«Mimic»: Donald A. Wollheim; relato y análisis.


«Mimic»: Donald A. Wollheim; relato y análisis.




Mimic (Mimic) es un relato de terror del escritor norteamericano Donald A. Wollheim (1914-1990), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1942 de la revista Astonishing Stories, y desde entonces reeditado en numerosas antologías. El cuento fue adaptado al cine por Guillermo del Toro en 1997.

Mimic, uno de los mejores cuentos de Donald A. Wollheim, relata la historia del sujeto extraño en el barrio, alguien silencioso, reservado, que nunca tiene problemas con nadie pero que nadie llega a conocer realmente, alguien que, en realidad, es algo.

SPOILERS.

Mimic de Donald A. Wollheim consigue vislumbrar todo un mundo escondido con una narración notablemente sucinta y eficaz. La premisa de la historia es simple: algunos insectos han evolucionado para sobrevivir a través del camuflaje, como aquellas mariposas que imitan a las hojas y los escarabajos que imitan a las hormigas, llegando a pasar completamente desapercibidos. Pero, ¿qué tal si los insectos desarrollaran una forma de imitar a la criatura en la cima de la cadena alimentaria de nuestro planeta: los seres humanos?


[«Pero en medio de las hormigas guerreras también viajan muchas otras criaturas, criaturas que no son hormigas en absoluto, y que las hormigas guerreras matarían si las descubrieran. Pero no saben de ellas porque estas otras criaturas están disfrazadas. Algunas son escarabajos que parecen hormigas. Tienen marcas falsas como tórax de hormigas y corren imitando la velocidad de las hormigas. ¡Incluso hay uno que es tan largo que parece tres hormigas en una sola fila! Se mueve tan rápido que las hormigas reales nunca le dan una segunda mirada.»]


En Mimic, Donald A. Wollheim utiliza un número reducido de elementos. Al principio, el narrador describe brevemente a un hombre que vive en su misma calle, y que conoce desde su infancia. Es un tipo reservado, que viste una amplia capa negra, y que parece tener una particular aversión por las mujeres. De hecho, nadie lo ha visto hablar con una. El narrador crece y lo olvida. Cursa sus estudios y consigue trabajo como asistente del curador de un museo en el área de entomología. Allí aprende todo sobre cómo ciertos insectos utilizan el camuflaje para esconderse, mimetizarse, y pasar desapercibidos en un contexto que sería sumamente hostil si fuesen descubiertos [ver: Relatos de terror de insectos]

El narrador tiene muchas ganas de hablar sobre las hormigas guerreras, esos feroces depredadores que viajan «en enormes columnas de cientos de miles». Son temibles e implacables, nos dice el narrador, pero también hay otras cosas viajando en esas columnas, disfrazadas, apoyándose en el mimetismo para aprovechar la protección que supone la fuerza superior de las hormigas. En este punto, es imposible para el lector no advertir que hay una conexión entre el interés del narrador por los insectos y su descripción del hombre de negro, «siempre vestido con una capa larga y negra que le llegaba hasta los tobillos, […] y un sombrero de ala ancha que le cubría la cara». Como un escarabajo, se podría pensar. También puede ser, como sugiere el narrador, que sea pura casualidad que el hombre de negro haya estado en la calle cuando la historia comienza a desarrollarse, mientras el conserje de la pensión sale corriendo pidiendo ayuda [ver: La biología de los Monstruos]

El caso es que aún queda mucho por descubrir para la ciencia, y dado que el camuflaje y la imitación parecen ser recursos eficaces para estos insectos, es lícito preguntarse si el ser humano, el máximo depredador sobre la faz de la tierra, acaso no tiene sus propios imitadores viviendo junto a él. Desde luego, una vez que el narrador expresa esta pregunta filosófica, vuelve a encontrarse casualmente con el hombre de la capa negra. En cierto momento, lo sigue hasta su habitación en la pensión, donde el hombre siempre se ha comportado como un inquilino intachable, irrumpe en ella y lo encuentra tirado en el suelo, muerto.


[«Durante varios instantes no vimos nada malo y luego, gradualmente, horriblemente, nos dimos cuenta de algunas cosas que estaban mal.»]


