«Terminus»: Edith Wharton; poema y análisis.
Terminus (Terminus) es un poema de amor de la escritora nortemericana Edith Wharton (1862-1937), escrito en 1909 y publicado de manera póstuma.
Terminus, uno de los mejores poemas de Edith Wharton, nos induce una pregunta: ¿Cuál es la relación entre un lugar [por ejemplo, una habitación barata en un hotel de mala muerte] y la memoria?
En Terminus, Edith Wharton habla de sus recuerdos del tiempo que pasó con su amante en una de estas exquisitas pocilgas. El Lugar y el Tiempo [al menos en la memoria] tienen una relación porque estos encuentros clandestinos están ocurriendo en el pasado, en un lugar específico. Digo «están ocurriendo» porque la lectura de Terminus es como una reproducción de esos momentos.
La memoria aquí se basa en sus encuentros sexuales en la habitación del hotel, y la autora utiliza imágenes vívidas para establecer el tono a lo largo del poema. La habitación y la estación de tren funcionan como los mismos universos para Edith Wharton, que confluyen en el placer que comparte con su amante. Esta experiencia parece haberla cambiado de manera significativa, y también a nosotros.
Edith Wharton nació en una familia de clase alta, aristocrática, podríamos decir. Su infancia fue miserable, y algunos deducen que posiblemente fue abusada [el poema The Beatrice Palmato es el crudo relato de una relación incestuosa entre padre e hija]. Apenas sobrevivió a la juventud, solo para contraer un matrimonio por conveniencia que desembocó en doce años de fatiga crónica, ataques de asma y colapsos nerviosos. Eventualmente descubrió que su marido, un sujeto superficial, y su rígida vida social, parecían ser la causa de sus padecimientos. Sin embargo, contra todo pronóstico, esta chica inhibida comenzó a escribir y dejó de sentirse una víctima.
Edith Wharton tomó el control de su vida, mudó a su esposo a otro dormitorio y se distanció de su madre y de sus entornos sociales tóxicos. Se enamoró de Europa, de la libertad y el estímulo intelectual que encontró allí. Aunque aparentemente era una eduardiana convencional [sus fotografías revelan a una mujer encorsetada y envuelta en perlas y pieles], Edith Wharton se rebeló silenciosamente contra su familia, su país, la alta sociedad estadounidense y las horas vacías con su marido. Leyó, escribió, viajó, conoció gente interesante, hizo amigos. Y finalmente conoció a un hombre, el periodista, bisexual y mujeriego: Morton Fullerton.
Edith Wharton lo adoraba, pero él, de repente, desaparecía de su vida, solo para regresar inesperadamente. Aunque estaba bastante enamorado de ella, Fullerton tenía un carácter desenfadado y la monogamia no era una de sus virtudes [si es que es una virtud en primer lugar]. Meses de apasionados encuentros amorosos dejaron a Edith Wharton eufórica y, sin embargo, temerosa: el costo del romance podía ser alto. Le preocupaba la posibilidad de que se desatara un escándalo público, de ser chantajeada; en fin, los miedos típicos de una mujer de la época cuando contradecía los mandatos sociales.
En 1909, Edith Wharton encontró un lugar secreto para encontrarse con su amante: un hotel de mala muerte. Este es el Lugar. El Tiempo se encuentra entre los intersticios de su vida, mientras estaba en tránsito, de viaje, sin indiscretos sirvientes cerca. La cita era en una victoriana estación de tren, en las afueras de Londres. El Charing Cross Hotel estaba muy cerca, y si bien su función era dar cobijo a viajeros que habían perdido su tren, también era reconocido por su hospitalidad con los amantes clandestinos. En la lúgubre habitación 91 sucedió algo bastante extraordinario. Edith Wharton, de cuarenta y cinco años, se convirtió en una diosa sexual. Allí, quizás por primera vez, hizo el amor apasionadamente.
Mientras yacía en los brazos de su amante, Edith Wharton se sintió profundamente conectada con la humanidad, con los viajeros que también habían amado en esa pocilga. Allí, sobre el colchón sucio, envuelta en sábanas baratas, escribió Terminus:
[Y yaciendo allí, en silencio, en tus brazos, mientras las olas del éxtasis retrocedían,
muy por debajo del margen del ser oímos el latido del alma,
me alegré al pensar en esos otros, los sin nombre, los muchos,
que tal vez así habían estado acostados, amando durante una hora al borde del mundo.]
