«La cámara oscura»: Basil Copper; relato y análisis.
La cámara oscura (Camera Obscura ) es un relato de terror del escritor inglés Basil Copper (1924-2013), publicado originalmente en la antología de 1965: El sexto libro de Pan de relatos de terror (The Sixth Pan Book of Horror Stories), y más adelante en la colección de 1967: No después de la caída de la noche: relatos de lo extraño y lo terrible (Not After Nightfall: Stories of the Strange and Terrible).
La cámara oscura, acaso el mejor cuento de Basil Copper, relata la historia del señor Sharsted, un prestamista sin escrúpulos que regresa a la casa de un viejo anticuario, el señor Gingold, para resolver cuentas de una vez por todas. Cuando Gingold le ofrece a Sharsted una de sus mejores adquisiciones, una cámara oscura, también le otorga a Sharsted una última oportunidad para perdonar las deudas de sus clientes antes de sumirlo en el infierno de su propia creación.
En este sentido, La cámara oscura es un relato exquisito, sumamente perturbador, en donde la retribución moral adquiere una dimensión completamente grotesca a través de una Cámara Oscura, básicamente un instrumento óptico que permite obtener la proyección de una imagen dentro de una pequeña sala cerrada.
La sensación de asfixia, de encierro, de claustrofobia, que se percibe en La cámara oscura, lo han vuelto un clásico del horror del siglo XX, a tal punto que Alfred Hitchcock lo recomendó como una de las piezas más inquietantes del género en la colección de 1967: Relatos que incluso a mí me asustaron (Stories That Scared Even Me).
La cámara oscura.
Camera Obscura , Basil Copper (1824-2013)
Cuando Sharsted emprendió la marcha por las estrechas sendas llenas de baches que conducían a la parte más vieja de la ciudad, estaba cada vez más convencido de que había algo en Gingold que no le gustaba. No era solamente la cortesía, pasada de moda y fuera de lugar, lo que irritaba al prestamista, sino su forma benévola y ausente con que continuamente realizaba los tratos. Como si el dinero no tuviera importancia para él.
El prestamista hasta dudaba en confesarse eso. Aquel pensamiento era como una blasfemia que socavaba los cimientos reales de su mundo. Apretó los labios en un gesto de disgusto, dándose ánimos para subir la mal pavimentada y pedregosa calzada que dividía en dos partes iguales el ondulado terreno de esta remota parte de la ciudad. La estrecha y torcida cara del prestamista sudaba bajo su pesado sombrero, debajo de cuyas alas asomaban unos cabellos largos y lacios que le daban un aspecto curioso. Esto combinado con las gafas verdes que usaba, le daban un aire siniestro y putrefacto, como de alguien muerto hacía muchos años. La idea tal vez se les ocurriera a los pocos y distanciados transeúntes que encontró en el transcurso de su ascensión, porque todos le echaron una mirada cautelosa, de soslayo, y apretaron el paso, como si tuvieran prisa por apartarse y alejarse de él.
Entró en una plazuela y se paró bajo el porche de una enorme y vieja iglesia en ruinas para recobrar el resuello. Notó que el corazón le palpitaba estrepitosamente a un lado de su estrecho pecho, y al respirar sintió como si le raspasen la garganta. Se dijo que no se encontraba en forma. Efectivamente, las largas horas de trabajo sedentario, inclinado sobre sus libros de cuentas, se estaban cobrando su peaje. En realidad debía salir más y hacer algún ejercicio. La cetrina cara del prestamista se iluminó momentáneamente al pensar en su creciente prosperidad; pero frunció el ceño en seguida al recordar el objeto de su viaje. Mientras recorría el último kilómetro de su trayecto, se iba diciendo que debería saldar cuentas con Gingold. Si no lograba conseguir el dinero necesario, entonces podría vender y convertir en billetes muchas cosas de valor que debía de haber en aquella vieja y destartalada casa.
Cuando Sharsted recorría este olvidado rincón de la ciudad, el sol, que ya estaba muy bajo en el horizonte, parecía haberse puesto: tan disminuida se hallaba la luz en aquel laberinto de plazuelas y callejuelas en que se había sumergido. Empezaba a jadear de nuevo cuando llegó al fin, bruscamente, ante una amplia puerta pintada de verde, situada en lo alto de una escalinata de peldaños desgastados por el tiempo. Permaneció parado unos minutos, con una mano asida a la vieja balaustrada, exaltada momentáneamente su mezquina alma por la visión de la ciudad que se extendía a sus pies envuelta en la bruma, inclinada bajo el amarillento cielo. Todo parecía estar colocado oblicuamente sobre aquel cerro, y la perspectiva producía en el espectador una sensación de vértigo.
Una campanilla sonó débilmente cuanto tiró de un mango de hierro retorcido sujeto a una rosa de metal incrustada a uno de los lados de la puerta. De nuevo habíase desatado la fantasía del prestamista, produciéndole irritación. Pensaba que era muy extraño lo referente a Gingold. Hasta los adornos de la puerta eran algo que nunca había visto en otra parte. Aunque esto podía ser una ventaja en caso de que alguna vez se viera precisado a intervenir los bienes de Gingold y tuviera que vender la propiedad. En aquella oscura y viejísima casa debía de haber cosas de mucho valor para él, cosas que nunca había visto, se dijo. Que el viejo no pagara sus deudas a pesar de todo lo que tenía, era otra razón muy extraña. Debía de poseer muchísimo dinero, si no en dinero contante, en propiedades.
Le era difícil comprender por qué Gingold ponía obstáculos a un pago de trescientas libras; podía vender fácilmente la vieja casa e irse a vivir a una parte más atractiva de la ciudad, en un hotelito moderno y bien acondicionado, y hasta conservar sus antiguallas si quería. Sharsted suspiró. Pero aquello no era asunto suyo aún. Todo lo relacionado con él, por ahora, se reducía al pago de esa cantidad. Estuvo esperando muchísimo tiempo, y no quería que le engañaran más. Por eso apremió a Gingold a que pagara, a que liquidara su deuda el lunes, o no lo pasaría bien. Los delgados labios de Sharsted se apretaron de una manera desagradable mientras meditaba, absorto, contemplando los rayos del sol poniente que manchaban los tejados de las viejas casas y teñían de vivo carmín las oscuras callejuelas situadas más abajo del cerro.
