«Yo maté a Alfred Heavenrock»: Jean Ray; relato y análisis.
Yo maté a Alfred Heavenrock (J'ai tué Alfred Heavenrock) es un relato de terror del escritor belga Jean Ray (1887-1964), publicado en la antología de 1961: Los veinticinco mejores relatos negros y fantásticos (Les 25 meilleures histoires noires et fantastiques).
Yo maté a Alfred Heavenrock, uno de los grandes cuentos de Jean Ray, narra la historia de David Heavenrock, un individuo sumamente extraño que para atraer la atención de la mujer que ama crea una especie de doble de sí mismo, de impostura, de doppelgänger, si se quiere.
En este sentido, Yo maté a Alfred Heavenrock de Jean Ray es un relato sobre el desdoblamiento psíquico, pero también físico, de sus dos protagonistas: David, objetivamente real, y Alfred, el otro yo, el doble, nacido del inconsciente del primero, es decir, de las regiones más oscuras de su propia Sombra, en términos de Carl Jung.
Yo maté a Alfred Heavenrock.
J'ai tué Alfred Heavenrock, Jean Ray (1887-1964)
Apoyé la bicicleta contra un poyo y desplegué el mapa que me habían entregado en la casa Calson, Mivvins y Mivvins. Era un mapa del condado de Kent y de una parte del de Surrey, pero la empleada que me lo dio afirmó que el de Kent se daba mejor. Había mentido, por supuesto, porque no he conocido jamás gentes menos dispuestas que los habitantes de Kent a comprar navajillas de afeitar de Sheffield, tubos de pasta de jabón, frascos de lociones; en fin, todo lo necesario para que una cara esté bien afeitada. El mapa era lo suficientemente detallado para dirigirme a St. Mary Cray, saliendo de Londres por Lewisham; pero, a partir de Orpington, presentaba vergonzosos errores y lagunas.
Así fue como busqué en vano Chelsfield, que la empleada había marcado con lápiz rojo para hacerme creer que era un buen sitio para vender. Afortunadamente, un ser hirsuto y flaco vino en mi ayuda. Surgió de una espesura, en donde seguramente acababa de echar un sueñecito provechoso, cubierto de ramitas y de arena rojiza.
—¿Puede usted darme fuego?— preguntó, tocándose los restos de un sombrero.
Tenía y se lo di.
—Es que tampoco tengo cigarrillos— añadió.
Le di el cigarrillo y el fuego y me echó una mirada de perro agradecido.
—¡Busca usted algo por aquí?— me preguntó entre dos bocanadas de humo.
—En efecto: Chelsfield.
—Le da usted la espalda, pero no lo sienta. Está lleno de cretinos… Esto es Ruggleton.
—¡Ruggleton? Ese pueblo no figura en el mapa.
—Ya no es necesario. La aviación alemana hizo todo lo preciso para que desapareciera. Usted ha apoyado su bicicleta contra los últimos vestigios de mi casa.
—¿Este poyo?
—Es la piedra angular de la chimenea del comedor. De cuando en cuando vengo a visitarle y a quitar las hojas secas de la tumba de Polly.
—¡Oh!.. ¿Su esposa?
—No, mi burro. Un animal muy inteligente. Aún me pregunto en que podía beneficiar su muerte a los boches. ¿Pensarían ganar la guerra con ello?
Y se dispuso a marcharse.
—Si ha venido aquí a vender algo, diríjase más bien hacia la parte de Elms. La gente es allí menos bestia que en Chelsfield— dijo.
—Por tanto, ¿todo esto es lo que queda de Ruggleton?— murmuré, acariciando el poyo.
—No todo en realidad. Está la casa de miss Florence Bee, que ha sido respetada milagrosamente. Pasará por delante de ella cuando vaya a Elms. Está casi enfrente del cementerio. La casa está por alquilar; pero ¿quién sería el loco que viniera aquí?
E hizo un gesto circular con la mano.
—Ruggleton…, Polly…, os digo adiós para siempre— dijo con énfasis.
—¿Para siempre?
—He conseguido trabajo en un buque de carga que va a las Caribes. Una vez allí, pienso dejar el trabajo de a bordo y buscar algo en tierra.
