Sir Edmund Orme: Segunda parte

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Sir Edmund Orme.
Segunda parte.

Yo era consciente de que me había puesto muy rojo. Sir Edmund Orme nunca enrojecía y yo estaba seguro de que ninguna turbación podía afectarle. Había conocido a personas así, pero nunca a alguien con una indiferencia tan total.

-No seas impertinente y diles a todos que ahora voy a reunirme con ellos -dijo la señora Marden con gran dignidad, pero con un temblor de voz que capté.
-Y usted... ¿va a venir? -preguntó la joven volviéndose.

Yo no respondí, acogiéndome a la vaga sensación de que la pregunta iba dirigida a su acompañante. Pero él estaba más silencioso que yo, y cuando Charlotte llegó a la puerta de la terraza -ya que iba a salir por allí-, se detuvo, con la mano en el picaporte, y me miró repitiendo la pregunta. Asentí y me precipité hacia ella para abrirle la puerta, y mientras salía me dijo burlonamente:
-Está usted ido; no tendrá mi mano.

Cerré la puerta y me volví, comprobando entonces que Sir Edmund Orme, mientras yo le daba la espalda, se había retirado. La señora Marden seguía allí, de pie, y nos miramos largamente el uno al otro. Sólo entonces, mientras la muchacha se alejaba con ágiles pasos, comprendí que su hija no se había dado cuenta de nada de lo que había ocurrido. Por extraño que parezca, fue eso lo que me sobresaltó violentamente, y no el que yo hubiera visto a nuestro visitante, cosa que me parecía lo más natural del mundo. Aquello me hizo evocar vívidamente que ella tampoco había advertido su presencia en la iglesia, y los dos hechos juntos -ahora que ya habían pasado- hicieron que mi corazón latiera con violencia. Me sequé el sudor de la frente y la señora Marden dejó escapar un leve gemido quejumbroso:

-Ahora ya conoce usted mi vida... ahora ya conoce usted mi vida.
-Pero, en nombre del Cielo, ¿qué es?
-Un hombre a quien hice daño.
-¿Cómo ocurrió eso?
-¡Oh, fue algo horrible! Hace ya mucho tiempo.
-¿Mucho tiempo? Pero si es muy joven.
-¡Joven! ¿Joven? -exclamó la señora Marden-. Nació antes que yo.
-Pero entonces ¿cómo puede tener este aspecto?
Se me acercó, puso la mano sobre mi brazo y en su rostro vi una expresión que me sobrecogió.
-Pero ¿no lo entiende usted? ¿no lo siente? -me dijo con gran vehemencia.
-¡Lo que siento es una sensación muy extraña! -dije riendo, pero comprendí que en mi voz había algo que me traicionaba.
-¡Está muerto! -dijo la señora Marden, con la cara muy pálida.
-¿Muerto? -exclamé jadeando-. Entonces ese caballero era.... -no pude pronunciar ni una palabra más.
-Llámele como prefiera... hay muchísimos nombres vulgares. Es una presencia perfecta.
-¡Una presencia espléndida! -exclamé-. ¡La casa está encantada, encantada! -me exaltaba articulando esta palabra, como si resumiese todo lo que yo siempre había soñado.
-No es la casa, no, por desgracia -contestó ella, en seguida-. La casa no tiene nada que ver.
-Entonces es usted, mi querida señora -dije como si esta alternativa fuese aún mejor.
-No, tampoco yo. Ojalá fuese yo.
-Tal vez se trate de mí -sugerí con una débil sonrisa.
-Se trata de mi hija... mi inocente, sí, mi inocente hija.

Y al decir eso la señora Marden se derrumbó. Se dejó caer en un sillón y prorrumpió en lágrimas. Balbuceé una pregunta, le dirigí ruegos desconcertados, pero ella se negó a responder de un modo inesperado y tenso. Yo insistí: ¿no podía ayudarla, no podía intervenir de alguna manera?
-Usted ya ha intervenido -dijo entre sollozos-. Ya está dentro, ya está dentro.
-Pues me alegra mucho intervenir en algo tan extraordinario -afirmé audazmente.
-Le guste o no le guste, no tiene elección.
-No quiero quedarme al margen... es demasiado interesante.
-Me alegra saber que se lo toma así -se había apartado de mí, apresurándose a enjugarse los ojos-. Y ahora váyase.
-Pero quiero saber más.
-Ya verá todo lo que quiera. ¡Váyase!
-Pero es que quiero entender lo que veo.
-¿Cómo va usted a entenderlo... si yo misma no lo entiendo? -exclamó con aire desesperado.
-Lo intentaremos juntos... y lo aclararemos.
Se levantó haciendo todo lo posible para borrar el rastro de sus lágrimas.
-Sí; será mejor que nos unamos... por eso me gustó usted.
-¡Oh, lo pondremos en claro! -le dije.
-Entonces debe usted aprender a dominarse mejor.
-Se lo prometo, se lo prometo... lo conseguiré con la práctica.
-Ya se acostumbrará -dijo mi amiga en un tono que nunca olvidaré-. Ahora vaya a reunirse con los demás; yo iré en seguida.