Cuando el narrador inspecciona el rostro y la ropa del hombre de negro descubre no es humano:


[«Lo que pensábamos que era un abrigo era una enorme funda de ala negra, como la que tiene un escarabajo. Tenía un tórax como un insecto, solo que la vaina del ala lo cubría y no podías notarlo cuando usaba la capa. El cuerpo sobresalía por debajo, reduciéndose a las dos patas traseras largas y delgadas. Sus brazos salían por debajo de la parte superior del abrigo. Tenía un pequeño par de brazos secundarios, cruzados con fuerza sobre su pecho. Había un agujero redondo y afilado recién perforado en su pecho, justo encima de estos brazos, todavía rezumando un líquido acuoso.»]


Este hombre-escarabajo de Donald A. Wollheim es una mezcla particularmente inquietante de Gregor Samsa, el hombre-cucaracha de Kafka, y Wilbur Whateley, aquel personaje de El horror de Dunwich (The Dunwich Horror) de Lovecraft, con órganos y apéndices alienígenas bajo una fachada semihumana [ver: La Biblia de Yog-Sothoth: análisis de «El horror de Dunwich»]. Sin embargo, a diferencia de Samsa, el hombre de negro no se ha transformado en un ser grotesco a partir de un ser humano normal: es un insecto, un escarabajo que imita a los seres humanos para sobrevivir el tiempo suficiente para poner sus huevos. Al parecer, en este punto de la historia el hombre de la capa negra ha llegado al fin de su ciclo de vida.

Mimic nos reserva algunos horrores más. Cuando el narrador abre una curiosa caja de metal que también estaba en la habitación, un enjambre de diminutos escarabajos escapa volando por la ventana:


[«Debe haber habido docenas de ellos. Tenían unas dos o tres pulgadas de largo y volaban sobre anchas alas diáfanas de escarabajo. Parecían hombrecitos, extrañamente aterradores mientras volaban, vestidos con sus trajes negros, con sus rostros inexpresivos y sus ojos azules llorosos. Volaron con alas transparentes que salían de debajo de sus negros abrigos de escarabajo.»]


«Es un hecho curioso de la naturaleza que aquello que está a simple vista suele ser lo que mejor está escondido», reflexiona el narrador de Mimic. C. Auguste Dupin estaría de acuerdo, como lo demuestra La carta robada (The Purloined Letter) de Edgar Allan Poe, donde el ladrón esconde la carta robada en el lugar más obvio, el portacartas, en cierto modo, camuflándola como una simple carta más. Mimic de Donald A. Wollheim parte de una premisa similar. Porque el hombre de negro es, en efecto, un insecto enorme que ha aprendido a coexistir con los humanos imitando su apariencia y, hasta cierto punto, su comportamiento. Pero, incluso después de descubrir la verdad, el hombre de negro no es lo que parece. De hecho, es una hembra. En este punto, Donald A. Wollheim trata de explicar que la aversión del hombre de negro por las mujeres era simplemente un recurso evolutivo. El narrador especula que la criatura tenía miedo de las mujeres porque ellas observan más cuidadosamente que los hombres, sobre todo a los hombres, y que por esa razón era más probable que su camuflaje sea detectado por una hembra. En cualquier caso, no es un elemento particularmente feliz.

Mimic podría haber sido un relato mediocre si todo hubiese terminado aquí, pero hay más. En el cadáver del hombre de negro hay un «agujero redondo y afilado, recién perforado en su pecho, justo por encima de los brazos, que todavía rezumaba un líquido acuoso.» El narrador no explica qué ha ocurrido, y nos invita a buscar en los eventos al final de la historia una pista sobre la identidad del asesino [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Cuando la horrorosa cría del hombre de negro sale volando, ya liberada de su confinamiento en la caja de metal, el narrador mira por la ventana para seguir su vuelo y ve algo más acechando en un techo cercano, camuflado. Su observación transforma la escena urbana en un paisaje digno del horror cósmico de H.P. Lovecraft. De un plumazo, la ciudad, la antítesis de la naturaleza, se convierte en un lugar salvaje:


[«Chimeneas, paredes y tendederos vacíos formaban el escenario sobre el que pasaba la diminuta masa de horror. Y luego vi una chimenea, a menos de diez metros de distancia en el siguiente techo. Era achaparrada, de ladrillo rojo, y tenía dos extremos de tubos negros al ras de la parte superior. La vi vibrar de repente, de forma extraña. Su superficie de ladrillo rojo parecía despegarse, y las aberturas de las tuberías negras se volvieron repentinamente blancas. Vi dos grandes ojos mirando al cielo. Una gran cosa con alas planas se desprendió silenciosamente de la superficie de la chimenea real y salió disparada tras la nube de cosas voladoras. Observé hasta que todas se perdieron en el cielo.»]


Al contrario de lo que sucede con Lovecraft, no me atrevería a ser definitivo con el racismo subyacente en Mimic de Donald A. Wollheim, pero tampoco podemos eludir esa interpretación. Después de todo, el relato está ambientado en Nueva York, la puerta de entrada a los Estados Unidos donde los inmigrantes llegaban con la esperanza de pasar la inspección en Ellis Island y establecerse para empezar una nueva vida. En este contexto, el comentario del narrador: «la evolución creará un ser para cualquier nicho que se pueda encontrar, por improbable que sea», nos obliga a preguntarnos qué es lo que realmente está pasando aquí, porque el punto es que el hombre-escarabajo nunca ha encajado, nunca se ha mimetizado exitosamente. Podemos recordar que, cuando el narrador era niño, se burlaba de él por su miedo a las mujeres. De hecho, más que un imitador exitoso, perfectamente diseñado por la evolución, parece un extranjero que sencillamente trata de adaptarse, alguien que no pertenece del todo, alguien que despierta cierta inquietud pero que es lo suficientemente inteligente como para soportar las burlas de los demás y no despertar demasiada incomodidad [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]

Es tentador especular sobre lo que está pasando en Mimic en términos de racismo no muy bien solapado, porque, vamos, el hombre de negro parece un ser humano, pero cuando miras más de cerca...

Al flaco de Providence le hubiese gustado [ver: «La Sombra sobre Innsmouth»: del odio racial a la empatía]




Mimic.
Mimic, Donald A. Wollheim (1914-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Hace menos de doscientos años desde el descubrimiento del último continente. Las ciencias de la química y la física se remontan apenas a un siglo. La ciencia de la aviación se remonta a cuarenta años. La ciencia de la atómica está naciendo. Y, sin embargo, creemos que sabemos mucho. En realidad, sabemos poco o nada.

Algunas de las cosas más sorprendentes son desconocidas para nosotros. Cuando se descubren, pueden impactarnos hasta los huesos. Buscamos secretos en las lejanas Islas del Pacífico y entre los campos del gélido Norte mientras bajo nuestras propias narices, codeándose cada día con nosotros, puede andar lo desconocido. Es un hecho curioso de la naturaleza que aquello que está a simple vista suele ser lo que mejor está escondido.

Siempre he sabido del hombre de la capa negra. Desde que era niño ha vivido en mi calle, y sus excentricidades son tan familiares que no se mencionan excepto entre los visitantes ocasionales. Aquí, en el corazón de la ciudad más grande del mundo, en la bulliciosa Nueva York, lo excéntrico y lo extraño pueden florecer sin obstáculos.

Cuando éramos niños, nos divertíamos mucho burlándonos del hombre de negro cuando mostraba su miedo a las mujeres. Vigilábamos, a nuestra manera malévola e infantil, esos momentos; tratábamos de hacer que mostrara ira. Pero nos ignoró por completo, y pronto no le prestamos más atención, al igual que nuestros padres. Lo veíamos sólo dos veces al día. Una vez temprano en la mañana, cuando su figura de seis pies salía del sucio y oscuro pasillo de la vivienda al final de la calle, y cuando regresaba por la noche. Iba siempre vestido con una larga capa negra que le llegaba a los tobillos y llevaba un sombrero negro de ala ancha que le cubría la cara.

