«Dile a las mujeres que nos vamos»: Raymond Carver; relato y análisis


«Dile a las mujeres que nos vamos»: Raymond Carver; relato y análisis.




Dile a las mujeres que nos vamos (Tell the Women We’re Going) es un relato de terror del escritor norteamericano Raymond Carver (1938-1988), publicado en la antología de 1981: De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love).

Dile a las mujeres que nos vamos, sin dudas uno de los mejores relatos de Raymond Carver, cuenta la historia de dos amigos, Bill y Jerry, en apariencia, perfectamente normales: ambos con trabajo, familia y preocupaciones banales, que cierto día siguen a dos mujeres por la carretera y las asesinan.

En este sentido, Dile a las mujeres que nos vamos es menos un clásico cuento de terror que un relato psicológico fascinante, donde Raymond Carver nos sumerge, poco a poco, en lo profundo de la psique de estos dos hombres, cuyas vidas, aparentemente, transitan por las típicas ambiciones y frustraciones, pero que también son capaces de cultivar, en perfecto secreto, inconfesables impulsos homicidas.

De este modo, Raymond Carver construye a dos asesinos —en realidad, un asesino y su cómplice— a partir de dos sujetos en donde el Mal (con mayúscula) parece estar ausente hasta que por fin se manifiesta.



Dile a las mujeres que nos vamos.
Tell the Women We’re Going, Raymond Carver (1938-1988)

Bill Jamison había sido siempre el mejor amigo de Jerry Roberts. Ambos habían crecido en la zona sur, cerca del viejo parque de atracciones. Habían ido juntos a la escuela primaria y luego a la secundaria, y más tarde entraron juntos en Eisenhower, donde hicieron cuanto estuvo en su mano para tener el mayor número de profesores comunes, se intercambiaron camisas y suéteres y pantalones con pinzas, y salieron con las mismas chicas.

En el verano conseguían trabajos juntos: macerar melocotones, recoger cerezas, deshebrar lúpulo, cualquier cosa que les proporcionase algo de dinero y en donde no hubiera que soportar a un patrón al acecho. Y compraron un coche a medias. El verano anterior a su último curso, juntaron el dinero y se compraron un Plymouth rojo del 54 por 325 dólares.

Lo compartieron. Y todo salió perfectamente.

Pero Jerry se casó antes de que finalizara el primer semestre, y abandonó los estudios para tomar un empleo fijo en el centro comercial Robby’s. En cuanto a Bill, también él había salido con la chica. Carol, y se llevaba muy bien con Jerry, y Bill iba a visitarlos siempre que podía. Tener amigos casados le hacía sentirse más adulto. Solía ir a almorzar o a cenar, y escuchaban a Elvis o a Bill Haley y los Comets.

Pero a veces Carol y Jerry empezaban a comportarse... bueno, como suelen hacerlo las parejas, sin importarles que Bill estuviera delante. Entonces Bill se levantaba y se excusaba y se iba andando hasta la estación de servicio Dezorn’s a tomarse una gaseosa, pues en el apartamento de Jerry no había más que una cama abatible en la sala de estar. O bien ellos se metían en el cuarto de baño, y Bill se iba a la cocina y fingía interesarse por la alacena o el frigorífico mientras trataba de no escuchar.

Así que Bill empezó a no ir tan a seguido; y, después de graduarse en junio, consiguió un empleo en la fábrica Darigold y se alistó en la Guardia Nacional. Al cabo de un año tenía a su cargo su propia ruta lechera y mantenía relaciones formales con Linda. De modo que Bill y Linda iban a visitar a Jerry y Carol, y bebían cerveza y oían discos.

Carol y Linda se llevaban bien, y a Bill le halagó que Carol le dijera —así, confidencialmente— que Linda era genial.

También a Jerry le gustaba Linda.

—Es estupenda— comentó Jerry.