Salí a la terraza pensando que tenía un papel en aquella historia. No temía en absoluto otro encuentro con la «presencia perfecta», como ella le había llamado, en conjunto más bien notaba un sentimiento de placer. Deseaba que volviera a repetirse mi buena suerte. Me sentía muy bien dispuesto a acoger las nuevas impresiones. Di la vuelta a la casa tan aprisa como si esperase sorprender a Sir Edmund Orme. Aquella vez no le sorprendí, pero el día no iba a terminar sin que tuviese que reconocer que, como había dicho la señora Marden, le vería tantas veces como yo quisiera. Hicimos, o, mejor dicho, la mayor parte de nosotros hizo, el paseo colectivo y sociable que en las casas de campo inglesas es -o era en aquellos tiempos- el pasatiempo obligado de las tardes de domingo. Teníamos que ajustar nuestro paso a las posibilidades de las señoras; además las tardes eran cortas y a las cinco ya estábamos reponiendo fuerzas al lado del fuego en el salón grande, con una vaga aprensión, al menos por mi parte, de que hubiéramos podido hacer algo más para merecer nuestro té. La señora Marden había dicho que iría con nosotros, pero no había comparecido; su hija, que la había visto antes de que saliéramos, se había limitado a darnos por toda explicación que estaba cansada. Siguió sin dejarse ver durante toda la tarde, pero concedí poca importancia a este detalle, como tampoco se la di al hecho de no haber podido estar con Charlotte, ni siquiera durante cinco minutos, en el curso de todo nuestro paseo. Estaba demasiado absorto con otra cuestión para que aquello me preocupara; sentía bajo mis pies el umbral de una puerta extraña, en mi vida, que de pronto se había abierto y de la que salía un aire tan sutil como nunca lo había respirado y de un sabor más fuerte que el vino.

Había oído hablar muchas veces de apariciones, pero era muy distinto haber visto una, y saber que había muchas probabilidades de verla habitualmente, por así decirlo, de nuevo. La estaba acechando como un piloto el resplandor de una luz giratoria, preparándome para generalizar acerca de este terrorífico tema, y a decir al primero que se presentase que los fantasmas eran mucho menos inquietantes y mucho más divertidos de lo que suele suponerse. Sin duda alguna estaba muy excitado. No acertaba a comprender la causa del privilegio que se me había conferido, la excepción en el sentido de un ensanchamiento místico de visión hecha en mi favor. Al mismo tiempo creo que comprendí la ausencia de la señora Marden, que venía a ser, pensé, como una glosa a lo que me había dicho: «Ahora ya conoce usted mi vida». Probablemente había tenido que sufrir a nuestro fantasma durante años, y al carecer de mi firmeza, aquello había sido demasiado para ella. Sus nervios no lo habían soportado, aunque aún había sido capaz de afirmar que, en cierto modo, uno se acostumbraba. Ella se había acostumbrado a darse por vencida.

El té de la tarde, cuando se hacía la oscuridad muy pronto, era una hora deliciosa en Tranton; el resplandor de las llamas danzaba por el amplio salón blanco del siglo pasado; las afinidades casi se confesaban por sí mismas, todo el mundo se demoraba, antes de vestirse para la cena, en hondos sofás, todavía con las botas enfangadas, para cambiar unas últimas palabras después de los paseos; e incluso si alguien se absorbía solitariamente en el tercer volumen de una novela que algún otro estaba deseando leer, la cosa podía pasar como una muestra de afabilidad. Estuve esperando el momento oportuno y abordé a Charlotte cuando vi que estaba a punto de retirarse. Las señoras ya habían salido del salón una a una, y después de haberme dirigido especialmente a ella, los tres hombres que aún quedaban cerca se fueron dispersando poco a poco. Sostuvimos una breve charla muy descosida -ella tal vez estaba muy inquieta, y bien sabe Dios que yo sí lo estaba- y después me dijo que tenía que irse porque no quería llegar tarde a la cena. Le demostré que aún faltaba mucho tiempo y ella objetó que de todos modos quería subir a ver a su madre, ya que temía que se encontrara indispuesta.

-Al contrario, yo le aseguro que se encuentra mejor de lo que se ha encontrado en mucho tiempo -dije-. Ha comprendido que puede confiar en mí y esto le ha hecho mucho bien.

La señorita Marden se había vuelto a dejar caer en su sillón, yo seguía de pie ante ella, y la joven levantaba los ojos hacia mí, sin sonreír, con una oscura congoja en su hermosa mirada; no exactamente como si yo la estuviera hiriendo, sino como si ya no estuviera dispuesta a seguir tratando lo que había ocurrido como una broma -fuera lo que fuese no era nada que se prestase a una solemnidad excesiva- entre su madre y yo. Pero yo podía responder a sus interrogantes con toda afabilidad y franqueza, ya que en el fondo era consciente de que la pobre señora había descargado una parte de su carga sobre mí y que se sentía relativamente aliviada y tranquilizada.

