«Psicología»: Katherine Mansfield; relato y análisis.
Psicología (Psychology) es un relato modernista de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield (1888-1923), publicado en la antología de 1920: Felicidad y otras historias (Bliss and Other Stories).
Psicología, sin lugar a dudas uno de los mejores cuentos de Katherine Mansfield, vuelve a poner en evidencia por qué esta extraordinaria autora fue, quizás, la más aguda de su tiempo a la hora de profundizar en los aspectos más oscuros de la psique.
Psicología.
Psychology, Katherine Mansfield (1888-1923)
Cuando abrió la puerta y lo vio allí parado, se sintió más complacida que ninguna otra vez y él también al seguirla al estudio, parecía muy, muy feliz de haber venido.
-¿No estabas trabajando?
-No. Estaba por tomar el té.
-¿Y no estás esperando a nadie?
-No, a nadie.
-Ah, muy bien.
Puso a un lado su abrigo y su sombrero con suavidad, con lentitud, como si tuviera tiempo de sobra para todo, o como si se despidiera de ellos para siempre, y se acercó a la chimenea y extendió sus manos ante las llamas rápidas y saltarinas. Por un instante ambos quedaron en silencio en aquella luz movediza. Sin embargo, como fuera, gustaron en sus labios sonrientes la dulce sorpresa de su encuentro. Sus espíritus secretos susurraban:
-¿Para qué hablar? ¿No basta con esto?
-Es más que suficiente. Nunca comprendí hasta este instante...
-Qué maravilla sólo estar contigo.
-Así...
-Es más que suficiente.
Pero de pronto él se volvió y la miró y ella se alejó rápidamente.
-¿Tienes un cigarrillo? Voy a poner a calentar el agua. ¿Estás deseando una taza de té?
-No.br />
-Bueno, yo sí.
-Oh, tú. -Pegó un puñetazo al almohadón armenio y se tiró sobre el sommier-. Eres una perfecta mujercita china.
-Sí, lo soy -rió-. Ansío el té como los hombres fuertes ansían el vino.
Encendió la lámpara bajo la ancha pantalla anaranjada, corrió las cortinas y acercó la mesa del té. Dos pájaros cantaban en la pava; el fuego aleteaba. El se sentó abrazando sus rodillas. Era encantador... este asunto de tomar el té... y ella siempre tenía cosas deliciosas para comer... pequeños sandwiches picantes, palitos cortos y dulces de almendra, y una torta oscura y suculenta con gusto a ron... Pero era una interrupción. Quería que hubieran terminado, la mesa lejos, ambas sillas cerca de la luz, y que hubiera llegado el momento en el que él sacara su pipa, la llenara, y dijera, apretando el tabaco fuertemente en el hueco: "Estuve pensando acerca de lo que me dijiste la última vez y me parece que... ".
Sí, eso era lo que él esperaba y ella también.
Sí, mientras calentaba la tetera y la secaba sobre la llama de la estufa, ella vio esos otros dos: él, inclinado hacia atrás, descansando entre los almohadones, y ella, acurrucada como un caracol en el sillón azul nacarado. La imagen fue tan clara y tan diminuta que podía haber estado pintada en la tapa de la tetera azul. Y sin embargo no podía apurarse. Casi hubiera gritado: "Dame tiempo".
Necesitaba tiempo para calmarse. Quería tiempo para liberarse de todas esas cosas familiares con las que convivía tan ardientemente. Porque todas esas cosas alegres que había a su alrededor eran parte de ella... Sus retoños... Y ellos lo sabían y elevaban sus protestas más grandes, más vehementes. Pero ahora debían irse. Debían ser barridos, alejados... como niños, enviados por las sombrías escaleras, llevados a la cama y con la orden de dormir... enseguida... ¡sin chistar!
Porque la especial cualidad excitante de su amistad residía en la entrega más completa. Como dos ciudades abiertas en medio de cierta vasta planicie, ambas mentes yacían abiertas la una para la otra. Y no era como si él entrara a la de ella a caballo como un conquistador, armado hasta los dientes y sin ver más que un alegre aleteo de sedas, ni entraba ella a la de él como una reina caminando suavemente sobre pétalos. No, eran viajeros ansiosos, serios, absortos en entender lo que se brindaba a sus ojos y descubriendo lo que hubiera de oculto... aprovechando al máximo esta extraordinaria oportunidad absoluta que hacía posible que él fuera totalmente veraz para con ella, y que ella fuera totalmente sincera para con él.