Sosteniendo la bicicleta con la mano, pasé por delante del cementerio, devastado por las bombas de los alemanes más concienzudamente que el Valle de los Reyes por el equipo de lord Carnarvon, y vi a miss Florence Bee apoyada contra la cerca de su jardín observando cómo me acercaba. Era una mujer que se aproximaba a la cuarentena, de rostro agradable, aunque un poco severo. Me vio echar una mirada sobre el cartel amarillo que estaba colocado sobre la cerca y sonrió.
—Si le ha enviado la agencia…— empezó.
Negué con la cabeza.
—Si fuese usted un caballero, intentaría venderle una libra de jabón de afeitar—dije, devolviéndole la sonrisa.
Las ocasiones de cambiar algunas palabras con sus semejantes debían de ser muy raras para miss Bee, porque ella emitió algunos lugares comunes sobre los tiempos tan malos que corrían y sobre la inseguridad en que se vivía, con la evidente intención de no volver demasiado pronto al silencio y a la soledad. Desde el momento en que entré al servicio de Calson, Mivvins y Mivvins, a comisión, eso ni que decir tiene, hasta el instante en que dejé al amo de Polly y que sonreí a miss Bee, no había tenido otras intenciones que vender navajas de afeitar y jabón a los habitantes del condado de Kent. Un instante más tarde empecé a elaborar un plan completamente diferente de los que debían proporcionarme el condumio cotidiano. Y fue en ese momento cuando nació Alfred Heavenrock. Eché una amplia mirada a mi alrededor y moví pensativamente la cabeza.
—Es extraño —dije a media voz—, realmente extraño.
Mientras decía esto, mis ojos iban del cartel anunciador al cementerio, sin detenerse en miss Bee.
—¿Extraño?— preguntó ella.
—Sí. Estaba pensando en lo que Alfred Heavenrock me decía el otro día. Alfred Heavenrock es primo mío, un hombre no como los demás, sobre todo en lo que concierne a sus ideas. Un bribón de la cabeza a los pies, a pesar de ser primo mío.
—Heavenrock —murmuró, pensativa, miss Bee—. El nombre no me es desconocido del todo.
Mentía, evidentemente, con la esperanza de prolongar aquella conversación inesperada.
—¡Bah! —continué—. No creo que hubiese un Heavenrock en Hastings ni más tarde en la Cámara de los Lores o en la de los Comunes. El único que tiene dinero es Alfred Heavenrock. Yo, yo me contenté con hacer la guerra.
Ella me miró con simpatía.
—¿Quiere usted sentarse, señor..?
—David Heavenrock. Los amigos me llamaban Dave, y si hablo de ellos en pasado es porque todos dejaron la piel sobre el suelo francés cazando alemanes.
Nos acomodamos en un banco del jardín.
—¿Por qué ha dicho usted «extraño» cuando miró al cartel anunciador y después al cementerio? Seguí la dirección de su mirada.
Imité el gesto del hombre que se siente sorprendido en el fondo íntimo de su pensamiento.
—¿De verdad se dio usted cuenta? —pregunté, ingenuo—. Pues bien…
Pasó un ángel. Fue un silencio lleno de espera para miss Bee y de confusión, perfectamente interpretada, para mí. Pero mi proyecto tomaba cuerpo…
—Pues bien —continué en un tono que ponía de manifiesto un verdadero aturdimiento—: el otro día Alfred me dijo: «Oye, David (nunca me llama Dave), oye: ya estoy harto de Londres, de las grandes ciudades y de los viajes.» «Prueba Bath, Margate o Sorlingues», le aconsejé. Gruñó. «Cierra tu folleto de propaganda. Sin duda esperas sacar de ello una comisión, pero conmigo no la conseguirás. Lo que yo quiero es una casa en un desierto y cerca de un cementerio que no reciba ya ni muertos ni visitas.» Eso es lo que me dijo.
Miss Bee abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Es posible? ¡Dios mío!— exclamó.
—Alfred no es un tipo como los demás —repetí—, y no es que pretenda que esté loco, porque no hay nadie más astuto que él para redondear su dinero, pero es un poco, ejem, maniático.
—¿Hasta qué punto?