Tiró otra vez del llamador, con impaciencia, y ahora la puerta se abrió casi inmediatamente.
Gingold era un hombre muy alto, de cabellos blancos, con unos modales amables y casi humildes. Permanecía en el umbral de la puerta, ligeramente encorvado, guiñando los ojos como si se sorprendiera de aquella luz solar, medio asustado de que pudiera ocurrirle algo si absorbía demasiado de ella. Su ropa, que era de buena calidad y excelente corte, estaba sucia y parecía colgar, anchísima, de su robusta textura. A la brillante luz del sol adquiría un matiz extraño, y a Sharsted le produjo la impresión de que formaba un todo con la propia figura del anciano. En realidad, Gingold adquiría un pálido e inexpresivo matiz a la luz del sol, de suerte que su blanco cabello, su cara y su ropa se confundían y, en cierto modo, los diferentes aspectos del cuadro se hacían confusos e indeterminados.
Para Sharsted adquirió el aspecto de una vieja fotografía que nunca había estado bien fijada y que se había vuelto amarillenta y borrosa con el tiempo. Creyó que Gingold iba a tambalearse con la brisa que acababa de levantar, pero el anciano lo único que hizo fue sonreírle tímidamente, mientras le decía:
—¡Oh! ¿Usted aquí, Sharsted? Pase, pase.
Parecía como si le hubiera estado esperando todo el tiempo. Sorprendentemente, los ojos de Gingold eran de un maravilloso color azul pálido y le daban a su cara una viveza inusitada, disputando y cambiando el matiz indefinido de su ropa y de sus facciones. Guió a su visitante hacia un cavernoso vestíbulo. Sharsted le seguía cautelosamente, adaptando con dificultad los ojos a la fría oscuridad interior. Cortésmente, con sus anticuados modales, Gingold le hizo señas de que le siguiera. Ambos hombres subieron una escalera bellamente esculpida, cuya balaustrada, de fina construcción, parecía torcer sinuosamente hacia arriba, sumergiéndose en la oscuridad.
—El asunto que aquí me trae no requiere más que un momento —protestó Sharsted, ansioso ahora de terminar cuanto antes y marcharse.
Pero Gingold continuó subiendo la escalera sin hacerle caso.
—Vamos, vamos —dijo, amable, como si no hubiese oído la insinuación de Sharsted—. Tomará usted una copita de vino en mi compañía. Recibo pocas visitas.
Sharsted miró a su alrededor con curiosidad. Nunca había estado en aquella parte de la casa. Corrientemente, Gingold recibía a sus ocasionales visitantes en una gran habitación desarreglada del piso de abajo. Aquella tarde, por alguna razón solamente conocida por él, había decidido enseñar a Sharsted otra parte de su dominio. harsted pensaba que, tal vez, Gingold intentase liquidar el asunto de sus deudas. Allá arriba sería quizá donde realizaba su negocio; quizá también donde guardaba el dinero. Sus delgados dedos temblaban con nerviosa excitación.
Continuaron subiendo, lo que al prestamista le pareció ser una distancia enorme. La escalera no tenía fin. Por la débil luz que se filtraba a través de unas ventanas redondas, Sharsted percibió ligeramente algunos objetos que despertaron su curiosidad profesional y su sentido adquisitivo. Un gran cuadro, pintado al óleo, estaba colgado en uno de los testeros de la escalera. En la fugaz ojeada que Sharsted le echó hubiera jurado que se trataba de un Poussin. Un poco más adelante una amplia alacena, repleta de porcelana, se le metió por el rabillo del ojo. Tropezó en un peldaño por volverse a mirar a su espalda y, al hacerlo, casi dejó de ver una rarísima armadura genovesa colocada en un nicho practicado en la pared de la escalera.
El prestamista se hallaba en un estado de confuso asombro cuando Gingold empujó una amplia puerta de caoba y le invitó a pasar delante de él. Debía de ser un hombre muy rico y podía conseguir dinero fácilmente con la venta de cualquiera de aquellos objetos de arte que Sharsted había visto. ¿Por qué entonces necesitaba pedir dinero prestado con tanta frecuencia, y por qué se demoraba tanto tiempo en devolverlo? Con los intereses devengados, la cantidad que le adeudaba a Sharsted constituía una suma considerable. Gingold debía de ser un comprador de objetos raros.
De acuerdo con la miseria general de la casa, observada por el visitante casual, aquello tenía que significar que su instinto de coleccionista se negaba a desprenderse de cualquier objeto una vez comprado, y que le había hecho entramparse. Los labios del prestamista se apretaron de nuevo. Bueno, tendría que pagar sus deudas como cualquier otro. Si no, tal vez Sharsted pudiera obligarle a que le pagara con algo de porcelana, un cuadro, que podría vender y obtener con ello un pingüe beneficio. Negocios son negocios, y Gingold no podía esperar que aguardara eternamente.
Sus reflexiones quedaron interrumpidas por una pregunta que le hizo el dueño de la casa, y Sharsted musitó una excusa al darse cuenta de que Gingold estaba esperando con una mano puesta en el gollete de una pesada garrafita de cristal y plata.
—Sí, sí, jerez. Gracias —musitó confuso, moviéndose torpemente.
La luz era tan mala en aquel lugar que encontró difícil enfocar los ojos. Los objetos tenían un modo de cambiar y de hincharse como si estuvieran sumergidos en agua. Sharsted veíase obligado a usar gafas con cristales oscuros, porque desde pequeño tuvo malos los ojos. Eso hacía doblemente oscuras aquellas habitaciones, más oscuras de lo que en realidad eran. Pero aunque Sharsted miró por encima de sus gafas mientras Gingold servía el vino, tampoco pudo distinguir con claridad los objetos. Tendría que consultar con su oculista si tal perturbación continuaba.