Fullerton demostró ser un infiel irrecuperable, y Edith Wharton rompió la relación; sin embargo, se enriqueció con la experiencia, y nunca la olvidó. «Por fin he bebido el vino de la vida —confió en su diario íntimo—. He conocido lo que vale la pena conocer.» A partir de entonces, Edith Wharton se ganó el derecho a escribir sobre el amor por experiencia propia, y cambió su vida radicalmente. Se divorció de su apático marido, se mudó a Francia de forma permanente, escribió más novelas [la mayoría, excelentes] y cultivó hermosos jardines. Eventualmente sería condecorada por el gobierno francés por sus iniciativas filantrópicas durante la Primera Guerra Mundial.
Aunque Edith Wharton vivió mucho y bien, algunos hábitos, como la discresión, persistieron. Escribió una autobiografía sumamente inocua. Luego, desafortunadamente, sus exégetas la malinterpretaron, y a menudo fue retratada como una mujer insípida, poco afín a las experiencias fuertes. Esta imagen deplorable se derrumbó cuando se encontró su Diario de amor (Love Diary), en el que registró sus encuentros románticos con Fullerton. Desde entonces, toda clase de documentos personales salieron a la luz, entre ellos, más de veinte cartas que Edith Wharton le escribió a Fullerton [y que en vano exigió su devolución] Estos hallazgos desafiaron la imagen que el mundo tenía de ella.
La vida de Edith Wharton [la real, sin censuras, la que a menudo transcurre en pocilgas] demostró ser una vida extraordinariamente rica. Fue una sobreviviente, una mujer que se atrevió a abrazar la vida, a elegir, a disfrutar de su cuerpo. En este sentido, Terminus es una obra maestra que abandona los escenarios luminosos para situarnos en un hotel de mala muerte, en una habitación miserable, donde una mujer y un hombre dejan atrás todo lo que hay de superfluo en la vida, y quedan solos, desnudos, vulnerables.
Terminus.
Terminus, Edith Wharton (1862-1937)
Maravillosas fueron las largas noches secretas que me diste, mi Amante,
palma con palma, pecho con pecho, en la penumbra. La tenue lámpara
que enrojecía con mágicas sombras la habitación de la posada
con sus apagados muebles impersonales, encendía una llama mística
en el corazón del espejo oscilante, el cristal que ha visto
los rostros innumerables y vagos de interminables viajeros autómatas,
girando por los caminos del mundo como remolinos de polvo barridos en la calle,
rostros indiferentes o cansados, ceños fruncidos de impaciencia o dolor,
sonrisas (si las hubo alguna vez) como la tuya y la mía cuando se encontraron aquí,
en este mismo espejo, mientras me ayudaste a aflojar mi vestido,
y las bocas de sombras se fundieron en una, como aves marinas que se encuentran en una ola.
Esas sonrisas, sí, esas sonrisas que tal vez ha reflejado el espejo;
y la cama baja y ancha, surcada y gastada como una carretera,
la cama con su zaraza empapada de hollín, la mugre de sus latones,
que ha soportado el peso de cuerpos destrozados, manchados de polvo, alejados del sueño,
los urgentes, los inquietos, los sin rumbo, acaso también se ha emocionado
con la presión de cuerpos extasiados, cuerpos como los nuestros,
que se buscan el alma en el fondo de caricias insondables,
a través de los largos caminos de la pasión emergiendo de nuevo a las estrellas.
Sí, todo esto a través de la habitación, la pasiva e indistinta habitación
debió fluir con el ascenso y la caída de la incesante corriente humana;
y yaciendo allí, en silencio, en tus brazos, mientras las olas del éxtasis retrocedían,
y muy por debajo del margen del ser oímos el latido del alma,
me alegré al pensar en esos otros, los sin nombre, los muchos,
que tal vez así habían estado acostados, amando durante una hora al borde del mundo,
secreto y rápido en el corazón del torbellino del viaje,
el temblor y el chirrido de los trenes, el estremecimiento nocturno del tráfico,
así, como nosotros, se han acostado y sentido, pecho con pecho en la oscuridad,
la lluvia ardiente de la posesión descendiendo sobre sus miembros mientras afuera
la lluvia negra de la medianoche chapoteaba sobre el techo de la estación;
y así una mujer como yo, despertando sola antes del amanecer,
mientras su amante dormía, oyendo sereno ritmo de tu respiración,
alguna mujer ha escuchado, como yo escuché, el vapor de los trenes
llorando su adiós a la ciudad, tambaleándose hacia las tinieblas,
y con el corazón conmovido ha pensado: «Así debemos salir a la oscuridad,
apresurándonos por la vía fija del hábito, de la mano del destino implacable.