—Digamos que su manía es mover el velador y leer obras de espiritismo. No jura más que por el doctor Dee, una especie de brujo del tiempo de la reina Isabel, que se ocupaba en hacer salir a los muertos de sus sepulturas.
—¡Qué horror!— exclamó miss Florence, cuyos ojos brillaban de alegría y de esperanza, ansiosa de oír más.
Pero me guardé muy bien de ampliar mi información.
—Esas tonterías me revuelven el estómago —continué—, pero me veo obligado a escucharlas porque de cuando en cuando Alfred me ayuda algo, muy poco, debo confesarlo. Sin embargo, tal vez le haga un servicio hablándole de su casa que se alquila, precisamente.
Me levanté para marcharme, aunque mi proyecto exigía una entrevista mucho más larga.
—Permítame que le ofrezca un vaso de vino— propuso miss Bee tras un momento de vacilación.
Hice un ademán cortés de rehusar su ofrecimiento.
—Jamás bebo vino ni licores.
Me echó una mirada llena de admiración.
—En ese caso, no me rechazará una taza de té. Es muy bueno. Es de Lyon, de antes de la guerra.
Acepté, no sin haber vacilado visiblemente a mi vez. Me hizo entrar en un salón de aspecto agradable y hasta rico, porque desde la entrada reparé en dos telas de Histler y en una fastuosa colección de objetos de plata, pero no manifesté asombro alguno. El té era excelente, así como los cigarrillos: muratti.
—Hábleme de su primo —me pidió miss Bee—, puesto que puede llegar a convertirse en inquilino mío.
—¡Oh! —exclamé—. No le he prometido a usted nada. En verdad, Alfred no es un tipo vulgar, y aunque es supersticioso como el diablo, no espere que le sacará gran cantidad de dinero. Cuando se trata de dinero, se vuelve frío y exacto como una máquina eléctrica de calcular.
—No tengo esa intención —protestó la mujer—. Me sentiré contenta con alquilar esta casa completamente amueblada por un precio razonable, a fin de poder evadirme para siempre de estos lugares malditos. Cuento con retirarme a Doncaster, en donde poseo una propiedad.
—¡Qué feliz es usted al poder decir eso!— murmuré.
Las mujeres han afirmado frecuentemente que mi boca es agradable de mirar cuando, por una rápida bajada de sus comisuras, expresa amargura. Creo que no están equivocadas. Esbocé, pues, una ligera mueca de esta clase y miss Florence la apercibió.
—No se ponga triste, señor… Dave —balbució—. La propiedad de Doncaster no puede causar la dicha de nadie.
—Una bala bien disparada, digamos en pleno corazón, hubiera hecho la mía —dije, componiéndome una cara triste—; una bala como la que recibió Percy Woodside en Octeville, y Bram Stone un poco más lejos.
Ni Percy Woodside ni Bram Stone había existido jamás, y ni por la casualidad mayor hubiera podido alcanzarme jamás una bala, ya que hice el servicio militar muy a retaguardia, como ayudante de farmacia.
—No sea amargo, Dave— suplicó.
Su mano se había posado sobre la mía.
—Todo el mundo tiene preocupaciones… A propósito: ¿es usted casado?
Me encogí de hombros.
—A Dios gracias, no. No hubiera podido ofrecer a mi mujer más que amor y agua clara, lo cual, según el proverbio, nutren muy mal a todo el mundo.
Esta vez no mentía. La vi sonreír. Era muy agradable de ver, y mis miradas se posaban con placer en su boca un poco grande, sus dientes deslumbradores y sus ojos oscuros. Al mismo tiempo admiré el espléndido camafeo que llevaba prendido en el pecho y que valoré en unas cien libras.
—Hábleme de su primo— repitió, lamentando visiblemente tener que dar otro giro a la conversación.
—Puedo describírselo: se cree guapo, pero es deplorablemente feo, con su bigotillo retorcido, sus espesas cejas rojizas y sus horribles gafas oscuras. Está echando barriga. (No puedo sufrir a los hombres gordos). Siempre tiene las manos sucias, como si acabase de rebuscar en el fondo de una buhardilla, y, y ¡bebe!
—Y usted —dijo miss Florence sonriendo—, usted es sobrio, lo cual explica su repugnancia, aunque en eso demuestra usted un poco de falta de caridad.