Su voz sonó a hueco en sus oídos cuando aventuró una frase vulgar al alargarle Gingold la copa. Se sentó cauteloso en una silla de alto respaldo que le señaló Gingold, y sorbió el líquido ambarino con cierta vacilación. Notó que su sabor era extrañamente bueno; pero aquella inesperada hospitalidad le estaba poniendo en mala posición ante Gingold. Debía mantenerse firme y abordar el tema de su negocio. Pero experimentó una curiosa repugnancia y permaneció sentado en un incómodo silencio, con una mano sujetando el pie de su copa y escuchando el suave tictac de un reloj antiguo, que era lo único que rompía el silencio.
Entonces se dio cuenta de que se hallaba en una amplia habitación, profusamente amueblada, que podía estar en el piso alto de la casa, bajo las tejas. Ni un ruido del exterior penetraba por las ventanas tapadas con pesados cortinones de terciopelo azul; el parqué del suelo estaba cubierto con varias y exquisitas alfombras chinas y, al parecer, la habitación se hallaba dividida en dos partes por una gruesa cortina de terciopelo que hacía juego con las de las ventanas.
Gingold hablaba poco. Estaba sentado a una amplia mesa de caoba, golpeando su copa de jerez con su largos dedos. Sus brillantes ojos azules miraban con inusitado interés a Sharsted, mientras hablaban sobre temas vulgares. Al fin, el prestamista se decidió a abordar el objeto de su visita. Habló de la gran cantidad de dinero pendiente que había adelantado a Gingold, de los continuos aplazamientos de pago y de la necesidad de que la deuda se liquidase lo más pronto posible. Cosa extraña: a medida que Sharsted avanzaba en su charla, su voz comenzó a tartamudear y de repente fue perdiendo el habla. Corrientemente, como todas las personas de clase trabajadora de la ciudad tenían motivos de conocer, era brusco, negociante, insensible y cruel.
Nunca vacilaba en embargar los bienes del deudor o en arrebatárselos si era necesario, y ése era el motivo de que le odiara todo el mundo, cosa que le tenía sin cuidado. En efecto, se daba cuenta de que era una cualidad innata en él. Su fama en los negocios le precedía a donde fuera y actuaba como un incentivo para el pronto pago. Si las personas eran lo suficientemente inconscientes para empobrecerse o para entramparse y no podían hacer frente a sus deudas, bueno, entonces los embargaba; todo era molienda para su molino y nadie podía esperar de él que condujera su negocio por entre una maraña de insensateces sentimentales. Se sentía más irritado contra Gingold de lo que nunca se había sentido, porque su dinero estaba evidentemente seguro; pero lo que continuaba molestándole era la suave docilidad del hombre, su indudable riqueza y su repugnancia a pagar sus deudas.
Algo de esto debió de deslizarse, casualmente, en su conversación, porque Gingold se cambió en su silla, no hizo comentario alguno sobre la apremiante demanda de Sharsted, y únicamente dijo, con otra de sus suaves frases:
—Tome otro jerez, Sharsted.
El prestamista notó que toda la fuerza huía de él mientras asentía débilmente. Se echó hacia atrás en su cómoda silla con un movimiento de cabeza y permitió que su mano apresara la segunda copa, perdido por completo el hilo de su discurso. Mentalmente se maldijo por ser un estúpido loco, tratando de concentrarse; pero la benévola sonrisa de Gingold, la forma curiosa en que se movían y se balanceaban los objetos de la habitación en medio del cálido ambiente, la oscuridad general y los discretos cortinajes, se hacían cada vez más pesados y oprimían su mente.
Así, pues, experimentó una especie de alivio cuando vio que su anfitrión se ponía en pie. No cambió el tópico, sino que continuó hablando como si Sharsted no hubiera mencionado en absoluto el dinero; simplemente ignoraba la situación y, con entusiasmo que Sharsted estimó difícil de compartir, murmuró suavemente algo sobre las paredes chinas pintadas, tema que Sharsted desconocía por completo. Encontró que tenía los ojos cerrados y, haciendo un esfuerzo, los abrió. Gingold estaba diciendo:
—Creo que esto le interesará, Sharsted. Venga.
Su anfitrión avanzó y el prestamista, siguiéndole a la parte trasera de la habitación, vio que se separaba en dos partes la amplia cortina de terciopelo. Ambos hombres cruzaron por el espacio abierto, que se cerró a sus espaldas, y entonces Sharsted se dio cuenta de que se hallaban en una cámara semicircular. Esta habitación era, si aquello era posible, más oscura todavía que la que acababan de dejar. Pero comenzó a revivir el interés del prestamista. Notó más despejada su mente y rodeó una amplia mesa, con algunos niveles y ruedas de metal, que relucían en la oscuridad, y un largo tubo que subía hasta el techo.
—Esto casi se ha convertido en una obsesión para mí —murmuró Gingold mientras se disculpaba con su visitante—. ¿Conoce usted los principios de la cámara oscura, Sharsted?
El prestamista recapacitó lentamente, buscando un recuerdo en su memoria.
—Se trata de una especie de dispositivo victoriano, ¿no? —dijo, al fin.
Gingold pareció desilusionado, pero la expresión de su voz no cambió.
—No es eso, Sharsted —continuó—. Es algo más fascinante. Pocos amigos míos han tenido acceso a esta cámara para ver lo que usted va a contemplar. Estos controles están adaptados al sistema de lentes y prismas colocados en el tejado. Como verá usted, la cámara oscura, como llaman a esto los científicos victorianos, capta un panorama de la ciudad situada en la parte baja de este cerro y lo transmite aquí, a la mesa vidente. Un estudio absorbente, ¿no le parece? Yo paso muchas horas aquí.
Sharsted nunca había oído hablar a Gingold de modo tan locuaz, y ahora que ya le había pasado el sopor que le asaltó en los primeros momentos se sentía más decidido a hablarle de la deuda. Pero primero le halagaría fingiendo interés por su estúpido juguete. Sin embargo, Sharsted tuvo que admitir, casi con un suspiro de sorpresa, que la obsesión de Gingold se hallaba justificada.