Así saldremos a la vida, a la lluvia, al opaco y oscuro amanecer;
tú al amplio resplandor de las ciudades, con guirnaldas de viento y gritos,
llevando a lugares populosos la carga de multitudes festivas;
yo, por terrenos baldíos y pantanos de cielo bajo
hasta una costa sin puerto y azotada por el viento,
donde una ciudad aburrida se desmorona y se encoge,
y sus tejados se derrumban, y los pies perezosos de las horas
se imprimen en la hierba de sus calles; y entre las casas indistintas,
la gente del pueblo delizándose lánguidamente para mirar el tren que llega,
el tren del que nadie desciende; hasta que una pálida tarde de invierno,
cuando se detenga a las afueras de la ciudad, nota que las casas se han convertido en lápidas,
que las calles son senderos cubiertos de hierba entre los techos bajos de los muertos;
y mientras el tren se desliza entre fantasmas, párate junto a las puertas de los vagones;
y entenderás entonces cómo es la vida a la que regreso.»
Así puede haber pensado otra; así, como me volví pudo ella haberse vuelto
hacia los labios dormidos a su lado, para beber, mientras bebía allí, el olvido.
Poemas góticos. I Poemas de Edith Wharton.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Edith Wharton: Terminus (Terminus), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
La memoria aquí se basa en sus encuentros sexuales en la habitación del hotel, y la autora utiliza imágenes vívidas para establecer el tono a lo largo del poema. La habitación y la estación de tren funcionan como los mismos universos para Edith Wharton, que confluyen en el placer que comparte con su amante. Esta experiencia parece haberla cambiado de manera significativa, y también a nosotros.
Edith Wharton nació en una familia de clase alta, aristocrática, podríamos decir. Su infancia fue miserable, y algunos deducen que posiblemente fue abusada [el poema The Beatrice Palmato es el crudo relato de una relación incestuosa entre padre e hija]. Apenas sobrevivió a la juventud, solo para contraer un matrimonio por conveniencia que desembocó en doce años de fatiga crónica, ataques de asma y colapsos nerviosos. Eventualmente descubrió que su marido, un sujeto superficial, y su rígida vida social, parecían ser la causa de sus padecimientos. Sin embargo, contra todo pronóstico, esta chica inhibida comenzó a escribir y dejó de sentirse una víctima.
Edith Wharton tomó el control de su vida, mudó a su esposo a otro dormitorio y se distanció de su madre y de sus entornos sociales tóxicos. Se enamoró de Europa, de la libertad y el estímulo intelectual que encontró allí. Aunque aparentemente era una eduardiana convencional [sus fotografías revelan a una mujer encorsetada y envuelta en perlas y pieles], Edith Wharton se rebeló silenciosamente contra su familia, su país, la alta sociedad estadounidense y las horas vacías con su marido. Leyó, escribió, viajó, conoció gente interesante, hizo amigos. Y finalmente conoció a un hombre, el periodista, bisexual y mujeriego: Morton Fullerton.
Edith Wharton lo adoraba, pero él, de repente, desaparecía de su vida, solo para regresar inesperadamente. Aunque estaba bastante enamorado de ella, Fullerton tenía un carácter desenfadado y la monogamia no era una de sus virtudes [si es que es una virtud en primer lugar]. Meses de apasionados encuentros amorosos dejaron a Edith Wharton eufórica y, sin embargo, temerosa: el costo del romance podía ser alto. Le preocupaba la posibilidad de que se desatara un escándalo público, de ser chantajeada; en fin, los miedos típicos de una mujer de la época cuando contradecía los mandatos sociales.
En 1909, Edith Wharton encontró un lugar secreto para encontrarse con su amante: un hotel de mala muerte. Este es el Lugar. El Tiempo se encuentra entre los intersticios de su vida, mientras estaba en tránsito, de viaje, sin indiscretos sirvientes cerca. La cita era en una victoriana estación de tren, en las afueras de Londres. El Charing Cross Hotel estaba muy cerca, y si bien su función era dar cobijo a viajeros que habían perdido su tren, también era reconocido por su hospitalidad con los amantes clandestinos. En la lúgubre habitación 91 sucedió algo bastante extraordinario. Edith Wharton, de cuarenta y cinco años, se convirtió en una diosa sexual. Allí, quizás por primera vez, hizo el amor apasionadamente.