-Estoy seguro de que ha dormido toda la tarde como hacía años que no dormía -seguí diciendo-. No tiene más que preguntárselo.
Charlotte volvió a levantarse.
-Se las da usted de muy útil.
-Todavía dispone de más de un cuarto de hora -dije-. ¿No tengo derecho a charlar con usted de esta manera, a solas, cuando su madre me ha concedido su mano?
-¿Y ha sido la madre de usted la que me ha concedido su mano? Se lo agradezco mucho, pero no la quiero.
Opino que nuestras manos no pertenecen a nuestras madres... ¡yo diría que son bien nuestras! -terminó riendo la joven.
-¡Siéntese, siéntese y déjeme hablarle! -le rogué.

Yo seguía de pie, insistiendo, con la esperanza de que accediese a lo que le pedía. Ella miraba a su alrededor, dirigiendo vagamente sus ojos en una u otra dirección, como bajo los efectos de una coacción que le resultase ligeramente penosa. El salón desierto estaba silencioso... oíamos el sonoro tictac del gran reloj. Entonces lentamente se sentó y yo acerqué una silla. Quedé ahora frente a la chimenea y al hacer este movimiento descubrí con estupor que no estábamos solos. Al cabo de un instante, aunque ello sea tan extraño que no acierto a explicármelo, mi turbación en vez de ir en aumento desapareció, ya que la persona que estaba ante la chimenea era Sir Edmund Orme. Estaba allí igual que le había visto en la sala india, mirándome con una fijeza inexpresiva que debía su gravedad a su sombría elegancia. Ahora sabía mucho más de él y tuve que reprimir un ademán de reconocimiento, algo que atestiguase su presencia. Una vez estuve seguro de ella y de que se prolongaba, la sensación de que Charlotte y yo no estábamos solos me abandonó; por el contrario, la sensación que tuve fue la de que aquello nos unía más. Ella no era sensible a ninguna influencia de nuestro compañero, e hice un esfuerzo muy grande, que puedo considerar como casi fructífero, para ocultarle que mi capacidad sensitiva era distinta a la suya y que mis nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un arpa. Digo «casi fructífero» porque ella me miró un momento mientras las palabras no acababan de salir de mis labios- de una manera que me hizo temer que iba a volver a decirme, como me había dicho en la sala india:

«Pero, ¿qué es lo que le pasa?»
Lo que me pasaba me apresuré a decírselo, porque cuando lo comprendí plenamente me avasalló junto con la conmovedora visión de la inconsciencia de ella. La joven resultaba conmovedora en presencia de aquel extraordinario augurio. Si auguraba peligro o desdicha, felicidad o castigo, eso era secundario; lo único que yo veía, mientras la tenía sentada enfrente, era que, inocente y encantadora, estaba al borde de algo horroroso, seguramente así lo hubiera llamado, que en aquel momento permanecía oculto para ella, pero que podía mostrársele de un momento a otro. Descubrí que a mí no me preocupaba... o que al menos era una preocupación soportable; pero era muy posible que sí le afectase a ella, y si todo aquello era curioso e interesante, podía convertirse fácilmente en aterrador. Si no me preocupaba por mí mismo más tarde comprendí que era sobre todo porque estaba absorto con la idea de protegerla. De pronto, al pensar en ello, mi corazón empezó a palpitar con fuerza; decidí hacer todo lo que pudiera para conseguir que sus sentidos no se abriesen.

Quizá me hubiera sido difícil orientarme en cuanto a mi proceder si, a medida que pasaban los minutos, no me hubiera ido haciendo cada vez más consciente de que la quería. La única manera de salvarla era quererla, y la mejor manera de quererla era decírselo inmediatamente. Sir Edmund Orme no me lo impidió y al cabo de un momento nos volvió la espalda y se quedó contemplando discretamente el fuego de la chimenea. Al cabo de unos instantes apoyó la cabeza sobre un brazo contra el delantero de la chimenea, en una postura de progresivo abatimiento, como un espíritu más apesadumbrado que discreto. Charlotte Marden se levantó bruscamente cuando empezó a oírme, se puso en pie rápidamente como para huir de mis palabras; pero no se consideró ofendida; el sentimiento que yo estaba expresando era demasiado sincero. Se limitó a pasear de un lado a otro de la estancia con un murmullo de desaprobación, y yo estaba tan ocupado en tratar de ganar terreno, por pequeño que fuese, que no reparé en la manera como Sir Edmund Orme desaparecía. Pero de pronto descubrí que su lugar estaba vacío. Aquello no cambió nada pues no me había molestado en lo más mínimo; sólo recuerdo que me impresionó súbitamente, como algo inexorable, el lento y triste saludo con la cabeza que me dirigió Charlotte.