Cuando Bill y Linda se casaron, Jerry fue el padrino de boda. La fiesta, naturalmente, fue en el Donnelly Hotel, y Jerry y Bill se tomaron del brazo, bebieron el ponche de un trago, y se despacharon a gusto con toda clase de diabluras. Pero en determinado momento, en medio de toda aquella alegría, Bill miró a Jerry y pensó en lo mucho que había envejecido, pues tenía veintidós años y aparentaba muchos más. Para entonces tenía ya dos hijos y había ascendido en Robby’s a adjunto a la gerencia, y había otro retoño en camino.

Se veían todos los sábados y domingos, y más a menudo si había una fiesta. Cuando hacía buen tiempo, Bill y Linda iban a casa de Jerry, y asaban salchichas, mientras dejaban a los niños en la piscina portátil que Jerry había conseguido —al igual que tantas otras cosas— en el centro comercial donde trabajaba.

Jerry tenía una bonita casa. Estaba sobre una colina desde donde se divisaba el Naches. Había otras casas en las cercanías, pero no muy próximas. A Jerry le iban las cosas a pedir de boca. Cuando Bill y Linda y Jerry y Carol se reunían, lo hacían siempre en casa de Jerry, pues era él quien tenía la barbacoa y los discos y los niños que no dejaban de alborotarse.

Sucedió un domingo en casa de Jerry.

Las mujeres estaban en la cocina preparando las cosas. Las hijas de Jerry jugaban en el jardín. Lanzaban una pelota de plástico a la piscinita, chillaban y se metían a chapotear detrás de ella. Jerry y Bill, echados en las tumbonas del patio, bebían cerveza y descansaban. Bill llevaba el peso de la conversación: hablaba de gente que conocían, de Darigold, del Pontiac Catalina de cuatro puertas que pensaba comprarse.

Jerry miraba fijamente el tendedero, o el Chevy descapotable del 68 que estaba en el garaje. Bill pensó que Jerry iba a acabar por quedarse ensimismado, mirando como miraba todo el tiempo fijamente y sin decir esta boca es mía.

Bill se movió en su tumbona y encendió un cigarrillo. Preguntó:

—¿Te sucede algo, muchacho? Quiero decir, ya sabes.

Jerry acabó su cerveza y aplastó la lata. Se encogió de hombros.

—Ya sabes— dijo.

Bill asintió con la cabeza.

Luego Jerry propuso:

—¿Qué tal si nos damos una vuelta?

—Me parece perfecto —aprobó Bill—. Les diré a las mujeres que nos vamos.

Tomaron la carretera del río Naches rumbo a Gleed. Conducía Jerry. El día era cálido y soleado, y el aire azotaba el interior del coche.

—¿Adónde vamos? —preguntó Bill.

—Vamos a echar unas partidas de billar.

—Estupendo —celebró Bill. Se sentía mucho mejor viendo a Jerry animado.

—Hay que salir de vez en cuando —se justificó Jerry. Miró a Bill—. ¿Me entiendes, no?

Sí, Bill le entendía.

Le gustaba ir con los compañeros de la fábrica a jugar en la liga de bolos del viernes por la noche. Le gustaba irse un par de veces a la semana después del trabajo a tomarse unas cervezas con Jack Broderick. Sabía que los jóvenes tienen que salir de vez en cuando.

—Al pie del cañón —dijo Jerry mientras tomaba la pista de grava que conducía al Rec Center.

Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.

—¡Qué hay, gente!

Era Riley.

—¿Eh, cómo están, chicos?

Riley salía de detrás de la barra sonriendo abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:

—¿Cómo están, chicos?

—Calla y sírvenos un par de Olys —pidió Jerry, guiñando un ojo a Bill—. ¿Y tú cómo estás, Riley?

Riley continuó:

—¿Cómo les va, chicos? ¿Dónde se han metido? ¿Tienen algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la señora de seis meses.

Jerry se quedó quieto unos instantes, y pestañeó.

—¿Qué hay de esos Olys? —insistió Bill.

Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana. Jerry comentó:

—¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica un domingo por la tarde?

Riley rió. Contestó:

—Imagino que están todas en la iglesia rezando para conseguir marido.