—Si bebiese whisky o ginebra, como todo el mundo, podría pasar; pero no sale jamás sin una botella plana completamente llena de kirschwasser. ¡Qué horror! Y si acabara ahí… Pero considera una injuria si se niega uno a saborearlo, porque es lo único que gusta compartir con su prójimo. ¡Lo que me ha hecho sufrir imponiéndome por la fuerza ese atroz brebaje!
Miss Florence se echó a reír.
—¡Exagera usted! Yo misma no retrocedo ante un vasito de kirsch fresco y perfumado.
Fruncí las cejas y adquirí aspecto descontentadizo.
—No se haga el malo —dijo ella amablemente—.No hay que juzgar demasiado severamente a los demás. Hay que saber perdonar sus pequeñas faltas. ¿Acaso no tiene usted algunas?
Fijé mis ojos en los suyos.
—Sí, y no sólo pequeñas, sino grandes. Y no son faltas, sino defectos. Primero, quiero que se respete a los muertos y que no se les moleste en su divino reposo por medio de prácticas de brujerías.
—Pero eso no es un defecto…— exclamó mi nueva amiga.
—Conforme, a condición de no conducirse como un borracho indecoroso cuando se vulnera lo que yo considero como ley sagrada.
—¿Sería usted… un poco… violento?
—Lo soy. Más de una vez he descargado mi puño en las narices de Alfred por este motivo. Escuche: yo soy de los que defienden a sus amigos. Los míos están muertos…, ¡y muertos continúo defendiéndolos!
Vi que sus labios temblaban.
—¡Dios mío! —exclamó ella lentamente—. Dave, usted es un verdadero hombre.
Me levanté del sillón y esperé, para estrecharle la mano, a que ella me alargase la suya.
—Adiós, miss Bee —dije—. Hablaré a Alfred. Pero recuerde que no tengo ninguna influencia sobre él.
—¿Por qué me dice usted adiós?
Bajé los ojos. Mi boca esbozó su rápido y amargo rictus.
—Porque…, y, además, no lo sé. ¡Adiós!
Me alejé a largos pasos, sin volverme. Luego monté en mi bicicleta. Mientras marchaba no aparté mis ojos del espejo retrovisor. Miss Florence Bee, inmóvil contra la cerca, con la mano apoyada en el corazón, me seguía con la mirada. Necesité varios días para poner mi plan a punto y encontrar cinco o seis libras. La bicicleta pertenecía a Colson, Mivvins y Mivvins; pero vendí mi tomo de Shakespeare, una edición muy bonita que lamentaré toda mi vida. Me gasté dos chelines apostando sobre Halifax, que corría en las carreras de Norwood. El diablo tenía que estar a mi lado, porque el caballo me hizo ganar diez libras. Tuve algunas dificultades en encontrar una botella de Kirschwasser; menos, en procurarme ácido prúsico, porque ya he dicho, creo, que durante la guerra había sido farmacéutico.
Un tinte capilar, que volviese mi cabellera pelirroja y que, en un dos por tres, recuperase su verdadero color, fue más difícil de encontrar. Pero lo logré. Bigotes postizos, un traje bastante decente, aunque algo llamativo; gafas de cristales ahumados; todo eso lo conseguí en pocas horas. En el colegio había interpretado algunos papeles en las comedias de salón y todo el mundo me predestinaba que yo acabaría siendo actor. La vida se complace en desmentir a los profetas. Desde aquella época lejana he hecho cientos de trabajos, excepto el de actor. Lo que no impidió que el espejo me devolviese la imagen de un Alfred Heavenrock perfecto. Mis cálculos no concedían a este recién nacido de bigotes y gafas más que veinticuatro horas de existencia apenas.
—Míster Alfred Heavenrock —dijo miss Florence Bee—, le he reconocido inmediatamente; tanta exactitud empleó su primo al describirle.
—Entonces, ha debido de parlotear bien a cuenta mía —respondí con espantosa voz de carraca—, porque no lo haría de otra forma.
—No dijo nada de particular— respondió miss Bee.
—Vamos, vamos, conozco bien a David. Es un ser envidioso porque no triunfó en la vida. Pretende que no existe nada por encima de la estricta honradez. ¡Qué imbécil!, ¿verdad?