-No pido que me dé una respuesta ahora mismo -le dije-; sólo quisiera poder estar seguro... de que usted sabe la suma importancia de lo que acabo de decirle.
-¡Oh, no pienso darle una respuesta ni ahora ni nunca! -replicó-. Odio esta conversación; se lo ruego... ¿sería posible que me quedara sola?
Pero luego, como para mí hubiera podido sonar un poco duro este irreprimible grito, tan sincero, de la beldad asediada, añadió, con una rápida y vaga amabilidad, en el momento de abandonar el salón:
-Gracias, gracias... se lo agradezco muchísimo.

En la cena fui lo suficientemente generoso como para alegrarme por ella de que, al sentarse en el mismo lado de la mesa que yo, no pudiera verme. Su madre estaba casi enfrente de mí y muy poco después de que nos sentáramos la señora Marden me dirigió una larga y penetrante mirada que expresaba en un grado máximo nuestra extraña comunión. Desde luego significaba «me lo ha contado», pero también significaba otras cosas. En cualquier caso, sé bien que mi muda respuesta quería decir: «¡He vuelto a verle, he vuelto a verle!». Todo ello no impidió que la señora Marden tratara a sus vecinos de mesa con su habitual y escrupulosa amabilidad. Después de cenar, cuando los hombres se reunieron con las mujeres en el salón, y yo me dirigí directamente a ella para decirle lo mucho que deseaba, me dijo al momento en voz baja, fijando la vista en su abanico que abría y cerraba sin cesar:

-Está aquí... está aquí.
-¿Aquí? -miré a mi alrededor, pero sin verle.
-Mire donde está ella -dijo la señora Marden, con un levísimo matiz de acritud.

En realidad Charlotte no estaba en el salón principal, sino en otro más pequeño que había al lado y al que se llamaba la sala de la mañana. Di unos pasos y vi por una puerta abierta que estaba de pie en medio de la sala, conversando con tres caballeros que casi puede decirse que me volvían la espalda. Por un momento mi búsqueda pareció infructuosa; luego comprendí que uno de los caballeros -el de en medio- no podía ser más que Sir Edmund Orme. Esta vez me pareció asombroso que los demás no le vieran. Charlotte parecía estar mirándole cara a cara y dirigirse a él. Sin embargo, al cabo de un momento me vio e inmediatamente abandonó el grupo. Volví al lado de su madre con el creciente temor de que la joven pudiera creer que la estaba vigilando, lo cual hubiese sido injusto. La señora Marden había encontrado un pequeño sofá un poco apartado y me senté junto a ella. Tenía tantas ganas de hacerle varias preguntas que hubiera deseado que nos encontrásemos de nuevo en el salón indio. No obstante, en seguida comprendí que el lugar era lo suficientemente discreto. Nos comunicábamos de un modo tan íntimo y completo, y con una reciprocidad tan silenciosa, que ello nos bastaba en cualquier circunstancia.

-Sí, está aquí -dije-; y hacia las siete y cuarto estaba en el salón principal.
-En aquel momento lo sabía... ¡y me he alegrado tanto! -respondió sin ambages.
-¿Dice que se ha alegrado?
-Que esta vez se tratara de usted y no de mí. Es un gran alivio.
-¿Ha dormido toda la tarde? -pregunté.
-Como no podía dormir hacía meses. Pero, ¿cómo lo sabe?
-Del mismo modo, supongo, que usted ha sabido que Sir Edmund estaba en el salón. Evidentemente ahora cada uno de nosotros sabe cosas... cuando le están ocurriendo al otro.
-Cuando le están ocurriendo a él -me corrigió la señora Marden-. Es maravilloso que usted se lo tome así -añadió con un largo y suave suspiro.
-Lo tomo -repliqué inmediatamente- como un hombre que está enamorado de su hija.
-Claro, claro. -Por intenso que fuese el sentimiento mío por la muchacha, no pude por menos de reírme un poco por el tono con que pronunció estas palabras, y ella inmediatamente añadió:
-De no ser así, no le hubiera usted visto.
A decir verdad, apreciaba en su justo valor mi privilegio, pero tenía que hacer una objeción.
-¿Acaso le ven todos los que se enamoran de ella? Porque deben de ser docenas.
-Los demás no se han enamorado de ella como usted.
Comprendí lo que quería decir y no pude por menos de aprobarlo.
-Naturalmente, sólo puedo hablar por mí mismo... y antes de la cena he encontrado una ocasión propicia para hacerlo.
-Me lo ha dicho apenas me ha visto -replicó la señora Marden.
-Y ¿puedo tener alguna esperanza, alguna posibilidad?
-Yo no deseo otra cosa y rezo por ello.
La dolorosa sinceridad de esta confesión me emocionó.
-Ah, ¿cómo podría agradecérselo? -murmuré.
-Creo que todo esto pasará... si ella le quiere a usted -siguió diciendo la pobre mujer.
-¿Que todo esto pasará? -yo estaba un poco confuso.
-Quiero decir que entonces nos libraremos de él... que nunca más volveremos a verle.
-Oh, si ella me quiere, no me importa volver a verle a menudo -repliqué francamente.
-Ah, usted se lo toma mejor de lo que yo he podido tomármelo -me dijo-. Tiene usted la suerte de no saber... de no comprender.
-Ciertamente que no. Pero, ¿se puede saber qué es lo que quiere?
-Quiere hacerme sufrir -al decir estas palabras volvió hacia mí su palidísimo rostro, y por vez primera vi con toda claridad que si ésta había sido la intención de nuestro visitante, había logrado por completo su propósito-.Por lo que yo le hice -explicó.
-¿Y qué le hizo usted?
Me dirigió una mirada inolvidable.
-Le maté.
Como yo le había visto a cincuenta yardas de distancia cinco minutos antes, estas palabras me hicieron sobresaltar.
-Sí, le he impresionado a usted; tenga cuidado. Sigue estando aquí, pero se dio la muerte. Le destrocé el corazón... él creyó que yo era espantosamente mala. Nosotros debíamos casarnos, pero rompí mi compromiso... en el último momento. Conocí a alguien que me atrajó más; ésta fue la única razón. No fue por interés ni por dinero ni por vanidad ni por ningún otro motivo bajo. El lo tenía todo. Fue sencillamente que me enamoré del comandante Marden. Cuando le conocí estaba enamorada de Edmund Orme; mi madre y mi hermana mayor, ya casada, lo habían arreglado todo. Pero él me quería, y yo sabía -¡quiero decir que casi sabía!- hasta qué punto era grande su amor. Pero le dije que eso no me importaba, que no podía casarme con él, que nunca me casaría con él. Le rechacé y él ingirió no sé qué droga o licor abominable que tuvo consecuencias fatídicas. Fue espantoso, fue horrible, le encontraron en este estado... murió entre sufrimientos. Me casé con el comandante Marden, pero no sin dejar transcurrir cinco años. Fui feliz, completamente feliz... el tiempo lo borra todo. Pero cuando mi marido murió empecé a verle.