Mientras yacía en los brazos de su amante, Edith Wharton se sintió profundamente conectada con la humanidad, con los viajeros que también habían amado en esa pocilga. Allí, sobre el colchón sucio, envuelta en sábanas baratas, escribió Terminus:
[Y yaciendo allí, en silencio, en tus brazos, mientras las olas del éxtasis retrocedían,
muy por debajo del margen del ser oímos el latido del alma,
me alegré al pensar en esos otros, los sin nombre, los muchos,
que tal vez así habían estado acostados, amando durante una hora al borde del mundo.]
Fullerton demostró ser un infiel irrecuperable, y Edith Wharton rompió la relación; sin embargo, se enriqueció con la experiencia, y nunca la olvidó. «Por fin he bebido el vino de la vida —confió en su diario íntimo—. He conocido lo que vale la pena conocer.» A partir de entonces, Edith Wharton se ganó el derecho a escribir sobre el amor por experiencia propia, y cambió su vida radicalmente. Se divorció de su apático marido, se mudó a Francia de forma permanente, escribió más novelas [la mayoría, excelentes] y cultivó hermosos jardines. Eventualmente sería condecorada por el gobierno francés por sus iniciativas filantrópicas durante la Primera Guerra Mundial.
Aunque Edith Wharton vivió mucho y bien, algunos hábitos, como la discresión, persistieron. Escribió una autobiografía sumamente inocua. Luego, desafortunadamente, sus exégetas la malinterpretaron, y a menudo fue retratada como una mujer insípida, poco afín a las experiencias fuertes. Esta imagen deplorable se derrumbó cuando se encontró su Diario de amor (Love Diary), en el que registró sus encuentros románticos con Fullerton. Desde entonces, toda clase de documentos personales salieron a la luz, entre ellos, más de veinte cartas que Edith Wharton le escribió a Fullerton [y que en vano exigió su devolución] Estos hallazgos desafiaron la imagen que el mundo tenía de ella.
La vida de Edith Wharton [la real, sin censuras, la que a menudo transcurre en pocilgas] demostró ser una vida extraordinariamente rica. Fue una sobreviviente, una mujer que se atrevió a abrazar la vida, a elegir, a disfrutar de su cuerpo. En este sentido, Terminus es una obra maestra que abandona los escenarios luminosos para situarnos en un hotel de mala muerte, en una habitación miserable, donde una mujer y un hombre dejan atrás todo lo que hay de superfluo en la vida, y quedan solos, desnudos, vulnerables.
Terminus.
Terminus, Edith Wharton (1862-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Maravillosas fueron las largas noches secretas que me diste, mi Amante,
palma con palma, pecho con pecho, en la penumbra. La tenue lámpara
que enrojecía con mágicas sombras la habitación de la posada
con sus apagados muebles impersonales, encendía una llama mística
en el corazón del espejo oscilante, el cristal que ha visto
los rostros innumerables y vagos de interminables viajeros autómatas,
girando por los caminos del mundo como remolinos de polvo barridos en la calle,
rostros indiferentes o cansados, ceños fruncidos de impaciencia o dolor,
sonrisas (si las hubo alguna vez) como la tuya y la mía cuando se encontraron aquí,
en este mismo espejo, mientras me ayudaste a aflojar mi vestido,
y las bocas de sombras se fundieron en una, como aves marinas que se encuentran en una ola.
Esas sonrisas, sí, esas sonrisas que tal vez ha reflejado el espejo;
y la cama baja y ancha, surcada y gastada como una carretera,
la cama con su zaraza empapada de hollín, la mugre de sus latones,
que ha soportado el peso de cuerpos destrozados, manchados de polvo, alejados del sueño,
los urgentes, los inquietos, los sin rumbo, acaso también se ha emocionado
con la presión de cuerpos extasiados, cuerpos como los nuestros,
que se buscan el alma en el fondo de caricias insondables,
a través de los largos caminos de la pasión emergiendo de nuevo a las estrellas.