—No lo considero así— dijo miss Florence, mordiéndose los labios.
—Ta, ta, ta, es un animal. No vacila en emplear sus puños hasta cuando no se le ataca directamente. Es cierto que eso le sirvió de mucho durante la guerra. Es valiente, debo admitirlo, aunque yo no sea de los que admiren esa virtud militar. ¿Cómo lo encuentra usted? Muy bien de aspecto, ¿verdad?
—En realidad, no está mal— respondió con franqueza miss Bee.
—¿Ve? Todas las mujeres están de acuerdo para decir lo mismo. ¿Cree usted que saca algún provecho de eso, como podría hacerlo si quisiera? En absoluto. ¡Ese asno es un virtuoso!
—¿Quiere usted ver la casa?— le preguntó miss Bee con voz helada.
—A eso he venido, y también —añadí, riendo groseramente— para ver si era usted tan bonita como él dijo.
—¿Cómo? ¿Él dijo que?
—Lo dijo, sí; pero no espere nada de ese dechado de virtud.
Miss Bee se irguió, con las mejillas encendidas.
—Dejemos eso, míster Alfred Heavenrock —dijo, recalcando con fuerza el nombre—, y sírvase seguirme.
La casa era muy bonita, cómodamente amueblada y muy bien cuidada.
—¿Le cuestan muy caros los criados?— pregunté.
—Hace meses que carezco de ellos. El lugar es muy solitario; pero no lo siento. Claro que, a veces, el cuidado de esta casa se hace demasiado pesado para mí sola.
Hice una mueca de disgusto.
—Seguramente encontrará usted personal en Elms— dijo, muy de prisa.
—O en Londres, no se preocupe —respondí—. En el fondo, esta gran soledad es lo que me agrada.
Me volví hacia la ventana y me quedé contemplando el cementerio. De cuando en cuando, como perdido en mis pensamientos, murmuraba:
—¡Oh, sí!.. Está bien eso… Eso podría convenirme…
Me volví a miss Florence y mi voz se hizo más agria, más apagada que nunca.
—Escuche, pequeña mía…
Noté cómo reprimía un sobresalto de indignación.
—…soy hombre franco como el oro —continué—, lo cual no quiere decir que lo tire por la puerta o por las ventanas. Su casa me gusta lo suficiente para alquilarla. Pero no vaya a pedirme un precio exorbitante, porque, entonces, no hay nada que hacer.
—¿Cien libras al año? —dijo—. Y un alquiler por tres años.
—Corre demasiado —respondí—. La mitad, no digo que no.
—No discutamos —dijo con desgana—. El precio es razonable…
—Pongamos sesenta libras y pago al contado.
Saqué un fajo de billetes. Eran billetes falsos, adquiridos por tres chelines y el ciento. Quedamos de acuerdo en sesenta libras y no oculté mi alegría.
—Extienda el recibo, querida mía. Acaba usted de hacer un negocio fabuloso, y yo, yo no me quejo, aunque, según mi opinión, sea un poco caro. ¿Quiere que lo celebremos con una copa?
—No tengo vino para ofrecerle— dijo fríamente.
—Yo tengo el que me hace falta— dije, sacando del bolsillo mi frasco achatado y cogiendo dos copas del aparador.
La suerte estaba echada. Miss Florence iba a morir. El licor, del que iba a entregarle una copa, la mataría dentro de unos cuantos segundos. Yo ya había reparado en la caja de caudales que no tenía ni un disco cifrado: su bolso de mano, entreabierto sobre un velador, y que estaba repleto de billetes de banco y de algunas alhajas de valor. Hecho eso, Alfred desaparecía y volvería David. Pero he aquí que, de repente, abandoné este plan e inmediatamente concebí otro, hacia el cual no se alargaba la sombra de la horca. Me es imposible determinar el tiempo que esto me llevó. Yo creo que la cuestión tiempo no estuvo en juego; tan inmediato, tan espontáneo fue, pero ¡cuán grandioso! Volví a dejar las copas sobre el aparador y me guardé el frasquito.
—Dígame, pequeña —murmuré—, ¿sabe usted que David es menos tonto de lo que yo creía?