Era un espectáculo de una extraña historia de viejas tierras, pero lo cierto es que nunca dañó a nadie. Tampoco prestaba atención a nadie; excepto, quizás, a las mujeres. Cuando una mujer se cruzaba en su camino, se detenía en seco. Podíamos ver que cerraba los ojos hasta que ella pasaba de largo. Entonces abría de golpe esos grandes y acuosos ojos azules y seguía caminando como si nada hubiera pasado.

Nunca se supo que hablara con una mujer.

Compraba algunos comestibles, tal vez una vez a la semana, en lo de Antonio, pero solo cuando no había otros clientes. Antonio dijo una vez que nunca hablaba, solo señalaba las cosas que quería y las pagaba con billetes que sacaba de un bolsillo debajo de su capa. A Antonio no le caía bien, pero nunca tuvo ningún problema con él.

Ahora que lo pienso, nadie nunca tuvo ningún problema con él.

Nos acostumbramos a él. Crecimos en la calle; lo veíamos de vez en cuando llegaba a casa y volvía al pasillo oscuro del departamento donde vivía.

Nunca tuvo visitas, nunca habló con nadie.

Una vez, recuerdo, construyó algo de metal en su habitación. Había arrastrado unas largas láminas planas de metal, de estaño o hierro, y durante varios días se oyeron muchos martillazos y golpes en su habitación. Pero pronto todo eso se detuvo y nadie pensó demasiado en el asunto.

No sé dónde trabajaba y nunca lo supe. Tenía dinero, porque tenía fama de pagar el alquiler con regularidad cuando el conserje se lo pedía.

Bueno, gente así habita en las grandes ciudades y nadie conoce la historia de sus vidas hasta que se acaban. O hasta que algo extraño sucede.

Crecí, fui a la universidad, estudié.

Finalmente conseguí un trabajo como asistente del curador de un museo. Pasé mis días montando escarabajos y clasificando exhibiciones de animales disecados y plantas preservadas, y cientos y cientos de insectos de todas partes.

La naturaleza es una cosa extraña, aprendí. Eso lo aprendes muy rápido cuando trabajas en un museo, te das cuenta de cómo la naturaleza utiliza el arte del camuflaje. Hay insectos ramita que se ven exactamente como una hoja o una rama de un árbol. Exactamente.

La naturaleza es extraña y perfecta de esa manera. Hay una polilla en América Central que parece una avispa. Incluso tiene un aguijón falso hecho de pelo, que retuerce y riza como el aguijón de una avispa. Tiene los mismos colores y, aunque su cuerpo es suave y no blindado como el de una avispa, tiene un color que parece brillante y blindado. Incluso vuela de día cuando lo hacen las avispas, y no de noche como las demás polillas. Se mueve como una avispa. De algún modo sabe que no tiene miel y que sólo puede sobrevivir fingiendo ser tan letal para otros insectos como lo son las avispas.

Aprendí sobre las hormigas guerreras y sus extraños imitadores.

Las hormigas armadas viajan en enormes columnas de miles y cientos de miles. Se mueven a lo largo de una corriente que fluye de varios metros de ancho y acarician todo lo que encuentran en su camino. Todo en la selva les tiene miedo. Avispas, serpientes, otras hormigas, pájaros, lagartijas, escarabajos, incluso los hombres huyen o son devorados.

Pero en medio de las hormigas guerreras también viajan muchas otras criaturas, criaturas que no son hormigas en absoluto, y que las hormigas guerreras matarían si las descubrieran. Pero no saben de ellas porque estas otras criaturas están disfrazadas. Algunas son escarabajos que parecen hormigas. Tienen marcas falsas como tórax de hormigas y corren imitando la velocidad de las hormigas. ¡Incluso hay uno que es tan largo que parece tres hormigas en una sola fila! Se mueve tan rápido que las hormigas reales nunca le dan una segunda mirada.

Hay orugas débiles que parecen escarabajos acorazados. Hay todo tipo de cosas que parecen animales peligroso, porque estos no tienen enemigos. Las hormigas guerreras y las avispas, los tiburones, el halcón y los felinos. Así que hay una gran cantidad de cosas débiles que intentan esconderse entre ellos, para imitarlos.