Sí, todo esto a través de la habitación, la pasiva e indistinta habitación
debió fluir con el ascenso y la caída de la incesante corriente humana;
y yaciendo allí, en silencio, en tus brazos, mientras las olas del éxtasis retrocedían,
y muy por debajo del margen del ser oímos el latido del alma,
me alegré al pensar en esos otros, los sin nombre, los muchos,
que tal vez así habían estado acostados, amando durante una hora al borde del mundo,
secreto y rápido en el corazón del torbellino del viaje,
el temblor y el chirrido de los trenes, el estremecimiento nocturno del tráfico,
así, como nosotros, se han acostado y sentido, pecho con pecho en la oscuridad,
la lluvia ardiente de la posesión descendiendo sobre sus miembros mientras afuera
la lluvia negra de la medianoche chapoteaba sobre el techo de la estación;
y así una mujer como yo, despertando sola antes del amanecer,
mientras su amante dormía, oyendo sereno ritmo de tu respiración,
alguna mujer ha escuchado, como yo escuché, el vapor de los trenes
llorando su adiós a la ciudad, tambaleándose hacia las tinieblas,
y con el corazón conmovido ha pensado: «Así debemos salir a la oscuridad,
apresurándonos por la vía fija del hábito, de la mano del destino implacable.
Así saldremos a la vida, a la lluvia, al opaco y oscuro amanecer;
tú al amplio resplandor de las ciudades, con guirnaldas de viento y gritos,
llevando a lugares populosos la carga de multitudes festivas;
yo, por terrenos baldíos y pantanos de cielo bajo
hasta una costa sin puerto y azotada por el viento,
donde una ciudad aburrida se desmorona y se encoge,
y sus tejados se derrumban, y los pies perezosos de las horas
se imprimen en la hierba de sus calles; y entre las casas indistintas,
la gente del pueblo delizándose lánguidamente para mirar el tren que llega,
el tren del que nadie desciende; hasta que una pálida tarde de invierno,
cuando se detenga a las afueras de la ciudad, nota que las casas se han convertido en lápidas,
que las calles son senderos cubiertos de hierba entre los techos bajos de los muertos;
y mientras el tren se desliza entre fantasmas, párate junto a las puertas de los vagones;
y entenderás entonces cómo es la vida a la que regreso.»
Así puede haber pensado otra; así, como me volví pudo ella haberse vuelto
hacia los labios dormidos a su lado, para beber, mientras bebía allí, el olvido.
Wonderful were the long secret nights you gave me, my Lover,
Palm to palm breast to breast in the gloom. The faint red lamp,
Flushing with magical shadows the common-place room of the inn
With its dull impersonal furniture, kindled a mystic flame
In the heart of the swinging mirror, the glass that has seen
Faces innumerous and vague of the endless travelling automata,
Whirled down the ways of the world like dust-eddies swept through a street,
Faces indifferent or weary, frowns of impatience or pain,
Smiles (if such there were ever) like your smile ad mine when they met
Here, in this self-same glass, while you helped me to loosen my dress,
And the shadow-mouths melted to one, like sea-birds that meet in a wave–
Such smiles, yes, such smiles the mirror perhaps has reflected;
And the low wide bed, as rutted and worn as a high-road,
The bed with its soot-sodden chintz, the grime of its brasses,
That has borne the weight of fagged bodies, dust-stained, averted in sleep,
The hurried, the restless, the aimless–perchance it has also thrilled
With the pressure of bodies ecstatic, bodies like ours,
Seeking each other's souls in the depths of unfathomed caresses,
And through the long windings of passion emerging again to the stars...
Yes, all this through the room, the passive and featureless room,
Must have flowed with the rise and fall of the human unceasing current;
And lying there hushed in your arms, as the waves of rapture receded,
And far down the margin of being we heard the low beat of the soul,
I was glad as I thought of those others, the nameless, the many,
Who perhaps thus had lain and loved for an hour on the brink of the world,
Secret and fast in the heart of the whirlwind of travel,
The shaking and shrieking of trains, the night-long shudder of traffic,
Thus, like us they have lain and felt, breast to breast in the dark,
The fiery rain of possession descend on their limbs while outside
The black rain of midnight pelted the roof of the station;
And thus some woman like me, waking alone before dawn,
While her lover slept, as I woke and heard the calm stir of your breathing,
Some woman has heard as I heard the farewell shriek of the trains
Crying good-bye to the city and staggering out into darkness,
And shaken at heart has thought: "So must we forth in the darkness,
Sped down the fixed rail of habit by the hand of implacable fate–
So shall we issue to life, and the rain, and the dull dark dawning;
You to the wide flare of cities, with windy garlands and shouting,
Carrying to populous places the freight of holiday throngs;
I, by waste lands, and stretches of low-skied marsh
To a harbourless wind-bitten shore, where a dull town moulders & shrinks,
And its roofs fall in, and the sluggish feet of the hours
Are printed in grass in its streets; and between the featureless houses
Languid the town-folk glide to stare at the entering train,
The train from which no one descends; till one pale evening of winter,
When it halts on the edge of the town, see, the houses have turned into grave-stones,
The streets are the grassy paths between the low roofs of the dead;
And as the train glides in ghosts stand by the doors of the carriages;
And scarcely the difference is felt–yea, such is the life I return to . . ."