Se tomaron cinco latas de cerveza cada uno y tardaron dos horas en jugar tres partidas de turnos y dos de billar ruso. Riley, sentado en un taburete, hablaba y miraba cómo jugaban. Bill no paraba de mirar primero su reloj y luego a Jerry.

Bill saltó:

—¿Bueno, en qué piensas, Jerry? Repito, ¿en qué piensas?

Jerry acabó la lata, la aplastó y se quedó un momento dándole vueltas en la mano. Luego salieron.

Una vez en la carretera, Jerry empezó a pisarle a fondo: a veces ponía el coche a ciento treinta y ciento cuarenta kilómetros por hora. Acababan de adelantar a una vieja furgoneta cargada de muebles cuando vieron a las dos chicas.

—¡Mira eso! —exclamó Jerry, reduciendo la marcha—. Ya haría yo algo con ellas.

Jerry siguió como una milla y salió de la carretera.

—Volvamos —propuso—. Intentémoslo.

—Bueno... —dudó Bill—. No sé.

—Yo les haría algo —insistió Jerry.

—Sí. Pero no sé...

—Vamos, hombre —le apremió Jerry.

Bill miró el reloj y luego miró en torno. Dijo:

—Bueno, pero habla tú. Yo estoy fuera de forma.

Jerry hizo sonar la bocina mientras giraba en redondo. Cuando se acercó a la altura de las chicas redujo la velocidad. Hizo entrar el Chevy en el arcén. Las chicas siguieron pedaleando en dirección opuesta, pero se miraron una a otra y rieron. La que ocupaba el borde de la pista era alta y esbelta y tenía el pelo oscuro; la otra era rubia y más menuda. Ambas llevaban shorts y blusas que dejaban al descubierto la espalda.

—Perras —masculló Jerry—. La morena es para mí —decidió—: la pequeña es tuya.

Bill se echó hacia atrás en su asiento y se tocó el puente de las gafas de sol.

—Esas no van a hacer nada —auguró.

—Pronto las tendrás a tu lado— le contradijo Jerry. Cruzó la autopista y dio marcha atrás—. Prepárate— anunció.

—Hola —dijo Bill cuando alcanzaron las bicicletas—. Me llamo Bill.

—Muy bonito —dijo la morena.

—¿Adónde van?

Las chicas no respondieron. La pequeña rió. Siguieron pedaleando y Jerry siguió conduciendo.

—Eh, vamos. ¿Adónde van? —insistió Bill.

—A ningún sitio —contestó la pequeña.

—¿Y dónde es ningún sitio?

—Ya te gustaría saberlo —coqueteó la pequeña.

—Te he dicho mi nombre —respondió Bill—. ¿Cuál es el tuyo? Este se llama Jerry.

Las chicas se miraron y rieron.

Apareció un coche a la zaga. El conductor tocó el claxon.

—¡A la mierda! —gritó Jerry.

Aceleró hasta despegarse de las bicicletas y dejó que el coche lo adelantara. Luego retrocedió hasta situarse al lado de las chicas. Bill propuso:

—Demos un paseo. Las llevaremos adonde quieran. Lo prometo. Tienen que estar cansadas de darles a los pedales. Tienen pinta de cansadas. No es bueno el exceso de ejercicio. Y menos para las chicas.

Las chicas rieron.

—¿Lo ven? —continuó Bill—. Ahora vamos, díganos cómo se llaman.

—Yo soy Bárbara, y ésta es Sharon —dijo la menuda.

—¡Perfecto! —exclamó Jerry—. Ahora entérate de a dónde van.

—¿Adónde van? —quiso saber Bill—. ¿Eh, Bárbara?

La chica rió.

—A ninguna parte —respondió—. Por la carretera.

—¿Pero por la carretera adónde?

—¿Te importa que se lo diga? —le preguntó a su amiga.

—No, me da igual —contestó la amiga—. Me da exactamente igual. No voy a ir a ninguna parte con nadie —resolvió la chica llamada Sharon.

