Los amigos: Segunda parte

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Los amigos de los amigos.
Segunda parte.


–¿Muerta? –La impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.
–Murió anoche..., al volver de mi casa.
Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.
–¿Anoche... al volver de tu casa? –repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez –¡Imposible! Si yo la vi.
–¿Cómo que «la viste»?
–Ahí mismo..., donde tú estás.
Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.
–En la hora de la muerte..., comprendo: lo mismo que viste a tu madre.
–No, no como vi a mi madre...; no así, no! –Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción–. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.

Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:

–¿Y se puede saber a qué venía?
El había tenido ya un minuto para pensar –para recobrarse y calibrar efectos–, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.
–Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.
Miré la habitación donde ella había estado –donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.
–¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?
–Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! –exclamó con una risa singular.
Yo iba de asombro en asombro.
–O sea, ¿que no te dijo nada?
–No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.
–¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?
Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.
–Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable.– Repitió incluso la risa discordante.
–¡Ya se ve que «te resultó agradable»!
Entonces reflexioné un instante: –¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
–No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.
–¡Veinte minutos de silencio! –empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella–. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?
Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.
–Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.

Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.

VI.
Él lo rompió al cabo, diciendo:
–¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?
–Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.
Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.
–¿Qué aspecto tiene?
–Un aspecto... de paz.
Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:
–¿Entonces a qué hora...?
–Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa..., de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.
Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:
–¡Era maravillosa!
Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:
–Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche...
Le atajé inmediatamente.
–¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? –pregunté– ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente..., estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo..., he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.
–¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?

Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él –sí–, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo –durante casi todo este tiempo– en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.

–Ya. Pero ¿hasta qué hora?
–Sobre eso –tuve que responder– los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.
Le vino de perlas.
–Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.
–No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo –declaré–. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.
–Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía..., tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.
–Para ponerte en zapatillas –fue mi contestación– y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana..., ¡la viste en sueños!
Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:
–Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora...; sea: nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?
–¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.
–¡Ahórratelo! –clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí–: ¿Le abrió tu criado?
–No estaba..., nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio..., sólo hacía falta un poco de valor.
–¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.
–Pues lo tuvo,.. y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento –añadió– que no fuera una cosa sumamente extraña!
Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:
–¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?
–Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.
–¿Y cómo iba vestida?
–De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo –continuó– tiene una pequeña cicatriz vertical...
Le corté en seco.
–La señal de una caricia de su marido –luego añadí–: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!
A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.
–Bueno, adiós.
–¿No te quedas un rato? –volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé–. Su visita tuvo su belleza –murmuró teniéndome abrazada–, pero la tuya tiene más.
Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.
–Es que yo soy la vida –respondí–. Lo que viste anoche era la muerte.
–¡Era la vida..., era la vida!
Hablaba con suave terquedad, yo me desasí. Nos miramos fijamente.
–Describes la escena –si a eso se puede llamar descripción– en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?
–Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.
–¿Y qué hiciste entonces?
–Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriéndome, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.
–¿Simplemente mirándose de hito en hito?
Protestó impaciente.
–¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!
–No, porque estamos hablando.
–También hablamos ella y yo..., en cierto modo –se perdió en el recuerdo–. Fue tan cordial como esto.
Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.
–No del todo –repuso–, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era..., quién podía ser únicamente.
Medité un poco.
–¿Y al final cómo se fue?
–Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.
–¿Deprisa..., despacio?
–Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás –sonrió para añadir–. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.
Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago. –Bueno, pues ahora te toca acatar la mía..., y dejarme marchar a mí.

Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa –no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes –la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre–. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.

–¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!
–¡Estaba muerta, muerta! –afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencial. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.
–¡Se ha ido..., se nos ha ido para siempre! –sollocé.
–Eso exactamente es lo que yo siento –exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí–. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? –se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.

VII.
Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible –es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente–, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía –era sólo indulgencia; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ése, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara –tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención–. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.

Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemence vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma –no habría podido hacer otra cosa–. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos –ésa era la máscara de la Medusa–. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí –para salvarme–, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi –dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba– más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.

Él me miró sin parpadear, valiente.
–¿Cómo que se ha alterado?
–Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.
No se tomó más que un instante para pensar.
–No voy a fingir que no sé a quién te refieres –sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente–. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!
–Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo...; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.
–¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?
–No –respondí–, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.
–¿Y qué es, hija mía?
–Que estás completamente cambiado.
–¿Por aquel absurdo? –rió.
–No tanto por aquél como por otros absurdos que le han seguido.
–¿Que son cuáles?
Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.
–¿De veras pretendes –pregunté– no saber cuáles son?
–¡Querida mía –me repuso–, me has hecho un esbozo demasiado vago!
Reflexioné un momento.
–¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica –y desde el primer momento–, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?
Él se acogió a la vaguedad –cosa que siempre hacía muy bien.
–¿Mi idiosincrasia?
–Tu notoria, tu peculiar facultad.
Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.
–¡Ah, mi peculiar facultad!
–Tu accesibilidad a formas de vida –proseguí fríamente–, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás –para nuestro bien o para nuestro mal– nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí..., fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.

–Pero vamos a ver –inquirió suplicante–, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? –Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación–. ¿Cómo diantres actúa? –continuó–, ¿y cómo te afecta?
–Cinco años te estuvo echando en falta –dije–, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!
–¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? –había empezado a pasar del blanco al rojo.
–¡La ves..., la ves; la ves todas las noches! –él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa–. Viene a ti como vino aquella noche –declaré–; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!
Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero ésas fueron las palabras exactas –y que entonces no me parecieron nada vagas– que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.
–¿Te atreves a negar –pregunté entonces– que la ves habitualmente?
Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:
–Bueno, querida, ¿y si la veo qué?
–Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.
–¿Qué dices?
–Que tienes que elegir entre ella o yo.
Me miró duramente.
–Ya –y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí–. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?
–¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmence enfermo de la felicidad que te da? –atajé su rápida protesta con un ademán más rápido–. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!

Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era el que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.

No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que –porque las desmenucé, ¡ya lo creo!– yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.

Henry James (1843-1916)


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