Thus may another have thought; thus, as I turned may have turned
To the sleeping lips at her side, to drink, as I drank there, oblivion...
Edith Wharton (1862-1937)
Palm to palm breast to breast in the gloom. The faint red lamp,
Flushing with magical shadows the common-place room of the inn
With its dull impersonal furniture, kindled a mystic flame
In the heart of the swinging mirror, the glass that has seen
Faces innumerous and vague of the endless travelling automata,
Whirled down the ways of the world like dust-eddies swept through a street,
Faces indifferent or weary, frowns of impatience or pain,
Smiles (if such there were ever) like your smile ad mine when they met
Here, in this self-same glass, while you helped me to loosen my dress,
And the shadow-mouths melted to one, like sea-birds that meet in a wave–
Such smiles, yes, such smiles the mirror perhaps has reflected;
And the low wide bed, as rutted and worn as a high-road,
The bed with its soot-sodden chintz, the grime of its brasses,
That has borne the weight of fagged bodies, dust-stained, averted in sleep,
The hurried, the restless, the aimless–perchance it has also thrilled
With the pressure of bodies ecstatic, bodies like ours,
Seeking each other's souls in the depths of unfathomed caresses,
And through the long windings of passion emerging again to the stars...
Yes, all this through the room, the passive and featureless room,
Must have flowed with the rise and fall of the human unceasing current;
And lying there hushed in your arms, as the waves of rapture receded,
And far down the margin of being we heard the low beat of the soul,
I was glad as I thought of those others, the nameless, the many,
Who perhaps thus had lain and loved for an hour on the brink of the world,
Secret and fast in the heart of the whirlwind of travel,
The shaking and shrieking of trains, the night-long shudder of traffic,
Thus, like us they have lain and felt, breast to breast in the dark,
The fiery rain of possession descend on their limbs while outside
The black rain of midnight pelted the roof of the station;
And thus some woman like me, waking alone before dawn,
While her lover slept, as I woke and heard the calm stir of your breathing,
Some woman has heard as I heard the farewell shriek of the trains
Crying good-bye to the city and staggering out into darkness,
And shaken at heart has thought: "So must we forth in the darkness,
Sped down the fixed rail of habit by the hand of implacable fate–
So shall we issue to life, and the rain, and the dull dark dawning;
You to the wide flare of cities, with windy garlands and shouting,
Carrying to populous places the freight of holiday throngs;
I, by waste lands, and stretches of low-skied marsh
To a harbourless wind-bitten shore, where a dull town moulders & shrinks,
And its roofs fall in, and the sluggish feet of the hours
Are printed in grass in its streets; and between the featureless houses
Languid the town-folk glide to stare at the entering train,
The train from which no one descends; till one pale evening of winter,
When it halts on the edge of the town, see, the houses have turned into grave-stones,
The streets are the grassy paths between the low roofs of the dead;
And as the train glides in ghosts stand by the doors of the carriages;
And scarcely the difference is felt–yea, such is the life I return to . . ."
Thus may another have thought; thus, as I turned may have turned
To the sleeping lips at her side, to drink, as I drank there, oblivion...
Edith Wharton (1862-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Poemas góticos. I Poemas de Edith Wharton.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Edith Wharton: Terminus (Terminus), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Me encanta el poema y como desarrolla la trama. Percibo que El Espejo Gótico ha recuperado esa esencia de publicar poemas profundos. Saludos¡!
ResponderEliminarUn poema intenso Edith Warthon disfruto
ResponderEliminarese poema como hizo el amor con su amante.