Yo la escuchaba muy atento y confuso.
-¿A ver a su marido?
-¡Oh, no, eso nunca, nunca! ¡No de esa manera, gracias a Dios! ¡A verle a él... y con Chartie, siempre con Chartie. La primera vez casi me costó la vida... hace unos siete años, cuando ella se presentó en sociedad.
Nunca cuando estoy a solas... únicamente con ella. A veces no le veo durante meses, luego todos los días durante una semana. Lo he probado todo para romper el hechizo... médicos, regímenes, cambios de clima; le he suplicado a Dios de rodillas. Aquel día en Brighton, en el paseo con usted, cuando usted creyó que me encontraba enferma era que le veía por vez primera desde hacía mucho tiempo. Y luego aquella tarde, cuando derramé el té, y el día en que usted estaba en la puerta con ella y yo les miraba desde la ventana... cada vez él estaba allí.
-Comprendo, comprendo -yo estaba más impresionado de lo que era capaz de expresar-. Es una aparición como otra cualquiera.
-¿Como otra cualquiera? ¿Es que ha visto usted otra? -exclamó.
-No, quiero decir que es el tipo de cosas de las que uno ha oído hablar. Es enormemente interesante conocer un caso.
-¿Me llama usted «un caso»? -exclamó mi amiga con un exquisito rencor.
-Me refería a mí mismo.
-Oh, usted es la persona más adecuada -dijo-. No me equivoqué al confiar en usted.
-Le estoy sumamente agradecido por haberlo hecho; pero ¿qué le indujo a confiar en mí? -pregunté.
-He pensado mucho en toda esta cuestión; he tenido tiempo de sobra a lo largo de esos terribles años durante los cuales él me estaba castigando en la persona de mi hija.
-Es mucho suponer -objeté-, ya que la señorita Marden nunca ha llegado a enterarse de nada.
-Eso es lo que me aterraba, que en una u otra ocasión llegara a enterarse. Tenía un miedo indecible al efecto que pudiese causarle.
-¡No se enterará, no se enterará! -le aseguré en voz lo suficientemente alta como para que varias personas se volvieran hacia nosotros.

La señora Marden me hizo levantar y nuestra conversación tocó a su fin por lo que a aquella noche se refiere. Al día siguiente le dije que era mejor que me fuera de Tranton... no era ni agradable ni delicado quedarse en calidad de pretendiente rechazado. Se quedó desconcertada, pero aceptó mis razones, apelando tan sólo a mí con ojos llenos de tristeza:

-¿Va a dejarme sola con mi carga?

Desde luego, los dos convinimos que durante una serie de semanas a partir de entonces no sería discreto por mi parte «agobiar a la pobre Charlotte»; éstos fueron exactamente los términos con los que, dando muestras de una curiosa inconsecuencia femenina y maternal, aludió a una actitud mía que ella alentaba. Me dispuse a tener un tacto heroico, pero consideré que la mayor de las delicadezas me autorizaba a decir unas palabras de despedida a la señorita Marden antes de partir. Después del desayuno, le rogué, pues, que diese una vuelta conmigo por la terraza, y como ella parecía vacilar y mirarme con un aire distante, le hice saber que sólo quería formularle una pregunta y decirle adiós... que me iba por ella.

