su vida.
El Villano renace con su muerte.
Ninguna novela, según Raquel, logró entender esa transición.
Mientras el Villano vive, todo el peligro y la fatalidad que acechan a la heroína se resumen en él: un sujeto que puede ser más o menos aterrador, más o menos astuto o cruel. Un tipo que puede ser tu pareja, tu amigo, tu hermano, tu padre. Que puede ser cualquiera.
Y una sabe a quién tenerle miedo.
Pero cuando el Villano muere las precauciones se vuelven estériles: los cerrojos no sirven de nada, tampoco las armas, el aislamiento, la policía, la justicia —humana o divina—, la presencia tranquilizadora del héroe, la desconfianza. Nada de eso sirve porque no hay nadie de quién defenderse.
Tal vez por eso la mayoría de las novelas termina cuando el Villano ha muerto.
La verdadera historia, la que comienza con su muerte, es demasiado aterradora como para ponerla en palabras.
Raquel arrojó la novela sin terminar sobre una pila de libros amontonados en un rincón. Imaginó que el fuego lamía esas páginas desabridas.
El Villano ha muerto.
El Villano siempre muere al final.
Las mujeres que nunca han conocido a un Villano quizá puedan creer que ése es el final de la historia. Raquel, que dudaba de que tales mujeres existan, pensaba lo contrario.
Matar al Villano es fácil. Cualquiera puede hacerlo. Ella, sin ir más lejos, lo había hecho.
Pero el resultado no fue lo que hubiese esperado.
En vida, el Villano estaba en alguna parte: detrás de una puerta, en la oscuridad, a la vuelta de la esquina, acechándola entre la multitud; pero ahora, mientras su cuerpo se pudre en algún ataúd desvencijado, también estaba en el rastro de humedad que corría por el arco de su espalda, entre sus hombros, entre sus senos. Todo eso evidenciaba lo que ninguna novela logró descifrar: el verdadero Villano, cuando muere, recién empieza a hacer su trabajo.
Egosofía. I Feminología.
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