Y lo mejor de todo era que ambos eran lo suficientemente adultos como para poder disfrutar de su aventura plenamente sin estúpidas complicaciones emocionales. La pasión hubiera arruinado todo; ambos entendían eso muy bien. Además, todo ese tipo de cosas había terminado para los dos... él tenía treinta y un años, ella treinta. Habían tenido sus experiencias, y éstas habían sido plenas y variadas, pero había llegado la época de la vendimia. ¿Acaso sus novelas no serían grandes novelas? Y las obras de teatro de ella. ¿Quién sino ella tenía ese exquisito sentido de la verdadera Comedia Inglesa?
Con cuidado cortó la torta en pequeños trozos gruesos y él extendió la mano para tomar uno.
-¿Te das cuenta qué rico que está? -imploró ella-. Cómelo con imaginación. Entorna los ojos si puedes y gústalo con el aliento. No es un sandwich de la bolsa del sombrerero... es la clase de torta que podían haber mencionado en el Libro del Génesis Y Dios dijo: "Que haya torta. Y hubo torta. Y Dios vio que era bueno".
-No necesitas suplicarme -dijo él-. De veras que no necesitas hacerlo. Es algo raro pero siempre me fijo en lo que como aquí y nunca en ninguna otra parte. Supongo que eso me pasa por haber vivido tanto tiempo solo y por estar siempre leyendo mientras como... mi costumbre de considerar a la comida sólo como comida... algo que está ahí, en ciertos momentos... para ser devorado... Que está... para no estar-. Rió.
-Eso te escandaliza. ¿No es cierto?
-Hasta la médula -dijo ella.
-Pero... mira... -Alejó su taza y empezó a hablar rápidamente:- Simplemente no tengo vida exterior. No conozco para nada el nombre de las cosas... de árboles y eso... y nunca me fijo en lugares o en muebles o en el aspecto de la gente. Un cuarto se parece a otro, para mí... un lugar para sentarse y leer o hablar... excepto -y aquí hizo una pausa, sonrió de una manera extraña e ingenua, y dijo:- excepto en este estudio. -Miró a su alrededor y luego la miró a ella; rió asombrado y contento.
Parecía un hombre que se despierta en un tren y se da cuenta de que ha llegado, ya, al término de su viaje.
-Esta es otra cosa curiosa. Si cierro los ojos puedo ver este lugar hasta el último detalle... Hasta el último detalle... Ahora que lo pienso... nunca me he dado cuenta de esto concientemente antes. Muchas veces, lejos de aquí, vuelvo a visitarlo en mi mente... me paseo por entre tus sillones rojos, contemplo el tazón de frutas sobre la mesa negra... y toco apenas, muy suavemente, esa maravillosa cabeza de niño durmiendo.
La miró mientras hablaba. Estaba colocada en una esquina de la repisa de la chimenea; la cabeza caída hacia un lado, los labios entreabiertos, como si al dormir el niño escuchara algún dulce sonido.
-Adoro a ese niño -murmuró él. Y luego ambos quedaron callados.
Un nuevo silencio pasó entre ellos. Nada parecido a aquella satisfactoria pausa que había seguido a su encuentro, aquel "Bueno, aquí estamos otra vez juntos, y no hay ninguna razón por la que no podamos continuar a partir de donde dejamos la última vez". Aquel silencio podía encerrarse en el círculo de fuego encantador y abrigado y en la luz de la lámpara. Cuántas veces habían arrojado algo en él solo para divertirse viendo las ondas romper contra la orilla en calma. Pero en este estanque desconocido caía ahora la cabeza del niño durmiendo su sueño intemporal, y las ondas se alejaban más y más, sin límites, hacia la profunda y centelleante oscuridad. Y entonces ambos lo rompieron. Ella dijo:
-Debo atizar el fuego-, y él dijo:
-Estuve probando un nuevo.
Ambos escaparon. Ella atizó el fuego y puso la mesa en su lugar, acercó el sillón azul, se acurrucó en él mientras el otro. se reclinó entre los almohadones. ¡Rápido! ¡Rápido! Tenían que evitar que volviera a suceder.
-Bueno, leí el libro que dejaste la última vez.
-Ah, ¿y qué te pareció?