Repentinamente, cuando Gingold manipuló su mano sobre el nivel, la habitación se inundó de una luz cegadora, y el prestamista comprendió por qué era necesaria la oscuridad en aquella cámara. Inmediatamente, una contraventana situada en lo alto de la cámara oscura se deslizó sobre el tejado y, casi al mismo tiempo, un panel del techo se abrió para dejar paso a un rayo de luz dirigido sobre la mesa colocada delante de ellos. En un segundo de visión divina, Sharsted contempló cómo un panorama de la parte de la ciudad antigua se extendía ante él con un magnífico colorido natural.
Allí estaban las fantásticas y pedregosas calles inclinándose hacia el valle, con los montes azules como fondo; las chimeneas de las fábricas humeaban en medio centenar de caminos; el distante tráfico aparecía silencioso; también en una ocasión atravesó el campo visual un enorme pájaro, tan cerca en apariencia que Sharsted dio un paso atrás, apartándose de la mesa. Gingold lanzó una risotada seca y giró una rueda de metal que tenía al lado. La visión cambió bruscamente, y Sharsted, suspirando de nuevo, contempló una vista resplandeciente del estuario, con un gran barco carbonero navegando hacia alta mar. Las gaviotas volaban, formando un telón de fondo, y el suave vaivén de la marea acariciaba el muelle.
Sharsted, que había olvidado por completo el objeto que le llevara a la casa, estaba fascinado. Debía de haber pasado media hora, y cada vista proyectada era más encantadora que la anterior. Desde esta altura, la mugre y la pobreza de la ciudad se transformaban por completo. Sin embargo, regresó al presente bruscamente, debido a la última vista. Gingold manipuló el control por última vez y un conjunto de viviendas en ruinas apareció ante su vista.
—La antigua casa de la señorita Thwaites, me parece —dijo Gingold suavemente.
Sharsted notó que enrojecía y torció los labios en un gesto de ira. El asunto de los Thwaites había levantado más polvareda de lo que él creyó. La mujer había pedido prestada una cantidad mucho mayor de lo que podía devolver; acumulados los intereses, tuvo que volver a pedir. ¿Podía él abstenerse porque tuviera un marido tuberculoso y tres hijos? Tenía que dar ejemplo en ella para mantener a raya a sus clientes; así que habría embargo de muebles y los Thwaites serían puestos en la calle. ¿Podía él abstenerse de llegar a este extremo? Si las personas pagaran sus deudas, todo marcharía bien.
Él no era una institución filantrópica, se dijo encolerizado. Y a esta referencia de lo que se convirtió rápidamente en un escándalo en la ciudad, todo su sofocante resentimiento contra Gingold estalló de nuevo. ¡Ya estaba bien de vistas y de jugar como crios! La cámara oscura, bien. Si Gingold no cumplía con sus obligaciones como un caballero, él vendería este precioso juguete para cancelar su deuda. Se dominó con un esfuerzo cuando se volvió y se encontró con la irónica y amable mirada de Gingold.
—¡Oh, sí! —exclamó Sharsted—. Lo de los Thwaites es asunto mío, Gingold. Pero, por favor, sírvase limitarse al asunto que tenemos entre manos. He venido aquí de nuevo con alguna preocupación. Debo decirle que si las trescientas libras a que ascienden sus deudas no me las paga el lunes, me veré obligado a proceder legalmente.
Las mejillas de Sharsted estaban encendidas y su voz vaciló cuando pronunció aquellas palabras. Si esperaba una reacción violenta de Gingold, quedó defraudado. Lo único que hizo el dueño de la casa fue mirarle, con mudo reproche.
—¿Es su última palabra? —preguntó, apesadumbrado—. ¿No quiere considerar de nuevo la cuestión?
—Claro que no —vociferó Sharsted—. El dinero habrá de estar en mi poder el lunes.
—No me ha comprendido usted, Sharsted —dijo Gingold, todavía con su suave voz, que tanta irritación producía a su interlocutor—. Me estaba refiriendo a la señora Thwaites. ¿Continuará usted adelante con esa innecesaria y, en cierto modo, inhumana acción?
—Por favor ocúpese de su propio asunto —le interrumpió exasperado Sharsted.
—Piense en lo que le digo. ¿Es su última palabra?
Una muda contestación recibió su mirada al dirigirse a la pálida y descompuesta cara del prestamista.
—Como prefiera. Le acompañaré en su camino de regreso.
Avanzó de nuevo, poniendo un pesado tapete de terciopelo sobre la mesa de la cámara oscura. El postigo del techo se cerró con un sonido perfectamente audible. Con gran sorpresa de Sharsted, éste se dio cuenta de que iba siguiendo a su anfitrión por otra escalera. Ésta era de piedra, provista de una barandilla de hierro, fría al tacto. Su cólera se iba apaciguando con la misma rapidez que surgiera. Lamentaba ya haber perdido el dominio de sus nervios al presentarse el caso de la señorita Thwaites, porque su intención no fue mostrarse tan rudo ni con tanta sangre fría. ¿Qué habría pensado Gingold de él? Era extraño cómo había llegado el asunto a sus oídos; sorprendente la información que podía obtener del mundo exterior un recluso como aquél, siempre internado en su casa.
Sin embargo, supuso que Gingold, en aquel cerro, podía considerarse como un ser que estaba en el centro de las cosas. De repente empezó a sudar, porque la atmósfera pareció hacerse más caliente. A través de una abertura practicada en la pared de piedra pudo ver el cielo, que ya estaba en sombras. En realidad debía de hallarse cerca de la puerta. ¿Cómo esperaría el viejo loco que encontrase su camino de salida cuando todavía estaban subiendo hacia lo alto de la casa? Sharsted se lamentó también de que si se indisponía con Gingold haría más difícil conseguir el pago de su dinero; fue como si mencionando a la señorita Thwaites y tratando de ponerse de parte de ella, Gingold hubiese intentado una forma de sutil censura.