Miss Florence dejó la pluma, porque se disponía a escribir, y me miró interrogativamente.
—Bonita, ya lo creo que lo es usted, ¡caramba!, y si no me he dado cuenta hasta ahora, es que no pensaba más que en nuestro negocio y los negocios son antes que todo, ¿verdad, bonita mía?
—¿Entonces?
—¿Sabe usted que ese imbécil de David no quiere volver a verla jamás?
La pluma se escapó de la mano de miss Bee y echó un borrón sobre el recibo aún en blanco.
—Porque está enamorado de usted. ¡Fue un flechazo! Me dijo… (déjeme que me ría) que jamás podría amar a otra mujer que no fuera usted. Sí, sí, sí. Dijo eso, el triple idiota.
Vi cómo se pasaba la mano por la frente y se estremecía todo su ser.
—¡El estúpido! —grité yo con todas mis fuerzas—. Si yo hubiese estado en su lugar, ¿sabe usted lo que yo hubiera hecho?
Miss Florence no dijo una palabra, no hizo un gesto; pero creí ver deslizarse una lágrima por su mejilla.
—¡Esto es lo que yo hubiera hecho!
Me acerqué a ella y le planté bruscamente los labios en el cuello. ¡Ah, amigos míos! ¡Qué tigresa! Dio un salto, su silla se cayó con ruido, algo se rompió sobre la mesa, creo que fue el tintero, y recibí la bofetada más formidable que jamás deshonró la mejilla de un hombre.
—¡Salga de aquí! —aulló—. ¡Y no vuelva a poner jamás los pies en esta casa!
—¿Y… el alquiler?— balbucí.
—Haré de mi casa un asilo para perros errantes antes que alquilarla a un sinvergüenza de su especie. ¡Salga le digo, Alfred Heavenrock!
¡Con qué dureza fue lanzado este «Alfred» y con cuánto desprecio! Deslicé mi frasco de kirsch en el bolsillo y me retiré. Una vez en el jardín, me volví y lancé a miss Bee el más innoble de los insultos que un hombre puede arrojar a la cara de una mujer. Alfred Heavenrock desapareció aquel mismo día con su bigote postizo, su tinte rojo, sus gafas, su frasco de kirsch sus billetes falsos, y David Heavenrock recuperó su lugar en la vida. Dos días después yo llamaba a la puerta de miss Bee, y por un instante creí que iba a ponerse enferma. Cerré precipitadamente la puerta detrás de mí.
—No creo que nadie me haya visto —murmuré—. He tomado senderos apartados.
—¿Por qué? —preguntó la mujer—. Usted puede venir aquí sin ocultarse de nadie.
—No— dije con voz sorda.
Sólo entonces ella se dio cuenta de mi aspecto descompuesto, mis ojos huidizos y mis manos temblorosas.
—Quería verla por última vez, Florence— balbucí.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado, Dave?
—Ha pasado que… Pero no, permítame que le haga una pregunta, una sola, mas será terrible.
—No podría hacerme semejante pregunta. Le conozco demasiado bien— exclamó ella, cogiéndome una mano.
—Lo será, sin embargo.
—Entonces, ¡hágala!
Me puse a hablar en voz muy baja.
—Alfred me dijo que…, que usted… ¡Dios mío, las frases se niegan a salir de mi boca!.. ¡No, no puedo preguntárselo!
—Insisto— dijo, y sus labios estaban muy cerca de los míos.
—Que él le hizo la corte, que usted no le negó nada, que… ¡Oh, no!..
De repente, sentí sus labios sobre los míos.
—Ha mentido. ¡Es el más bajo de los hombres!.. ¿Me cree usted, Dave?
Me separé de ella y me cogí la cabeza entre las manos.
—La creo ahora, pero… Perdóneme, le creí a él, y…
—¿Y qué?
Me erguí, feroz.
—Perdí la cabeza, lo vi todo rojo, cogí algo que estaba sobre la mesa, algo pesado, y golpeé.
—Y golpeó— repitió ella como un eco.
—Cayó… No se movió más.
—No… se… movió… más— repitió ella lentamente.
—Muerto.
Hubo un silencio, muy largo, casi terrible. Luego ella sollozó y se apretó contra mi pecho.