Salió conmigo y dimos lentamente tres o cuatro vueltas completas a la casa. Nada más hermoso que esa gran plataforma oreada desde la cual la vista abarca una gran extensión de tierra, con el mar en el horizonte. Es posible que al pasar frente a las ventanas llamáramos la atención de nuestros amigos de la casa, que tal vez se preguntasen sarcásticamente por qué estaba tan significativamente locuaz. Pero no me importaba; lo único que no dejaba de preguntarme era cómo era posible que aquella vez no viesen a sir Edmund Orme, que se unió a nosotros para dar una o dos vueltas, y que avanzaba a pasos lentos al otro lado de Charlotte. No sé cuál era su extraña naturaleza; no tengo ninguna teoría acerca de él -dejo esta cuestión a los demás-, como tampoco opino sobre cualquiera de mis semejantes mortales (y de la norma que rige sus vidas) que habré encontrado a lo largo de mi existencia. Era un hecho tan efectivo, tan individualizado y definitivo como cualquiera de ellos. Por encima de todo, según todas las apariencias, estaba hecho de una mezcla tan sutil y sensitiva, como rigurosamente digna; de modo que no se me hubiese ocurrido tomarme una libertad, o hacer un experimento, con él, tocarle, por ejemplo, o dirigirle la palabra, ya que daba el ejemplo del silencio, como tampoco me hubiera pasado por la cabeza hacer cualquier otra inconveniencia social. Mostraba siempre, como más adelante comprobé sin ningún género de dudas, un perfecto dominio de su situación, se presentaba siempre impecable y acicalado, y en todos los detalles se comportaba del modo justo que exigía cada momento. Indiscutiblemente su presencia me parecía extraña, pero, sin saber muy bien por qué, tenía la sensación de que estaba en su lugar.

Muy pronto llegué a asociar una idea de belleza con su irreconocible presencia, la belleza de una antigua historia de amor, dolor y muerte. Y terminé por presentir que estaba de mi parte, velando por mis intereses, vigilando para que no pudieran engañarme, para que, mi corazón al menos, no quedara destrozado. Oh, bien en serio había tomado su propia pena y su decepción... sin duda alguna eso lo había demostrado suficientemente en su momento. Si la pobre señora Marden, tal como me había dicho, había reflexionado mucho sobre la cuestión, yo también intenté proceder al análisis más profundo que fui capaz de realizar. Era un caso de justicia, hacer pagar a los hijos los pecados de las madres, ya que no de los padres. Aquella desdichada madre iba a pagar, sufriendo, el sufrimiento que había infligido, y como podía existir una predisposición a burlarse de nuevo de las legítimas aspiraciones de un hombre sincero, y que la hija repitiese conmigo su drama, la joven debía ser examinada y vigilada, para que tuviese que sufrir en caso de hacer el mismo daño. Quizás emulase a su madre por algún rasgo de perversidad característica, del mismo modo que se parecía a ella en los encantos; y si podía comprobarse semejante inclinación, si llegaba a ser sorprendida, por así decirlo, faltando a su palabra o cometiendo alguna acción cruel, sus ojos, por una solapada lógica, se abrirían allí mismo, súbita e implacablemente, a la «perfecta presencia», que a partir de entonces tendría que incorporar como pudiese al concepto del universo que tuviera aquella señorita. Yo no sentía grandes temores por ella, pues no tenía la impresión de que obrase movida por la frivolidad, y sabía que si yo estaba confuso ello se debía a que había ido demasiado aprisa. Aún faltaba mucho camino por recorrer antes de que hubiera posibilidades de que ella tuviese la culpa de mi sufrir. No podía arrebatar lo que había dado antes de dar todavía bastante más. El que yo pidiera más ya era otro asunto, y la pregunta que le hice en la terraza aquella mañana era la de si durante el invierno podía seguir visitando la casa de la señora Marden. Prometí no ir demasiado a menudo ni hablarle durante tres meses del tema sobre el que habíamos conversado el día anterior. Me respondió que podía hacer lo que gustara, y de ese modo nos separamos.

Cumplí la promesa que le había hecho; callé durante tres meses. Inesperadamente para mí, hubo momentos en el curso de este tiempo en que pareció que echaba de menos mis asiduidades, aunque quizá fuera indiferente a mi felicidad. Yo tenía tales deseos de complacerla que me convertí en sutil e ingenioso, prodigiosamente atento, pacientemente diplomático. En ocasiones creía haberme ganado la recompensa, haber conseguido que me dijese: «Bueno, bueno, está visto que usted es el mejor de todos ellos... ahora ya puede hablarme». Pero luego había una frialdad más total que nunca en su belleza y algunos días un brillo burlón en sus ojos, un resplandor que parecía significar: «Si no anda usted con más cuidado le aceptaré, y así acabaré con usted definitivamente».