Y el hombre es el mayor asesino, el mayor cazador de todos. Todo el mundo de la naturaleza conoce al hombre como el amo irresistible. El rugido de su arma, la astucia de su trampa, la fuerza y agilidad de su brazo colocan todo lo demás debajo de él.

¿Debe entonces el hombre ser tratado por la naturaleza de manera diferente a los otros animales dominantes, como las hormigas guerreras y las avispas?

Fue, como suele ser el caso, pura suerte que me encontrara en la calle a la hora del amanecer cuando el conserje salió corriendo de la vivienda de mi calle pidiendo ayuda a gritos. Había estado trabajando toda la noche montando nuevas exhibiciones.

El policía de ronda y yo fuimos los únicos que molestaron al conserje al ver la cosa que encontramos en las dos sucias habitaciones ocupadas por el extraño de la capa negra.

El conserje explicó, mientras el oficial y yo subíamos corriendo las estrechas y desvencijadas escaleras, que lo había despertado el sonido de fuertes golpes y gritos estridentes. Había salido al pasillo a escuchar.

Cuando llegamos, el lugar estaba en silencio. Una luz tenue brillaba debajo de la puerta. El policía llamó, no hubo respuesta. Puso su oído en la puerta y yo también.

Oímos un ligero susurro, un susurro lento y continuo como el de un papel que sopla la brisa.

El policía llamó de nuevo, pero tampoco no hubo respuesta.

Entonces, juntos, arrojamos nuestro peso a la puerta. Dos fuertes golpes y la vieja cerradura podrida cedió. Irrumpimos.

La habitación estaba sucia, el piso estaba cubierto de pedazos de papel roto, detritus y basura. La habitación no estaba amueblada, lo que me pareció extraño.

En una esquina había una caja de metal, de unos cuatro pies cuadrados. Una caja hermética, unida con tornillos. Tenía una tapa, que se abría en la parte superior (estaba hacia abajo) y se sujetaba con una especie de sello de cera.

El extraño de la capa negra yacía en el suelo, muerto.

Todavía llevaba la capa. El gran sombrero holgado estaba tirado en el suelo a cierta distancia. Del interior de la caja procedía un leve crujido.

Le dimos la vuelta al extraño, le quitamos la capa. Durante varios instantes no vimos nada malo y luego, gradualmente —horriblemente— nos dimos cuenta de algunas cosas que estaban mal.

Su cabello era castaño, corto y rizado. Se erizó en su longitud de una pulgada de largo. Sus ojos estaban abiertos y mirando. Lo primero que noté fue que no tenía cejas, sólo una curiosa línea oscura en la carne sobre cada ojo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía nariz. Pero nadie lo había notado antes. Su piel estaba extrañamente moteada. Donde debería haber estado la nariz, había sombras oscuras que parecían una nariz. Como el trabajo de un artista hábil en una pintura.

Su boca era como debería ser y estaba ligeramente abierta, pero no tenía dientes. Su cabeza estaba encajada sobre un cuello delgado.

El traje era... bueno, no era un traje. Era parte de él. Era su cuerpo.

Lo que pensábamos que era un abrigo era una enorme funda de ala negra, como la que tiene un escarabajo. Tenía un tórax como un insecto, solo que la vaina del ala lo cubría y no podías notarlo cuando usaba la capa. El cuerpo sobresalía por debajo, reduciéndose a las dos patas traseras largas y delgadas. Sus brazos salían por debajo de la parte superior del abrigo. Tenía un pequeño par de brazos secundarios, cruzados con fuerza sobre su pecho. Había un agujero redondo y afilado recién perforado en su pecho, justo encima de estos brazos, todavía rezumando un líquido acuoso.

El conserje huyó balbuceando. El oficial estaba pálido pero cumpliendo con su deber. Lo escuché murmurar por lo bajo un torrente interminable de Avemarías, una y otra vez.

El tórax inferior, el «abdomen», era muy largo y parecido a un insecto. Ahora estaba arrugado como los restos del fuselaje de un avión. Recordé el aspecto de una avispa hembra que acababa de poner huevos, su tórax había tenido esa apariencia vacía.