—Mi amado, mi hombre… Tú has hecho eso… ¡por mí!
La rechacé suavemente.
—Tengo que marcharme. No lo lamente, Florence, puesto que yo mismo no lo siento. ¡Que se cumpla mi destino!.. ¡Adiós!
—¡No!
Y echó el cerrojo. No me hizo más que una sola pregunta sobre «mi crimen» y sólo una vez:
—¿El cadáver?
—En el río —murmuré—. Es espantoso, ¿verdad?
—Es perfecto.
Yo esperaba que miss Bee me ofreciera dinero suficiente para atravesar el mar y rehacer mi existencia. No ocurrió nada de eso. Abandonamos Ruggleton algunos días más tarde. Nos dirigimos a Doncaster, y tres semanas después estábamos casados. Ningún matrimonio fue jamás más perfecto, más feliz. Mi mujer era muy rica y me prohibió que buscase una ocupación. Un año más tarde nacía nuestro hijo: un varón. Tenía Lionel veinte meses cuando Florence regresó un día del paseo, descompuesta y temblorosa.
—Dave, ¿estás completamente seguro de que Alfred está muerto?— me preguntó.
La miré con estupor.
—Claro que sí, querida. ¿Por qué esa pregunta?
—¡Porque le he visto!
—¡Imposible!
—Sin embargo, así es. Paseaba a lo largo de la tapia del cementerio, cuando la verja se abrió y él se encontró delante de mí. Era él, no había duda, con sus cabellos rojos, su espantoso bigotito, sus manos sucias de tierra, sus gafas ahumadas.
—Un parecido— balbucí.
—No, ¡oh!, no. Se reía burlón y, de repente, con su horrible voz de falsete, me lanzó el insulto, el espantoso insulto que fue la última palabra que me dirigió.
Creo que todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y, de pronto, supe lo que era el espanto. Algunos días más tarde, Florence, sentada en la ventana, lanzó un grito de terror:
—¡Ahí va!
La tarde caía, una chotacabras gritaba en la sombra que empezaba a extenderse. Pegué la frente contra el cristal. A lo lejos, una figura que la noche hacía indefinida se perdía en la bruma: ¡Alfred Heavenrock! Pero el crepúsculo y la niebla se prestan corrientemente a la fantasmagoría.
«Mi querido Dave: No puedo más. Ha vuelto. Me habla. Exige. Amenaza. Tengo que ceder por ti, amado mío, por nuestro Lionel. Me marcho con él. No creo que vuelva a verte jamás. ¡Que Dios tenga piedad de mí!
Tu desgraciada. Florence.
Hace hoy tres años que recibí esta carta. La leo todos los días. Florencia no volvió. No volverá jamás. Lo presiento, lo sé. No se tienta impunemente a las fuerzas del infierno. Lionel ha crecido. Es pelirrojo como un fuego; su voz es agria y crepitante. Se pasan grandes apuros para lavarle. Siempre tiene las manos sucias. Es malo y le gusta extraordinariamente el dinero. Su mayor placer son los chelines nuevos y brillantes. En sus paseos siempre lleva a la criada hacia el cementerio.
—¿Qué hay debajo de esas losas?— pregunta.
—Pues… muertos.
—Quiero hacerlos salir— berrea.
El otro día, en casa de los vecinos, servían licores. Lionel paseó la mirada sobre las botellas y se puso de repente a gritar:
—¡Quiero de ese!.. ¡Quiero de ese!..
Y con un dedo ávido señaló un frasco de kirschwasser. Sus amiguitos le llaman Freddy. ¿Por qué?
…¡Oh mi querido Shakespeare, cómo te echo de menos! ¡Cómo tus frases, profundas y sombrías, cantan en mi espantada memoria:
«Hay en el cielo y en la tierra más cosas, Horacio, en las que no pueden ni soñar los filósofos…»
Jean Ray (1887-1964)
Relatos góticos. I Relatos de Jean Ray.
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El análisis y resumen del cuento de Jean Ray: Yo maté a Alfred Heavenrock (J'ai tué Alfred Heavenrock), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
Pedazo de blog!!!!, cada dia me impresiona mas, de lo mejor, ehorabuena.
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