La señora Marden era para mí una gran ayuda, simplemente porque creía en mí, y yo apreciaba en su justo valor su confianza porque sabía que seguía concediéndomela durante una súbita interrupción del prodigio que se había obrado en favor mío. Después de nuestra estancia en Tranton, Sir Edmund Orme nos dio vacaciones, y reconozco que al principio me sentí decepcionado. Quiero decir que tenía la impresión de estar menos destinado, menos implicado y relacionado con Charlotte.

-¡Oh, no cante victoria antes de tiempo! -era el comentario de su madre-; en ocasiones me ha dado un respiro de hasta seis meses. Aparecerá de nuevo cuando menos lo espere... sabe muy bien lo que hace.

Para ella estas semanas fueron de felicidad y fue lo suficientemente discreta como para no hablar de mí a su hija. Tuvo la condescendencia de asegurarme que estaba obrando de la mejor manera posible, que daba la impresión de sentirme seguro y de que a la larga las mujeres cederían ante mi firmeza. Había conocido casos en que había ocurrido así, aun cuando el hombre era un insensato adoptando ese aire de seguridad... un insensato en todos los aspectos. Por lo que se refiere a ella, eran muy buenos tiempos, casi los mejores de su vida, una especie de veranillo de San Martín del alma. Se encontraba mejor de lo que había estado en bastantes años y creía que me lo debía a mí. El significado de aquellas visitas le era llevadero, ya no sentía angustia cada vez que miraba a su alrededor. Charlotte me llevaba la contraria una y otra vez, pero aún se contradecía más a menudo a sí misma. Aquel invierno, junto al antiguo mar de Sussex, fue una maravilla de bonanza, y con frecuencia nos sentábamos al aire libre para tomar el sol. Yo paseaba en compañía de la joven, y la señora Marden, a veces sentada en un banco, a veces en una silla de ruedas, nos esperaba y nos sonreía al vernos pasar. Yo siempre trataba de leer un aviso en su cara: «Está con usted, está con usted» (ella le hubiera visto antes que yo), pero no pasaba nada; la estación nos había aportado también una especie de blandura espiritual. A fines de abril el tiempo era tan parecido al de junio que, al encontrar a mis dos amigas cierta noche en una reunión social de Brighton -una velada con música a cargo de aficionados-, saqué a la joven, sin posibilidad de que opusiera resistencia, a un balcón al que se abría la puerta abierta de una de las habitaciones. La noche era oscura y sofocante, las estrellas tenían un brillo apagado, y a nuestros pies, bajo el acantilado, se oía el sordo rumor de la marea. Lo escuchamos un momento, mientras del interior llegaban hasta nosotros los sones de un violín que acompañaba a un piano, ejecución que había sido nuestro pretexto para escabullirnos.

¿Le parezco un poco mejor? -dije bruscamente al cabo de un minuto-. ¿Puede escucharme de nuevo?
Apenas había acabado de hablar cuando me cogió del brazo y me lo apretó con cierta fuerza.
-¡Calle! Me parece que no estamos solos.
Tenía los ojos fijos en la oscuridad del otro extremo del balcón. Este balcón daba la vuelta a toda la casa y era de gran anchura, como solía ocurrir en las mejores casas antiguas de Brighton. Había cierta luz que procedía de la puerta abierta que estaba detrás de nosotros, pero las otras puertas, con las cortinas corridas por dentro, no alteraban para nada la oscuridad, de modo que sólo percibí borrosamente la silueta de un caballero que estaba de pie allí mirándonos. Iba vestido de etiqueta, como un invitado -distinguía el vago resplandor de su pechera blanca y el pálido óvalo de su rostro- y hubiera podido ser muy bien un invitado que hubiese salido antes que nosotros a tomar el aire. Al principio Charlotte lo creyó así, pero luego, al cabo de unos pocos segundos, tuvo que rendirse a la evidencia de que la intensidad de su mirada no era normal. Si vio algo más, no llegué a saberlo; yo estaba demasiado absorto con mis propias impresiones para captar algo que no fuese la rápida proximidad de su turbación. De hecho, mis propias impresiones eran una sensación fortísima de horror; porque todo aquello, ¿qué podía significar sino que la joven por fin veía? Oí que emitía un súbito gemido y se metió precipitadamente en la casa. Sólo después comprendí que yo también había experimentado una emoción enteramente nueva... mi horror se había convertido en cólera y mi cólera en un brusco movimiento hacia adelante en el balcón, acompañado de un ademán reprobador. Todo aquello quedaba reducido a la visión de una adorable muchacha amenazada y aterrada. Avancé para salvaguardar su seguridad, pero no encontré nada ante mí. O todo había sido un error o Sir Edmund Orme se había desvanecido.

Fui en seguida tras ella, pero cuando entré en el salón encontré allí que se había producido un gran revuelo. Una señora se había desmayado, la música se había interrumpido; se oía mucho ruido de sillas y la gente se agolpaba. La dama en cuestión no era Charlotte, como yo temía, sino la señora Marden, que se había sentido súbitamente indispuesta. Recuerdo el alivio con que recibí la noticia, porque ver sufrir a Charlotte hubiese sido insoportable, y lo de su madre podía distraerla de su agitación. Naturalmente, los que se hicieron cargo de la situación fueron los anfitriones y las señoras y yo no intervine en los cuidados prodigados a mis amigas ni en el acompañarlas hasta su coche. La señora Marden se recuperó e insistió en volver a su casa, después de lo cual me retiré muy intranquilo.