No lo hubiera esperado de Gingold; no era costumbre suya mezclarse en los asuntos ajenos. Si era tan amante de los pobres y necesitados, bien podía haber adelantado a la familia algún dinero para ayudarla en sus necesidades. Su mente bullía con estos confusos y coléricos pensamientos. Sharsted, jadeante y desgreñado, se encontraba ahora en una gastada plataforma de piedra, donde Gingold metía la llave en la cerradura de una vieja puerta de madera.
—Mi taller —explicó con una sonrisa a Sharsted, que sintió elevarse su tensión por esta caída en una atmósfera emocional.
Mirando a través de una vieja y casi triangular ventana que estaba frente a él, Sharsted pudo ver que se hallaban en una superestructura, pequeña y en forma de torre, situada a más de seis metros sobre el tejado principal de la casa. Al pie del precipicio colgante del edificio se veía un conjunto de callejuelas poco conocidas, según pudo darse cuenta mirando a través de los sucios cristales.
—Hay una escalera que baja por la parte exterior —explicó Gingold mientras abría la puerta—. Le conducirá a usted al otro lado del cerro y le ahorrará un kilómetro, aproximadamente, de camino.
El prestamista experimentó un repentino alivio al oír esto. Casi había llegado a temer a aquel viejo calmoso y falazmente salvaje que, aunque hablaba poco y no amenazaba en absoluto, empezaba a mostrar un sutil aire de amenaza para la ahora ardorosa imaginación de Sharsted.
—Pero antes —dijo Gingold sujetando el brazo del otro hombre con una garra sorprendentemente poderosa— quiero enseñarle a usted algo, y esto, en realidad, lo ha visto poquísima gente.
Sharsted miró al otro rápidamente, pero no pudo leer nada en los enigmáticos ojos azules de Gingold. Se sorprendió al encontrar una habitación similar, aunque más pequeña, a la que acababa de dejar. Había otra mesa, otro tubo que ascendía hasta una cúpula en forma de bóveda y otro conjunto de ruedas y niveles.
—Esta cámara oscura —continuó Gingold— es un modelo muy raro, puede estar seguro. En efecto, creo que hoy día sólo existen tres, y una de ellas en el norte de Italia. Estoy seguro de que le gustará ver esto antes de marchar. ¿Está completamente seguro de que no quiere cambiar de idea? Me refiero a lo de la señorita Thwaites.
Sharsted notó que otra vez le volvía, repentinamente, el furor; pero consiguió dominarse.
—Lo siento, pero... —empezó a decir.
—No importa —dijo Gingold, lamentándolo—. Sólo quería estar seguro, antes de que echara una mirada a esto.
Puso la mano con infinita ternura sobre el hombro de Sharsted, mientras le empujaba hacia adelante. Presionó el nivel y a Sharsted casi se le escapó un grito al ver la repentina visión. Él era Dios. El mundo se extendía ante él de un modo extraño o por lo menos el segmento de mundo que representaba la parte de la ciudad que rodeaba la casa en que se hallaban. Lo veía desde gran altura, como lo haría un hombre desde un aeroplano, aunque nada estaba en perspectiva.
El cuadro era de enorme claridad; era como mirar un viejo caballo de cristal que poseyese una extraña cualidad de distorsión. Había algo oblicuo y elíptico en la extensión de las callejuelas y senderos que se extendían al pie del cerro. Las sombras eran malvas y violetas, y los extremos del cuadro estaban manchados aún con el color sangre del sol poniente. Era una visión caótica, espantosa, y Sharsted estaba destrozado. Sentíase suspendido en el espacio, y casi gritó al sentir la sensación de vértigo de altura. Cuando Gingold movió la rueda y el cuadro empezó lentamente a girar, Sharsted gritó y se agarró al respaldo de la silla para no caerse. Quedó turbado también cuando captó la visión de un gran edificio de color blanco, situado al fondo del cuadro.
—Creí que era la antigua Bolsa del Trigo —dijo, asustado—. Pero se quemó antes de la última guerra, ¿verdad?
—¿Eh? —contestó Gingold como si no hubiese oído.
—No importa —dijo Sharsted, que estaba ahora completamente confuso y molesto.
Debía de ser la combinación del jerez con la enorme altura a que estaba viendo la visión en la cámara oscura. Era un juguete demoníaco, y se apartó de Gingold, que le parecía, en cierto modo, siniestro a la luz malva y roja reflejada de la imagen que aparecía sobre la pulimentada superficie de la mesa.
—Creí que le gustaría ver esta cámara —dijo Gingold, con su misma voz inexpresiva y enloquecedora—. Es algo muy especial, ¿verdad? La mejor de las dos. Se puede ver todo lo que está normalmente oculto.
Mientras hablaba, aparecieron en la pantalla dos viejos edificios que Sharsted estaba seguro que fueron destruidos durante la guerra; en efecto, un jardín público y un aparcamiento de coches habían sustituido ahora a esos dos edificios. De pronto se le secó la boca. No estaba seguro de si había bebido demasiado jerez o si el calor del día le había trastornado la cabeza. Estuvo a punto de hacer la punzante observación de que la venta de la cámara oscura liquidaría la actual deuda de Gingold; pero rápidamente se dio cuenta de que no sería un comentario oportuno en las actuales circunstancias. Se notaba débil, la cara tan pronto le ardía como se le quedaba helada, y Gingold estaba a su lado a cada instante.
Sharsted observó que el cuadro había desaparecido de la mesa y que el día estaba oscureciendo rápidamente más allá de los empañados cristales de las ventanas.
—Tengo que marcharme ya —dijo con débil desesperación, intentando liberarse del persistente y sosegado apretón de mano de Gingold sobre su brazo.
—Claro que sí, Sharsted —le dijo el dueño de la casa—. Por aquí.
Sin ceremonia, le condujo hasta una puertecilla ovalada situada en el rincón de la pared más alejada.