Habían empezado y todo seguía como de costumbre. Pero ¿era así realmente? ¿No eran apenas algo demasiado rápidos, demasiado bruscos en sus respuestas, demasiado ansiosos de retomar las palabras del otro? ¿Era esto en verdad algo más que una extraordinariamente buena imitación de otras veces? El corazón de él latía, la mejilla de ella estaba encendida, y lo tonto era que ya no podía descubrir exactamente dónde estaban o qué era lo que exactamente estaba pasando. No tenía tiempo de mirar hacia atrás. Y entonces, cuando ella había llegado a ese punto, volvió a suceder. Perdieron pie, aletearon, cayeron, quedaron en silencio.. Nuevamente fueron inconscientes de la interrogante oscuridad sin límites. Nuevamente, allí estaban... dos cazadores, inclinados sobre el fuego, pero oyendo de pronto de la selva a sus espaldas, un golpe de viento y un grito urgente que preguntaba.
Levantó la cabeza:
-Está lloviendo-, murmuró. Y su voz era como la de él cuando había dicho "Adoro a ese niño".
Bueno. ¿Por qué no cedían... se entregaban... y veían entonces qué pasaba? Pero no. A pesar de la preocupación y la vaguedad, sabían lo suficiente como para entender que su preciosa amistad corría peligro. Era ella la que sería destruída, no ellos... sin que ellos tomaran parte. El se puso de pie, vació su pipa, se pasó una mano por el pelo y dijo:
-Me he estado prestando últimamente si la novela del futuro será o no psicológica. ¿Puede uno estar seguro de que la psicología en tanto psicología tiene algo que con la literatura?
-¿Quieres decir que te parece que es probable que esas misteriosas criaturas inexistentes, jóvenes escritores de hoy... simplemente estén tratando de atribuirse funciones de psicoanalistas?
-Sí, creo que, sí. Y creo que es porque esta generación es lo suficientemente inteligente como para saber que está enferma y para darse cuenta que su única posibilidad de mejoría es investigar los síntomas hacer un exhaustivo estudio estudio de ellos... siguiéndoles el rastro... tratando de llegar a la raíz del problema.
-¡Dios mío! -gimió ella-., ¡Qué perspectiva tan desalentadora!
-De ninguna manera -dijo él-. Mira... -La conversación siguió. Y ahora parecía que verdaderamente lo habían logrado. Ella se volvió en su silla para mirarlo mientras hablaba. Su sonrisa decía: "Ganamos". Y él sonreía de vuelta, confiado: "Rotundamente". Pero la sonrisa los perdió. Duró demasiado; se convirtió en una mueca. Se vieron a sí mismos como dos pequeños títeres de grotescas sonrisas dando saltos en la nada. “¿De qué hemos estado hablando?", pensó él. Tan aburrido estaba que casi podía haber gruñido. “Qué espectáculo hemos dado", pensó ella. Y vio preparar trabajosamente... Tan trabajosamente... el terreno y a sí misma corriendo detrás, colocando aquí un árbol y allá un arbusto florido y más acá un puñado de peces brillantes en un estanque. Quedaron en silencio esta vez por absoluta consternación.
El reloj dio seis golpecitos alegres y el fuego revoloteó suavemente. Qué tontos eran pesados, lerdos, mayores... sin duda de mentes estrechas. Y ahora el silencio los embrujaba como una música solemne. Era angustia... angustia para ella que lo soportaba y él moriría... moriría si el silencio era quebrado... Y sin embargo ansiaba hacerlo. No hablando. De todas maneras no con el enloquecedor parloteo de siempre. Había otro modo de hablar entre ellos, y de ese nuevo modo quería murmurar: "¿También lo sientes? ¿Entiendes todo lo que pasa?"...
En cambio, ante su propio horror, se oyó decir:
-Debo irme; tengo que encontrar a Brand a las seis.
¿Qué diablos le había hecho decir eso en lugar de lo otro? Ella saltó... literalmente saltó de la silla, y él oyó que ella gritaba:
-Debes correr, entonces. El es tan puntual. ¿Por qué no lo dijiste antes? "¡Me has herido; me has herido! ¡Hemos fallado!", dijo su ser secreto mientras le alcanzaba su sombrero y su bastón, sonriendo alegremente.