Al día siguiente las visité con la esperanza de que me dieran mejores noticias, y me dijeron que se encontraba mejorada, pero al preguntar si Charlotte accedería a recibirme, se me dio una disculpa por toda respuesta. No me quedaba más que vagar de un lado a otro durante todo aquel día, con el corazón palpitante. Sin embargo, al caer la tarde recibí una nota escrita a lápiz que se me entregó en mano: «Por favor, venga; mi madre quiere verle». Cinco minutos después volvía a estar en su puerta y me hicieron pasar al salón. La señora Marden estaba tendida en el sofá y apenas verla reconocí en su cara la sombra de la muerte. Pero lo primero que me dijo fue que se encontraba mejor, incluso mucho mejor; su pobre, viejo y alborotado corazón había vuelto a traicionarla, pero ahora volvía a portarse bien y estaba en calma. Me alargó la mano y yo me incliné sobre ella, mirándola fijamente a los ojos y de esta manera pude leer en ellos lo que no dijeron sus labios: «La verdad es que estoy muy enferma, pero finja que cree al pie de la letra todo lo que digo». Charlotte, que estaba de pie a su lado, no parecía asustada, pero tenía un aire muy serio, y sus ojos evitaban encontrarse con los míos.

-Me lo ha dicho, me lo ha dicho -dijo la madre.
-¿Que se lo ha dicho?
Miré alternativamente y con intensidad a ambas, preguntándome si mi amiga quería decir que la muchacha le había hablado de la inexplicable aparición de la noche anterior.
-Que usted ha vuelto a hablar con ella, que le es admirablemente fiel.
Al oírla sentí un impulso de alegría; aquello significaba que esta cuestión la interesaba por encima de todo y también que su hija había preferido decirle lo que contribuyese a calmarla, no a inquietarla. No obstante, ahora yo estaba seguro, tan seguro como si la señora Marden me lo hubiese dicho, que ella lo sabía y que lo había sabido en el mismo momento en que su hija había tenido la visión.
-Sí, le hablé, le hablé, pero ella no me dio ninguna respuesta -dije.
Ahora le responderá, ¿no es así, Chartie? Lo deseo tanto, tanto... -murmuró con una indecible ansiedad en su voz.
-Es usted demasiado bueno conmigo.
Charlotte se dirigía a mí, muy seria y afectuosa, pero con la mirada fija en la alfombra. Había en ella algo diferente, diferente como de todo el pasado. Había descubierto algo, sentido una coacción. Vi que no podía dominar su temblor.
-¡Ah, si usted me dejara demostrarle lo bueno que puedo ser! -exclamé tendiéndole las manos.

Mientras pronunciaba estas palabras, tuve el convencimiento de que algo acababa de pasar. Al otro lado del sofá se había ido espesando una forma, y esta forma se inclinaba sobre la señora Marden. Todo mi ser se concentró en una muda plegaria para que Charlotte no la viera y para que yo fuese capaz de no delatarme. El impulso de dirigir una mirada a su madre era aún más fuerte que el movimiento involuntario de darme por enterado de la presencia de Sir Edmund Orme; pero conseguí dominar esta inclinación, y la señora Marden permaneció completamente inmóvil. Charlotte se levantó para tenderme la mano, y entonces, en el momento de hacer este ademán, vio el horror. Dio un chillido, sus ojos expresaron el desaliento, y en aquel mismo momento llegó a mis oídos otro sonido, un gemido de condenado. Pero yo ya me había precipitado hacia la mujer que amaba para protegerla, para cubrirle la cara, y ella se había arrojado apasionadamente en mis brazos. La tuve abrazada un momento, fuertemente, abandonándome a ella, sintiendo cada uno de los latidos de su corazón que se confundían con los míos sin que fuese posible distinguirlos; en seguida, de pronto, fríamente, tuve la seguridad de que estábamos solos. Ella se soltó. La forma que había estado al lado del sofá había desaparecido, pero la señora Marden seguía en su lugar con los ojos cerrados, y había algo en su inmovilidad que renovó nuestro horror. Charlotte lo expresó claramente con un grito de «¡Madre, madre!» y se arrojó sobre ella. Yo me arrodillé a su lado... La señora Marden había muerto.

Lo que había oído cuando Chartie gritó -me refiero al otro grito, aún más trágico- ¿era el grito de desesperación de la desdichada mujer al recibir el golpe de la muerte o el sollozo articulado (fue como una ráfaga de una gran tormenta) del espíritu exorcizado y apaciguado? Posiblemente esto último, porque aquélla fue, misericordiosamente, la última de las apariciones de Sir Edmund Orme.

Henry James (1843-1916)


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