—No tiene más que bajar la escalera. Le dejará a usted en la calle. Por favor, dé un fuerte empujón a la puerta de abajo y cerrará sola.
Mientras hablaba, abrió la puertecilla y Sharsted vio una escalera de claros y secos peldaños de piedra que conducían hacia abajo. La luz, que aún salía por las ventanas, se fijaba en las paredes circulares. Gingold no ofreció la mano a Sharsted, que permanecía en situación poco delicada, sosteniendo la puerta entornada.
—Hasta el lunes, pues —dijo Sharsted.
Gingold fingió no oírle.
—Buenas noches, Gingold —dijo el prestamista con prisa nerviosa, ansioso de irse.
—Adiós, Sharsted —respondió Gingold con amabilidad, dando por terminada la entrevista.
Sharsted cruzó la puerta casi corriendo y bajó muy nervioso la escalera, maldiciéndose mentalmente por todas sus tonterías. Sus pies golpeaban los escalones de tal forma que el eco repercutía de modo extraño arriba y abajo de la vieja torre. Afortunadamente, había todavía suficiente luz. Aquél hubiese sido un sitio tétrico en la oscuridad. Aminoró el paso después de algunos minutos y pensó amargamente en la forma con que permitió al viejo Gingold imponerse sobre él. ¡Y qué impertinente fue el hombre interfiriéndose en el asunto de la señorita Thwaites! ¡Ya vería qué clase de hombre era Sharsted cuando volviese el lunes y se llevase a cabo el embargo de bienes que tenía planeado! El lunes sería también un día que nunca olvidaría Gingold, y Sharsted notó que estaba adelantándose a los acontecimientos.
De nuevo aceleró el paso, y ahora se encontró delante de una gruesa puerta de roble. Cedió bajo su mano cuando descorrió el gran cerrojo bien engrasado, e inmediatamente se encontró en una avenida de paredes altas que conducía a la calle. La puerta se cerró de golpe tras él y, respirando el frío de la noche, dio un suspiro de alivio. Se echó el pesado sombrero hacia atrás y avanzó a zancadas sobre los guijarros, como para afirmar la solidez del mundo exterior. Una vez en la calle, que le pareció un poco extraña a él, dudó qué camino tomar, decidiéndose por el de la derecha. Recordaba que Gingold le había dicho que este camino le conduciría a la otra ladera de la montaña. Nunca había estado en esta parte de la ciudad y el paseo le sentaría bien.
El sol se había puesto por completo; un sutil gajo de luna se mostraba, en estas primeras horas de la noche, en el cielo. Le pareció que había pocas personas cuando, diez minutos después, salió a una amplia plaza de la que partían cinco o seis calles. Decidió preguntar el camino que le alejaría de esta parte de la ciudad. Con suerte, podría coger un tranvía, porque ya había andado mucho aquel día. En un rincón de aquella plaza se alzaba una amplia capilla de color gris humo, y cuando Sharsted pasó por delante de ella, echó una mirada a un letrero escrito en grandes caracteres dorados:
HERMANDAD RENOVADORA DE NINIAN.
Eso era lo que decía el cartel. La fecha, en reducidos números dorados, era: 1925.
Sharsted continuó su camino y se decidió por la calle más importante de las que tenía ante sí. Ya era de noche casi por completo y los faroles aún no estaban encendidos en aquella parte del cerro. Cuando avanzó más, los edificios se apretaron en torno a su cabeza y las luces de la ciudad de abajo se desvanecieron. Se consideró perdido y un tanto desamparado, debido, indudablemente, a la atmósfera increíblemente fantástica de la enorme casa de Gingold. Decidió preguntar al primer transeúnte que se encontrara cuál era la dirección que debía seguir; pero no vio a nadie. La falta de alumbrado en la calle también le turbaba. Las autoridades municipales debían de hacer la vista gorda cuando transitaban por esta parte de la ciudad sumida en las tinieblas, a menos que se hallase bajo la jurisdicción de otra corporación.
Sharsted pensaba así cuando dobló la esquina de una calle estrecha y se dio de cara con un edificio amplio y blanco que le era conocido. Durante muchos años, Sharsted tuvo colgado en su despacho un calendario anual, regalo de un comerciante de la localidad, en el que había un cuadro de ese edificio. Miró la fachada con enorme asombro mientras se acercaba. El rótulo, Bolsa del Trigo, parpadeaba lentamente a la luz de la luna, como si el prestamista no estuviera bastante cerca para entender lo que ponía.
La extrañeza de Sharsted se convirtió en inquietud cuando pensó que ya había visto aquel edificio antes, aquella misma tarde, en la imagen captada por las lentes de la segunda cámara oscura de Gingold. Y sabía con indiscutible certeza que la vieja Bolsa del Trigo se había incendiado en los pasados años de la década treinta. Tambaleándose, apresuró el paso. Había algo diabólicamente equivocado en todo aquello, a menos que fuera víctima de una ilusión óptica engendrada por la violencia de sus pensamientos, por el desacostumbrado paseo que había dado aquel día y por las dos copas de jerez.
Experimentó la desagradable sensación de que Gingold pudiera estarle observando, en aquel momento, en la mesa de su cámara oscura, y ante tal pensamiento, su frente se inundó de sudor frío. Echó a correr con un ligero trote, y pronto dejó a su espalda la Bolsa del Trigo. En la lejanía oyó el golpear de los cascos de un caballo y el chirrido de las ruedas de un carro; pero cuando alcanzó la entrada de la calle vio con desánimo desaparecer su sombra doblando la esquina de la calle adyacente. No le fue posible ver a nadie, y de nuevo se dio cuenta de que le era difícil fijar su posición actual en relación con la ciudad.
Apresuró la marcha una vez más, dando muestras de una determinación que estaba lejos de sentir, y cinco minutos después llegaba al centro de una plaza que no le era desconocida. En la esquina había una capilla, y Sharsted leyó por segunda vez aquella noche el rótulo:
HERMANDAD RENOVADORA DE NINIAN.