—¿Adónde van? —insistió Bill—. ¿A Picture Rock?

Las chicas rieron.

—Allí es donde van —aseguró Jerry.

Apretó el acelerador del Chevy, adelantó a las chicas y se metió en el arcén: ahora habrían de pasar a su lado.

—No sean así —dijo Jerry. Y les instó—: Vamos. Si ya hemos sido presentados —argumentó.

Las chicas pasaron de largo.

—¡No mordemos! —bromeó Jerry.

La morena miró hacia atrás. A Jerry le pareció que le miraba con cierta aprobación, pero con una chica nunca se sabe. Entonces volvió como un rayo a la calzada; de los neumáticos salieron disparados guijarros y tierra.

—¡Nos veremos! —les gritó Bill al pasar a su lado.

—Está con ganas —comentó Jerry—. ¿No has visto la mirada que me ha echado?

—No sé —dudó Bill—. Quizá sería mejor que volviéramos a casa.

—¡Pero si está hecho! —dijo Jerry.

Salió de la carretera y se detuvo bajo unos árboles. La carretera se bifurcaba allí, en Picture Rock, de donde partía un ramal para Yakima y otro para el Naches, Enumclaw, el puerto de Chinook y Seattle.

A unos cien metros de la autopista se alzaba una alta e inclinada masa de roca negra, parte integrante de una cadena poco elevada de colinas llenas de senderos y pequeñas cuevas, en cuyas paredes podían verse numerosas inscripciones indias. El lado escarpado de la roca daba a la carretera, y sobre él había escritas cosas como éstas:


NACHES 67.
LOS WILDCATS DE GLEED.
JESÚS NOS SALVA.
DERROTAD A YAKIMA.


Y:


ARREPENTÍOS.


Se quedaron dentro del coche, fumando. Los mosquitos trataban de picarles en las manos.

—Cómo me gustaría tener una cerveza —exclamó Jerry—. Iría a beberme una.

—Y yo —coreó Bill, y miró el reloj.

Cuando divisaron a las chicas, Jerry y Bill salieron del coche. Se apoyaron sobre la aleta delantera.

—Recuerda —dijo Jerry, apartándose del coche—. La morena es mía. Tú te encargas de la otra.

Las chicas dejaron las bicicletas en el suelo y tomaron uno de los senderos. Desaparecieron tras un recodo y volvieron a aparecer un poco más arriba. Ahora estaban allí, quietas, y miraban hacia abajo.

—¿Para qué nos siguen, eh chicos? —gritó la morena.

Jerry tomó el sendero.

Las chicas se volvieron y se alejaron de nuevo a buen paso. Bill fumaba un cigarrillo, y se paraba de vez en cuando para dar una honda chupada. Cuando llegaron a un recodo, miró hacia atrás y vio el coche.

—¡Muévete! —le instó Jerry.

—Ya voy —respondió Bill.

Siguieron subiendo. Pero Bill tuvo que recobrar el resuello. Ya no podía ver el coche. Tampoco la carretera. A su izquierda pudo ver una franja del Naches, que se extendía hacia abajo como una tira de papel de aluminio.

Jerry dijo:

—Vete a la derecha y yo iré de frente. Les cortaremos el paso a esas dos.

Bill asintió con la cabeza. Jadeaba demasiado para poder hablar. Siguió subiendo durante un rato; el sendero empezó a descender y a encaminarse hacia el valle. Bill miró y vio a las chicas. Se habían puesto en cuclillas tras un saliente del terreno. Tal vez estaban sonriendo.

Bill sacó un cigarrillo. Pero no pudo encenderlo. Entonces vio a Jerry. Y después de aquello, ya no importaba.

Lo que Bill había querido era, quizás, verlas desnudas. Pero tampoco le habría importado mucho que la cosa no saliera. No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma con las dos chicas.

Raymond Carver (1938-1988)




Relatos góticos. I Relatos fantásticos.


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El análisis y resumen del cuento de Raymond Carver: Dile a las mujeres que nos vamos (Tell the Women We’re Going), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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