No le daría ni un momento para decir otra palabra; cruzó rápidamente el corredor y abrió la gran puerta de entrada. ¿Podían despedirse así? ¿Cómo podrían hacerlo? El estaba en el umbral y ella dentro sosteniendo la puerta. Ahora no llovía. "Me has herido... herido", decía su corazón. "¿Por qué no te vas? No, no te vayas. Quédate. ¡No... vete!" Y miró hacia afuera, hacia la noche. Vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín rodeado de hiedras brillantes, del otro lado del camino los enormes sauces desnudos, y por encima de sus cabezas, el cielo inmenso, resplandeciente de estrellas. Pero por supuesto él no vería nada de esto. Estaba muy por encima. ¡El... con su maravillosa visión "espiritual"! Tenía. razón. No veía nada. ¡Tristeza! Lo había perdido. Ahora era demasiado tarde como para hacer nada. ¿Era demasiado tarde? Sí, lo era. Un frío golpe de odioso viento sopló en el jardín. ¡Maldita vida! Oyó que ella gritaba "au revoir" y la puerta se cerró de un portazo.
Al correr de vuelta a su estudio se comportó de una manera muy extraña. Caminó de un lado a otro levantando los brazos y sollozando: "¡Oh! ¡Oh! ¡Qué estupidez! ¡Qué imbecilidad! ¡Qué estupidez!" Y luego se tiró sobre el sommier sin pensar en nada... simplemente tirada allí furiosa. Todo había terminado. ¿Qué había terminado?... Algo. Y nunca volvería a verlo... nunca. Después de un largo, largo rato (o quizás diez minutos) un timbre sonó en su negra hondura con un campanilleo rápido y agudo. Era él, claro. Y también, claro, no debía haber prestado la menor atención, dejando que sonara y sonara. Voló a atender la puerta. En el umbral apareció una virgen de edad madura, una criatura patética que sencillamente la idolatraba (Dios sabe por qué) y tenía la costumbre de aparecer de pronto y tocar el timbre y decir, cuando abría la puerta: "¡Querida, échame!". Nunca lo hacía. Generalmente le pedía que entrara y la dejaba admirar todo y aceptaba el ramo de flores de aspecto marchito... con demasiada amabilidad.
Pero hoy -Ay, lo siento tanto -exclamó-. Pero hay alguien conmigo. Estamos trabajando unas cosas en madera. Estoy terriblemente ocupada esta noche.
-No importa. No importa nada, querida –dijo la buena amiga-. Sólo pasaba por aquí y pensé que podía dejarte unas violetas. -Buscó entre las varillas de un enorme y viejo paraguas-. Las puse por aquí. Es un buenísimo lugar para proteger a las flores del viento. Aquí están, dijo, sacudiendo un ramito mustio.
Por un instante no aceptó las violetas. Pero mientras esperaba en el umbral, sosteniendo la puerta, algo extraño ocurrió... Otra vez vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín cercado de hiedras brillantes, los sauces, el inmenso cielo resplandeciente. Otra vez sintió aquel silencio que era como una pregunta. Pero esta vez no titubeó. Dio un paso hacia adelante. Suave, dulcemente, como si temiera perturbar con una honda aquel infinito estanque de quietud, puso sus brazos alrededor de su amiga.
-Querida -murmuró la amiga feliz, sobrecogida por tanta gratitud-. No son nada, de veras. Solamente un ramito cualquiera de tres peniques.
Pero al hablar era abrazada con más ternura, abrazada de una manera hermosa, sostenida por una presión tan dulce y por tanto tiempo, que la mente de la pobre mujer empezó a darle vueltas y apenas le alcanzaron las fuerzas para tartamudear:
-Entonces, ¿no te molesto demasiado?
-Buenas noches, mi amiga -susurró la otra-. Vuelve pronto.
-Sí, sí. Volveré. Esta vez volvió al estudio caminando lentamente y de pie en la mitad de la habitación con los ojos entrecerrados se sintió tan ligera, tan descansada, como si hubiera despertado de un sueño infantil. Aún el simple acto de respirar era una felicidad. El sommier estaba muy desordenado. Todos los almohadones "como montañas furiosas", decía; los ordenó antes de sentarse al escritorio.
"He estado pensando en nuestra conversación y acerca de la novela psicológica", escribió rápidamente, "y es realmente tan interesante... " Y así sucesivamente.
Para terminar puso: "Buenas noches, amigo mío. Vuelve pronto".
Katherine Mansfield (1888-1923)
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