Golpeó con el pie, iracundo. Había recorrido casi seis kilómetros y había sido lo bastante inconsciente para describir un círculo completo. Ahora se hallaba de nuevo allí, a cinco minutos de la casa de Gingold, de donde saliera casi una hora antes. Sacó el reloj y se sorprendió al ver que no eran más que las seis y cuarto, aunque hubiera jurado que ésa era la hora en que dejó a Gingold. Aunque acaso fueran las cinco y cuarto. Apenas sabía lo que estaba haciendo aquella tarde. Lo acercó al oído para asegurarse de que andaba y volvió a guardárselo en el bolsillo.
Sus pies golpearon coléricos el pavimento mientras recorría en toda su extensión la anchura de la plaza. Esta vez no cometería el mismo error estúpido. Eligió sin vacilar una ancha y bien pavimentada calle que le conduciría, indudablemente, al centro de la ciudad. Notó que su respiración había bajado de tono. Cuando dobló la esquina de la calle siguiente, aumentó su confianza. Las luces resplandecían en cada acera. Las autoridades habían comprendido al fin su error y las habían encendido. Pero de nuevo estaba equivocado. Vio un carrito parado a un lado de la calle, con un caballo uncido a él. Un viejo estaba subido en una escalera, apoyada contra una farola, y Sharsted vio la débil llama de las tinieblas y luego el suave resplandor del farol de gas.
La irritación volvió a hacer presa en él. ¿En qué parte tan arcaica de la ciudad vivía Gingold? ¡Claro, adecuada para él! ¡Faroles de gas! ¡Y qué sistema para encenderlos! Sharsted creía que ese sistema había desaparecido con el arca de Noé. No obstante, se mostró cortés.
—Buenas noches, señor —dijo, y la figura subida en lo alto de la escalera se movió incómoda.
La cara estaba sumida en profunda sombra.
—Buenas noches, señor —respondió el farolero con voz apagada.
Y empezó a bajar de la escalera.
—¿Podría usted indicarme el centro de la ciudad? —le preguntó Sharsted con fingida confianza.
Dio un par de pasos hacia él, pero se detuvo como alcanzado por un rayo. Notó un extraño y hediondo olor que le recordó algo que no podía precisar. Realmente, las alcantarillas de aquel lugar eran nauseabundas. Escribiría al Ayuntamiento quejándose del mal estado en que se encontraba aquella parte de la localidad. El farolero había bajado del todo y se dirigió al carro para poner algo en la parte de atrás. El caballo se agitó de mala manera, y Sharsted percibió de nuevo el hediondo olor, ligeramente malsano en el ambiente estival.
—Según mi opinión, señor, éste es el centro de la ciudad —respondió el farolero.
Al hablar avanzó, y la pálida luz del farol dio de lleno en su cara, hasta entonces en la sombra. Sharsted no esperó a preguntarle ninguna otra dirección, sino que se alejó de prisa, calle abajo, sin estar seguro de si la palidez verdosa de la cara del hombre se debía a lo que sospechaba o bien a los cristales verdes de las gafas que usaba. Pero sí era cierto que algo como una masa de gusanos retorcidos surgía por debajo de la gorra del hombre, en el lugar donde, normalmente, debería haber estado el pelo.
Sharsted no esperó a averiguar si era correcta la suposición de aquella especie de Medusa. Tras su espantoso temor ardía una ira desmedida contra Gingold, al que consideraba, en cierto modo, como culpable de todas aquellas perturbaciones. Estaba esperando fervientemente a despertarse pronto y encontrarse metido en la cama, en su casa, preparado para empezar el día que tan ignominiosamente había terminado en la de Gingold; pero mientras se formulaba esta idea estaba en pleno conocimiento de que cuanto le sucedía era realidad: el frío rayo de luna, el duro pavimento, su frenética huida y la respiración, raspándole y lastimándole la garganta.
Cuando la niebla se fue disipando de delante de sus ojos, aminoró el paso y, al poco tiempo, se encontró en medio de una plaza. Inmediatamente se dio cuenta de dónde estaba y obligó a sus nervios a mantenerse dentro de una terrible y forzada calma para no caer en la desesperación. Con controlado paso cruzó por delante del cartel:
HERMANDAD RENOVADORA DE NINIAN.
Y esta vez eligió la calle más inverosímil de todas, poco más que una angosta callejuela que parecía conducir en dirección contraria a las anteriores.
Sharsted estaba deseando intentar algo que le sacara de aquel terrible y condenado cerro. Aquí no había luces y sus pies tropezaban en las piedras y guijarros salientes de la mal adoquinada calle; pero al fin marchaba cerro abajo y aquella callejuela daba vueltas en espiral gradualmente, hasta que estuvo en la verdadera dirección.
En algunos momentos, percibió débiles y huidizos movimientos a su alrededor, en la oscuridad, y una vez se paró a escuchar ante él una tos confusa y apagada. Al menos, había otras personas por allí, pensó, y se sintió reconfortado también al ver a lo lejos las difusas luces de la ciudad. A medida que se iba acercando, recobró los ánimos y se sintió aliviado al ver que la gente que le rodeaba no se alejaba de él, como había medio sospechado que pudiera ocurrir. Las disposiciones respecto a él eran también bastante sólidas. Los pies de aquellas personas sonaban a hueco en la calle; evidentemente eran personas que caminaban para reunirse en algún sitio.
Cuando se encontró debajo de la luz de la primera farola, había desaparecido ya su pánico anterior. Aún no podía reconocer dónde se encontraba exactamente; pero los adornados hotelitos que pasaban ante su vista eran más reminiscentes que la propia ciudad. Se detuvo cuando llegaron al espacio bien alumbrado, y al hacerlo tropezó con un hombre grueso y alto que salía en aquel momento por la verja de un jardín, dispuesto a reunirse al tropel de gente que estaba en la calle.
Sharsted se tambaleó al tropezón, y una vez más su nariz percibió el nauseabundo y suave olor a miseria. El hombre le agarró por las solapas para evitar que se cayera.