La vista fue un shock. La mente lo rechaza, y es sólo en el último momento que uno puede sentir el tenue estremecimiento del horror.

El susurro aún procedía de la caja. Le hice señas al policía de cara blanca, nos acercamos y nos paramos frente a ella. Tomó su bastón y tiró el sello de cera. Luego tiramos y abrimos la tapa.

Una ola de vapor nocivo nos asaltó. Retrocedimos tambaleándonos cuando de repente una corriente de cosas voladoras salió disparada del enorme contenedor de hierro. La ventana estaba abierta y volaron directamente hacia el primer resplandor del amanecer.

Debe haber habido docenas de ellos. Tenían unas dos o tres pulgadas de largo y volaban sobre anchas alas diáfanas de escarabajo. Parecían hombrecitos, extrañamente aterradores mientras volaban, vestidos con sus trajes negros, con sus rostros inexpresivos y sus ojos azules llorosos. Volaron con alas transparentes que salían de debajo de sus negros abrigos de escarabajo.

Corrí hacia la ventana, fascinado, casi hipnotizado. El horror no había llegado a mi mente de inmediato. Después tuve espasmos de terror al pensar en todo eso y tratar de unir las piezas. Todo el asunto fue tan completamente inesperado…

Sabíamos de las hormigas guerreras y sus imitadores, pero nunca se nos ocurrió que nosotros también éramos una especie de hormigas guerreras. Sabíamos de los insectos palo y nunca se nos ocurrió que pudiera haber otros que se disfrazan para engañar, no a otros animales, sino al mismo animal supremo, el hombre.

Luego encontramos algunos huesos en el fondo de esa caja de hierro, pero no pudimos identificarlos. Quizás no nos esforzamos mucho. Podrían haber sido humanos.

Supongo que el extraño de la capa negra no temía tanto a las mujeres como desconfiaba de ellas. Las mujeres notan a los hombres, quizás, más que otros hombres. Las mujeres podrían sospechar antes de la inhumanidad, del engaño. Y entonces, tal vez, podría haber habido alguna reacción instintiva. El extraño estaba disfrazado de hombre, pero su sexo seguramente era femenino. Las cosas en la caja eran sus crías.

Pero es la otra cosa que vi, cuando corrí hacia la ventana, lo que más me ha sacudido. El policía no lo vio. Nadie más lo vio excepto yo, y yo solo por un instante.

La naturaleza practica engaños en todos los ángulos. La evolución creará un ser para cualquier nicho que se pueda encontrar, por improbable que sea.

Cuando me acerqué a la ventana, vi la pequeña nube de cosas voladoras que se elevaban hacia el cielo y navegaban hacia la distancia púrpura. Estaba amaneciendo y los primeros rayos del sol caían sobre los techos de las casas.

Conmocionado, desvié la mirada de esa habitación de vecindad del cuarto piso sobre los techos de los edificios más bajos. Chimeneas, paredes y tendederos vacíos formaban el escenario sobre el que pasaba la diminuta masa de horror.

Y luego vi una chimenea, a menos de diez metros de distancia en el siguiente techo. Era achaparrada, de ladrillo rojo, y tenía dos extremos de tubos negros al ras de la parte superior. La vi vibrar de repente, de forma extraña. Su superficie de ladrillo rojo parecía despegarse, y las aberturas de las tuberías negras se volvieron repentinamente blancas.

Vi dos grandes ojos mirando al cielo.

Una gran cosa con alas planas se desprendió silenciosamente de la superficie de la chimenea real y salió disparada tras la nube de cosas voladoras.

Observé hasta que todas se perdieron en el cielo.

Donald A. Wollheim (1914-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Donald A. Wollheim.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Donald A. Wollheim: Mimic (Mimic), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

nito dijo...

PERO...que bueno q está!!!!!

Daniel Milano dijo...

Coincido con Nito.Espero que Guillermo de Toro no lo haya desaprovechado. Veré. Bueno también "El terror que surgió de Lovecraft", del mismo Wolheim. Pasé un buen rato leyéndolos. Gracias, Sebastián.

Anónimo dijo...

Excelente aporte. Muchas gracias por esto, Sebas. Abrazo. elias.



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