—Buenas noches, Mordecai —le dijo con voz pastosa—. Ya me imaginaba que, más pronto o más tarde, vendría usted.
Sharsted no pudo contener un grito de indescriptible terror. No solamente la verdosa palidez de la cara del hombre, ni los putrefactos y correosos labios que dejaban al descubierto los cariados dientes. Retrocedió hasta apoyarse en la verja mientras Abel Joyce se alejaba; Abel Joyce, otro prestamista y usurero que había muerto en mil novecientos veintitantos, y a cuyo funeral había asistido Sharsted.
La oscuridad le rodeó cuando echó a andar de nuevo, con un nudo en la garganta.
Empezaba a comprender a Gingold y su diabólica cámara oscura: los errantes y los condenados. De cuando en cuando dirigía una mirada de soslayo a sus compañeros mientras caminaban. Allí estaba la señorita Sanderson, que tenía por costumbre desenterrar los cadáveres y robar sus prendas; Grayson, el agente y enterrador; Druke, un estafador; Amos, el ventajista de la guerra, todos con palidez verdosa y llevando sobre sí el olor a podredumbre. Todas aquellas personas habían tenido trato con Sharsted en alguna ocasión y todas tenían entre sí algo en común. Sin excepción, todas habían muerto hacía bastantes años.
Sharsted se puso el pañuelo en la boca para bloquear el insoportable hedor, y oyó las risotadas burlonas.
—Buenas noches, Mordecai —le dijeron—. Ya suponíamos que te reunirías con nosotros.
Gingold le amenazaba con aquellos fantasmas. Sollozó, mientras continuaba su marcha, aligerando el paso. Si sólo lograse hacerle comprender. Sharsted no merecía aquel trato. Él era un negociante, no como esos chupasangre de la sociedad; los errantes y condenados. Ahora sabía por qué la Bolsa del Trigo permanecía en pie y por qué la ciudad le era extraña. Existía sólo en los ojos de la cámara oscura. Ahora se daba cuenta también de que Gingold estuvo tratando de darle la última oportunidad y por qué dijo «adiós» en lugar de «buenas noches».
Quedaba una sola esperanza. Si lograse encontrar la puerta trasera de la casa de Gingold, tal vez consiguiese que cambiase de idea. Los pies de Sharsted volaban sobre los guijarros mientras pensaba aquello; se le cayó el sombrero y tuvo que agarrarse a la pared. Dejó muy atrás a los cadáveres errantes; pero, aunque ahora buscaba la plaza conocida, le pareció que había encontrado el camino que conducía a la Bolsa del Trigo.
Se paró un momento para recuperar el aliento. Debía actuar con lógica ¿Qué le pasó antes? Pues se apartó, naturalmente, del destino deseado. Sharsted se volvió, dándose impulso para caminar en línea recta hacia las luces. Aunque aterrorizado, no desesperó, ya que ahora sabía por qué estaba asustado. Se consideraba dispuesto a luchar contra Gingold. ¡Si consiguiera encontrar la puerta!
Cuando alcanzó el círculo iluminado, formado por las luces de las farolas de la calle, Sharsted suspiró aliviado. Porque cuando dobló una esquina se encontró con la plaza grande, con la capilla en uno de sus lados. Corrió. Debía recordar exactamente las vueltas que había dado; no podía permitirse el lujo de cometer una equivocación. ¡Dependía tanto de eso! Si tuviese solamente una oportunidad, dejaría a la familia Thwaites que conservara la casa, y hasta sería capaz de olvidar la deuda de Gingold. No podía arrostrar la posibilidad de andar por estas calles interminables. ¿Por cuánto tiempo?
Suspiró cuando recordó la cara de una anciana que había visto a primera hora de aquella noche, o lo que había quedado de aquella cara, tras tantos años de viento y lluvia. De pronto recordó que ella había muerto antes de la guerra del año 1914. El sudor frío volvió a mojarle la frente y trató de no pensar en ello.
Una vez fuera de la plaza, se metió por la callejuela que recordaba ¡Ah, allí estaba! Ahora, todo cuanto tenía que hacer era tirar a la izquierda, y allí estaría la puerta. Su corazón empezó a palpitar con más fuerza y Sharsted comenzó a pensar, con liviano deseo, en la seguridad de su bien acondicionada casita y en sus estanterías llenas de libros de contabilidad tan queridos para él. Sólo otra esquina. Corrió y subió la calle hacia la puerta de Gingold. Otros treinta metros hacia la paz del mundo vulgar y corriente.
El rayo de luna alumbró una plaza ancha y bien adoquinada. También iluminó un rótulo pintado con letras doradas en una larga tabla:
HERMANDAD RENOVADORA DE NINIAN.
La fecha era: 1925.
Sharsted dio un grito de terror y desesperación, y se derrumbó sobre el pavimento.
Gingold suspiró profundamente y bostezó. Miró el reloj. Ya era hora de acostarse. Una vez más se inclinó para mirar la cámara oscura. No había sido un día desaprovechado. Tapó con un paño de terciopelo oscuro la imagen de las lentes y se fue pausadamente a la cama. Debajo del paño estaba reflejado, con cruel detalle, el estrecho laberinto de calles que rodeaban la casa de Gingold, visto como a través del ojo de Dios; allí estaban, atrapados para toda la eternidad, Sharsted y sus colegas, los errantes y los condenados, tropezando, llorando, blasfemando, mientras se deslizaban y arrastraban a lo largo de las callejuelas y plazas de su propio infierno particular, bajo la pálida luz de las estrellas.
Basil Copper (1924-2013)
Relatos góticos. I Relatos de Basil Copper.
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El análisis y resumen del cuento de Basil Copper: La cámara oscura (Camera Obscura), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
~Fascinante relato, extraordinario; muy del estilo de las presentaciones de Alfred Hitchcock y, agregaría yo, muy del tipo de historias de The Twilight Zone o la Dimensión Desconocida como nosotros la conocimos. Es encantadoramente perturbador.
ResponderEliminarImplacable Gingold, con ese recurso sobrenatural.
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